14

Ahora ya no podía quedarse en su cuarto interior. Tenía que estar siempre con alguien. Haciendo algo en todo momento. Y si estaba sola, contaba o hacía operaciones mentales con los números. Contaba, por ejemplo, todas las rosas de papel de la pared de la sala de estar. Calculaba el volumen de la casa entera. Contaba cada brizna de hierba del patio trasero y cada hoja de un determinado arbusto. Porque, de no tener la mente ocupada con los números, le invadía aquel terrible temor. Volvía caminando a casa de la escuela en una tarde de mayo cualquiera, y de repente se veía obligada a pensar en algo con rapidez. En algo bueno…, muy bueno. Pensaba quizá en una frase musical de jazz. O en que habría un tazón de gelatina en el frigorífico cuando llegar a casa. O planeaba fumarse un cigarrillo detrás de la carbonera. Quizá intentaba imaginarse un lejano futuro en que marcharía al Norte y vería la nieve, o viajaría incluso a un país extranjero. Pero estos pensamientos sobre cosas buenas no duraban mucho. La gelatina desaparecía en cuestión de minutos y el cigarrillo era fumado. ¿Qué quedaba después? Y los números se entremezclaban en su cerebro. Y la nieve y el país extranjero quedaba muy, muy lejanos. ¿Qué quedaba después?

Sólo Mister Singer. Mick quería seguirle a todas partes. Por la mañana le observaba mientras el mudo bajaba por las escaleras de la casa y se iba a trabajar, y luego le seguía durante media manzana. Todas las tardes, en cuanto la escuela había terminado, iba a rondar por la esquina cerca de la tienda en que Singer trabajaba. A las cuatro en punto, el hombre salía a tomar una coca-cola. Ella le veía cruzar la calle, entrar en el drugstore y finalmente volver a salir. Le seguía a casa desde el trabajo y a veces incluso cuando salía a dar paseos.

Siempre le seguía durante largo trecho. Y él no se daba cuenta.

Y subía a verle a su habitación. Primero se fregaba la cara y las manos y se ponía un poco de vainilla en la pechera del vestido. Ahora le visitaba sólo un par de veces por semana, porque no quería que él se cansara de ella. Casi siempre le encontraba sentado ante aquel extraño, bonito tablero de ajedrez, cuando abría la puerta. Y entonces se sentaba con él.

—Mister Singer, ¿ha vivida usted alguna vez en un lugar en que nieve en invierno?

Él recostó la silla hacia atrás contra la pared y asintió.

—¿En algún país diferente a éste…, en un país extranjero?

Singer volvió a asentir y escribió en su bloc con el lápiz de plata. En una ocasión había viajado a Ontario, Canadá, frente a Detroit al otro lado del río. Canadá se encontraba tan al Norte que la blanca nieve se amontonaba en los tejados de las casas. Allí era donde vivían las quintillizas Dionea y donde estaba el río San Lorenzo. La gente corría arriba y abajo de las calles hablando francés entre sí. Y mucho más al Norte había profundos bosques y blancos iglús. La región ártica con sus hermosas luces septentrionales.

—¿Y cuando estuvo usted en Canadá, salía a recoger un poco de nieve fresca y se la comía con nata y azúcar? Una vez leí que era cosa muy buena comer de esta manera.

Él giró la cabeza hacia un lado porque no comprendía. Y Mick no pudo repetir la pregunta porque de pronto le pareció estúpida. Se limitó a mirarle y esperar. En la pared, detrás de él, se dibujaba la enorme y negra sombra de su cabeza. El ventilador enfriaba la pesada y calurosa atmósfera. Todo estaba tranquilo. Era como si quisieran decirse cosas que jamás hubieran dicho anteriormente. Lo que ella tenía que decir era terrible y le daba miedo. Pero lo que él le diría a ella era tan cierto que lo enderezaría todo. Quizá se trataba de algo que no podía decirse con palabras ni escribirse. Tal vez él tendría que dejar que ella lo entendiera de una manera diferente. Ésa era la impresión que Mick tenía de él.

—Sólo le estaba haciendo una pregunta sobre Canadá… pero no tenía ninguna importancia, Mister Singer.

