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Por la noche

Todo estaba sereno. Mientras Biff se secaba la cara, una suave brisa hizo tintinear los colgantes de cristal de la pequeña pagoda japonesa que había encima de la mesa. Acababa de despertarse de la siesta y se había fumado su cigarro de la noche. Pensó en Blount y se preguntó adónde habría llegado a estas alturas. Había una botella de Agua Florida en el estante del baño, y se aplicó un poco a las sienes con el tapón. Silbaba una vieja canción, y mientras descendía por las estrechas escaleras la melodía dejó como un eco roto a sus espaldas.

Louis debía estar detrás del mostrador. Pero el muchacho había eludido sus obligaciones y el bar estaba desierto. La puerta del local estaba abierta, y la calle vacía. El reloj de la pared señalaba las doce menos diecisiete minutos de la noche. La radio estaba encendida y alguien hablaba de la crisis que Hitler había creado con la excusa de Danzig. Volvió a la cocina y encontró a Louis dormido en una silla. El muchacho se había quitado los zapatos y desabrochado los pantalones. Tenía la cabeza caída sobre el pecho. Una gorda mancha húmeda sobre su camisa demostraba que llevaba durmiendo un buen rato. Los brazos le colgaban a los costados, y lo extraño era que no se hubiera caído de bruces. Dormía profundamente, y no tenía sentido despertarle. La noche sería tranquila.

Biff cruzó de puntillas la cocina hasta un estante donde había una cesta de ramitas de olivo y dos jarrones de agua llenos de zinnias. Llevó las flores a la parte delantera del restaurante y quitó los platos especiales envueltos en celofán del escaparate. Estaba enfermo de ver comida. Una vitrina con flores frescas veraniegas…, eso sería lo mejor. Cerró los ojos mientras imaginaba cómo se las arreglaría. Una base de hojas de olivo, frescas y verdes. El tiesto de cerámica rojo lleno de las brillantes zinnias. Nada más. Empezó a arreglar el escaparate cuidadosamente. Entre las flores había un ejemplar extraño, una zinnia con seis pétalos bronceados y dos rojos. Examinó aquella curiosidad y la dejó a un lado para conservarla. En cuanto el escaparate estuvo terminado, salió a la calle para contemplar su trabajo. Los difíciles tallos de las flores habían sido doblados para adoptar el ángulo exacto de tranquila flaccidez. La luz eléctrica deslucía el conjunto, pero cuando el sol saliera, el escaparate luciría con todo su esplendor. Realmente artístico.

El negro y estrellado cielo parecía acercarse a la tierra. Paseó por la acera, deteniéndose para empujar una piel de naranja hacia la alcantarilla con el costado del pie. Al final de la otra manzana, dos hombres pequeños por la lejanía e inmóviles, estaban con los brazos entrelazados. No podía verse a nadie más. Su local era el único de toda la calle que tenía la puerta abierta y las luces encendidas.

¿Y por qué? ¿Cuál era la razón para mantener abierto el local durante toda la noche cuando todos los demás cafés de la ciudad cerraban? A menudo le hacían esta pregunta, y nunca podía responderla con palabras. No era por dinero. A veces entraba un grupo en busca de cerveza y huevos revueltos y se gastaba cinco o seis dólares. Pero eso era poco corriente. La mayoría de las veces llegaban de uno en uno y hacían pedidos poco importantes y se quedaban mucho rato. Y algunas noches, entre las doce y las cinco, no entraba un solo cliente. No había beneficio en ello…, eso estaba claro.

Pero jamás se decidiría a cerrar por la noche…, al menos mientras él llevara el negocio. La noche era el momento. Estaban aquellos a los que de otro modo jamás vería. Algunos venían regularmente varias veces por semana. Otros habían entrado en el lugar una sola vez, tomado una coca-cola, y no habían vuelto nunca.

Biff cruzó los brazos sobre el pecho y caminó más lentamente. Dentro del arco de la iluminada calle su sombra resultaba angulosa y muy negra. El apacible silencio de la noche se aposentó en él. Aquéllas eran horas para el descanso y la meditación. Quizá por eso permanecía en el local y no se iba a dormir. Con una última y rápida mirada escudriñó la vacía calle y penetró en el interior.

La voz de la crisis seguía hablando por la radio. Los ventiladores del techo producían un suave zumbido. De la cocina llegaba el sonido de los ronquidos de Louis, De repente se acordó del pobre Willie y decidió enviarle pronto un cuartillo de whisky. Dirigió su atención al crucigrama del periódico. Había una foto de mujer para identificar en el centro. La reconoció y escribió el nombre —Monna Lisa— en los primeros espacios. El número uno pedía la palabra para identificar a un mendigo, que empezaba por m y tenía nueve letras. Mendicant. El dos horizontal era una palabra que significaba trasladar lejos, de seis letras y empezando con e. ¿Elapse? Probó combinaciones de letras en voz alta. Eloign. Pero había perdido el interés. Había ya bastantes rompecabezas sin necesidad de acudir a éstos. Dobló el periódico y lo dejó a un lado. Ya volvería a él más tarde.

Examinó la zinnia que había tenido intención de guardar. Al observarla a la luz en la palma de la mano, la flor no parecía un espécimen tan raro. No valía la pena guardarla. Arrancó uno a uno los suaves y brillantes pétalos, y él último le predijo amor. ¿Pero quién? ¿A quien amaría ahora? A nadie. A cualquier persona decente que viniera de la calle y se sentara durante una hora y tomara una copa. Pero a nadie. Había conocido sus amores y habían concluido. Alice, Madeline y Gyp. Terminado. Sin dejarle ni mejor ni peor. ¿En qué sentido? De cualquier forma que lo mirara.

