Jake y Singer esperaban en el porche delantero. Cuando apretaron el botón del timbre no se oyó ningún sonido en la oscura casa. Jake golpeó la puerta con impaciencia y apretó la nariz contra la rejilla. A su lado Singer permanecía tieso y sonriente, con dos manchitas de color en las mejillas, porque se habían bebido una botella de ginebra juntos. La noche era tranquila y oscura. Jake vio brillar un débil rayo de luz amarillenta en el pasillo. Y Portia les abrió la puerta.
—Confío en que no hayan tenido ustedes que esperar mucho rato. Ha venido tanta gente que nos pareció que sería mejor desconectar el timbre. Permítanme que les tome los sombreros… Mi padre ha estado muy enfermo.
Jake anduvo pesadamente detrás de Singer por el desnudo y estrecho pasillo. En el umbral de la cocina se detuvo bruscamente. La habitación estaba atestada y hacía un calor tremendo. Un fuego ardía en la pequeña estufa de leña y las ventanas estaban cerradas herméticamente. El humo se mezclaba con cierto olor a negro. El resplandor de la estufa era la única luz de la habitación. Las voces vagas que había oído en el pasillo habían enmudecido.
—Estos dos caballeros blancos vienen a preguntar por nuestro padre —anunció Portia—. Pienso que quizá pueda recibirles pero será mejor que vaya yo primero a prepararle.
Jake se tocó el labio inferior. En la punta de su nariz le había quedado la impresión de la puerta de rejilla.
—No es exacto —dijo—. Hemos venido a hablar con su hermano.
Los negros de la habitación se habían puesto de pie. Singer les hizo una señal para que se sentaran de nuevo. Dos viejos de cabello entrecano se sentaron en un banco al lado de la estufa. Un mulato de fláccidos miembros se recostó contra la ventana. En un rincón, sobre un catre de campaña, había un muchacho cuyos pantalones aparecían doblados y prendidos con alfileres bajo sus achaparrados muslos.
—Buenas noches —dijo Jake torpemente—. ¿Se llama usted Copeland?
El muchacho apoyó las manos sobre los muñones de sus piernas y se encogió contra la pared.
—Me llamo Willie.
—Cariño, no te preocupes —dijo Portia—. Este es Mister Singer, del que habrás oído hablar a papá. Y este otro caballero blanco es Mister Blount, y es un amigo íntimo de Mister Singer. Han venido sólo a interesarse amablemente por nosotros en nuestra desgracia. —Se volvió hacia Jake e indicó con la mano a las otras tres personas de la habitación—. Este chico que está apoyado en la ventana es mi hermano, también. Se llama Buddy. Y los que están junto a la estufa son dos buenos amigos de mi padre. Son Mister Marshall Nicolls y Mister John Roberts. Me parece que es una buena idea conocer a todas las personas que hay en la habitación con uno.
—Gracias —dijo Jake. Se volvió otra vez hacia Willie—. Sólo quiero que me cuente lo sucedido, para hacerme una idea clara.
—Todo pasó así —dijo Willie—. Siento como si mis pies me siguieran doliendo. Sufro un terrible dolor en los dedos. Pero ese dolor lo tengo donde debería tener los pies si éstos siguieran con mis p-p-piernas. Y no donde tengo los pies ahora. Es un poco difícil de comprender. Mis pies no dejan de dolerme mucho, y no sé dónde están. Nunca me los devolvieron. Están en a-algún lugar a más de ciento cincuenta k-k-kilómetros de aquí.
—Me refiero a cómo se produjo todo —dijo Jake.
Willie miró intranquilo a su hermana.
—No lo recuerdo muy bien.
—Claro que te acuerdas, cariño. Nos lo has contado muchas veces.
—Bueno… —la voz del muchacho era tímida y hosca—. Todos estábamos en la carretera, y ese Buster le dijo algo al guardián. El hombre b-blanco le dio con un palo. Entonces el otro chico trató de escapar. Y yo le seguí. Todo ocurrió tan de prisa que no me acuerdo bien de cómo fue. Luego nos llevaron otra vez al campo y…
—Conozco el resto —dijo Jake—. Pero dame los nombres y direcciones de los otros chicos. Y los nombres de los guardianes.
—Escuche un momento, hombre blanco. Me parece que me va a meter usted en un lío.
—¡Lío! —exclamó Jake rudamente—. En nombre de Cristo, ¿dónde te crees que estás ahora?