Abajo, en la planta, había muchos problemas. Etta seguía tan enferma que no podían continuar durmiendo las tres en la misma cama. Las persianas se mantenían bajadas y en la oscura habitación flotaba un olor a enfermo. Etta había perdido su empleo, y eso significaba ocho dólares menos por semana, factura del médico aparte. Además, un día en que Ralph andaba trasteando por la cocina, solo, se quemó con el horno. Los vendajes le producían picor y alguien tenía que vigilarle continuamente para que no se reventara las ampollas. A George, por su cumpleaños, le habían comprado una pequeña bicicleta roja con timbre y una cesta junto al manillar. Todo el mundo había cooperado para comprársela. Pero cuando Etta perdió el empelo no pudieron seguir pagando los plazos, y al cabo de dos semanas, de la tienda enviaron a un hombre a retirarla. George contempló cómo el hombre sacaba la bicicleta por el porche, y al pasar por delante de él le dio un puntapié al guardabarros y luego se metió en la carbonera y cerró la puerta.

Dinero, dinero, dinero, siempre dinero. Debían a la tienda de comestibles y debían el último plazo de algunos muebles. Y, después de perder la propiedad de la casa, debían también dinero del alquiler. Las seis habitaciones de la casa estaban siempre ocupadas, pero nadie pagaba la pensión a su debido tiempo.

Durante un tiempo, su padre salió cada día a buscar otro empleo. Ya no podía hacer de carpintero porque subir a una altura superior a los tres metros le daba miedo. Solicitó muchos empleos, pero nadie le contrataba. Finalmente, llegó a esta conclusión:

—Es la publicidad, Mick —dijo—. Estoy convencido de que eso es todo lo que le pasa a mi negocio de reparación de relojes en estos momentos. Tengo que venderme a mí mismo. Tengo que salir y hacer que la gente sepa que puedo arreglar relojes, y arreglarlos bien y barato. Toma nota de mis palabras. Voy a levantar este negocio para poder dar a mi familia todo lo que necesita el resto de mi vida. Sólo mediante la publicidad.

Compró media docena de placas de hojalata y un poco de pintura roja. Durante toda la semana siguiente estuvo muy ocupado. Le parecía que había tenido una idea extraordinariamente buena. Los rótulos estaban esparcidos por el suelo de la habitación delantera. Se ponía de rodillas y emprendía con sumo cuidado el trazado de cada letra. Mientras trabajaba, silbaba y meneaba la cabeza. Hacía meses que no se le veía tan animado y contento. De vez en cuando tenía que vestirse con su mejor traje e irse a la esquina a tomar una cerveza que lo calmase un poco. Al comienzo, en los carteles había puesto:

WILBUR KELLY

Reparación de Relojes

Experiencia y Bajo Precio

—Mick, quiero que salten a la vista. Que sobresalgan dondequiera que se les vea.

Mick le ayudó, y él le dio tres monedas de cinco centavos. Los rótulos estaban bien al principio. Luego empezó a adornarlos tanto que los echó a perder. Quería añadir más y más cosas… en las esquinas, arriba y abajo. Antes de terminar, los letreros estaban cubiertos de inscripciones como “Muy Barato” y “Decídase” y “Déme Cualquier Reloj y Lo Haré Marchar”.

—Has tratado de poner tantas cosas en los letreros que nadie podrá leer nada —declaró Mick.

Su padre compró un poco más de hojalata y le cedió a la muchacha la tarea de confeccionar las letras. Ella los pintó con sencillez, con grandes letras de molde y la imagen de un reloj. Pronto tuvo preparado un buen montón de ellos. Un tipo a quien conocía le llevó en coche al campo donde pudo clavarlos en los árboles y estacas de las vallas. En ambos extremos de la manzana colocó un rótulo con una mano negra que señalaba hacia la casa. Y en la puerta puso otro letrero.

