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Por la tarde

Jake corría con paso violento, torpe. Atravesó el callejón Weavers y luego cortó por una calle secundaria, se encaramó a una cerca y siguió su camino precipitadamente. Empezaron a formarse náuseas en su barriga de tal suerte que ya sintió el sabor del vómito en la garganta. Un perro ladrador lo persiguió hasta que Jake se detuvo lo suficiente para amenazarle con una piedra. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos por el horror y se apretaba la boca con la mano.

¡Cristo! De modo que éste era el fin. Una riña. Un alboroto. Una pelea contra varios hombres, cada uno para sí. Cabezas ensangrentadas y ojos cortados con botellas rotas. ¡Cristo!

Y la jadeante musiquilla del tiovivo dominando todo el ruido. Las hamburguesas y el algodón de azúcar por el suelo y los gritos de los jóvenes. Y él en medio de todo aquello. Peleando, enceguecido por el polvo y el sol. El agudo filo de los dientes contra sus nudillos. Y las risas. ¡Cristo! Y la sensación de que se había desatado en él un ritmo salvaje, duro, que no se detendría. Y luego, el mirar de cerca la negra cara muerta, sin saber. Sin saber siquiera si lo había matado, o no. Pero esperando. ¡Cristo! Nadie podía haber detenido aquello.

Jake aminoró el paso y sacudió la cabeza nerviosamente para mirar detrás de él. El callejón estaba vacío. Vomitó, y se secó la boca y la frente con la manga de su camisa. Luego descansó durante un minuto y se sintió mejor. Había corrido durante unas ocho manzanas y, tomando algunos atajos, aún le quedaba casi un kilómetro de camino. La niebla de su cabeza se fue disipando, de modo que por entre todo aquel mar de sensaciones pudo recordar los hechos. Se puso de nuevo en marcha, esta vez con un trotecillo regular.

Nadie podía haberlo detenido. Durante el verano se las había arreglado para sofocarlos como si fueran conatos de incendios. Todos menos éste. Y esta pelea podía haberla detenido. Parecía haberse encendido de la nada. Él había estado trabajando en la maquinaria de los columpios y se había parado a beber un vaso de agua. Mientras cruzaba el terreno, vio a un muchacho blanco y a un negro caminando uno alrededor del otro. Ambos estaban ebrios. La mitad de la gente estaba ebria aquella tarde, porque era sábado y las hilanderías habían trabajado sin parar aquella semana. El calor y el sol eran opresivos, y flotaba un pesado hedor en el aire.

Vio que los contendientes se acercaban el uno al otro. Pero sabía que aquello no era el comienzo. Llevaba mucho tiempo presintiendo una gran pelea. Y lo extraño era que encontraba tiempo para pensar en todo eso. Se quedó observando durante unos cinco segundos antes de abrirse paso entre la multitud. En aquel corto lapso de tiempo pensó en muchas cosas. Pensó en Singer. Pensó en las tristes tardes de verano y en las negras y cálidas noches, en todas las peleas que había detenido y en todas las discusiones que había calmado.

Entonces vio el centelleo de una navaja al sol. Se abrió paso a empujones entre un grupo de gente y saltó sobre la espalda del negro que sostenía el cuchillo. El hombre cayó al suelo con él y se revolcaron juntos. El olor de negro se mezclaba con el espeso polvo en sus pulmones. Alguien le pisó las piernas y le dieron un puntapié en la cabeza. Cuando logró ponerse nuevamente en pie, la pelea se había generalizado. Los negros luchaban contra los blancos y éstos contra los negros. Lo vio todo claramente, segundo a segundo. El blanco que había iniciado la pelea era una especie de cabecilla. Era el jefe de una pandilla que venía a menudo a las atracciones. Andaban por los dieciséis años y llevaban pantalones blancos de dril y polos de rayón de fantasía. Los negros peleaban lo mejor que sabían. Algunos llevaban navaja.

