—Habría sido agradable empezar de nuevo sin esas molestas ruinas —dijo ella.
—Son un símbolo, querida —contestó su amigo.
MOLLIE PANTER-DOWNS
Un grupo de búsqueda - Sombreros de guerra - El problema del nepotismo - Sombrero real - El tocón del pájaro del obispo ha desaparecido - Rastrillos - Una pista de su paradero - Observaciones astronómicas - Perros - Un gato - El mejor amigo del hombre - Una brusca partida
Éramos cinco: Carruthers, el nuevo recluta y yo, Señor Spivens y el sacristán. A últimas horas de la tarde del quince de noviembre, nos encontrábamos en lo que quedaba de la catedral de Coventry, buscando el tocón del pájaro del obispo.
O, por lo menos, yo lo buscaba. El nuevo recluta contemplaba embobado las vidrieras destrozadas, Señor Spivens se hallaba junto a los escalones de la sacristía excavando, y Carruthers intentaba convencer al sacristán de que formábamos parte del Servicio Auxiliar de Bomberos.
—Éste es el jefe de nuestro escuadrón, el teniente Ned Henry —dijo, señalándome—, y yo soy el comandante Carruthers, el oficial del puesto.
—¿Qué puesto? —preguntó el sacristán, los ojos entornados.
—El treinta y seis —dijo Carruthers al azar.
—¿Y qué hay de él? —el sacristán señalaba al nuevo recluta, que en aquellos momentos trataba de adivinar el funcionamiento de su linterna de mano. No parecía lo bastante listo para formar parte de la banda local, mucho menos del SAB.
—Es mi cuñado —improvisó Carruthers—. Egbert.
—Mi esposa trató de convencerme para que contratara a su hermano en la prevención de incendios —dijo el sacristán, sacudiendo la cabeza compasivo—. No es capaz de cruzar la cocina sin tropezar con el gato. «¿Cómo va a apagar los incendios?», le pregunto. «Necesita un empleo», replica ella. «Que Hitler lo ponga a trabajar», digo yo.
Los dejé solos y entré en lo que era propiamente la nave. No había tiempo que perder. Habíamos llegado tarde y, aunque sólo eran poco más de las cuatro, el humo y el polvo de los ladrillos casi no dejaban ver nada.
El recluta se había dado por vencido y observaba a Señor Spivens cavar con decisión entre los peldaños. Me situé junto a él para determinar dónde estaba el pasillo norte y empecé a avanzar hacia el fondo de la nave.
El tocón del pájaro del obispo se encontraba sobre un pedestal de hierro forjado, delante de la reja de la capilla de los Herreros. Me abrí paso entre los escombros, tratando de averiguar dónde estaba. Sólo las paredes externas de la catedral y la hermosa torre seguían en pie. Todo lo demás (el tejado, la cúpula, los arcos de la tribuna, las columnas) se había venido abajo, convertido en un irreconocible montón de escombros ennegrecidos.
«Muy bien —pensé, de pie en lo alto de una viga del techo—, eso era el ábside, y por allá estaba la capilla de los Pañeros». Aunque no había otra forma de saberlo que por los ventanales destrozados: los arcos de piedra se habían desplomado y sólo quedaba la pared del fondo.
«Y aquí estaba la capilla de San Lorenzo», me dije, arrastrándome a cuatro patas sobre los escombros. El amasijo de piedras y vigas calcinadas alcanzaba el medio metro de altura en esa parte de la catedral, y resbalaba. La llovizna caída durante todo el día había convertido la ceniza en lodo negro y vuelto las tablas de pizarra del techo en algo tan resbaladizo como el hielo.
«La capilla de los Marroquineros. Y ésta debe ser la capilla de los Herreros». No había ni rastro de la reja divisoria. Traté de decidir a qué distancia de las ventanas estaría y empecé a cavar.
El tocón del pájaro del obispo no estaba debajo de la masa de vigas retorcidas y piedra rota, ni tampoco la reja divisoria. Encontré un trozo roto de reclinatorio y parte de un banco: lo que significaba que me hallaba demasiado dentro de la nave.
Me levanté, tratando de orientarme. Es sorprendente cuánto distorsiona la destrucción el sentido del espacio. Me arrodillé y miré hacia el coro, tratando de distinguir la base de cualquiera de las columnas del pasillo norte para ver a qué altura de la nave me encontraba. Por desgracia, estaban enterradas.
Necesitaba localizar la bóveda y trabajar desde allí. Miré de nuevo hacia la pared este de la capilla de los Marroquineros; me alineé con ella y las ventanas y empecé a cavar otra vez, buscando la columna que sostenía la bóveda.