Al día siguiente de terminar con esta campaña publicitaria, aguardó en la habitación delantera vestido con una camisa limpia y corbata. Pero no sucedió nada. El joyero que le daba su trabajo sobrante a la mitad de precio le envió un par de relojes. Eso fue todo. Se apenó mucho. Ya no volvió a salir a buscar trabajo, pero tenía que estar ocupado continuamente en la casa. Sacaba las puertas y lubricaba los goznes… hiciera falta o no. Mezclaba la margarina para Portia y fregaba el suelo del primer piso. Ideó un artilugio para que el agua de la nevera pudiera ser vaciada por la ventana de la cocina. Talló unos hermosos cubos con las letras del alfabeto para Ralph e inventó un enhebrador de agujas. Y se esmeró muchísimo con los pocos relojes que le traían para reparar.

Mick continuaba siguiendo a Mister Singer. Pero no sin cierta resistencia. Era como si hubiera algo feo en seguirle sin que él se enterara. Dos o tres días hizo novillos. Andaba tras él cuando el mudo se dirigía a su trabajo, y se quedaba merodeando por la esquina cerca de la tienda durante todo el día. Cuando el hombre iba a tomar su comida al local de Mister Brannon, ella entraba también el café y se gastaba cinco centavos en comprar una bolsa de cacahuetes. Luego, por la noche, le seguía también en aquellos largos, oscuros paseos. Se quedaba en la acera contraria y como a una manzana de distancia. Cuando él se detenía, también lo hacía Mick… y cuando él aceleraba el paso, ella se ponía a correr para mantener la distancia. Mientras pudiera verle y estar cerca de él, se sentía feliz. Aunque a veces le asaltaba una extraña sensación y sabía que estaba haciendo algo incorrecto. De manera que se esforzaba mucho por estar ocupada cuando se encontraba en casa.

Ella y su padre se parecían en el sentido de que ahora los dos siempre estaban ocupados en algo. La muchacha se mantenía al tanto de todo lo que sucedía en la casa y la vecindad. La hermana mayor de Spareribs ganó cincuenta dólares en un concurso cinematográfico. A Baby Wilson le habían quitado el vendaje de la cabeza, pero su cabello era corto como el de un muchacho. No pudo bailar en la velada de este año, y cuando su madre la llevó a verla, Baby se echó a gritar e interrumpió una de las danzas. Tuvieron que sacarla a rastras del Teatro de la Ópera. Y ya en la acera, la señora Wilson tuvo que azotarla para hacerle recuperar la compostura. Y la señora Wilson lloró, también. George odiaba a Baby. Se tapaba la nariz y las orejas cada vez que pasaba por delante de la casa. Pete Wells se escapó de casa y estuvo fuera durante tres semanas. Volvió descalzo y muy hambriento. Se jactaba de que había ido caminando hasta Nueva Orleáns.

A causa de Etta. Mick seguía durmiendo en la sala de estar. Aquel corto sofá le producía tantos calambres que ella no podía dormir, y tenía que recuperar el sueño perdido en la sala de estudio en la escuela. Una noche sí y otra no, Bill se cambiaba con ella, y entonces Mick se iba a dormir con George. Entonces se produjo un golpe de suerte para ambos. Una de las personas que dormía arriba se mudó, y como transcurrió una semana sin que nadie respondiera al anuncio del periódico, su madre le dijo a Bill que se trasladara a la habitación vacía. Bill estaba encantado de tener un lugar enteramente para sí mismo, apartado de la familia. Mick se fue a dormir con George. El pequeño dormía como un gatito, y su cálido cuerpecillo respiraba calmosamente.

Mick volvió a saber de las noches libres. Pero no era igual que el verano anterior cuando paseaba en la oscuridad sola y escuchaba la música y hacía planes. Tenía de la noche un conocimiento diferente ahora. Yacía en la cama despierta. Un extraño miedo se apoderaba de ella. Era como si el techo fuera descendiendo lentamente hasta presionarle el rostro. ¿Qué pasaría si la casa se derrumbaba? Una vez su padre había dicho que aquella casa debía ser declarada en ruina. ¿Significaba eso que quizá alguna noche cuando todos estuvieran dormidos las paredes cederían y la casa se vendría abajo? ¿Todos enterrados bajo el yeso y los cristales rotos y los destrozados muebles? ¿De tal modo que no podrían moverse ni respirar? Por la noche se oía de vez en cuando un crujido. ¿Era que alguien estaba paseando…, alguien además de ella? ¿Mister Singer, quizá?