Empezó a gritar las palabras: “¡Orden! ¡Auxilio! ¡Policía!”, pero era como gritarle a una presa que se desborda. En sus oídos retumbaba un terrible sonido…, terrible porque era humano y sin embargo carecía de palabras. El sonido fue aumentando hasta convertirse en un rugido que le ensordecía. Le golpearon en la cabeza. No podía ver lo que pasaba a su alrededor. Veía solamente ojos y bocas y puños…, ojos con expresión salvaje y ojos semicerrados, húmedos, bocas tensas y bocas flojas, puños negros y blancos. Aprisionó un puño levantado y agarró una navaja. Entonces el polvo y el sol le cegaron y el único pensamiento que ocupó su mente fue escapar y encontrar un teléfono para pedir ayuda.

Pero le cogieron. Y sin saber cómo sucedía, se encontró metido de lleno en la pelea. Golpeó con sus puños y sintió aplastarse las bocas húmedas. Peleaba con los ojos cerrados y la cabeza baja. Un sonido disparatado brotó de su garganta. Golpeó con toda su fuerza y embistió con la cabeza como un toro. Tenía la mente llena de palabras sin sentido, y se estaba riendo. No veía a quién golpeaba y no sabía quién le golpeaba. Pero sabía que el sentido de la pelea había cambiado y que ahora cada hombre luchaba por sí mismo.

Entonces, repentinamente, se terminó. Dio un traspié y cayó hacia atrás. Perdió el sentido, de modo que podía haber transcurrido un minuto o tal vez mucho más antes de abrir los ojos. Unos pocos borrachos seguían peleando, pero dos policías los estaban separando con rapidez. Vio que se había caído. Yacía, la mitad encima, y la mitad al lado de un joven negro. Con una simple mirada, supo que el chico estaba muerto. Tenía un corte en el cuello, aunque resultaba difícil comprender cómo había muerto en tan corto espacio de tiempo. Conocía aquella cara, pero no podía situarla. El muchacho tenía abierta la boca y también los ojos en una expresión de sorpresa. El suelo se hallaba cubierto de papeles y botellas rotas y hamburguesas aplastadas. A uno de los caballos del tiovivo le habían roto la cabeza y una de las taquillas estaba destrozada. Empezó a incorporarse. Vio entonces a los policías y presa del pánico echó a corre. A estas alturas debían de haber perdido su rastro.

Sólo le quedaban cuatro manzanas para recorrer y entonces se hallaría sin duda a salvo. El miedo le había cortado la respiración, de modo que estaba jadeando. Cerró los puños y bajó la cabeza. Luego, de pronto, redujo la marcha y se detuvo. Estaba solo en un callejón, cerca de la calle principal. A un lado estaba la pared de un edifico y se desplomó contra ella, jadeando, la gruesa vena que le cruzaba la frente inflamada. En su confusión había cruzado toda la ciudad para llegar a la habitación de su amigo. Y Singer estaba muerto. Empezó a llorar. Sollozó ruidosamente, y gruesas lágrimas le corrían por la nariz, mojándole el bigote.

Una pared, un tramo de escaleras, una carretera ante él. El ardiente sol era como una tremenda carga sobre él. Empezó a retroceder por donde había venido. Esta vez caminaba lentamente, secándose su húmeda cara con la grasienta manga de la camisa. No podía detener el temblor de sus labios y se los mordió hasta sentir el sabor a sangre.

En la esquina de la siguiente manzana se tropezó con Simms. El vejete estaba sentado sobre una caja con una Biblia en las rodillas. A su lado había una alta valla, y sobre ella estaba escrito un mensaje con tiza de color púrpura:

Él Murió Para Salvarte

Escucha la Historia de Su Amor y Su gracia

Todas las Noches a las 7.15.

La calle estaba vacía. Jake trató de cruzar a la otra acera, pero Simms le agarró por el brazo.

—Venid, todos los desconsolados y entristecidos de corazón. Dejad vuestros pecados y preocupaciones ante los benditos pies del que murió por salvaros. ¿Adónde os dirigís, Hermano Blount?

—A casa a joder —respondió brutalmente Jake—. Voy a joder. ¿Tiene el Salvador algo en contra de eso?

—¡Pecador! El Señor recuerda todas tus transgresiones. El Señor tiene un mensaje para ti esta noche.

