21 de agosto de 1939
De mañana
—No permitiré que me deis prisa —dijo el doctor Copeland—. Dejadme estar. Por favor, dejadme estar sentado aquí un momento.
—Padre, no tratamos de meterte prisa. Pero ya es hora de que nos vayamos de aquí.
El doctor Copeland siguió meciéndose tozudamente, su bufanda gris envolviéndole estrechamente los hombros. Aunque la mañana era más bien templada, ardía un pequeño fuego de leña en la estufa. En la cocina ya no quedaba ningún mueble excepto la silla en que se sentaba él. Las demás habitaciones estaban también vacías. La mayor parte de los muebles habían sido trasladados a casa de Portia, y el resto iba sujeto al automóvil que aguardaba fuera. Todo estaba dispuesto excepto su propia mente. Pero, ¿cómo podía marcharse cuando no había ni principio ni fin, ni verdad ni propósito en sus pensamientos? Levantó la mano para calmar su temblorosa cabeza y continuó meciéndose lentamente en la crujiente silla.
Detrás de la puerta cerrada oyó voces:
—He hecho todo lo que he podido. Está decidido a quedarse ahí hasta que sienta deseos de marcharse.
—Buddy y yo hemos envuelto los platos de porcelana y…
—Deberíamos haber salido antes de que se secara el rocío —dijo el viejo—. De otro modo, es probable que nos pille la noche por el camino.
Las voces callaron. Resonaron unos pasos en el vacío pasillo, y ya no pudo oírlos más. En el suelo, a su lado, había una taza y un platillo. La llenó con café procedente del cazo que se calentaba encima de la estufa. Mientras se mecía, se bebió el café, calentándose los dedos con el vapor. Esto no podía ser el final. Otras voces gritaban sin palabras en su corazón. La voz de Jesús y la de John Brown. La voz del gran Spinoza y la de Karl Marx. Las estentóreas voces de todos aquellos que habían luchado y a quienes se les había concedido terminar su misión. Las voces transidas de dolor de su pueblo. Y también las voces de los muertos. Del mudo Singer, que había sido un blanco recto y comprensivo. Las voces de los débiles y de los poderosos. La retumbante voz de su pueblo creciendo cada día más en fuerza y en poder. La voz del firme, decidido propósito. Y en respuesta a ellas, las palabras salieron temblorosas de sus labios —las palabras que están sin duda en la raíz de toda aflicción humana—. De modo que dijo casi en voz alta. ¡Hostia Omnipotente! ¡Supremo Poder del Universo! He hecho cosas que no debería haber hecho, y dejado de hacer las que sí debería. De manera que esto no puede ser verdaderamente el final.
Había venido por primera vez a esta casa con la mujer que amaba. Y Daisy iba vestida con su traje de novia y llevaba un velo de encaje blanco. Su piel tenía el hermoso color de la miel oscura, y su risa era dulce. Por la noche, él se encerraba solo en la iluminada habitación para poder estudiar. Había intentado meditar y disciplinarse al estudio. Pero con Daisy cerca de él, sentía un fuerte deseo que no desaparecía con el estudio. De manera que a veces se rendía a estos sentimientos, y de nuevo se mordía los labios y meditaba con los libros durante toda la noche. Y además estaban Hamilton y Karl Marx y William y Portia. Todos perdidos. No quedaba ninguno.
Y Madyben y Benny Mae. Y Benedine Madine y Mady Copeland. Los que llevaban su nombre. Y a los que él había aconsejado. Pero, de entre todos esos miles, ¿dónde había uno en quien pudiera confiar la misión y luego descansar?
Toda su vida la había conocido con certeza. Había conocido la razón por la que trabajaba y en el fondo de su corazón estaba seguro, porque día a día sabía lo que le esperaba. Iba con su maletín de casa en casa, y hablaba de todas las cosas y se lo explicaba pacientemente. Y luego, por la noche, se sentía feliz sabiendo que el día había sido un día de fructíferos propósitos. Y aun sin Daisy ni Hamilton ni Karl Marx ni William ni Portia, podía sentarse junto a la estufa, solo, y sentir alegría por ello. Se bebía una taza de licor de nabo y comía un poco de pan de maíz. Experimentaba un profundo sentimiento de satisfacción porque el día había sido bueno.
Había tenido millares de momentos de satisfacción como éste. ¿Pero qué significado habían tenido? En todos aquellos años no podía recordar ninguna obra de valor perdurable.
Al cabo de un rato se abrió la puerta que daba al vestíbulo, y entró Portia.
—Supongo que voy a tener que vestirte como a un niño —dijo—. Aquí tienes los zapatos y los calcetines. Déjame que te quite las zapatillas y te los ponga. Vamos a marcharnos de aquí pronto.
—¿Por qué habéis hecho esto? —preguntó con amargura.
—¿Y qué te hemos hecho?
—Sabes perfectamente que no quiero irme. Me obligasteis a dar mi conformidad cuando no estaba en condiciones de tomar una decisión. Quiero quedarme donde siempre he estado y tú lo sabes.