Nunca pensaba en Harry. Se había propuesto olvidarlo, y lo había olvidado. Él le escribió una vez diciéndole que tenía un empleo en un garaje de Birmingham. Ella le respondió con una postal en la que sólo le decía “Conforme”, tal como habían convenido. Harry le enviaba a su madre tres dólares cada semana. Parecía como si hubiera pasado mucho tiempo desde que fueran a los bosques juntos.

Durante el día, Mick andaba ocupada en el cuarto exterior. Pero por la noche estaba sola en la oscuridad, y el hacer números mentalmente no le bastaba. Quería la presencia de alguien. Y trataba de mantener despierto a George.

—Es muy divertido quedarse despierto y charlar en la oscuridad. Hablemos un ato.

La respuesta de George fue una especie de soñoliento gruñido.

—Mira las estrellas por la ventana. Cuesta entender que cada una de estas pequeñas estrellas sea un planeta tan grande como la Tierra.

—¿Y cómo lo saben?

—Bueno, lo saben. Tienen maneras de medirlos. Eso es ciencia.

—No me lo creo.

Ella trató de atraerlo a una discusión, para hacerlo enfadar y que se mantuviera despierto. Pero George se limitó a dejarle hablar y parecía prestar mucha atención. Al cabo de un rato, dijo:

—¡Mira, Mick! ¿Ves aquella rama del árbol? ¿No parece uno de los antepasados peregrinos echado, con un revólver en la mano?

—Desde luego. Eso es exactamente lo que parece. Y mira allí encima de la mesa. ¿No parece esa botella un hombre extraño con sombrero?

—Nooo —dijo George—. A mí no me lo parece.

Ella tomó un sorbo del vaso de agua que tenía en el suelo.

—Juguemos a un juego…, el de los nombres. Puedes serlo si quieres. Cualquier cosa. Puedes elegir.

Él se llevó sus puñitos a la cara y soltó un tranquilo suspiro, porque se estaba quedando dormido.

—¡Espera, George! —exclamó ella—. Esto será divertido. Yo soy alguien que empieza por M. A ver si lo descubres.

George volvió a suspirar, y dijo con voz cansada:

—¿Eres Harpo Marx?

—No. Ni siquiera tengo nada que ver con el cine.

—No lo sé.

—Claro que sí. Mi nombre empieza con la letra M y vivo en Italia. Deberías adivinarlo.

George se dio la vuelta y se envolvió como una bolita. Y no respondió.

—Mi nombre empieza con una M, pero a veces me llaman un nombre que empieza con una D. Como es en Italia, lo podrás descubrir.

La habitación estaba silenciosa y oscura, y George se había dormido. Mick le pellizcó y le retorció la oreja. El pequeño lanzó un gemido pero no se despertó. Ella se inclinó y apretó su cara contra el pequeño hombro tibio y desnudo. El pequeñín dormiría toda la noche mientras ella hacia cuentas con decimales.

¿Estaría despierto Mister Singer en su habitación de arriba? ¿Crujía el techo porque él andaba silenciosamente arriba y abajo de su cuarto, bebiendo naranjada fría y estudiando la posición de las piezas en el tablero de ajedrez que había sobre la mesa? ¿No había sentido nunca un miedo terrible como éste? No. Él nunca había hecho nada malo. Nunca había hecho nada malo, y su corazón estaba tranquilo por la noche Pero, al mismo tiempo, él comprendería.

Si pudiera contárselo todo, se sentiría mejor. Se imaginó la forma como empezaría a hablar. Mister Singer…, sé que esta muchacha no es mayor que yo. Mister Singer, no sé si comprenderá usted una cosa como ésta, o no. Mister Singer, Mister Singer. Repetía el nombre una y otra vez. Ella le quería más que a nadie de la familia, más aún que a George o a su padre. Era un amor diferente. No se parecía a nada que hubiera sentido en toda su vida.