Se había roto a pocos centímetros del suelo. Dejé al descubierto el espacio que la rodeaba. Tomé medidas para tratar de determinar dónde habría estado la reja y comencé a cavar de nuevo.
Nada. Desenterré un pedazo irregular del tejado de madera. Debajo había un gigantesco trozo de mármol, completamente agrietado. El altar. Necesitaba situarme más lejos. Miré otra vez al nuevo recluta: aún contemplaba cómo cavaba Señor Spivens. Me aparté tres metros y empecé también a cavar.
—Pero si somos del SAB —oí que le decía Carruthers al sacristán.
—¿Seguro? —insistió el hombre—. Esos monos no parecen los del SAB que yo he visto.
Y no era extraño, porque no lo eran. Nuestros uniformes estaban pensados para incursiones aéreas, cuando cualquiera que llevara un casco de metal podía pasar por oficial. Y para ser llevados de noche. De día la cosa cambiaba: el casco de Carruthers tenía una insignia de los Ingenieros Reales, el mío llevaba escrito SAB y el del nuevo recluta pertenecía a otra guerra.
—Nuestros uniformes regulares fueron alcanzados por un potente explosivo —mintió Carruthers.
El sacristán no parecía convencido.
—Si son ustedes del Servicio Auxiliar de Bomberos, ¿por qué no estuvieron aquí anoche cuando podrían haber ayudado en algo?
Una pregunta excelente, y una que lady Schrapnell se aseguraría de formularme cuando volviera.
—¿Qué quieres decir con eso de que llegasteis el quince, Ned? —Ya la estaba oyendo—. Es todo un día tarde.
Y por eso yo me encontraba rebuscando entre vigas humeantes, quemándome el dedo en un charco de plomo fundido que goteaba del tejado y ahogándome con polvo de ladrillo en vez de estar presentando mi informe.
Me aparté de una viga de hierro sacudiendo el dedo quemado y avancé sobre el montón de tejas y columnas calcinadas. Me corté el dedo que me había quemado con un trozo de metal astillado y me levanté, chupándomelo.
Carruthers y el sacristán seguían con su discurso.
—Nunca he oído hablar de ningún puesto treinta y seis —dijo el sacristán, receloso—. Los puestos del SAB de Coventry sólo llegan hasta el diecisiete.
—Somos de Londres —respondió Carruthers—. Un destacamento especial enviado para ayudar.
—¿Cómo consiguieron pasar? —le dijo el sacristán, alzando agresivo su pala—. Las carreteras están bloqueadas.
Era el momento de echar una mano. Me acerqué a ellos.
—Vinimos por el camino de Radford —tercié bastante seguro de que el sacristán no habría ido en esa dirección—. Un camión de leche nos recogió.
—Creía que había barricadas. —El sacristán seguía agarrando la pala.
—Teníamos pases especiales —apuntó Carruthers.
Un error. Era probable que el sacristán quisiera verlos.
—La reina nos envió —me apresuré a decir.
Eso bastó. El casco se le cayó y el hombre se puso firmes, sujetando la pala como si fuera una lanza.
—¿Su Majestad?
Me coloqué el casco del SAB sobre el corazón.
—Dijo que no podría atreverse a ver Coventry hasta que hubiera hecho algo para ayudar. «Su hermosa, hermosísima catedral —nos dijo—. Deben ir ustedes a Coventry ahora mismo y ofrecerles toda la ayuda que puedan».
—Propio de ella —dijo el sacristán, sacudiendo reverente la calva—. Propio de ella. «Su hermosa, hermosísima catedral». Es propio de ella.
Asentí solemne, le hice un guiño a Carruthers y volví a mi excavación. El resto del arco desplomado estaba debajo de las losetas, junto con un puñado de cables eléctricos y una lápida conmemorativa que rezaba: «Descanse en pa…». Un deseo que, al parecer, no había sido respetado.
Despejé un espacio de unos veinte centímetros alrededor de la columna. Nada. Me arrastré sobre los escombros, buscando el resto del pilar; encontré un fragmento y empecé a cavar otra vez.
Carruthers se acercó.
—El sacristán quería saber qué aspecto tenía la reina —comentó—. Le dije que llevaba sombrero. Lo llevaba, ¿no? Nunca recuerdo quién era la que los llevaba.
—Todas. Excepto Victoria. Esa se ponía un bonete de encaje —dije—. Y Camilla. No fue reina el tiempo suficiente. Dile que Su Majestad salvó la Biblia de la reina Victoria cuando el palacio de Buckingham fue bombardeado. La llevó en brazos como a un bebé.
—¿Eso hizo? —preguntó Carruthers.
—No, pero así evitarás que te pregunte por qué llevas un casco de bombardero. Y tal vez se anime a hablar sobre lo que se salvó anoche.
Carruthers se sacó un trozo de papel del bolsillo del mono.
