Había llegado el momento de que Singer volviera a ver a Antonapoulos. El viaje era largo. Porque, aunque la distancia que les separaba era inferior a trescientos veinte kilómetros, el tren en su camino se desviaba mucho de la línea recta, y se detenía durante largas horas en algunas estaciones por la noche. Singer saldría de la ciudad por la tarde y viajaría durante toda la noche y las primeras horas de la mañana del día siguiente. Como era norma en él, estaba listo con mucha antelación. Su intención era pasar una semana entera con su amigo en esta visita. Había enviado sus ropas a la tintorería, encargado que dieran forma a su sombrero, y tenía las maletas listas. Los regalos que iba a llevar estaban envueltos en papel de seda de colorines… y además llevaba una lujosa cesta de frutas envuelta en celofán y una caja de fresas tardías. Por la mañana, antes de su marcha, Singer limpió la habitación. En la nevera encontró un pedazo de hígado de ganso, y lo sacó al callejón para que se lo comieran los gatos de la vecindad. En la puerta de su habitación clavó el mismo letrero de anteriores ocasiones, informando que estaría ausente durante varios días por cuestión de negocios. Durante todos estos preparativos se movía pausadamente, con dos manchas de vívido color en las mejillas. La expresión de su cara era solemne.
Finalmente, la hora de la partida estaba muy cerca. Se encontraba en el andén, cargado con sus maletas y regalos y observando cómo el tren rodaba por los raíles de la estación. Pronto estuvo sentado en uno de los vagones de día y acomodó su equipaje en las redes situadas encima de su cabeza. El coche estaba atestado, en su mayor parte con madres acompañadas de sus hijos. Los verdes y afelpados asientos despedían olor a mugre. Las ventanas del coche estaban sucias y por el suelo había desparramado arroz procedente sin duda de alguna pareja de recién casados embarcada en aquel vagón. Singer sonrió cordialmente a sus compañeros de viaje y se recostó en el asiento. Cerró los ojos. Sus pestañas formaban un borde curvado y oscuro sobre las mejillas. Su mano derecha se movía nerviosamente dentro del bolsillo.
Durante un rato sus pensamientos quedaron prendidos de la ciudad que dejaba atrás. Vio a Mick y al doctor Copeland y a Jake Blount y a Biff Brannon. Las caras se agolpaban ante él brotando de la oscuridad de tal modo que se sintió sofocado. Pensó en la discusión que se había producido entre el negro y Jake Blount. La naturaleza de la discusión se presentaba completamente confusa a su mente, pero cada uno de ellos, en diversas ocasiones, había estallado en un amargo discurso contra el otro, el ausente. Él se había manifestado de acuerdo con cada uno, por turno, aunque no estaba seguro de qué era lo que ellos deseaban que sancionara. Y Mick… con una expresión apremiante en el rostro y hablando de un buen trato que él no comprendía en absoluto. Y luego estaba Biff Brannon, del café Nueva York. Brannon, con su férrea, oscura mandíbula y sus ojos vigilantes. Y extraños que le seguían por la calle y le abordaban por razones inexplicables. El turco de la tienda de telas que agitaba las manos ante su rostro y balbuceaba en su lengua para formar unas palabras que Singer jamás había imaginado. Y cierto capataz de la hilandería y una vieja negra. Y un hombre de negocios de la calle principal, y un pilluelo que ofrecía a los soldados una casa de putas cerca del río. Singer movió los hombros intranquilo. El tren se mecía con un movimiento suave, pausado. Singer inclinó la cabeza descansándola en el hombro y durante un ratito se quedó dormido.