—¿Recuerda el Señor el dólar que te di la semana pasada?

—Jesús tiene un mensaje para ti a las siete y cuarto de esta noche. Procura estar aquí a tiempo de oír Su Palabra.

Jake se lamió el bigote.

—Todas las noches se reúne ante ti una muchedumbre tan grande que no puedo acercarme lo suficiente para oír.

—Hay lugar para los burlones. Además, he tenido una señal de que pronto el Salvador quiere que construya una casa para Él. En aquella parcela de la esquina de la Avenida Dieciocho con la Calle Seis. Un tabernáculo lo bastante grande para albergar a quinientas personas. Entonces vosotros, los burlones, veréis. El Señor prepara una mesa ante mí en presencia de mis enemigos; y ungirá mi cabeza con el óleo. Mi copa…

—Puedo reunirte una multitud esta noche —le interrumpió Jake.

—¿Cómo?

—Dame tu bonita tiza de color. Te prometo una gran multitud.

—He visto tus carteles —dijo Simms—. “¡Trabajadores! América es el País mas Rico del Mundo, y Sin Embargo Una Tercera Parte de Nosotros se Muere de Hambre. ¿Cuándo nos Uniremos y Exigiremos Nuestra Parte?”… todo eso. Tus letreros son radicales. No te permitiré usar mi tiza.

—Pero no tengo intención de escribir letreros.

Simms pasó el dedo por las páginas de la Biblia y aguardó, receloso.

—Te voy a conseguir una estupenda muchedumbre. Sobre el pavimento en cada extremo de la manzana te dibujaré algunas putas desnudas hermosotas. En color, con flechas que señalarán el camino. Sabrosas, rellenitas, con el trasero al aire…

—¡Babilonio! —chilló el viejo—. ¡Hijo de Sodoma! Dios se acordará de esto.

Jake cruzó a la otra acera y emprendió el camino hacia la casa en que vivía.

—Hasta luego, hermano.

—Pecador —gritó el viejo—. Vuelve aquí a las siete y cuarto en punto. Y escucha el mensaje de Jesús que te dará fe. Sálvate.

Singer estaba muerto. Y la primera sensación que tuvo al enterarse de que se había matado no fue de tristeza, sino de cólera. Estaba ante una pared. Recordó todos los íntimos pensamientos que le había transmitido a Singer, y le parecía que con su muerte se habían perdido. ¿Y por qué Singer había querido poner fin a su vida? Quizá se había vuelto loco. Pero, en cualquier caso, estaba muerto, muerto, muerto. No se le podía ver, ni tocar ni hablar con él, y la habitación en que habían pasado tantas horas había sido alquilada a una muchacha que trabajaba de mecanógrafa. Ya no podía volver allí. Estaba solo. Una pared, un tramo de escaleras, un camino abierto.

Jake cerró la puerta de su cuarto a sus espaldas. Estaba hambriento y no tenía nada para comer. Tenía sed, y sólo quedaban unas gotas de agua tibia en el jarro de la mesa. La cama estaba por hacer y en el suelo se había acumulado una polvorienta pelusa. Papeles esparcidos por toda la habitación, porque recientemente había escrito muchos avisos cortos y los había distribuido por la ciudad. Malhumoradamente echó una mirada a uno de los papales que llevaba la inscripción: “El C.O.T.T.[5] es Tu Mejor Amigo”. Algunos avisos constaban de una frase, y otros eran muy largos. Había un manifiesto que cubría una página entera titulado: “La Afinidad entre Nuestra Democracia y el Fascismo”.

Durante un mes había estado trabajando con estos papeles, garabateándolos en horas de trabajo, mecanografiándolos y haciendo copias al carbón en la máquina del café Nueva York, y luego distribuyéndolos a mano. Había trabajado día y noche. Pero, ¿quién los leía? ¿De qué había servido cualquiera de ellos? Una ciudad de aquel tamaño era demasiado grande para un solo hombre. Y ahora se marchaba de allí.