—Los candelabros del altar y la cruz del altar mayor y la capilla de los Herreros fueron salvados por el preboste Howard y el retén de bomberos y trasladados a la comisaría de policía. También una patena de plata y un cáliz, un crucifijo de madera, un sagrario de plata, las Epístolas, los Evangelios, y la bandera del Regimiento Real de Warwickshire, Séptimo Batallón —leyó.
Coincidía con la lista que había hecho el preboste Howard tras el bombardeo.
—Pero no el tocón del pájaro del obispo —dije, contemplando los escombros—. Lo que significa que está aquí, en alguna parte.
—¿No ha habido suerte? —preguntó Carruthers.
—No. Supongo que no hay ninguna posibilidad de que alguien haya llegado antes y lo haya encontrado ya.
—Ninguno de los nuestros —aseguró Carruthers—. Davis y Peters ni siquiera dieron con el año adecuado. Yo he necesitado cuatro intentos para llegar tan cerca. La primera vez que atravesé caí en el diecinueve. La segunda vez acabé a mediados de diciembre. La tercera vez di en el objetivo, el mes adecuado, el día adecuado, diez minutos antes de que empezara el bombardeo. Y en mitad de un campo de guisos a medio camino de Birmingham.
—¿Guisos? —Tenía que haber oído mal. Los guisos no crecen en el campo, ¿no?
—Guisantes —repitió Carruthers, irritado—. En un campo de guisantes. Y no tuvo ninguna gracia. La esposa del granjero me tomó por un paracaidista alemán y me encerró en el granero. Las pasé canutas para salir.
—¿Qué hay del nuevo recluta?
—Llegó justo antes que yo. Lo encontré vagando sin rumbo por la carretera de Warwick. Si no lo hubiera encontrado, se habría caído en el cráter de alguna bomba.
Lo cual tal vez no habría sido mala cosa. El nuevo recluta ya no observaba a Señor Spivens; intentaba de nuevo descubrir cómo encender la linterna.
—Tardamos dos horas en llegar aquí —dijo Carruthers—. ¿Y tú, Ned? ¿Cuántos intentos antes de llegar tan cerca?
—Sólo uno. Sólo me quedaba probar en los rastrillos si no había suerte.
—¿Rastrillos?
—Lady Schrapnell tuvo la ocurrencia de que el tocón del pájaro del obispo podría haber sido vendido en uno de los rastrillos benéficos de la catedral. Ya sabes, para recaudar dinero para la guerra. O entregado a un chatarrero. Así que me envió a todas las iglesias y comunidades desde septiembre. Por cierto, ¿a que no sabes para qué sirve un limpiaplumas?
—Ni siquiera sé lo que es.
—Ni yo. He comprado siete: dos dalias, una rosa, un gatito, un erizo y dos Union Jacks. Hay que comprar algo y, ya que no se puede llevar nada a través de la red, tenía que ser algo que pudiera dejar caer sin que me vieran. Los limpiaplumas son pequeños. Excepto la rosa. Era casi tan grande como una pelota de fútbol, hecha de capas y capas de lana fucsia con los bordes pintados de rosa. No entiendo para qué demonios sirve una cosa así; a no ser, naturalmente, para que la gente la compre en los rastrillos. En todos los había. En la Feria de Caridad para Niños Evacuados, en la venta de pastelitos de la Fundación de Máscaras Antigás del SAB, en la venta del Día de Santa Ana…
Carruthers me miraba con cara de extrañeza.
—Ned, ¿cuántos saltos has hecho el último mes?
—Diez —dije, tratando de recordar—. No, doce. A la Fiesta de la Cosecha de la Iglesia de Trinity, al Rastrillo de la Victoria del Instituto de la Mujer, al Té Benéfico para los Spitfire. Oh, y visité a las esposas de los obispos. Trece: No, doce. La señora Bittner no fue un salto.
—¿La señora Bittner? —dijo Carruthers—. ¿La esposa del último obispo de Coventry?
Asentí.
—Sigue viva. Y en Coventry. Lady Schrapnell me envió a entrevistarla.
—¿Qué iba a saber de la vieja catedral? Ni siquiera habría nacido cuando se quemó.
—Lady Schrapnell tuvo la idea de que, si el tocón del pájaro del obispo sobrevivió al incendio, podría haber sido almacenado en alguna parte de la catedral nueva. Así que me envió a entrevistar a las esposas de los obispos porque, cito textualmente, «los hombres no saben dónde se guarda nada».
Carruthers sacudió la cabeza, apenado.
—¿Y lo sabían las esposas?
—Ni siquiera habían oído hablar del tema. Excepto la señora Bittner, y dijo que no estaba cuando lo recogieron todo antes de vender la catedral nueva.