Cuando abrió nuevamente los ojos, la ciudad estaba muy atrás. Y la olvidó. Al otro lado de la sucia ventana, desfilaba un brillante paisaje veraniego. El sol caía con intensos rayos coloreados de bronce sobre los verdes campos de algodón nuevo. Había hectáreas de tabaco, sus plantas corpulentas y verdes remedando alguna monstruosa jungla. Huertos de melocotones con los lujuriantes frutos colgando pesadamente de los árboles enanos. Kilómetros de pastos y decenas de kilómetros de tierras abandonadas, desteñidas, invadidas por toda clase de plantas herbáceas. El tren se abría camino a través de oscuros pinares donde el terreno aparecía cubierto de las resbaladizas agujas color castaño y las copas de los árboles enfilaban, altas y vírgenes, hacia el cielo. Y más allá, muy lejos de la ciudad en dirección al Sur, los pantanos de cipreses…, con las retorcidas raíces de los árboles hundiéndose en las salobres aguas donde el musgo gris, en forma de jirones, trepaba por las ramas, donde las flores acuáticas tropicales florecían entre la humedad y la falta de luz. Y luego nuevamente en el espacio abierto, bajo el sol y el cielo mezcla de azul e índigo.
Singer se sentaba solemne y tímido, su cara totalmente vuelta hacia la ventanilla. Las grandes extensiones de espacio y el duro, elemental colorido, casi le cegaban. Aquella caleidoscópica variedad de escenario, aquella abundancia de vegetación y color, parecían en cierto modo relacionados con su amigo. Sus pensamientos fueron a parar a Antonapoulos. La dicha de su próxima reunión le dejaba casi sofocado. Se pellizcó la nariz y respiró con rápidos y breves jadeos a través de la boca ligeramente abierta.
Antonapoulos estaría contento de verle. Disfrutaría con las frutas frescas y los regalos. A estas alturas estaría ya fuera de la enfermería y podrían salir al cine, y luego al hotel en que habían comido en su primera visita. Singer le había escrito muchas cartas a Antonapoulos, pero no las había echado al correo Se dedicó completamente a pensar en su amigo.
El medio año transcurrido desde la última vez que estuviera con él no le parecía un lapso de tiempo ni largo ni corto. Detrás de cada despertar había estado siempre su amigo. Y esta inconsciente comunión con Antonapoulos había crecido y cambiado como si estuvieran juntos en carne y hueso. A veces pensaba en Antonapoulos con temor y autodegradación, a veces con orgullo, pero siempre con un amor no obstaculizado por la crítica, libre. Cuando soñaba por la noche, la cara de su amigo siempre aparecía ante él inmensa, inteligente, amable. Y en sus pensamientos diurnos estaban eternamente unidos.
El veraniego atardecer llegó lentamente. El sol se hundió tras una recortada línea de árboles en la lejanía y el cielo se tornó pálido. Él crepúsculo era lánguido y suave. Había una luna llena, muy blanca, y sobre el horizonte se cernían nubes bajas púrpura. La tierra, los árboles, las casas rurales de paredes sin pintar se iban oscureciendo lentamente a intervalos, unos suaves relámpagos veraniegos estremecían el aire. Singer lo observaba todo atentamente hasta que la noche hubo caído, y su propia cara se reflejó en el cristal ante él.
Los niños andaban vacilantes por el pasillo del vagón con goteantes vasos de papel llenos de agua. El viejo vestido con un mono que viajaba en el asiento de delante de Singer bebía de vez en cuando whisky de una botella de coca-cola. Entre trago y trago tapaba cuidadosamente la botella con un tapón de papel. A la derecha, una niñita se pasaba por el cabello un pegajoso pirulí rojo. Cajas de zapatos con comida fueron abiertas y del coche comedor trajeron bandejas con la cena. Singer no comió. Se recostó en el asiento y se dedicó a observar indiferentemente lo que ocurría a su alrededor. Al fin el coche recuperó su compostura. Los niños se echaron en los anchos y afelpados asientos, en tanto que hombres y mujeres compartieron sus almohadones y descansaron lo mejor que pudieron.