—Tranquilicémonos —intervino Portia nerviosamente—. Verá usted, Mister Blount. Soltaron a Willie del campo antes de haber cumplido la condena. Pero también le dijeron que no…; creo que usted ya entiende lo que quiero decir. Naturalmente, Willie está asustado. Naturalmente, nosotros hemos de tener cuidado…; es lo mejor que podemos hacer. Ya hemos tenido bastantes problemas.
—¿Qué les pasó a los guardianes?
—Los b-blancos fueron despedidos. Eso es lo que me dijeron.
—¿Y dónde están tus amigos ahora?
—¿Qué amigos?
—Bueno, los otros dos chicos.
—N-no son amigos míos —dijo Willie—. Nos hemos enfadado mucho.
—¿Qué quieres decir?
Portia se tiró de los pendientes tanto que los lóbulos de sus orejas se estiraron como si fueran de goma.
—Mire, lo que quiere decir Willie es que, durante los tres días en que resultaron tan mal heridos, comenzaron a discutir. Willie no quiere volver a ver a ninguno de ellos. Mi padre y Willie ya han discutido sobre esto. Ese Buster…
—Buster lleva una pierna de madera —dijo el muchacho de la ventana—. Lo he visto hoy en la calle.
—Ese Buster no tiene parientes, y padre tuvo la idea de que se viniera a vivir con nosotros. Mi padre quiere reunir a todos los chicos. Pero la verdad, no sé cómo se imagina que vamos a darles de comer.
—No es una buena idea. Y además, nunca fuimos muy buenos amigos. —Willie se palpó los muñones de sus piernas con sus fuertes y morenas manos—. Lo único que quisiera saber es dónde están mis p-p-pies. Eso es lo que más me preocupa. El doctor nunca de los devolvió. Quisiera saber dónde están.
Jake miró a su alrededor con ojos aturdidos, embotados por la ginebra. Todo parecía confuso y extraño. El calor de la cocina le aturdía de tal modo que las voces resonaban con extraños ecos en sus oídos. El humo le asfixiaba. La luz que pendía del techo estaba encendida, pero, con la bombilla envuelta en papel de periódico para disminuir la potencia, la mayor parte de la luz procedía de las grietas de la caliente estufa. En todas las caras que le rodeaban brillaba un tenue resplandor rojo. Se sentía incómodo y solo. Singer se había marchado de la habitación para visitar al padre de Portia. Jake deseaba su regreso para poderse marchar. Cruzó torpemente la habitación y se sentó en el banco entre Marshall Nicolls y John Roberts.
—¿Dónde está el padre de Portia? —preguntó.
—El doctor Copeland está en la habitación de delante, señor —respondió Roberts.
—¿Es doctor?
—Sí, señor. Es doctor en medicina.
Oyeron arrastrar unos pies en las escaleras de fuera, y se abrió la puerta trasera. Una fresca y agradable brisa suavizó la pesada atmósfera. Entró primero un muchacho alto con traje de lino y zapatos dorados, llevando una bolsa en sus manos. Detrás de él entró un joven de unos diecisiete años.
—Eh, Highboy. Hola, Lancy —dijo Willie—. ¿Qué me habéis traído?
Highboy se inclinó ceremoniosamente ante Jake y dejó sobre la mesa dos jarras de vino. Lancy dejó a su lado una fuente cubierta con una servilleta blanca.
—Este vino es un regalo de la Sociedad —anunció Highboy—. Y la madre de Lancy envía unos buñuelos de melocotón.
—¿Cómo está el doctor, Miss Portia? —preguntó Lancy.
—Cariño, ha estado muy enfermo estos días —respondió Portia—. Lo que me preocupa es que esté tan fuerte. Es una mala señal cuando una persona enferma como él de pronto se vuelve tan fuerte —Portia se volvió hacia Jake—. ¿No cree usted que es mala señal, Mister Blount?
Jake la miró, aturdido.
—No lo sé.
Lancy miró sombríamente a Jake y se estiró los puños de su camisa, que le salían en exceso.
—Transmítale al doctor los saludos de mi familia.
—Os agradecemos sin duda todo esto —dijo Portia—. Mi padre estaba hablando de ti el otro día. Tiene un libro que le gustaría regalarte. Espera un momento mientras voy a buscarlo, y vacío esta fuente para devolvérsela a tu madre. Ha sido muy amable de su parte.
Marshall Nicolls se inclinó hacia Jake; aparentemente le iba a dirigir unas palabras. El viejo llevaba un par de pantalones rayados y un chaqué con una flor en el ojal. Se aclaró la garganta y dijo:
—Perdóneme, señor…, pero inevitablemente pude oír una parte de su conversación con Willie relativa al problema en que ahora está. Inevitablemente, hemos considerado cuál es el mejor camino que deberemos seguir.