—Pero eso es bueno, ¿no? Si tampoco está aquí, significa que no estaba en la catedral cuando se produjo el bombardeo. Puedes decirle a lady Schrapnell que no necesitará tener una reconstrucción en la catedral para la consagración.
—Díselo tú.
—Tal vez se lo llevaron para protegerlo —dijo él, mirando las ventanas—. Como las ventanas de la parte este.
—¿El tocón del pájaro del obispo? —pregunté, incrédulo—. ¿Estás de guasa?
—Tienes razón. No es el tipo de cosa que uno quiere impedir que se destruya. ¡Arte Victoriano! —se estremeció.
—Además —añadí yo—. Ya he mirado en la rectoría de Lucy Hampton… ahí es adonde llevaron las ventanas. No estaba.
—Oh. ¿No podrían haberlo trasladado a otra parte de la iglesia?
Era una idea. Quizás una de las damas de la Cofradía del Altar, incapaz de seguir viéndolo, lo había escondido en un rincón tras una columna o algo parecido.
—¿Por qué está lady Schrapnell tan obsesionada con ese tocón de todas formas? —dijo Carruthers.
—¿Por qué está tan obsesionada con todos los detalles de este proyecto? —puntualicé yo—. Antes de que me asignara el tocón del pájaro del obispo, fueron las lápidas. Quería una copia de cada inscripción de cada lápida de la catedral. Incluida la de la tumba del capitán Gervase Scrope, que era interminable.
Carruthers asintió, compasivo.
—Tubos de órgano —dijo—. Me ha hecho recorrer toda la Edad Media para medir tubos de órgano.
—La verdadera cuestión, naturalmente, es por qué está tan obsesionada con reconstruir la catedral de Coventry.
—Su tatara-tatara-tatarabuela fue a Coventry y…
—Lo sé, la experiencia cambió la vida de su tatara-loquesea, y cuando lady Schrapnell encontró su diario, cambió su propia vida, así que decidió reconstruir la catedral exactamente como era antes del incendio en honor de etcétera, etcétera. He oído ese discurso un montón de veces. También eso que dice de que Dios…
—… está en los detalles —citó Carruthers—. Odio ese sermón.
—El que yo aborrezco más es el de «no dejar ninguna piedra sin remover». Échame una mano. —Señalé el extremo de una piedra grande—. Una, dos, tres, ¡arriba! —La empujamos al pasillo, donde rodó hasta lo que quedaba de una columna y la derribó.
El tocón del pájaro del obispo no estaba debajo de la piedra, pero sí la base de hierro forjado sobre la que se alzaba, y una de las piezas de la reja de separación y, bajo un pedazo de ladrillo rojo, el tallo medio chamuscado de una flor. No se distinguía qué tipo de flor era, ya que no le quedaban hojas, y podría haber sido una ramita o una varilla de hierro de no ser por el pedacito verde de un extremo.
—¿Estaba delante de una reja? —dijo Carruthers, aplastando los cristales del suelo.
—Esta reja. En esta base —respondí, señalando el pedestal de hierro forjado—. El nueve de noviembre, las oraciones para la RAF y la Venta de Pastelitos. Dos mantas de ganchillo, un limpiaplumas en forma de pensamiento y media docena de emparedados. Un nombre muy acertado.
Carruthers miraba a su alrededor.
—¿No lo habrá lanzado la explosión a alguna otra parte de la nave?
—Las bombas que destruyeron la catedral no fueron explosivas, sino incendiarias.
—Oh —dijo él. Miró al sacristán, que se acercaba a nosotros—. ¿La Biblia de la reina Victoria, has dicho?
—Sí. Completa. Con los nacimientos, muertes y colapsos nerviosos de todos los reyes llamados George —contesté—. Averigua si se llevaron algo a alguna parte además de a la sacristía de Lucy Hampton para guardarlo antes del incendio.
El asintió y se enfrentó al sacristán. Yo me quedé allí mirando la base de hierro forjado y preguntándome qué hacer a continuación.
La mayoría de las bombas que cayeron en la catedral eran incendiarias, pero Carruthers tenía razón. La onda expansiva hace cosas extrañas, y había habido varias explosiones en la vecindad. Estufas, cocinas de gas. El tocón del pájaro del obispo podía haber sido lanzado al pasillo central de la nave, o al coro.
Despejé más escombros, tratando de ver en qué dirección salieron disparados los cristales de la capilla de los Pañeros. La mayoría parecían esparcidos hacia el sur y el oeste. Tenía que buscar en la otra dirección, hacia el fondo de la nave.
Volví a la reja y empecé a excavar al sur y al oeste a partir de allí. No dejé ninguna piedra sin levantar.