Y Mick. La que en los últimos meses había vivido de forma tan extraña en su corazón. ¿Había terminado ese amor, también? Sí. Acabado. A primeras horas de la noche, Mick venía a tomar un helado o una bebida fría. La muchacha se había hecho mayor. Sus modales rudos e infantiles casi se habían desvanecido. En su lugar había surgido algo femenino y delicado en ella que era difícil de precisar. Los pendientes, el balanceo de sus brazaletes, y la nueva manera como cruzaba las piernas y tiraba de la falda para cubrirse las rodillas. Él viejo sentimiento había desaparecido. Durante un año aquel amor había florecido de manera extraña. Se había interrogado sobre él un centenar de veces sin hallar respuesta. Y ahora, al igual que una flor de verano se marchita en septiembre, había terminado. Ya no existía.

Biff se dio un golpecito en la nariz con el índice. Por la radio hablaba ahora una voz extranjera. No podía decir con seguridad si se trataba de una voz alemana, francesa o española. Pero sonaba a calamidad. Le daba miedo escucharla. Cuando apagó la radio, el silencio resultante era profundo e ininterrumpido. Sintió la presencia de la noche afuera. Una sensación de soledad se apoderó de él, y su respiración se aceleró. Era demasiado tarde para llamar a Lucile por teléfono y hablar con Baby. Tampoco podía esperar que entrara un parroquiano a esta hora. Se dirigió a la puerta y miró arriba y abajo de la calle. Todo estaba vacío y oscuro.

—¡Louis! —gritó—. ¿Estás despierto, Louis?

No hubo respuesta. Apoyó los codos en el mostrador y se sostuvo la cabeza con las manos. Movió su mandíbula, oscurecida por la barba, de lado a lado, y lentamente en su frente se dibujaron arrugas.

El enigma. La pregunta que había arraigado en él y no le dejaba descansar. El rompecabezas de Singer y los demás. Había transcurrido un año desde que empezara todo aquello. Más de un año desde el día en que Blount anduviera por el local con su primera borrachera y viera al mudo por primera vez. Desde que Mick empezara a seguir a Singer al entrar y salir del local. Y ahora hacía un mes que Singer estaba muerto y enterrado. Y el enigma seguía sin resolverse, por lo que no podía estar tranquilo. Había algo poco natural en todo aquello…, algo parecido a una broma de mal gusto. Cuando pensaba en ello se sentía incómodo y, en cierta forma desconocida, asustado.

Él había arreglado lo del entierro. Los demás se lo habían dejado todo. Los asuntos de Singer estaban embrollados. Faltaban algunos plazos por pagar de sus compras, y el beneficiario de su seguro de vida había muerto. Apenas quedaba dinero para pagar su entierro, que tuvo lugar a mediodía. El sol caía sobre sus espaldas con salvaje violencia mientras estaban allí de pie alrededor de la abierta y húmeda tumba. Las flores se enrollaban y se volvían pardas bajo la acción del sol. Mick lloraba con tanta fuerza que se ahogaba y su padre tenía que darle golpecitos en la espalda. Blount fruncía el entrecejo ante la tumba, mientras se llevaba el puño a la boca. El médico de color de la ciudad, que estaba de algún modo emparentado con el pobre Willie, permanecía en la última fila de la multitud gimiendo para sí. Y había algunos extraños que nadie había visto con anterioridad. Sabe Dios de dónde venían o por qué estaban allí.

El silencio de la habitación era profundo como la propia noche. Biff estaba paralizado, sumido en sus meditaciones. Entonces sintió de repente como un intenso estímulo en su interior. El corazón le dio un vuelco, y apoyó la espalda contra el mostrador para sostenerse. Porque en un fugaz resplandor captó un vislumbre del esfuerzo y del valor humanos. Del interminable y fluido paso de la humanidad a través del tiempo infinito. De aquellos que trabajan y de aquellos que —tan sólo una palabra—, aman. Su alma se expandió. Pero sólo por un momento. Porque en su interior sintió una advertencia, un rayo de terror. Se hallaba suspendido entre los dos mundos. Vio que estaba mirando su propia cara reflejada en el cristal del mostrador. El sudor le perlaba las sienes y tenía la cara torcida. Tenía un ojo más abierto que el otro. El izquierdo, entrecerrado, escrutaba el pasado en tanto que la mirada más amplia del derecho se dirigía, asustada, a un futuro de negrura, error y ruina. Y él se encontraba suspendido entre el resplandor y la oscuridad. Entre la amarga ironía y la fe. Se dio la vuelta bruscamente.

—¡Louis! —gritó—. ¡Louis! ¡Louis!

Tampoco esta vez hubo respuesta. Pero, Madre de Dios, ¿era un hombre sensato, o no? ¿Cómo podía estrangularle así este terror cuando ni siquiera sabía qué lo causaba? ¿Y se quedaría allí como un mentecato lleno de canguelo o se tranquilizaría y sería razonable? Porque, a fin de cuentas, ¿era un hombre sensato, o no? Biff humedeció el pañuelo bajo el grifo y se dio unas palmaditas con él en su tenso y desencajado rostro. Sin saber por qué, recordó que el toldo aún no había sido levantado. A medida que se dirigía a la puerta su paso fue cobrando firmeza. Y cuando finalmente volvió a entrar, se sosegó y esperó tranquilamente el sol de la mañana.