12

Ahora que volvía a hacer calor, las Atracciones Sunny Dixie estaban siempre atestadas. El viento de marzo se había calmado. Los árboles se cubrían de espeso follaje verde ocre. El cielo era límpido y azul, y los rayos del sol calentaban más. La atmósfera era bochornosa. A Jake Blount no le gustaba este tiempo. Pensaba con una sensación de vértigo en los largos meses veraniegos que le aguardaban. No se sentía bien. Recientemente, un dolor de cabeza había empezado a molestarle constantemente. Había ganado peso, por lo que el estómago le hacía una pequeña bolsa. Tenía que desabrocharse el botón superior de los pantalones. Él sabía que la suya era grasa de alcohólico, pero seguía bebiendo. El licor le aliviaba el dolor de cabeza. Le bastaba con una copita para sentirse mejor. Claro que a estas alturas una copa le hacía el mismo efecto que un cuartillo. No era el licor que se tomaba en aquel momento lo que producía el efecto, sino la reacción de todo el licor que había saturado su sangre durante los últimos meses. Una simple cucharada de cerveza le aliviaba el dolor de cabeza, y un cuartillo de whisky no lograba emborracharle.

Suprimió enteramente el licor. Durante varios días no bebió otra cosa que agua y naranjada. El dolor era como una lombriz que le horadara el cerebro. Trabajaba fatigosamente durante las largas tardes y noches. No podía dormir, y leer constituía una agonía. El olor húmedo, acre, de su habitación le enfurecía. Yacía insomne en la cama y cuando finalmente podía conciliar el sueño ya era de día.

Le atormentaba una pesadilla. Se le había presentado unos cuatro meses atrás. Se despertaba lleno de terror… pero lo extraño era que no podía recordar el contenido de su sueño. Sólo persistía la sensación cuando abría los ojos. En cada ocasión, sus temores al despertar eran tan idénticos que no dudaba de que el sueño siempre era el mismo. Él estaba acostumbrado a los sueños, las grotescas pesadillas de borracho que le conducían a una región de desorden cercana a la locura, pero siempre las luces de la mañana disipaban los efectos de tales salvajes pesadillas, y las olvidaba.

Este sueño vacío, furtivo, era, sin embargo de naturaleza diferente. Se despertaba y no podía recordar nada. Con todo, persistía en él mucho rato una sensación de amenaza. Entonces, una mañana despertó con el mismo temor de siempre pero con un ligero recuerdo de la oscuridad que quedaba a sus espaldas. Había estado caminando entre una multitud de personas, y en sus brazos llevaba algo. Eso era todo lo que podía recordar con claridad. ¿Acaso había robado? ¿Estaba tratando de salvar una posesión? ¿Estaba siendo perseguido por toda aquella gente que lo rodeaba? No creía que fuera eso. Cuanto más estudiaba aquel simple sueño, menos podía comprenderlo. Entonces, durante un tiempo, el sueño no regresó.

Conoció al autor de los mensajes en tiza que había visto en noviembre. Desde el primer día del encuentro, el viejo se aferró a él como un genio maligno. Se llamaba Simms y predicaba en las aceras. El frío invierno le había mantenido en casa, pero en la primavera andaba por la calle todo el día. Su blanco cabello era sedoso y lo llevaba con descuido a la altura del cuello. El hombre llevaba siempre consigo un gran bolso de seda femenino lleno de tiza y de estampas de Jesús. Tenía unos ojos brillantes y de expresión extraviada. Simms trataba de convertirlo.

—Hijo de la adversidad, puedo oler el pecaminoso hedor de la cerveza en tu aliento. Y fumas cigarrillos. Si el Señor hubiera querido que fumáramos cigarrillos, lo habría dicho en Su Libro. La marca de Satán está en tu frente. La veo. Arrepiéntete. Déjame que te muestre la luz.

Jake puso los ojos en blanco y con la mano hizo un signo piadoso en el aire. Luego abrió su manchada mano.

—Te revelo esto sólo a ti —dijo con voz baja y acento teatral. Simms bajó la mirada descubriendo la cicatriz de su palma. Jake se inclinó hacia él y susurró—: Y aquí está el otro signo. El signo que tú ya conoces. Porque nací con ellos. —Simms se apoyó contra la valla. Con un gesto femenino se levantó un mechón de pelo que le caía sobre la frente y se lo echó para atrás. Nerviosamente, se lamió las comisuras de la boca con la lengua. Jake soltó una carcajada.