¿Pero adónde iría esta vez? Los nombres de las ciudades le atraían: Memphis, Wilmington, Gastonia, Nueva Orleans. Iría a alguna parte. Pero sin salir del Sur. La vieja impaciencia y el hambre se apoderaban nuevamente de él. Pero esta vez era diferente. Y no anhelaba el espacio abierto y la libertad…, sino justamente lo contrario. Recordó lo que el negro, Copeland, le había dicho: “No intente estar solo”. Había veces en que era lo mejor.

Jake movió la cama por la habitación. En la parte del suelo en que había estado la cama había una maleta y un montón de libros, así como sucias ropas. Impacientemente, empezó a empaquetar. La cara del viejo negro estaba presente en su mente y algunas de las palabras que le había dicho acudieron a su memoria. Copeland estaba loco. Era un fanático, así que resultaba exasperante tratar de razonar con él. Sin embargo, aquella terrible cólera que ambos habían sentido la otra noche le había resultado más difícil de entender. Copeland sabía. Y los que sabían eran como un puñado de soldados desnudos ante un batallón armado. ¿Y qué habían hecho? Se habían enzarzado en una discusión entre ellos. Copeland estaba loco —sí—, estaba loco. Pero, a fin de cuentas, podían haber trabajado juntos en algunos aspectos. Si no hablaran demasiado. Iría a verle. De pronto se apoderó de él una sensación de urgencia. Quizá sería lo mejor, después de todo. Quizá aquél era el signo, la mano que había estado esperando tanto tiempo.

Sin detenerse a lavar la mugre de su cara y manos, ató las correas de la maleta y salió de la habitación. Afuera el aire era bochornoso, y en la calle flotaba un tufo desagradable. Se habían formado nubes en el cielo. La atmósfera estaba tan quieta que el humo de una hilandería del distrito subía como una columna recta hacia el cielo.

Mientras Jake caminaba, su maleta le iba golpeando torpemente contra las rodillas, y con frecuencia volvía la cabeza bruscamente para mirar hacia atrás. Copeland vivía al otro lado de la ciudad, así que era preciso apresurarse. Las nubes se iban haciendo más y más densas en el cielo, y presagiaban un fuerte chubasco veraniego antes del anochecer.

Cuando llegó a la casa donde vivía Copeland vio que las persianas estaban cerradas. Se dirigió a la parte trasera y por la ventana atisbó la vacía cocina. Una profunda, desesperada decepción le hizo sudar las manos y su corazón perdió, por un instante, el ritmo de los latidos. Se dirigió entonces a la casa de la izquierda, pero tampoco había nadie. Lo único que le quedaba por hacer era encaminarse a casa de los Kelly e interrogar a Portia.

Aborrecía acercarse nuevamente a aquella casa. No podía soportar la vista del perchero del vestíbulo y del largo tramo de escaleras que tantas veces había subido. Cruzó de nuevo la ciudad, lentamente, y se acercó a la casa por el callejón. Se dirigió a la puerta trasera. Portia estaba en la cocina, y con ella estaba el muchachito.

—No, señor, Mister Blount —dijo Portia—, sé que era usted un gran amigo de Mister Singer, y usted sabe cómo le apreciaba mi padre. Pero hemos llevado a mi padre al campo esta mañana y sé en lo más profundo de mi alma que no debo decirle a usted dónde está. Si no le importa que hable claro y no me ande con rodeos.

—No tienes por qué andarte con ningún rodeo —dijo Jake—. Pero, ¿por qué?

—El día que vino usted a vernos, nuestro padre se puso tan enfermo que creímos que se iba a morir. Nos llevó mucho tiempo conseguir que pudiera volver a incorporarse. Ahora está bien. Se va a poner muy fuerte donde está en estos momentos. Pero, aunque usted no lo entienda, siente mucho encono contra la gente blanca ahora, y se trastorna muy fácilmente. Y además, si no le importa que hable claro, ¿qué quiere usted de nuestro padre, de todos modos?

—Nada —respondió Jake—. Nada que tú pudieras comprender.

—Nosotros la gente de color tenemos sentimientos igual que todo el mundo. Y me atengo a lo que he dicho, Mister Blount. Nuestro padre es sólo un hombre de color viejo y enfermo y ya tiene bastantes problemas. Tenemos que cuidar de él. Y no tiene ningún deseo de verle a usted…, lo sé.