—¿Es usted uno de sus parientes o el predicador de su iglesia?
—No, soy farmacéutico. Y John Roberts, el que está a su izquierda, es empleado del Departamento de Correos del gobierno.
—Cartero —repitió John Roberts.
—Con su permiso… —Marshall Nicolls sacó un pañuelo de seda amarilla del bolsillo y cuidadosamente se sonó—. Naturalmente, hemos discutido este asunto extensamente. Y sin duda, como miembros de la raza de color en este país libre de América, estamos ansiosos de hacer todo lo que podamos para fomentar unas relaciones amistosas.
—Siempre deseamos hacer lo correcto —corroboró John Roberts.
—Y es menester que procuremos conservar y no poner en peligro esta amistosa relación ya establecida. Luego, poco a poco, iremos mejorando las condiciones
Jake miró a uno y a otro.
—Me parece que no les entiendo.
El calor le resultaba sofocante. Quería marcharse. Parecía como si sus ojos estuvieran cubiertos por una película, de tal modo que todas las caras que le rodeaban parecían borrosas.
Al otro lado de la habitación, Willie estaba tocando su armónica. Buddy y Highboy escuchaban. La música era sombría, triste. Cuando la canción hubo terminado, Willie limpió su armónica en la pechera de su camisa.
—Tengo tanta hambre y tanta sed que la baba de mi boca ha mojado el tono. La verdad, me encantaría probar algunos de esos buñuelos y ese vino. Tener algo bueno de beber es lo único que me hace olvidar esta desgracia. Si supiera dónde están mis p-p-pies ahora y pudiera beber una copa de ginebra cada noche, no me entristecería tanto.
—No te inquietes, cariño. Vamos a probarlo —dijo Portia—. Mister Blount, ¿quiere usted un buñuelo de melocotón y un vaso de vino?
—Gracias —dijo Jake—. Iría muy bien.
Rápidamente Portia extendió un mantel sobre la mesa y puso un plato y un tenedor. Luego, llenó un gran vaso de vino.
—Póngase usted cómodo. Si me lo permite, voy a servir a los demás.
Las jarras pasaron de boca en boca. Highboy, antes de pasarle la jarra a Willie, le pidió a Portia su lápiz de labios y trazó con él una raya roja para fijar el nivel en que estaba el vino. Hubo sonidos borboteantes y risas. Jake terminó su buñuelo y se llevó consigo el vaso de vino al lugar que ocupaba entre los dos viejos. El vino de fabricación casera era rico y fuerte como el brandy. Willie inició una dolorosa melodía con su armónica. Portia castañeteaba los dedos y se movía nerviosamente de un lado para otro en la habitación.
Jake se volvió hacia Marshall Nicolls.
—¿Dijo usted que el padre de Portia era médico?
—Sí, señor. Exactamente. Un médico experto.
—¿Y qué le pasa?
Los dos negros se miraron cautelosamente el uno al otro.
—Sufrió un accidente —dijo John Roberts.
—¿Qué clase de accidente?
—Muy malo. Deplorable.
Marshall Nicolls dobló y desdobló su pañuelo de seda.
—Tal como indicábamos hace un rato, es importante no dañar estas amistosas relaciones, antes bien, fomentarlas de todas las maneras posibles. Nosotros, los miembros de la raza de color, debemos esforzarnos al máximo para elevar a nuestros ciudadanos. El doctor, por su parte, ha hecho todo lo posible. Pero a veces me ha parecido que no sabía reconocer completamente algunos elementos de las diferentes razas y de la situación.
Impacientemente, Jake ingirió los últimos tragos de su vino.
—Por el amor de Dios, hombre, hable con claridad, porque no consigo entender una jota de lo que dice.
Marshall Nicolls y John Roberts intercambiaron una mirada dolorida. Al otro lado de la habitación, Willie seguía tocando su música. Sus labios se arrastraban por encima de los cuadrados agujeros como gordas y arrugadas orugas. Tenías unos hombros anchos y fuertes. Los muñones de sus muslos se sacudían al compás de la música. Highboy bailaba mientras Buddy y Portia palmeaban siguiendo el ritmo.
Jake se levantó, y una vez de pie se dio cuenta de que estaba borracho. Se tambaleó y luego miró lleno de deseo de venganza a su alrededor, pero nadie parecía haberse dado cuenta.
—¿Dónde está Singer? —preguntó a Portia con voz poco clara.
La música se detuvo.
—Vaya, Mister Blount, pensé que usted ya sabía que se había marchado. Mientras estaba usted sentado con su buñuelo de melocotón vino a la puerta y mostró su reloj para señalar que era hora de irse. Usted le miró y movió la cabeza. Creí que ya se había dado cuenta.