Por las mañanas, ella y George se vestían juntos y charlaban. A veces sentía grandes deseos de estar cerca de George. El pequeño había crecido mucho y estaba más pálido y delgado. Llevaba su suave y rojizo cabello despeinado por encima de las orejas. Sus agudos ojos estaban siempre entrecerrados dándole a su cara aquella expresión de tensión. Le estaban saliendo ya los dientes definitivos, pero tenían una tonalidad azul y estaban muy separados como lo habían estado los de leche. A menudo torcía la mandíbula porque había cogido el hábito de tocarse los doloridos dientes nuevos con la lengua.

—Escucha, George. ¿Me quieres? —le preguntó ella.

—Claro. Te quiero mucho.

Era una calurosa, soleada mañana durante la última semana de la escuela. George estaba vestido y se encontraba en el suelo haciendo sus deberes de aritmética. Sus sucios deditos apretaban con fuerza el lápiz con lo que rompía continuamente la punta. Cuando hubo terminado, ella lo sujetó por los hombros y lo miró severamente a la cara.

—Quiero decir mucho, muchísimo.

—Déjame. Claro que te quiero. ¿No eres mi hermana?

—Lo sé. Pero supón que no fuera tu hermana. ¿Me querrías entonces?

George retrocedió. Se había quedado sin camisas y llevaba un sucio jersey. Sus muñecas eran delgadas y surcadas por venitas azules. Las mangas del jersey se habían alargado tanto que le venían holgadas, haciendo parecer sus manos muy pequeñas.

—Si no fueras mi hermana, entonces quizá no te conocería. Así que no podría quererte.

—Pero, ¿y si me conocieras y no fuera tu hermana?

—¿Pero cómo sabes que te conocería? No lo puedes demostrar.

—Bueno, hazte la cuenta de que es así.

—Supongo que sí te querría. Pero sigo diciendo que no puedes demostrarlo…

¡Demostrar! Tienes metida esa palabra en la cabeza. Demostrar y engañar. Una cosa es un engaño, o tiene que demostrarse. No te soporto, George Kelly. Te odio.

—Muy bien. Entonces, yo tampoco te quiero.

El pequeño se escurrió debajo de la cama en busca de algo.

—¿Qué quieres de ahí abajo? Mejor será que dejes mis cosas tranquilas. Si alguna vez te pillo toqueteando mi caja privada te aplastaré la cabeza contra la pared. Lo haré. Te pisotearé los sesos.

George salió de debajo de la cama con su abecedario. Metió su sucia manita en un agujero del colchón, donde escondía las canicas. Nada desconcertaba a aquel niño. Se tomó su tiempo para elegir tres canicas marrones que llevar consigo. “Ah, vamos, Mick”, le respondió a la muchacha. George era demasiado pequeño y demasiado duro. No tenía el menor sentido quererlo. Sabía incluso menos de la vida que ella.

La escuela había terminado, y Mick había aprobado todas las materias… algunas con sobresaliente, y algunas por los pelos. Los días eran largos y calurosos. Finalmente podía trabajar otra vez intensamente con la música. Empezó a escribir piezas para violín y piano. Escribió canciones. Siempre tenía música en la cabeza. Escuchaba la radio de Mister Singer y vagaba luego por la casa pensando en los programas que había oído.

—¿Qué le pasa a Mick? —preguntó Portia—. ¿Qué clase de gato le habrá comido la lengua? Va por ahí sin decir una palabra. Ni siquiera es tan glotona como antes. Estos días se está portando como una verdadera dama.

Era como si en cierto modo estuviera esperando algo…, aunque no sabía qué esperaba. El sol quemaba las calles con blanca y resplandeciente luz. Durante el día, Mick o bien trabajaba intensamente en la música o andaba correteando con los pequeños. Y esperaba. A veces miraba a su alrededor con presteza, mientras se apoderaba nuevamente el pánico de ella. Luego, a finales de junio, ocurrió un suceso tan importante que lo cambió todo.