De nuevo en la calle, vio que las nubes habían tomado un color púrpura profundo, rabioso. En la quieta atmósfera flotaba un olor a tormenta. El vívido verde de los árboles de la acera parecía penetrar furtivamente en el aire esparciendo un extraño brillo verdoso en la calle. Todo estaban tan silencioso y quieto que Jake se detuvo un momento para husmear el aire y mirar a su alrededor. Entonces agarró la maleta bajo el brazo y empezó a correr hacia los toldos de la calle principal. Pero no corrió bastante de prisa. Retumbó el seco y metálico estampido del trueno y el aire se enfrió súbitamente. Grandes cortinas plateadas de lluvia cayeron silbando sobre el pavimento. Y la avalancha de agua le cegó. Al llegar al café Nueva York sus ropas, húmedas y encogidas, se le pegaban al cuerpo, y los zapatos crujían por el agua que habían almacenado.

Brannon dejó a un lado el periódico y apoyó los codos en el mostrador.

—Bueno, es realmente curioso. Tuve la intuición de que vendría usted aquí justo en el momento en que empezó a llover. En lo más profundo de mí sabía que estaba usted viniendo y que no llegaría a tiempo —se aplastó la nariz con el pulgar hasta dejarla blanca y chata—. ¿Y con una maleta?

—Parece una maleta —repuso Jake—. Y tiene todas las cualidades de una maleta. Así que si usted cree en la realidad de las maletas, imagino que ésta lo es.

—No debería andar así. Suba y écheme sus ropas. Louis les dará una planchada.

Jake se sentó a una de las mesas de los reservados del fondo y apoyó la cabeza entre las manos.

—No, gracias. Sólo quiero descansar aquí y recuperar el aliento.

—Pero los labios se le están volviendo azulados. Todo usted parece derrengado.

—Estoy bien. Lo que quiero es un poco de cena.

—La cena estará lista dentro de media hora —dijo Brannon pacientemente.

—Cualquier cosa que haya sobrado servirá. Me basta con que la ponga en un plato. No hace falta calentar nada.

El vacío que sentía en su interior llegaba a doler. No quería mirar ni hacia atrás ni hacia delante. Caminó con dos de sus dedos cortos y rechonchos por encima de la mesa. Hacía más de un año desde que se había sentado a aquella mesa por primera vez. ¿Y cuánto había avanzado en todo este tiempo? Nada. No había ocurrido nada excepto que había hecho un amigo y lo había perdido. Se lo había dado todo a Singer y luego el hombre se había matado. De modo que quedaba en una situación precaria. Y ahora él solito tenía que apañárselas y volver a empezar. Al pensar en ello el pánico se apoderó de él. Estaba cansado. Apoyó la cabeza contra la pared y puso los pies sobre la silla que estaba a su lado.

—Aquí tiene —dijo Brannon—. Esto tiene que ayudarle.

Dejó sobre la mesa un vaso de una bebida caliente y un plato de pastel de pollo. La bebida tenía un olor dulce y fuerte. Jake inhaló el vapor y cerró los ojos.

—¿Qué lleva eso?

—Corteza de limón frotada con un terrón de azúcar y agua hirviendo con ron. Es una bebida muy buena.

—¿Cuánto le debo?

—No lo sé en este momento, pero lo contaré antes de que se vaya.

Jake tomó un largo sorbo de aquel ponche, y se enjugó bien la boca con él antes de tragarlo.

—Jamás cobrará —dijo—. No tengo dinero para pagarle… y aunque lo tuviera probablemente tampoco le pagaría.

—Bueno, ¿le he dicho algo acaso? ¿Le he presentado alguna vez una factura y le he pedido que la pagara?

—No —reconoció Jake—. Ha sido usted muy razonable. Y, si bien se piensa, es usted un tipo bastante decente… desde el punto de vista personal, quiero decir.

Brannon se sentó frente a él. Alguna cosa le inquietaba. Hacía correr el salero adelante y atrás y no dejaba de alisarse el cabello. Olía como a perfume y su camisa de rayas azules era nueva y limpia. Llevaba las mangas enrolladas y sujetas por unas anticuadas ligas azules.