—Quizá estaba pensando en otra cosa. —Blount se volvió hacia Willie y le dijo con irritación—: Ni siquiera he llegado a decirte a qué había venido. No vine a pedirte que hicieras nada. Todo lo que quería…, todo lo que quiero es esto. Tú y los otros muchachos ibais a testificar lo sucedido y yo iba a explicar por qué. El porqué es lo único importante…, no el qué. Os hubiera llevado por ahí en una carreta y hubierais contado vuestra historia, y luego yo hubiera explicado el porqué. Y quizá eso hubiera significado algo. Quizá…
Le pareció que se estaban riendo de él. La confusión le hizo olvidar lo que tenía intención de decir. La habitación estaba llena de caras oscuras, extrañas, y el aire era demasiado denso para respirarlo. Vio una puerta y la cruzó tambaleándose. Se encontró en un oscuro gabinete que olía a medicina. Luego su mano hizo girar otro picaporte.
Se encontró en el umbral de una pequeña habitación blanca amueblada sólo con una cama de hierro, un bargueño y dos sillas. En la cama estaba acostado el terrible negro con quien tropezara en la escalera de la casa de Singer. Su cara se recortaba en negro contra las blancas, rígidas almohadas. Sus oscuros ojos ardían de odio, pero los gruesos, azulados labios tenían una expresión tranquila. Su rostro estaba inmóvil como una negra máscara excepto por los lentos y amplios aleteos de las ventanillas de su nariz a cada respiración.
—Váyase —dijo el negro.
—Un momento… —dijo Jake con impotencia—. ¿Por qué dice eso?
—Esta es mi casa.
Jake no podía apartar sus ojos de la terrible cara del negro.
—Pero ¿por qué?
—Es usted un blanco y un extranjero.
Jake no se marchó. Anduvo con pesada precaución hacia una de las rectas sillas blancas y se sentó. El negro movió las manos sobre el cubrecama. Sus negros ojos brillaban a causa de la fiebre. Jake le observaba. En la habitación reinaba una tensa sensación como de conspiración o como la calma mortal que precede a una explosión.
Hacía mucho que había pasado la medianoche. El cálido aire de la mañana primaveral agitaba las azules capas de humo que flotaban en la habitación. Esparcidas por el suelo se veían arrugadas bolas de papel, y una botella medio vacía de ginebra. Sobre el cubrecama, grises cenizas desparramadas. El doctor Copeland hincaba tensamente la cabeza en la almohada. Se había quitado la bata y llevaba enrolladas hasta el codo las mangas de su blanco camisón de algodón. Jake se inclinó hacia delante en su silla. Se había aflojado la corbata, y el cuello de la camisa estaba humedecido por el sudor. Durante varias horas habían mantenido un largo, exhaustivo diálogo. Y ahora acababa de producirse una pausa.
—De modo que ha llegado la hora de… —empezó a decir Jake.
Pero el doctor Copeland le interrumpió.
—Ahora quizá sea necesario que nosotros… —murmuró con voz ronca. Ambos se detuvieron. Cada uno miró a los ojos del otro y aguardó—. Perdón… —dijo el doctor Copeland.
—Lo siento —dijo a su vez Jake—. Siga.
—No, continúe usted.
—Bien… —dijo Jake—. No voy a decir lo que pensaba decir. En vez de ello hablaremos por última vez sobre el Sur. El estrangulado Sur. El desperdiciado Sur. El esclavizado Sur.
—Y sobre el pueblo negro.
Para calmarse, Jake ingirió un largo y ardiente trago de la botella que había en el suelo a su lado. Luego, con lenta deliberación, se dirigió al bargueño y cogió una pequeña y barata esfera terrestre que servía de pisapapeles. Lentamente, hizo girar la esfera en sus manos.
—Todo lo que puedo decir es esto: el mundo está lleno de vileza y de maldad. ¡Ah! Las tres cuartas partes del globo se encuentran en un estado de guerra o de opresión. Los mentirosos y los desalmados se han unido y los hombres que saben se encuentran aislados y sin defensa. ¡Pero! Pero si me pidiera usted que señalase la zona más incivilizada de la faz del planeta, señalaría aquí…
—Fíjese bien —advirtió el doctor Copeland—. Señala usted el océano.
Jake dio nuevamente la vuelta al globo y presionó con su embotado, mugriento pulgar un lugar cuidadosamente elegido.