Las campanas empezaron a dar la hora. Todos dejamos de hacer lo que estábamos haciendo, incluido Señor Spivens, y miramos la torre. Con el tejado hundido, se veía la aguja, que se alzaba intacta por encima del humo y el polvo. Las campanas tenían un sonido maravilloso, a salvo de la destrucción que se extendía a nuestro alrededor.
—Mira, hay una estrella —dijo Carruthers.
—¿Dónde?
—Allí —señaló él.
No vi más que humo. Así se lo dije.
—Allí —insistió él—. Por encima de la torre. Por encima del humeante palio de la guerra, por encima del sendero de destrucción. Libre de la inhumanidad del hombre para el hombre, un elevado heraldo de esperanza y belleza, de tiempos mejores por venir. Un chispeante símbolo de una resurrección que aún no acierta a vislumbrarse.
—¿Que aún no acierta a vislumbrarse? —Lo miré, preocupado—. ¿Un alto heraldo de esperanza y belleza?
Uno de los primeros síntomas del vértigo transtemporal es la tendencia a la sensiblería, como la de un irlandés bebido o un poeta Victoriano sobrio completamente. Carruthers había realizado al menos cuatro saltos aquel día, dos de ellos con horas de distancia, y quién sabía cuántos más investigando los tubos de los órganos. Él mismo había dicho que no había dormido nada.
Fruncí el ceño, tratando de recordar la lista de síntomas del vértigo transtemporal. Sensiblería desbocada, dificultad para distinguir sonidos, fatiga… pero él había oído las campanas, y todo el mundo metido en el proyecto de reconstrucción de lady Schrapnell sufría de falta de sueño. Yo sólo había podido dar una cabezada la semana anterior, en el Bazar de Esfuerzos de Guerra del Día de San Crispin. Me había quedado frito durante la «Bienvenida» y dormí hasta la mitad de las «Presentaciones del Comité Organizador».
¿Cuáles eran los otros síntomas? Tendencia a distraerse con cosas irrelevantes. Lentitud al responder. Visión borrosa.
—La estrella —dije—. ¿Qué aspecto tiene?
—¿Qué quieres decir con qué aspecto tiene? —gruñó Carruthers, nada lento en responder—. Pues el aspecto de una estrella.
Las campanas dejaron de sonar, y su eco quedó flotando en el aire lleno de humo.
—¿Qué aspecto crees que tiene una estrella? —preguntó Carruthers, y se marchó a grandes zancadas en busca del sacristán.
La irritabilidad era un síntoma clarísimo. Y las guías de la red especificaban que quienes sufrían vértigo transtemporal debían ser «retirados inmediatamente del entorno» y del servicio. Pero si yo hiciera eso, tendría que explicarle a lady Schrapnell qué estábamos haciendo en Oxford en vez de estar en Coventry.
Y por eso de entrada rebuscaba entre el polvo. No quería tener que explicar por qué no había aterrizado a las ocho en punto del día catorce delante de la catedral como se suponía. De nada serviría achacarlo al deslizamiento, porque lady Schrapnell no creía en el deslizamiento. Ni en el vértigo transtemporal.
No, mientras Carruthers no fuera completamente incoherente, era mejor quedarse allí, encontrar el tocón del pájaro del obispo, y luego volver y poder decirle a lady Schrapnell que sí, que estaba en la catedral durante el bombardeo, y luego dormir un poco. El sueño, que repara la desgarrada manga de los uniformes ajenos al SAB, que suaviza el entrecejo manchado y aisla la pena, bendiciendo al alma agotada con sanador desca…
Carruthers se acercó. No parecía ni fatigado ni distraído. Bien.
—¡Ned! —dijo—. ¿No me has oído llamarte?
—Lo siento —contesté—. Estaba pensando en algo.
—Ya lo creo. Llevo llamándote cinco minutos —dijo él—. ¿Estaba Dookie con ella?
Debía de haber oído mal, también, o Carruthers sufría más vértigo transtemporal de lo que pensaba.
—¿Dookie? —dije cautelosamente.
—¡Sí, Dookie! ¿Estaba Dookie con ella?
Oh, no. Iba a tener que hacerle regresar a Oxford sin levantar las sospechas del sacristán, llevarlo al hospital, y luego tratar de regresar para terminar de buscar en la catedral y probablemente acabar en un campo de guisantes a medio camino de Liverpool.
—¿Ned, no me oyes? —decía Carruthers, preocupado—. He dicho: «¿Estaba Dookie con ella?».
—¿Con quién? —dije, preguntándome cómo iba a convencerlo de que necesitaba ser retirado. Las víctimas del vértigo transtemporal nunca piensan que lo son—. ¿Lady Schrapnell?