Finalmente se aclaró la garganta de una manera vacilante y dijo:

—Estuve echando una ojeada al periódico de la tarde antes de venir usted. Parece que tuvo usted muchos problemas en su lugar de trabajo.

—Cierto. ¿Qué decía?

—Espere. Se lo voy a traer.

Brannon fue a buscar el periódico al mostrador y se apoyó en el tabique del reservado.

—En primera página dice que en las Atracciones Sunny Dixie, situadas en tal y tal parte, hubo un alboroto general. Dos negros recibieron heridas mortales de arma blanca. Otros tres sufrieron heridas menores y se les trasladó para su tratamiento al hospital de la ciudad. Los muertos eran Jimmy Macy y Lancy Davis. Los heridos, John Hamlin, blanco, de Central Mill City, Various Wilson, negro, etcétera, etcétera. Leo: “Se han efectuado una serie de arrestos. Se supone que el alboroto fue causado por agitación laboral, ya que papeles de naturaleza subversiva fueron encontrados en el lugar de los sucesos, así como en las cercanías. Se esperan más arrestos en breve plazo” —Brannon hizo un ruidito con los dientes—. La redacción de este periódico empeora día a día. Subversivo escrito con una u en la segunda sílaba, y arresto con una sola r.

—Son astutos —dijo Jake socarronamente—. “Causado por agitación laboral”. Es notable.

—De todos modos, es un asunto muy desgraciado.

Jake se llevó la mano a la boca y miró su plato vacío.

—¿Qué piensa hacer ahora?

—Me marcho. Me voy de aquí esta tarde.

Brannon se pulió las uñas con la palma de la mano.

—Bueno, claro que no es necesario… pero podría ser buena cosa. ¿Por qué tan precipitadamente? No tiene sentido partir a esta hora del día.

—Bueno, lo prefiero.

—Bueno, creo que es menester que empiece usted de nuevo. Al mismo tiempo, ¿por qué no sigue mi consejo en este asunto? Yo… yo soy conservador, y naturalmente pienso que sus opiniones son radicales. Pero al mismo tiempo me gusta ver todos los aspectos de una cuestión. En cualquier caso, quisiera verle a usted arreglado. Así que, ¿por qué no se va a algún lugar donde pueda encontrarse con algunas personas más o menos parecidas a usted? ¿Y entonces se instala?

Jake apartó su plato con irritación.

—No sé adónde voy. Déjeme tranquilo. Estoy cansado.

Brannon se encogió de hombros y volvió al mostrador.

Estaba bastante cansado. El ron caliente y el monótono ruido de la lluvia le provocaban somnolencia. Era agradable estar sentado acogedoramente en un reservado, después de haber tomado una buena comida. Si lo deseaba, podía inclinarse hacia adelante y echarse una siesta… cortita. Ya sentía pesadez en la cabeza y se encontraba mejor con los ojos cerrados. Pero tendría que ser un sueño corto, porque debía marcharse de allí pronto.

—¿Cuánto va a durar esta lluvia?

La voz de Brannon tenía insinuaciones soñolientas.

—No se puede decir…, un chaparrón tropical. Podría escampar rápidamente… o… quizá aflojar un poco y seguir toda la noche.

Jake apoyó la cabeza en sus brazos. El sonido de la lluvia era como el del mar encrespado. Oía el tictac de un reloj y un lejano estrépito de platos. Poco a poco sus manos se fueron relajando. Hasta que finalmente quedaron abiertas, la palma hacia arriba, sobre la mesa.

De repente Brannon empezó a sacudirlo por los hombros mirándole a la cara. Un terrible sueño invadía su mente.

—Despierte —decía Brannon—. Ha tenido una pesadilla. Miré hacia aquí y tenía usted la boca abierta y gemía y arrastraba los pies por el suelo. Nunca he visto nada igual.

El sueño persistía pesadamente en su cabeza. Sintió el viejo terror que siempre le invadía al despertar. Apartó a Brannon de un empujón y se puso en pie.