Aquella noche estaban todos reunidos en el porche. El crepúsculo confundía y suavizaba todos los perfiles. La cena estaba casi lista, y el olor de la col les llegaba por la abierta puerta del vestíbulo. Estaban todos presentes menos Hazel, que aún no había vuelto del trabajo, y Etta, que seguía enferma en cama. Su padre se recostaba en una silla con los pies, sólo cubiertos por los calcetines, apoyados en la barandilla. Bill se encontraba en la escalera con los niños. Su mamá estaba sentada en la mecedora abanicándose con el periódico. Al otro lado de la calle una niña nueva en la vecindad patinaba arriba y abajo de la acera en un solo patín. Estaban empezando a encenderse las luces de la manzana, y a lo lejos se oía a un hombre llamar a alguien.

Entonces llegó Hazel. Sus altos tacones repiquetearon en la escalera, y al llegar arriba se apoyó perezosamente en la baranda. En la semioscuridad, sus gordezuelas y suaves manos parecían muy blancas mientras se tocaba las trenzas recogidas.

—Me gustaría que Etta pudiera trabajar —dijo—. Le hubiera encontrado un empleo hoy.

—¿Qué clase de empleo? —preguntó su papá—. ¿Algo que pueda hacer yo, o es sólo para chicas?

—Sólo para una chica. Una empleada de Woolworth’s se va a casar la semana que viene.

—La tienda de todo a diez centavos… —dijo Mick.

—¿Estás interesada?

La pregunta la pilló por sorpresa. Estaba simplemente pensando en una bolsita de caramelos verdes que había comprado allí el día anterior. Se puso tensa, al tiempo que sentía calor en las mejillas. Se apartó los bucles de la frente, y empezó a contar las primeras estrellas.

Su papá tiró el cigarrillo a la acera.

—No —dijo—. No quiero que Mick asuma demasiada responsabilidad a su edad. Dejémosla que crezca, y se desarrolle.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo Hazel—. Realmente pienso que sería un error que Mick tomara un empleo permanente. No me parece acertado.

Bill se sacó a Ralph de su regazo y anduvo arrastrando los pies por el suelo.

—Nadie debería trabajar antes de los dieciséis años. Mick debería esperar dos años más y terminar en la Profesional…, si podemos permitírnoslo.

—Aunque tengamos que abandonar la casa y mudarnos al barrio de las hilanderías —dijo su mamá—, me gustaría tener a Mick en casa algún tiempo.

Durante un momento, Mick había tenido miedo de que trataran de obligarla a trabajar. De ser así, hubiera anunciado su intención de escapar de casa. Pero la actitud que todos tomaban con ella la conmovía. Se sintió excitada. Todos hablaban de ella…, y con amabilidad. Se avergonzó de sus primeros temores. De repente, sintió un amor intenso por toda la familia y se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Cuánto dinero pagan? —preguntó.

—Diez dólares.

—¿Diez dólares por semana?

—Claro —dijo Hazel—. ¿Crees que serían sólo diez al mes?

—Portia no gana ni eso.

—Oh, la gente de color; bueno —dijo Hazel.

Mick se frotó la coronilla con el puño.

—Es un buen montón de dinero. Un buen trato.

—No es para tanto —dijo Bill—. Es lo que gano yo.

Mick tenía la lengua seca. La movía dentro de su boca para juntar la saliva necesaria para hablar.

—Con diez dólares por semana compraría quince pollos fritos. O cinco pares de zapatos, o cinco vestidos. O los plazos de una radio.

La verdad es que ella había pensado en un piano, pero no se atrevió a decirlo en voz alta.

—Nos sacaría de apuros —dijo su mamá—. Pero prefiero conservar a Mick en casa por algún tiempo. Ahora bien, cuando Etta…

—¡Esperar! —se sentía acalorada y temeraria—. Quiero coger el empleo. Puedo cumplir con él. Sé que puedo.

—Escuchen a la pequeña Mick —dijo Bill.

Su papá se hurgó los dientes con una cerilla usada y quitó los pies de la barandilla.

—Bueno, no nos precipitemos. También a mí me gustaría que Mick se quedara en casa por algún tiempo, y pensar en esto. Podemos defendernos bastante bien sin su trabajo Yo tengo la intención de incrementar mi trabajo con los relojes un sesenta por ciento cuando…

—Lo olvidaba —dijo Hazel—. Creo que cada año dan una gratificación por Navidad.