—Gruñes tanto que casi estoy gastada —replicó Portia con irritación—. Te has enfadado y armado tanto alboroto que estoy avergonzada.
—¡Bah! Di lo que quieras. Te echas encima de mí como un mosquito. Sé lo que quiero, y no me obligaréis a hacer lo que está mal.
Portia le quitó las zapatillas y desenrolló un par de limpios calcetines de algodón negro.
—Padre, acabemos con esta discusión. Hemos hecho las cosas lo mejor que hemos sabido. Sin duda, lo que más te conviene es irte con el abuelo y con Hamilton y Buddy. Van a cuidar de ti, y te vas a poner bueno.
—No, no me curaré —dijo el doctor Copeland—. Pero aquí me hubiera recuperado. Lo sé.
—¿Y cómo crees que se pagaría el alquiler de esta casa? ¿Cómo crees que podríamos darte de comer? ¿Quién crees que cuidaría de ti aquí?
—Siempre me las he arreglado solo, y aún puedo hacerlo.
—Sólo tratas de llevar la contraria.
—¡Bah! Te echas encima de mí como un mosquito. Y te ignoro.
—Bonita manera de hablarme mientras intento ponerte los zapatos y los calcetines.
—Lo siento. Perdóname, hija.
—Claro que lo sientes —dijo ella—. Claro que lo sentimos los dos. No podemos permitirnos discutir. Y además, una vez estés instalado en la granja, te va a gustar. Tiene el huerto más hermoso que he visto en mi vida. Y pollos, y dos cerdas de raza y dieciocho melocotoneros. Te va a encantar. Me gustaría ser yo quien tuviera la oportunidad de ir.
—A mí también me gustaría.
—¿Pues, por qué te quejas tanto?
—Es que siento que he fracasado —dijo él.
—¿Qué quieres decir con eso de fracasado?
—No lo sé. Déjame estar, hija. Déjame estar sentado aquí en paz unos momentos.
—Conforme. Pero tenemos que irnos de aquí muy pronto.
Se quedaría en silencio. Se quedaría sentado silenciosamente, meciéndose en la silla, hasta recobrar el sentido del orden. Le temblaba la cabeza y le dolía la columna vertebral.
—Espero una cosa —afirmó Portia—. Espero que cuando me haya muerto haya tantas personas que me lloren como los que lloran a Mister Singer. Me gustaría saber si voy a tener un funeral tan triste como tuvo él y tanta gente…
—¡Calla! —exclamó el doctor Copeland rudamente—. Hablas demasiado.
Lo cierto era que con la muerte de aquel hombre blanco, una gran pena había invadido su corazón. Había hablado con él como no lo hiciera con ningún otro blanco, y había confiado en él. Y el misterio de su suicidio le había dejado desconcertado y sin apoyo. No había ni comienzo ni final para su pena. Ni comprensión. Sus pensamientos siempre volvían a aquel hombre blanco que no era insolente ni despreciativo, sino justo. ¿Y cómo pueden los muertos estar realmente muertos si siguen viviendo en el alma de aquellos que dejaron detrás? Pero no debía pensar en todo aquello. Debía apartarlo de su mente ahora.
Porque se necesitaba disciplina. Durante el último mes, aquellas negras y terribles sensaciones habían surgido para luchar contra su espíritu. Estaba el odio que durante días le sumió en las regiones de la muerte. Después de la discusión con Mister Blount, el visitante de medianoche, se sintió poseído de una ceguera homicida. Sin embargo, ahora no podía recordar claramente los temas que fueron la causa de su disputa. Y luego aquella ira diferente que brotó en su interior cuando los muñones en las piernas de William. El amor y el odio en guerra —amor a su pueblo y odio por los opresores de su pueblo— que le dejaban exhausto y enfermo de espíritu.
—Hija —dijo—. Alcánzame mi reloj y mi chaqueta. Me voy.
Se levantó apoyándose en los brazos de la silla. Tuvo la impresión de que el suelo estaba muy lejos de su cara y después de tanto tiempo en la cama, las piernas apenas le sostenían.
Por un momento, le pareció que iba a caerse. Anduvo con una sensación de mareo a través de la desnuda habitación y se apoyó contra el marco de la puerta. Tosió y sacó del bolsillo uno de los trocitos de papel para aplicárselo a la boca.
—Aquí tienes la chaqueta —dijo Portia—. Pero hace tanto calor fuera que no vas a necesitarla.
Caminó por última vez por la casa vacía. Las persianas estaban cerradas y en las oscuras habitaciones flotaba olor a polvo. Se apoyó en la pared del vestíbulo y luego salió afuera. La mañana era brillante y cálida. Muchos amigos habían venido la noche anterior a despedirse, y algunos también por la mañana a primera hora…, pero ahora sólo la familia estaba reunida en el porche. La carreta y el automóvil se encontraban estacionados en la calle.
—Bien, Benedict Mady —dijo el viejo—. Imagino que tendrá u poco de nostalgia del hogar los primeros días. Pero durará poco.