—No —respondió él, muy irritado—. Su Majestad. La reina. Cuando nos envió aquí. «Su hermosísima catedral» y todo eso. —Señaló al sacristán, que se acercaba a nosotros—. Me ha preguntado si Dookie estaba con ella cuando la vimos, y yo no tenía ni idea de quién es.
Yo tampoco. Dookie. Parecía improbable que fuera un apodo del rey. ¿Para el calzonazos de su cuñado, tal vez? No, en 1940 Edward ya había abdicado, y la reina no le llamaba de ninguna manera.
El perro de la reina, tal vez, pero eso no me servía de mucho. En sus últimos años como reina madre, tenía un pastor galés, pero ¿qué tenía durante la Segunda Guerra Mundial? ¿Un terrier? ¿Un spaniel? ¿Y era perro o perra? ¿Y si Dookie era su doncella? ¿O un apodo de alguna de las princesas?
El sacristán se acercó.
—Preguntaba usted por Dookie —dije—. Me temo que Dookie no estaba con Su Majestad. Permanecerá en Windsor mientras dure la guerra. Le dan miedo las bombas, ¿sabe?
—A algunos les afecta —dijo el sacristán, mirando hacia el lugar donde estaban Señor Spivens y el nuevo recluta—. Debilidad nerviosa.
El nuevo recluta había descubierto por fin cómo funcionaba la linterna. La había conectado y enfocaba el haz en las paredes ennegrecidas de la sacristía y sobre Señor Spivens, que aparentemente cavaba un túnel junto a los escalones.
—¿Cree que hay un apagón? —le pregunté a Carruthers.
—Oh, Dios —se lamentó—. ¡Apaga eso! —gritó, y se lanzó hacia él.
—La semana pasada subí al tejado, ¿y qué me encuentro? —dijo el sacristán, mirando en dirección a la sacristía, donde Carruthers apagaba la linterna que le había quitado al recluta—. A mi cuñado, descuidado como él solo, encendiendo una cerilla. «¿Qué piensas que estás haciendo?», le pregunto. «Encendiendo un cigarrillo», me contesta. «¿Por qué no enciendes unas cuantas bengalas ya puestos —digo yo— y las agitas para que la Luftwaffe sepa con certeza dónde encontrarnos?». «Sólo ha sido una cerilla» —dice él—. «¿Qué mal hay en ello?».
Miró sombrío lo que la Luftwaffe había encontrado manera tan obvia y me pregunté si consideraba a su cuñado responsable, pero en cambio dijo:
—Pobre preboste Howard —sacudió la cabeza—. Para él ha sido un golpe perder la catedral. No quería irse a casa. Se ha quedado aquí toda la noche.
—¿Toda la noche? —dije yo.
Él asintió.
—Para impedir los saqueos, supongo. —Miró apenado los escombros—. No es que quede mucho. Con todo, si algo se ha salvado, no está bien que la gente se lo apropie.
—No —reconocí yo.
Sacudió con tristeza la cabeza.
—Tendría que haberlo visto, caminando de un lado a otro entre los escombros. «Váyase a casa y acuéstese. Deje que Señor Spivens y yo nos encarguemos», le dije.
—Así que ha habido alguien aquí permanentemente desde el incendio —insistí.
—Exacto —dijo él—, menos cuando he ido a casa para el té. Y esta mañana cuando ha empezado a llover y he enviado a mi cuñado a que recogiera mi gabán y mi paraguas. No ha vuelto, así que he tenido que ir a casa en persona y cogerlos. Está anocheciendo —añadió, mirando nervioso hacia el cielo—. Los nazis volverán pronto.
En realidad, no. La Luftwaffe había decidido atacar Londres esa noche. Pero oscurecía. La otra punta de la iglesia, donde Carruthers gritaba al nuevo recluta algo referido a las ordenanzas referentes a los apagones, estaba en penumbra, y la vidriera destrozada se abría a una columna de humo negriazul surcada por los reflectores.
—Será mejor que hagamos lo que podamos antes de que caiga la noche —dije. Regresé al lugar donde había cavado y estudié los destrozos tratando de adivinar a qué distancia podría haber lanzado la onda expansiva el tocón del obispo. Si no se lo habían llevado los saqueadores. El sacristán había estado fuera al menos una hora para tomarse el té, y durante ese tiempo cualquiera podría haber entrado por la inexistente puerta sur para largarse con lo que se le antojara. Incluido el tocón del pájaro del obispo.
Debía de estar mareándome por la falta de sueño. Nadie, ni siquiera malherido, robaría una cosa así. Ni lo compraría en un rastrillo. Estábamos hablando del tocón del pájaro del obispo. Incluso el chatarrero lo rechazaría. A menos, por supuesto, que alguien reconociera su potencial como arma contra los nazis.