—Aquí. Estos trece estados. Sé de lo que estoy hablando. Leo libros y ando por ahí. He recorrido todos y cada uno de estos malditos trece estados. He trabajado en todos ellos. Y la razón por la que pienso como pienso es ésta: vivimos en el país más rico del mundo. Hay suficiente y de sobra para que ningún hombre, mujer o niño tenga que sufrir necesidades. Y además, nuestro país fue fundado sobre lo que debería haber sido un grande y verdadero principio: la libertad, la igualdad y los derechos de cada individuo. ¡Ah! ¿Y qué ha quedado de ese comienzo? Hay compañías de miles de millones de dólares…, y centenares de miles de personas que no tienen qué comer. Y aquí, en estos trece estados, la explotación de los seres humanos es tal que… eso es algo que uno tiene que ver con sus propios ojos. En mi vida he visto cosas que podrían volver loco a un hombre. Al menos una tercera parte de los sureños vive y muere en condiciones iguales o peores que el campesino más pobre de cualquier estado europeo fascista. El sueldo medio de un trabajador en una granja arrendada es sólo de setenta y tres dólares al año. ¡Y tenga en cuenta que eso es el promedio! Los salarios de los aparceros van de treinta y cinco a noventa dólares por persona. Y treinta y cinco dólares al año significa que uno cobra unos diez centavos por día trabajado. Por todas partes hay pelagra y anquilostomiasis y anemia. Y hambre, pura y simple hambre. ¡Pero! —Jake se frotó los labios con los nudillos de su sucio puño. El sudor le manaba de la frente—. ¡Pero! —repitió—. Ésos son sólo los males que se pueden ver y tocar. Los otros son peores. Estoy refiriéndome a cómo se le ha ocultado la verdad al pueblo. Las cosas que se han dicho para que no se pueda ver la verdad. Las mentiras venenosas, que no les permiten saber.
—Y los negros —añadió el doctor Copeland—. Para comprender lo que nos está sucediendo uno tiene que…
Jake le interrumpió violentamente.
—¿Quién es el dueño del Sur? Las compañías del Norte son propietarias de las tres cuartas partes del Sur. Dicen que la vaca vieja pace en todas partes: en el Sur, en el Oeste, en el Norte y en el Este. Pero la ordeñan en un solo lugar. Cuando está llena, sus viejas tetas se balancean en un solo sitio. Pasta en todas partes y se la ordeña sólo en Nueva York. Tome, por ejemplo, nuestras hilanderías de algodón, nuestras fábricas de pulpa, de arneses o de colchones. Su propietario es el Norte. ¿Y qué pasa? —el bigote de Jake tembló a causa de la irritación—. Aquí tenemos un ejemplo. Escenario, un villorrio de hilandería que corresponde al gran sistema paternal de la industria americana. El propietario, ausente. En el pueblo, un enorme edificio de ladrillo y quizá unas cuatrocientas o quinientas chozas, casas inadecuadas para que vivan en ellas seres humanos. Más aún, las casas ya fueron construidas en un principio para no ser otra cosa que tugurios. Están formadas sólo por dos o quizá tres habitaciones y un retrete…, construidas con mucha menos previsión que si se tratara de graneros destinados al ganado doméstico. Construidas con mucha menos atención a sus necesidades que si fueran pocilgas. Porque, bajo este sistema, los cerdos son valiosos y los hombres no. No se pueden hacer costillas y salchichas de cerdo de los flacuchos niños de las hilanderías. No se puede vender más que la mitad de una persona en estos tiempos. Pero un cerdo…
—¡Alto! —gritó el doctor Copeland—. Se está saliendo por la tangente. Y además, no presta atención a la verdadera cuestión de los negros. No puedo meter baza. Ya hemos tratado esta cuestión antes, pero es imposible contemplar la situación en conjunto sin incluirnos a los negros.
—Volviendo a nuestro pueblo de la hilandería —prosiguió Jake—. Un joven desmotador empieza trabajando por el bonito salario de ocho o diez dólares por semana, cuando puede conseguir el empleo. Se casa. Después del primer hijo, la mujer debe trabajar en la hilandería también. Sus sueldos sumados llegan, diríamos, a dieciocho dólares por semana cuando los dos trabajan. ¡Ah! Pagan la cuarta parte de su salario por la choza que la hilandería les proporciona. Compran la comida y las ropas a una tienda propiedad de, o controlada por, la compañía. La tienda les cobra más de lo debido por todos los artículos. Cuando tienen tres o cuatro hijos, están sometidos como si llevaran cadenas. Ahí tenemos el principio de la servidumbre. Y sin embargo, aquí en América, nos llamamos libres. Y lo curioso es que esta creencia la han metido tan profundamente en la cabeza de los aparceros y desmotadores y de todo el resto de trabajadores que éstos realmente se lo creen. Pero les ha hecho falta una condenada cantidad de mentiras para impedirles que lleguen a saber.