Singer no durmió. Apretó la cara contra el cristal y se esforzó por ver en la noche. La oscuridad era intensa y aterciopelada. A veces se divisaba un pedazo de luz de luna o el parpadeo de una lámpara en una ventana de alguna casa. Gracias a la luz de la luna vio que el tren se había desviado de su curso hacia el Sur y se dirigía ahora al Este. La ansiedad que sentía era tan intensa que le costaba respirar a través de su nariz pellizcada, y tenía las mejillas escarlata. Permaneció sentado allí, con la cara pegada al frío cristal sucio de hollín, durante el largo viaje nocturno.
El tren llegó con más de una hora de retraso, y la fresca y brillante mañana estival estaba bastante avanzada cuando entraron en la estación. Singer se dirigió inmediatamente al hotel, un hotel muy bueno donde había hecho reserva anticipadamente. Desempaquetó sus cosas y colocó los regalos que había traído para Antonapoulos sobre la cama. Del menú que le trajo el botones seleccionó un lujoso desayuno: pescado asado, maíz molido, torrijas y café solo. Después del desayuno descansó ante el ventilador eléctrico en ropa interior. A mediodía empezó a vestirse. Se bañó y se afeitó, se cambió la ropa interior y vistió su mejor traje de algodón. A las tres se abría el hospital a las visitas. Era martes, dieciocho de julio.
Ya en el asilo, fue primero a la enfermería en donde Antonapoulos había estado internado. Pero en la puerta vio en seguida que su amigo no estaba allí. Se dirigió por los corredores a la oficina donde le habían atendido la vez anterior. Llevaba la pregunta escrita ya en una de las tarjetas que siempre portaba consigo. La persona que había detrás de la mesa no era la misma que la otra vez. Era un joven, casi un muchacho, con una cara a medio formar, inmadura, y una lacia pelambrera. Singer le tendió la tarjeta y aguardó tranquilamente, los brazos cargados de paquetes, descansando el peso del cuerpo sobre sus talones.
El jovencito meneó la cabeza negativamente. Se inclinó sobre la mesa y garabateó con mano poco firme en un pedazo de papel. Singer leyó lo que había escrito, y las manchitas de color de sus mejillas desaparecieron instantáneamente. Se quedó mirando la nota largo rato, los ojos enfocados oblicuamente y la cabeza inclinada. Porque allí había escrito que Antonapoulos estaba muerto.
En su camino de vuelta al hotel tuvo cuidado de no aplastar la fruta que había comprado. Llevó los paquetes a su habitación y luego bajó a pasear por el vestíbulo. Detrás de una palmera plantada en un tiesto había una máquina tragaperras. Metió una moneda de cinco centavos pero cuando trató de tirar de la palanca descubrió que la máquina estaba atascada. Armó un gran jaleo por este incidente. Acorraló al empleado y furiosamente demostró lo que había sucedido. Estaba mortalmente pálido y tan fuera de sí que gruesas lágrimas le corrían por los bordes de su nariz. Agitaba las manos e incluso en una ocasión golpeó con su largo, estrecho y elegantemente calzado pie contra la afelpada alfombra. Tampoco quedó satisfecho cuando le devolvieron su moneda, sino que insistió en pagar la cuenta y marcharse inmediatamente. Empaquetó sus cosas y tuvo que esforzarse mucho por cerrar la maleta, porque, además de los artículos que había traído consigo se llevaba tres toallas, dos pastillas de jabón, una pluma y tintero, un rollo de papel higiénico y una Sagrada Biblia. Pagó la cuenta y se dirigió caminando a la estación a dejar sus cosas en la consigna. El tren no salía hasta las nueve de la noche, y le quedaba mucho tiempo por llenar.
