Al anochecer
¿De qué servía? Ésa era la pregunta que ella no dejaba de formularse. ¿De qué demonios servía? Todos los planes que había hecho, y la música. Cuando todo lo que había resultado de ello era esta trampa: la tienda, luego volver a casa y dormir, y vuelta a la tienda. El reloj que había frente al lugar de trabajo de Mister Singer señalaba las siete. Y ella apenas si estaba saliendo. Siempre que había que hacer horas extra, el gerente era a ella a quien se lo pedía. Porque ella era capaz de estarse de pie y trabajar más duramente antes de agotarse que cualquiera de las otras.
La copiosa lluvia había dejado un cielo pálido, poco llamativo. Se iniciaba la oscuridad, y ya se habían encendido algunas luces. Sonaban los claxons en la calle y los vendedores de periódicos voceaban los titulares No quería volver a casa. Si lo hacía, se echaría en la cama y gritaría. Tan cansada estaba. Pero si entraba en el café Nueva York y tomaba un poco de helado, quizá se sintiera bien. Y fumaría y estaría sola un ratito.
La puerta delantera del café estaba atestada, por lo que fue en busca de uno de los reservados del fondo. Era en la región lumbar y en la cara donde más sentía el cansancio. Se consideraba que su divisa era “Mantenerse alerta y sonreír”. En cuanto salía de la tienda tenía que fruncir el ceño largo rato para recuperar la expresión normal en su cara. Tenía cansadas incluso las orejas. Se quitó los verdes pendientes que le aprisionaban los lóbulos de las orejas. Los había comprado la semana anterior…, así como una pulsera de plata. Al principio había trabajado en ollas y cacerolas, pero ahora la habían trasladado a bisutería.
—Buenas noches, Mick —dijo Mister Brannon, quien terminó de secar el fondo de un vaso de agua con una servilleta y lo dejó sobre la mesa.
—Quiero un helado de chocolate con fruta y nueces y un vaso de cerveza de barril pequeño.
—¿Todo junto? —le mostró un menú y señaló con su dedo índice que llevaba un anillo de oro femenino—. Mira…, aquí hay un poco de pollo asado o estofado de ternera. ¿Por qué no tomas conmigo una cena ligera?
—No, gracias. Todo lo que quiero es el helado y la cerveza. Ambos muy fríos.
Se apartó los cabellos de la frente. Tenía la boca abierta por lo que sus mejillas parecían hundidas. Había dos cosas a las que no lograba dar crédito: que Mister Singer se hubiera suicidado y estuviera muerto. Y que ella se hubiera hecho mayor y tuviera que trabajar en Woolworth’s.
Fue ella quien le descubrió. Todos habían creído que el ruido había sido causado por el escape de algún automóvil, y no se enteraron hasta el día siguiente. Ella subió a escuchar la radio. Tenía todo el cuello cubierto de sangre, y cuando su padre subió, la echó de la habitación. La muchacha se había escapado de la casa. El shock no le permitía estarse quieta. Corrió en medio de la oscuridad, golpeándose con los puños. Y al día siguiente por la noche, el hombre estaba allí en un ataúd en el cuarto de estar. El empresario de pompas fúnebres le había pintado un poco la cara y los labios para darle un color más natural. Pero su aspecto no era natural. Estaba muy muerto. Y mezclado con el olor de las flores, flotaba aquel otro olor especial que no le permitió seguir en la habitación. Pero durante todos aquellos días estuvo a la altura de las circunstancias en su empleo. Envolvía los paquetes y los entregaba por encima del mostrador y metía el dinero en la caja. Caminaba cuando tenía que hacerlo y comía cuando se sentaba a la mesa. Sólo al principio, cuando se iba a la cama por la noche, no podía dormir. Pero ahora ya dormía tal como debía hacerlo, también.
Mick cambió ligeramente de posición en el asiento para poder cruzar las piernas. Tenía una carrera en la media. Le había empezado mientras se dirigía a pie al trabajo, y le aplico un poco de saliva. Más tarde, se le fue corriendo, por lo que trató de pegarle un poco de chicle en el extremo. Pero tampoco sirvió de nada. Ahora tenía que volver a casa y zurcirla. Era difícil comprender qué le pasaba con las medias. Las gastaba rápidamente. A menos que fuera de la clase de chica corriente que las llevan de algodón.