—Sólo hay una manera de… —dijo el doctor Copeland.
—Dos maneras. Y sólo dos. Hubo una época en que este país se estaba expandiendo. Todos los hombres creían tener una oportunidad. ¡Uh! Pero ese período pasó…, y pasó definitivamente. Menos de un centenar de compañías se han tragado lo que quedaba. Estas industrias han chupado ya la sangre y han ablandado los huesos de la gente. Los viejos días de la expansión han desaparecido. El sistema entero de la democracia capitalista está… podrido y corrupto. Sólo nos quedan dos caminos: el fascismo es uno de ellos. El otro: una reforma, del tipo más revolucionario y permanente.
—Y los negros. No se olvide de los negros. En lo que concierne a mí y a mi pueblo, el Sur es fascista ahora y siempre lo ha sido.
—Ya.
—Los nazis roban a los judíos su vida legal, económica y cultural. Aquí el negro siempre ha estado privado de estas cosas. Y si no ha tenido lugar un robo total y democrático de dinero y artículos, como en Alemania, es simplemente porque a los negros jamás se les ha permitido reunir riquezas.
—Ése es el sistema —dijo Jake.
—Judíos y negros —dijo el doctor Copeland amargamente—. La historia de mi pueblo será comparable con la interminable historia de los judíos…, sólo que más sangrienta y más violenta. Como cierta especie de gaviota marina. Si capturas uno de estos pájaros y le atas un trozo de bramante rojo alrededor de la pata, el resto de la bandada le picoteará hasta la muerte.
El doctor Copeland se quitó las gafas y recompuso un alambre que sujetaba una bisagra rota. Luego se limpió las gafas en su camisón. Su mano se sacudía con agitación.
—Mister Singer es judío.
—No, en eso se equivoca.
—Pues estoy seguro de que lo es. En primer lugar, el nombre: Singer. Reconocí su raza la primera vez que lo vi. Y sus ojos. Además, él me lo dijo.
—Vaya, es imposible —insistió Jake—. Es un anglosajón puro, si es que alguna vez ha visto uno. Irlandés y anglosajón.
—Pero…
—Estoy seguro. Absolutamente.
—Muy bien —admitió el doctor Copeland—. No discutiremos.
Afuera, el oscuro aire se había enfriado, de modo que hacía frío en la habitación. Era casi el alba. El cielo de la primera hora de la mañana era de un azul suave, y la luna había pasado de tener un color plateado a uno blanco. Todo estaba tranquilo. El único sonido era el claro y solitario canto de un pájaro de primavera. Aunque por la ventana penetraba una débil brisa, la atmósfera de la habitación conservaba un olor acre, cerrado. Reinaba una sensación de tensión y agotamiento al mismo tiempo. El doctor Copeland se inclinaba hacia delante separándose de las almohadas. Tenía los ojos inyectados en sangre y sus manos agarraban con fuerza el cubrecama. El cuello del camisón se le había deslizado por encima del hombro, un hombro huesudo. Los tacones de Jake se apoyaban en los barrotes de la silla y tenía sus gigantescas manos cruzadas entre las rodillas en una actitud a la vez de espera e infantil. El cabello, despeinado, y bajo sus ojos profundos círculos oscuros. Se miraban mutuamente y aguardaban. A medida que se alargaba el silencio, iba creciendo la tensión entre ellos.
Finalmente, el doctor Copeland se aclaró la garganta y dijo:
—Estoy seguro de que no vino usted aquí para nada. Estoy seguro de que no hemos estado discutiendo estos temas durante toda la noche sin ningún fin. Hemos hablado de todo excepto del tema más vital de todos: la salida. Qué debe hacerse.
Siguieron mirándose y esperando. Había expectación en las dos caras. El doctor Copeland se sentó derecho contra las almohadas. Jake descansó la mejilla en su mano y se inclinó hacia delante. La pausa continuó. Y entonces, vacilantemente, empezaron a hablar los dos al mismo tiempo.
—Perdone —dijo Jake—. Siga.
—No. Usted. Usted empezó primero.
—Siga, siga.
—¡Bah! —exclamó el doctor Copeland—. Continúe.
Jake le miró fijamente con ojos nublados, místicos.
—Así es la cosa. Así es como yo lo veo. La única solución es que la gente sepa. Cuando conocen la verdad, ya no pueden seguir siendo oprimidos. En cuanto la mitad de ellos sepa, toda la lucha está ganada.
—Sí, en cuanto comprendan el funcionamiento de esta sociedad. ¿Pero cómo se propone usted decírselo?