—Yo no tengo ningún hogar. Así que, ¿por qué iba a sentir nostalgia?
Portia se humedeció los labios nerviosamente y dijo:
—Volverá cuando se ponga bien. Buddy estará encantado de llevarlo a la ciudad en el coche. A Buddy le gusta mucho conducir.
El automóvil estaba cargado. Había cajas de libros atadas al estribo. El asiento trasero estaba atestado con dos sillas y el archivo. La mesa de trabajo, patas al aire, había sido sujetada al techo del vehículo. Pero aunque el coche estaba sobrecargado, la carreta iba casi vacía. La mula aguardaba pacientemente, con un ladrillo atado al extremo de las riendas.
—Karl Marx —dijo el doctor Copeland—. Fíjate bien. Ve a la casa y asegúrate de que no queda nada. Trae la taza que dejé en el suelo y mi mecedora.
—Salgamos ya. Estoy ansioso por llegar a casa a la hora de la cena —dijo Hamilton.
Finalmente, estuvieron listos. Highboy le dio a la manivela del automóvil. Karl Marx se sentaba al volante, y Portia, Highboy y William iban apretujados en el asiento posterior.
—Padre, ¿por qué no te sientas en las rodillas de Highboy? Creo que estarás más cómodo ahí que apretujado aquí con nosotros y todos estos muebles.
—No, hay demasiada gente. Prefiero ir en la carreta.
—Pero no estás acostumbrado a la carreta —dijo Karl Marx—. Te va a zarandear mucho, y además, es probable que el viaje dure todo el día.
—Eso no importa. He montado en muchas carretas en mi vida.
—Entonces dile a Hamilton que venga con nosotros. Estoy seguro de que él preferirá venir en el automóvil.
El abuelo había venido con la carreta a la ciudad el día anterior. Había traído consigo un cargamento de productos, melocotones, coles y nabos, para que Hamilton los vendiera en la ciudad. Y se había liquidado todo menos un saco de melocotones.
—Bien, Benedict Mady —dijo el viejo—. Ya veo que viene a casa conmigo en la carreta.
El doctor Copeland se encaramó a la parte trasera de la carreta. Estaba tan cansado que tenía la impresión de que sus huesos estaban hechos de plomo. Le temblaba la cabeza y un repentino espasmo de náuseas le hizo echarse cuan largo era sobre las ásperas tablas.
—Estoy muy contento de que venga —dijo el abuelo—. Usted comprende que siempre he sentido un profundo respeto por los estudiosos. Profundo respeto. Puedo pasar por alto y olvidar muchas cosas si un hombre es un sabio. Me alegro de tener a uno como usted otra vez en la familia.
Las ruedas de la carreta crujieron. Se pusieron en marcha.
—Pronto volveré —dijo el doctor Copeland—. A lo más tarde, dentro de uno o dos meses, volveré.
—Hamilton es también un buen estudioso. Piensa que se parece un poco a usted. Me hace todas las cuentas y lee los periódicos. Y en cuanto a Whitman, pienso que será también un sabio. Ahora ya me lee la Biblia. Y hace cuentas, también. Un niño tan pequeño como es. Siempre he tenido un profundo respeto por los estudiosos.
El movimiento de la carreta le sacudía la espalda. Levantó la mirada hacia las ramas que tenía encima de la cabeza, y cuando no había sombra se cubría la cara con un pañuelo para proteger los ojos del sol. No era posible que aquello pudiera ser el final. Siempre había sentido en su interior el firme, verdadero propósito. Durante cuarenta años, su misión fue su vida y su vida fue su misión. Y sin embargo, ahora todo quedaba por hacer y no se había terminado nada.
—Sí, Benedict Mady, me alegro mucho que esté usted otra vez con nosotros. He estado esperando para preguntarle sobre una extraña sensación que tengo en el pie derecho. Una extraña sensación, como si se me durmiera el pie. He tomado “666” y me lo froté con linimento. Espero que me encontrará usted un buen tratamiento.
—Haré lo que pueda.
—Sí, me alegro de tenerlo conmigo. Creo que todos los parientes deberían estar juntos, tanto los de sangre como los que lo son por matrimonio. Creo que todos deberíamos estar luchando juntos y ayudándonos mutuamente, y algún día tendremos una recompensa en el más Allá.
—¡Bah! —dijo el doctor Copeland amargamente—. Yo creo en la justicia ahora.
—¿En qué dice que cree? Habla con una voz tan ronca que apenas puedo oírle.
—En la justicia para nosotros. Nosotros, los negros.
—Cierto.
Sentía arder un fuego en su interior, y no podía estarse quieto. Quería incorporarse y hablar en voz alta…, sin embargo, cuando trató de levantarse, no pudo encontrar la fuerza necesaria en él par hacerlo. Las palabras iban creciendo en su corazón, y no soportaba la idea de seguir manteniendo silencio. Pero el viejo había dejado de escucharle, y no había nadie más que pudiera prestarle atención.
—Vamos, Lee Jackson. Adelante, cariño. Levanta las patas y deja de husmear. Aún nos queda un largo camino.