No debería haber venido aquí. Tenías las suelas completamente gastadas. Debería haber ahorrado los veinte centavos necesarios para repararlas. Porque, si seguía calzando un zapato con un agujero, ¿qué sucedería? Con toda seguridad, le saldría una ampolla. Y tendría que reventársela con una aguja quemada. No podría acudir al trabajo. Y la despedirían. ¿Y entonces, qué pasaría?
—Aquí tienes —dijo Mister Brannon—. Pero nunca había oído hablar de una combinación así.
Le puso el helado y la cerveza en la mesa. Ella hizo como que se estaba limpiando las uñas, porque si le prestaba atención, él empezaría a hablar. Ya no parecía estar resentido contra ella, así que debía de haberse olvidado del paquete de chicle. Ahora siempre quería hablar con ella. Pero ella quería estar en silencio y sola. El helado estaba imponente, cubierto todo él de chocolate y nueces y cerezas. Y la cerveza resultaba relajante. Tenía un agradable sabor amargo que contrastaba con el helado y la hacía sentirse ligeramente ebria. Después de la música, la cerveza era lo mejor.
Pero ahora no había música en su cabeza. Era algo extraño Como si no consiguiera entrar en su cuarto interior. A veces se presentaba una rápida tonadilla y luego desaparecía, pero ya no lograba penetrar en su cuarto interior con música como antes. Es como si estuviera demasiado tensa. O quizá porque la tienda le arrebataba toda la energía y todo el tiempo. Woolworth’s no era lo mismo que la escuela. Cuando volvía a casa de la escuela se sentía bien y dispuesta a empezar a trabajar con la música. Pero ahora estaba siempre demasiado cansada. En casa no hacía más que cenar y dormir y luego tomar el desayuno y volver a salir hacia la tienda. Una canción que había iniciado en su libreta privada de notas dos meses antes estaba por terminar. Y deseaba permanecer en su cuarto interior, pero no sabía cómo. Era como si estuviera encerrada y en algún lugar apartado de ella. Algo muy difícil de entender.
Se empujó con el pulgar su diente roto. Pero aún le quedaba la radio de Mister Singer. No se habían pagado todos los plazos, y ella se había hecho cargo del resto. Era agradable tener algo que le hubiera pertenecido a él. Y quizá uno de estos días podría ahorrar lo suficiente para comprar un piano de segunda mano. Digamos, a dos dólares por semana. Y no le dejaría a nadie que lo tocara…; únicamente enseñaría a George algunas cancioncillas. Lo guardaría en la habitación trasera y lo tocaría todas las noches. Y el domingo entero. Pero, ¿y si un día no pudiera pagar alguno de los plazos? ¿Vendrían entonces y se lo llevarían como había pasado con la bicicleta roja? ¿Y si ella no lo permitiera? ¿Y si escondiera el piano en el sótano? ¿O saliera a recibirlos a la entrada? ¿Y se peleara? Golpearía a los dos hombres, y les pondría un ojo a la funerala y les rompería la nariz. Luego los arrastraría por el vestíbulo.
Mick frunció el ceño y se frotó la frente con los puños. Las cosas eran así. Era como si estuviera enfadada continuamente. No como se enfadan los niños, de modo que pronto se les pasa…, sino de manera diferente. Sólo que no había motivo para el enfado. Excepto por la tienda. Pero ellos no le habían pedido que tomara el empleo. Así que no había razón de enfadarse con ellos. Era como si la hubieran engañado. Sólo que nadie la había engañado. Así que no podía echarle las culpas a nadie. Sin embargo, no podía quietarse de encima esta impresión. Engañada.
Pero quizá fuera verdad lo del piano y le saliera bien. Quizá tendría pronto oportunidad. De lo contrario, ¿de qué había servido todo…, lo que sentía con la música y los planes que había hecho en su cuarto interior? Tenía que servir de algo, si es que las cosas tenían sentido. Y servía, servía, servía, servía. Servía de algo.
¡Conforme!
¡De acuerdo!
Servía de algo.