Así que tenía que estar allí en alguna parte, junto con el resto de la reja y la sección de la lápida conmemorativa que decía «… terno», y sería mejor que me pusiera manos a la obra si quería encontrarlo antes de que anocheciera. Cogí la almohadilla de un reclinatorio, aún humeante y con un fuerte olor a plumas, la coloqué en el pasillo y empecé a cavar hacia el fondo de la nave.
Encontré un reclinatorio, un candelabro de bronce y un misal achicharrado, abierto por «Todos aquellos que habitan bajo el cielo». Había una hoja de papel metida dentro de la contraportada. La saqué. Era un orden de servicio religioso del domingo diez de noviembre. Abrí la hoja doblada y los fragmentos ennegrecidos revolotearon.
Entorné los ojos tratando de leer en la penumbra, deseando tener la linterna del nuevo recluta. «… y se ofrecieron claveles rojos para el altar —decía—, en recuerdo del teniente David Halberstam, RAF. El arreglo de begonias rosa para el púlpito y el ramo de crisantemos amarillos del tocón del pájaro del obispo fueron donados y preparados por el Comité Floral de las Camareras del Altar, presidenta Lo…».
El resto del nombre de la presidenta había ardido, pero al menos teníamos pruebas de que el tocón del pájaro del obispo se encontraba en la catedral hacía cuatro días. Entonces ¿dónde estaba ahora?
Seguí cavando. Cayó la noche, y la luna que tanto había ayudado a la Luftwaffe la noche anterior salió y desapareció rápidamente entre el humo y el polvo.
Aquella parte de la iglesia parecía haber caído toda de una pieza, y casi inmediatamente me quedé sin nada que pudiera levantar yo solo. Miré a Carruthers, pero estaba sumido en una conversación regia con el sacristán y, presumiblemente, sonsacándole alguna información. No quise molestarlo.
—¡Écheme una mano! —llamé al nuevo recluta. Estaba agachado junto a Señor Spivens, viendo cómo se metía en el túnel—. ¡Aquí! —grité, haciéndole gestos.
Ninguno de los dos me prestó atención. Señor Spivens había desaparecido ya dentro del túnel y el nuevo recluta jugueteaba con su linterna otra vez.
—¡Eh! —grité—. ¡Aquí!
Y varias cosas sucedieron a un tiempo. Señor Spivens reapareció, el nuevo recluta retrocedió y se cayó, la linterna se encendió, su rayo acuchilló el cielo como uno de los reflectores, y un animal grande y oscuro salió del túnel y cruzó el montón de escombros. Un gato. Señor Spivens corrió tras él, ladrando.
Me acerqué al lugar donde el nuevo recluta estaba sentado mirándolos, apagué la linterna, lo ayudé a levantarse, y dije:
—Venga a ayudarme con esos maderos.
—¿Ha visto el gato? —me preguntó mirando hacia el lugar por donde había desaparecido bajo los escalones de la sacristía—. Era un gato, ¿no? Son más pequeños de lo que pensaba. Creía que tendrían más bien el tamaño de un lobo. ¡Y son tan rápidos! ¿Todos eran negros como ése?
—Todos los que cavaban bajo una catedral quemada, supongo que sí.
—¡Un gato de verdad! —dijo él, sacudiéndose el polvo del mono y siguiéndome—. ¡Es tan sorprendente ver una criatura que lleva casi cuarenta años extinta! Nunca había visto ninguno.
—Agarre ese extremo. —Le indiqué un canalón de piedra.
—¡Todo es tan sorprendente! Estar de veras aquí, donde todo comenzó.
—O acabó —dije secamente—. Ése no, el de encima.
Se levantó, las rodillas rectas, tambaleándose un poco.
—¡Todo es tan excitante! ¡Lady Schrapnell dijo que trabajar en la catedral de Coventry sería una experiencia enriquecedora, y lo es! Ver esto y saber que no está realmente destruido, que surge de las cenizas en este mismo instante, resucitado y devuelto a toda su antigua gloria.
Parecía acusar el vértigo transtemporal, pero probablemente no era así. Todos los nuevos reclutas de Lady Schrapnell hablaban igual.
—¿Cuántos saltos ha hecho? —pregunté.
—Éste es el primero —dijo, con cara de ansiedad—, y todavía no me lo creo. Quiero decir que estamos en 1940, buscando el tocón del pájaro del obispo, desenterrando un tesoro del pasado, la belleza de una era remota.
Lo miré.
—Nunca ha visto el tocón del pájaro del obispo, ¿verdad?
—No, pero debe ser realmente sorprendente. Cambió la vida de la tatarabuela de Lady Schrapnell, ¿sabe?
—Lo sé —dije—. Nos la ha cambiado a todos.