—No hace fatal que me diga que tenía una pesadilla. La recuerdo perfectamente. Y he tenido el mismo sueño unas quince veces.

Ahora recordaba. Las otras veces no había podido conservar las imágenes del sueño en su mente cuando despertaba.

Estaba caminando por entre una gran multitud…, como en las atracciones. Pero había algo oriental en la gente que lo rodeaba. El sol brillaba con terrible fuerza y la gente iba medio desnuda. Todos caminaban lenta y silenciosamente. Y en su cara había una expresión de hambre. No se oía ningún sonido; sólo estaba el sol y la silenciosa muchedumbre. Él caminaba entre ellos cargado con un enorme cesto tapado. Lo llevaba a alguna parte pero no podía descubrir el lugar donde dejarlo. Y en el sueño había un horror particular en deambular de un lado para otro a través de la gente sin saber dónde dejar la carga que transportaba en sus brazos durante tanto tiempo.

—¿Qué fue? —preguntó Brannon—. ¿Le perseguía el diablo?

Jake se levantó y se acercó al espejo que había detrás del mostrador. Tenía la cara sucia y sudorosa, con unos círculos oscuros bajo los ojos. Humedeció su pañuelo en el grifo y se frotó la cara. Luego se sacó un peine del bolsillo y se peinó limpiamente el bigote.

—El sueño no era nada. Hay que estar dormido para comprender por qué era una pesadilla así.

El reloj señalaba las cinco y media. La lluvia casi había cesado. Jake recogió su maleta y se encaminó a la puerta.

—Hasta otra. Le enviaré una postal, quizá.

—Espere —dijo Brannon—. No puede irse ahora. Aún llueve un poco.

—Es sólo el gotear del toldo. Es mejor que esté fuera de la ciudad antes de que se haga de noche.

—Pero aguarde. ¿Tiene dinero? ¿El suficiente para vivir una semana?

—No necesito dinero. Ya he estado sin blanca antes.

Brannon tenía un sobre preparado, con dos billetes de veinte dólares. Jake los miró por los dos lados y se los metió en el bolsillo.

—Sabe Dios porqué lo hace usted. Nunca volverá a verlos. Pero, gracias. No lo olvidaré.

—Buena suerte. Y hágame llegar noticias suyas.

Adiós[6] —dijo Jake.

—Adiós.

La puerta se cerró a su espalda. Cuando miró hacia atrás, al llegar al final de la manzana. Brannon le estaba observando desde la acera. Caminó hasta llegar a las vías del ferrocarril. A ambos lados había filas de desvencijadas casas de dos habitaciones. En los exiguos patios traseros había inmundas letrinas y filas de ropas ennegrecidas y harapientas puestas a secar. Durante más de tres kilómetros no pudo ver una sola señal de comodidad o espacio o limpieza. La tierra misma parecía sucia y abandonada. De vez en cuando había signos de que se había intentado cultivar un huerto, pero sólo habían sobrevivido unas pocas coles marchitas. Y algunas higueras tiznadas de hollín y sin frutos. Varios chiquillos pululaban entre aquella suciedad, el menor de ellos, desnudo. La imagen de aquella pobreza era tan cruel y desesperante que Jake lanzó un gruñido y apretó los puños.

Llegó al final de la ciudad y tomó por una carretera. Los coches pasaban raudos por su lado, sin detenerse. Sus hombros eran demasiado anchos y sus brazos demasiado largos. Era tan corpulento y feo que nadie quería llevarlo. Pero quizá no tardaría mucho en parar un camión. El sol de última hora de la tarde volvía a brillar. El calor levantaba vapores del húmedo pavimento. Jake caminaba con paso firme. En cuanto la ciudad quedó a sus espaldas, brotó en su interior una nueva oleada de energía. Pero, ¿era esta una huida o una arremetida? De todos modos, se iba. Todo iba a empezar otra vez. La carretera que se ofrecía ante él conducía al Norte y ligeramente al Oeste. Pero no se alejaría mucho. No quería marcharse del Sur. Eso estaba claro. Había esperanza en su interior, y tal vez pronto el perfil de su viaje tomaría forma.