La ciudad era más pequeña que aquella en la que él vivía. Las calles comerciales se cruzaban. Las tiendas tenían aspecto campestre; había arneses y sacos de forraje en la mitad de los escaparates. Singer anduvo indiferentemente por las aceras. Tenía la garganta hinchada y aunque quería tragar saliva era incapaz de hacerlo. Para aliviar aquella extraña sensación tomó una bebida en uno de los drugstores. Gastó algo de tiempo en la barbería y compró chucherías en una tienda de todo a diez centavos. No miraba a nadie directamente a la cara y la cabeza le caía hacia un costado, como la de un animal enfermo.
La tarde casi había concluido cuando a Singer le ocurrió algo extraño. Había estado caminando lentamente sin rumbo fijo por el bordillo de la calle. El cielo estaba encapotado y el aire era húmedo. Singer no levantó la cabeza, pero al pasar frente a la sala de billar de la ciudad vio por el rabillo del ojo algo que le llamó la atención. Siguió adelante y luego se paró en medio de la calle. Con aire indiferente volvió sobre sus pasos y se detuvo ante la puerta del local. En su interior había tres mudos hablando entre sí con las manos. Los tres iban sin chaqueta y usaban sombrero de hongo y brillantes corbatas. Cada uno de ellos sostenía un vaso de cerveza en la mano izquierda. Había cierta fraternal semejanza entre ellos.
Singer entró. Por un momento tuvo dificultad en sacarse la mano del bolsillo. Luego, torpemente, formó una palabra de saludo. Le dieron una palmada en la espalda. Se pidió una bebida fría. Le rodearon, y los dedos de sus manos se dispararon como pistones haciéndole preguntas.
Les dijo su nombre y el de la ciudad de donde venia. Después, no se le ocurrió nada más que decir de sí mismo. Preguntó si conocían a Spiros Antonapoulos. No le conocían. Singer se quedó con las manos colgando. Tenía la cabeza aún inclinada hacia un lado y la mirada oblicua. Aparecía tan indiferente y frío que los tres mudos de los sombreros hongos le miraron con extrañeza. Al cabo de un rato le marginaron de su conversación. Y cuando hubieron pagado las rondas de cerveza y se prepararon para marcharse, no le sugirieron que se uniera a ellos.
Aunque Singer había estado perdiendo el tiempo por las calles durante medio día, estuvo a punto de perder el tren. No recordaba con claridad cómo había sucedido esto o cómo había pasado las horas anteriores. Llegó a la estación dos minutos antes de la salida del tren, y apenas tuvo tiempo de acarrear su equipaje abordo y encontrar un asiento. El coche que había elegido estaba casi vacío. Cuando estuvo instalado abrió la caja de fresas y las fue eligiendo con afectado cuidado. Las fresas eran de tamaño gigante, grandes como nueces y perfectamente maduras. Las verdes hojillas de la parte superior del ricamente coloreado fruto eran como diminutos ramilletes. Singer se metió una fresa en la boca, y aunque el jugo era muy dulce y suculento, podía percibirse en el fruto un sutil aroma de descomposición. Comió hasta saciarse y luego envolvió otra vez la caja y la colocó en la red encima de su cabeza. A medianoche bajó la cortinilla de la ventana y se echó completamente en el asiento. Estaba enrollado como una bola, la chaqueta cubriéndole la cara y la cabeza. En esta posición yació en una especie de soñoliento sopor durante doce horas. El revisor tuvo que sacudirlo a la llegada.
Singer dejó su equipaje en medio del suelo de la estación. Luego se fue andando a la tienda. Saludó al joyero que le empleaba con un indiferente gesto de la mano. Cuando volvió a salir llevaba algo pesado en el bolsillo. Durante un rato, vagó con la cabeza inclinada por las calles. Pero el brillo del sol, el calor húmedo, le oprimían. Regresó a su habitación con los ojos hinchados y dolor de cabeza. Después de descasar, se tomó un vaso de café helado y se fumó un cigarrillo. Luego, cuando hubo lavado el cenicero y el vaso, sacó una pistola del bolsillo y se disparó una bala en el pecho.