—¡Aquí! —llamó Carruthers desde la capilla de los Pañeros. Estaba de rodillas—. He encontrado algo.
Se encontraba en dirección contraria a la onda expansiva y al principio no vi más que una maraña de troncos, pero Carruthers señalaba algo en mitad de todo el lío.
—¡Lo veo! —dijo el sacristán—. Parece metal.
—Use la linterna —le ordenó Carruthers al nuevo recluta.
El recluta, que había olvidado cómo encenderla, se hizo un lío un momento y luego iluminó la cara de Carruthers.
—No me apunte a mí —dijo Carruthers—. ¡Aquí debajo!
Se la quitó de las manos y enfocó el montón de maderos. Distinguí un destello metálico. Me dio un vuelco el corazón.
—Saquemos esos maderos de aquí —dije, y todos nos pusimos manos a la obra.
—Allá va —dijo el sacristán, y Carruthers y el nuevo recluta lo sacaron de los escombros.
El metal estaba negro de hollín, y aplastado y retorcido, pero yo sabía lo que era, y el sacristán también.
—Es uno de los cubos de arena —dijo, y se echó a llorar.
Era físicamente imposible que el sacristán sufriera vértigo transtemporal, a menos que de algún modo fuera contagioso. Pero lo imitaba bastante bien.
—Vi ese cubo anoche —moqueó en un pañuelo muy sucio—, y ahora mírenlo.
—Lo limpiaremos —lo consoló Carruthers, dándole torpes palmaditas en la espalda—. Quedará como nuevo.
Yo lo dudaba.
—El asa ha desaparecido. —El sacristán se sonó la nariz ruidosamente—. Yo mismo llené ese cubo de arena. Lo llevé a la puerta sur.
La puerta sur estaba al otro extremo de la iglesia, separada de nosotros por toda la nave y filas y filas de sólidos bancos de roble.
—Encontraremos el asa —dijo Carruthers, cosa que yo también dudaba. Se arrodillaron como para rezar y empezaron a cavar entre los maderos.
Los dejé con el nuevo recluta, que se asomaba bajo los peldaños, presumiblemente buscando gatos, y volví al lugar donde el tejado se había desplomado de una sola pieza.
Me quedé de pie en lo que había sido el pasillo central, tratando de decidir dónde buscar. La onda expansiva había enviado el cubo de arena casi al otro lado de la iglesia desde la ventana de la capilla de los Herreros. Lo cual significaba que el tocón del pájaro del obispo podía estar en cualquier parte.
Era noche cerrada. Habían encendido los reflectores que barrían el cielo en largos arcos. Al norte, el resplandor anaranjado de un incendio que los puestos Uno a Diecisiete no habían controlado aún iluminaba el cielo. Nada de todo eso aportaba luz alguna, y no se veía la luna por ninguna parte.
No podríamos trabajar mucho más tiempo, y Lady Schrapnell nos recibiría en la red. Exigiría saber dónde habíamos estado y por qué no habíamos encontrado el tocón del pájaro del obispo. Me enviaría de vuelta a intentarlo otra vez, o, peor, me mandaría a todos aquellos rastrillos, con esos horribles limpiaplumas y las servilletas para el té bordadas y los pastelitos duros como piedras.
Tal vez pudiera quedarme aquí, alistarme en la Infantería y ser enviado a algún lugar seguro y tranquilo como las playas de Normandía. No, el desembarco no era hasta 1944. Al norte de África. A El Alamein.
Aparté el extremo quemado de un banco y alcé la piedra que había debajo. Quedó al descubierto el pavimento de la capilla de los Teñidores. Me senté en un trozo de albardilla.
Spivens se acercó trotando y empezó a arañar el pavimento.
—No hay nada que hacer, muchacho —dije—. No está aquí.
Pensé desesperado en los almibarados limpiaplumas que tendría que comprar.
Señor Spivens se sentó a mis pies, mirándome compasivo.
—Me ayudarías si pudieras, ¿verdad, muchacho? —dije—. No me extraña que digan que sois el mejor amigo del hombre. Fieles, leales y sinceros, compartís nuestros pesares y os regocijáis con nosotros en nuestros triunfos. El amigo más sincero que hemos conocido jamás, un amigo mejor de lo que nos merecemos. Habéis compartido vuestro destino con nosotros, en lo bueno y en lo malo, en el campo de batalla y en las más crueles vicisitudes, rehusando abandonar a vuestro amo incluso cuando imperan la muerte y la destrucción. Ah, noble perro, eres el espejo peludo donde vemos reflejada nuestra mejor esencia; el hombre tal como podría ser, a salvo de guerras o ambiciones, libre de…
Y me encontré de vuelta en Oxford y arrastrado al hospital antes de que pudiera terminar de darle palmaditas en la cabeza.