Mick frunció el ceño.

—Pero yo no voy a estar trabajando por entonces. Estaría en la escuela. Sólo quiero trabajar durante las vacaciones y luego volver a la escuela.

—Claro —dijo Hazel rápidamente.

—Pero mañana iré contigo y tomaré el empleo si puedo conseguirlo.

Fue como si de pronto se disipara una gran preocupación y tensión que embargaba a la familia. En la oscuridad empezaron a reír y a hablar. Su papá le hizo un truco a George con una cerilla y un pañuelo. Luego le dio al pequeño cincuenta centavos para que fuera a la esquina a comprar unas coca-colas para después de la cena. El olor de col era cada vez más fuerte en el vestíbulo, y se estaban friendo las chuletas de cerdo. Portia los llamó. Los huéspedes estaban ya esperando a la mesa. Mick tenía su cena servida en el comedor. Las hojas de col tenían un aspecto fláccido y amarillento en su plato, y la muchacha no pudo comer. Al alargar el brazo para coger el pan, hizo caer una jarra de té helado que había encima de la mesa.

Más tarde, estuvo aguardando, sola, en el porche a que regresara Mister Singer. Tenía una desesperada necesidad de verle. La excitación anterior se había disipado, y se sentía enferma del estómago. Iba a trabajar en una tienda de todo a diez centavos, y no deseaba hacerlo. Era como si la hubieran pillado en una trampa. El trabajo no sería sólo para el tiempo de verano…, sino para mucho tiempo, tanto tiempo como ella era capaz de prever. En cuanto se hubieran acostumbrado a la entrada de dinero, sería imposible pasar sin él. Así eran las cosas. Permaneció inmóvil en la oscuridad agarrándose con fuerza a la barandilla. Había pasado mucho rato y Mister Singer no venía. A las once salió a ver si podía encontrarle. Pero de pronto sintió miedo en la oscuridad y volvió corriendo a casa.

Por la mañana, se bañó y vistió muy cuidadosamente. Hazel y Etta le prestaron sus ropas y la arreglaron para que tuviera un aspecto bonito. Llevaba el vestido de seda verde de Hazel y un sombrerito verde, zapatos de tacones altos y medias de seda. Le pintaron las mejillas y labios y le depilaron las cejas. Cuando hubieron terminado, parecía tener al menos dieciséis años.

Era demasiado tarde para retroceder. Había crecido y estaba preparada para ganarse la vida. Sin embargo, si iba a ver a su papá y le explicaba cómo se sentía, él le diría que aguardara un año. Y Hazel y Etta y su mamá, todos, aun ahora, le dirían que no tenía por qué hacerlo. Pero no podía echarse atrás. No podía quedar mal. Subió a ver a Mister Singer. Las palabras le salían atropelladamente.

—Escuche…, creo que voy a conseguir un empleo. ¿Qué piensa usted? ¿Cree que es una buena idea? ¿Le parece que está bien que deje la escuela y me ponga a trabajar ahora? ¿Qué opina?

Al principio, Singer no comprendía. Tenía sus grises ojos medio cerrados y estaba allí de pie con las manos embutidas en los pantalones. Flotaba aquella vieja sensación de que ambos estaban esperando decirse cosas que jamás habían dicho. Las cosas que ella tenía que decir ahora no eran muchas. Pero lo que él le respondería sería lo correcto… y si decía que lo del trabajo le parecía bien, ella se sentiría mucho mejor al respecto. Repitió las palabras lentamente y esperó.

—¿Le parece bien?

Mister Singer consideró la cuestión. Luego asintió con la cabeza.

Mick consiguió el empleo. El gerente la llevó a ella y a Hazel a la pequeña oficina que había detrás y charló con las dos muchachas. Más tarde, Mick no lograba recordar el aspecto del gerente ni nada de lo que el hombre había dicho. Pero fue contratada, y en el camino de vuelta a casa se compró diez centavos de chocolate y un pequeño juego para modelar arcilla para George. El cinco de junio iba a empezar a trabajar. Permaneció durante mucho rato delante del escaparate de la joyería de Mister Singer. Luego, se quedó rondando por la esquina.