—Escuche —dijo Jake—. Piense en las cartas en cadena. Si una persona envía una carta a otras diez y luego cada una de éstas hace lo mismo con otras diez… ¿capta? —Se detuvo un momento—. No es que yo escriba cartas, pero la idea es la misma. Simplemente voy por ahí hablando. Y si en una ciudad puedo mostrar la verdad aunque sólo sea a diez ignorantes, entonces sentiría que había conseguido algo. ¿Comprende?
El doctor Copeland miró a Jake con sorpresa. Luego resopló despectivamente.
—No sea infantil. No puede simplemente andar por ahí predicando. ¡Cartas en cadena! ¡Ignorantes y enterados!
Los labios de Jake temblaron, y el hombre frunció el ceño, enfurecido.
—Conforme. ¿Qué propone usted?
—Ante todo diré que yo antes sentía de modo parecido a usted en esta cuestión. Pero he aprendido cuán errónea es esa actitud. Durante medio siglo estuve pensando que era mejor ser paciente.
—Yo no he hablado de ser paciente.
—Frente a la brutalidad, era prudente. Ante la injusticia, enarbolaba mi paz. Sacrificaba las cosas que tenía a mano, por el bien de un hipotético conjunto. Creía en la lengua en lugar del puño. Como una armadura contra la opresión, enseñaba paciencia y fe en el alma humana. Ahora sé lo equivocado que estaba. He sido un traidor a mí mismo y a mi pueblo. Todo esto está podrido. Es el momento de actuar y actuar rápidamente. Combinar la astucia con la astucia; la fuerza con la fuerza.
—Pero ¿cómo? —preguntó Jake—. ¿Cómo?
—Bueno, saliendo o haciendo cosas. Reuniendo multitudes e instándolas a manifestarse.
—¡Ah! Esta última frase le traiciona a usted: “instándolas a manifestarse”. ¿De qué va a servir que les haga manifestarse contra una cosa si no saben? Está usted tratando de rellenar el cerdo por el culo.
—Una expresión tan vulgar me molesta —dijo el doctor Copeland pudibundamente.
—¡Por el amor de Dios! Me importa un bledo si le molesta o no.
El doctor Copeland levantó la mano.
—No nos acaloremos tanto —dijo—. Intentemos ponernos de acuerdo.
—Me parece bien. No quiero discutir con usted.
Guardaron silencio. El doctor Copeland movió sus ojos de un rincón del techo al otro. Varias veces se mojó los labios para hablar, y en cada ocasión la palabra se quedó a medio formar en su boca. Luego, por fin dijo:
—Mi consejo para usted es éste: no intente estar solo.
—Pero…
—Pero, nada —repuso el doctor Copeland didácticamente—. Lo más fatal que un hombre puede tratar de hacer es estar solo.
—Ya veo adónde quiere llegar.
El doctor Copeland tiró del cuello de su camisón para cubrirse el huesudo hombro, y lo sostuvo apretadamente contra su garganta.
—¿Cree usted en la lucha de mi pueblo por sus derechos humanos?
La agitación del doctor y su suave y ronca pregunta hicieron brotar de repente lágrimas de los ojos de Jake. Un repentino e inflamado arrebato de amor le hizo coger la negra, huesuda mano que sujetaba el cubrecama y apretarla con fuerza.
—Claro —dijo.
—¿Lo extremo de nuestras necesidades?
—Sí.
—¿La falta de justicia? ¿La amarga desigualdad? —el doctor Copeland tosió y escupió en uno de los trocitos de papel que guardaba bajo la almohada—. Tengo un programa. ES un plan muy sencillo, concentrado. Quiero concentrarme en un solo objetivo. Este mismo año, en agosto, pienso dirigir a más de un millar de negros de este condado en una marcha. Una marcha hacia Washington. Todos juntos formando un único y sólido cuerpo. Si mira en ese bargueño de ahí, verá un montón de cartas que he escrito esta semana y que entregaré personalmente —el doctor Copeland deslizó sus nerviosas manos arriba y abajo de los costados de la estrecha cama—. ¿Se acuerda usted de lo que le dije hace un ratito? Recordará que mi único consejo fue: no intente estar solo.
—Me doy cuenta —dijo Jake.
—Pero una vez que haya entrado, esto tiene que serlo todo. Lo primero y lo más importante. Su trabajo de ahora y de siempre. Debe darlo todo sin restricciones, sin esperanzas de beneficio personal, sin descanso ni perspectivas de descanso.
—Por los derechos de los negros en el Sur.
En el Sur y aquí en este mismo condado. Y debe ser todo o nada. Sí o no.
El doctor Copeland se recostó en la almohada. Sólo sus ojos parecían estar vivos. Le ardían en la cara como carbones encendidos. La fiebre daba a sus mejillas un color púrpura cadavérico. Jake frunció el ceño y apretó los nudillos contra su blanda, ancha y temblorosa boca. El color afluía a su cara. Afuera se iniciaban las primeras y pálidas luces de la mañana. La bombilla eléctrica suspendida del techo ardía con desagradable nitidez en la aurora.
Jake se puso de pie y permaneció rígidamente a los pies de la cama. Dijo de manera categórica:
—No. Ésa no es la visión correcta. Estoy absolutamente seguro de que no. En primer lugar, nunca lograría usted salir de la ciudad. Disolverían la marcha diciendo que es una amenaza para la salud pública…, o alguna otra razón inventada. Le arrestarían, y nada se habría ganado con ello. Pero incluso si, por alguna especie de milagro, llegara usted a Washington, tampoco serviría de nada. Bueno, ¡toda la idea es descabellada!
El áspero roce de una flema sonaba en la garganta del doctor Copeland. Su voz era ronca.
—Es usted muy rápido mofándose y condenando. ¿Pero qué tiene usted que ofrecer en su lugar?
—No me burlaba —declaró Jake—. Sólo hacía notar que su plan es absurdo. Yo vine aquí esta noche con una idea mucho mejor que ésa. Quería que su hijo, Willie, y los otros dos muchachos, me dejaran llevarlos por ahí en un carro. Ellos contarían lo que les había ocurrido, y después yo contaría por qué. En otras palabras, daría una charla sobre la dialéctica del capitalismo…, y pondría de manifiesto todas sus mentiras. Explicaría las cosas de modo que todo el mundo comprendiera por qué fueron cortadas las piernas de esos chicos. Y conseguiría que todos los que los vieran supieran.
—¡Tonterías! —exclamó el doctor Copeland furiosamente—. No creo que tenga usted sentido común. Si yo fuera un hombre que pensara que valía la pena reírse, seguramente me reiría. Jamás había tenido la oportunidad de escuchar semejantes tonterías directamente.
Se miraron fijamente uno al otro con glacial decepción y cólera. Se oyó el traqueteo de un carro en la calle. Jake tragó saliva y se mordió los labios.
—¡Uh! —exclamó finalmente—. Usted es el único absurdo. Lo ha entendido todo exactamente al revés. La única manera de resolver el problema negro bajo el capitalismo es castrar a cada uno de los quince millones de negros de estos estados.
—¿De modo que ésta es la clase de idea que cobija bajo sus rimbombantes discursos sobre la justicia?
—No he dicho que debería hacerse. Sólo digo que a usted los árboles no le dejan ver el bosque —Jake hablaba con lenta y dolorosa deliberación—. El trabajo ha de empezarse desde abajo. Las viejas tradiciones deben ser aplastadas y creadas otras nuevas. Para forjar un patrón totalmente nuevo para el mundo. Para hacer del hombre una criatura social por primera vez, que viva en una sociedad ordenada y controlada donde no se vea obligado a ser injusto a fin de sobrevivir. Una tradición social en la que…
El doctor Copeland aplaudió irónicamente.
—Muy bien —dijo—. Pero hay que recoger el algodón antes de fabricar el paño. Usted y sus chifladas teorías pueden…
—¡Cállese! ¿A quién le importa que usted y su millar de negros se desparramen por esa apestosa letrina llamada Washington? ¿Dónde está la diferencia? ¿Qué importan unas pocas personas…, un millar de personas, negras, blancas, buenas o malas, si toda nuestra sociedad está edificada sobre unos cimientos de negras mentiras?
—¡Todo! —jadeó el doctor Copeland—. ¡Todo! ¡Todo!
—¡Nada!
—El alma del más ruin y malvado de los seres que habitamos en esta tierra vale más a ojos de la justicia que…
—¡Oh, al diablo con eso! —gritó Jake—. ¡Tonterías!
—¡Blasfemo! —chilló el doctor Copeland—. ¡Sucio blasfemo!
—¡Fanático miope!
—Blanco… —Al doctor Copeland le falló la voz. Se esforzó pero no logró emitir ningún sonido. Finalmente pudo alumbrar un ahogado susurro—: Demonio.
La brillante y amarillenta luz de la mañana penetraba ya por la ventana. El doctor Copeland dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre la almohada. El cuello torcido en un extraño ángulo, y una mota de espuma sanguinolenta en los labios. Jake le miró una vez más, sollozando con violencia, y salió precipitadamente del cuarto.