—¡Blasfemo! —gritó Simms—. Dios te castigará. A ti y a todos los tuyos. Dios recuerda a quienes se burlan de él. Dios me vigila. Dios vigila a todo el mundo, pero al que más vigila es a mí. Como hizo con Moisés. Dios me dice cosas por la noche. Dios te castigará —Jake se llevó a Simms a la tienda de la esquina para invitarle a una coca-cola y a galletas de mantequilla de cacahuete. Simms empezó de nuevo a acosarle. Cuando se marchó hacia las atracciones, Simms corría a su lado—. Ven a esta esquina esta noche a las siete. Jesús tiene un mensaje sólo para ti.

Los primeros días de abril eran ventosos y cálidos. Blancas nubes surcaban el cielo azul. El viento traía el olor del río y el otro olor, más fresco, de los campos más allá de la ciudad. Las atracciones estaban siempre atestadas desde las cuatro de la tarde hasta medianoche. Y la multitud era poco selecta. Con la llegada de la primavera, percibió un presagio de problemas.

Una noche estaba trabajando en la maquinaria de los columpios cuando de repente el sonido de voces irritadas le sacó de sus cavilaciones. Rápidamente se abrió paso entre la multitud hasta ver a una muchacha blanca peleando con otra de color, junto a la taquilla del tiovivo. Las separó, pero las dos muchachas volvieron a liarse. La multitud tomó partido, y pronto se armó un tremendo alboroto. La muchacha blanca era jorobada, y sujetaba fuertemente algo en su mano.

—Te he visto —gritaba la chica de color—. ¡Y te voy a arrancar a golpes esa joroba!

—¡Cierra la boca, negra asquerosa!

—Sucio pingajo de fábrica. He pagado mi dinero y voy a montar. Oye, tú, blanco, haz que ésa me devuelva el boleto.

—¡Marrana negra!

Jake miró a una y a otra. La multitud iba cerrando el círculo. Los dos bandos murmuraban ya sus opiniones.

—He visto a Lurie dejar caer su billete, y vi cómo esa blanca lo recogía. Es la verdad —dijo un muchacho de color.

—Ninguna negra va a poner sus manos en una muchacha blanca mientras…

—Tú, deja de empujarme o te sacudiré, por muy blanca que sea tu maldita piel.

Con violencia, Jake empujó a la multitud.

—¡Conforme! —gritó—. Muévanse… Disuélvanse. Venga, cada uno de ustedes, maldita sea.

Había algo en el tamaño de sus puños que hizo desfilar a la gente hoscamente. Jake se volvió hacia las dos muchachas.

—Eso es lo que pasó —dijo la chica de color—. Apuesto a que soy uno de los pocos que ha conseguido ahorrar cincuenta centavos hasta el viernes por la noche. He planchado el doble esta semana. He pagado unos buenos cinco centavos por ese billete que ella tiene. Y ahora tengo intención de montar.

Jake resolvió el problema rápidamente. Le dejó a la jorobada el billete de la disputa, y le regaló otro a la chica de color. Durante el resto de la tarde no hubo más conflictos. Pero Jake se movía en actitud de alerta por entre la multitud. Se sentía preocupado e inquieto.

Además de él había otros cinco empleados en el parque de atracciones: dos hombres para accionar los columpios y recoger los boletos, y tres chicas para las taquillas. Ese número no incluía a Patterson. El dueño del espectáculo se pasaba la mayor parte del tiempo haciendo solitarios con las cartas en su remolque. Tenía unos ojos sin vida, las pupilas encogidas, y la piel del cuello le colgaba en pliegues amarillentos y pulposos. Durante los últimos meses Jake había tenido dos aumentos de sueldo. A medianoche era tarea suya informar a Patterson y entregarle las recaudaciones de la noche. A veces Patterson no observaba su presencia hasta que llevaba en el remolque varios minutos; permanecía mirando fijamente las cartas, como hundido en una especie de estupor. La atmósfera del remolque estaba muy cargada con el olor de comida y de los cigarrillos de marihuana. Patterson se colocaba la mano sobre el estómago como para protegerse de algo. Y siempre comprobaba las cuentas minuciosamente.

Jake y los dos operarios tuvieron una disputa. Los dos hombres habían sido obreros en una de las hilanderías. Al principio Jake había tratado de hablar con ellos y hacerles ver la verdad. En una ocasión los invitó a un billar a tomar una copa. Pero eran tan obtusos que no pudo ayudarles. Poco después, oyó por casualidad una conversación entre ellos que fue la causa del problema. Era un domingo de madrugada, casi las dos, y Jake había estado comprobando las cuentas con Patterson. Al salir del remolque, el solar parecía vacío. La luna brillaba. Jake pensaba en Singer y en el día libre que le aguardaba. Entonces, al pasar junto a los columpios oyó pronunciar su nombre. Los dos operarios habían terminado el trabajo y fumaban juntos. Jake escuchó.

—Si hay algo que odio más que a un negro es a un rojo.

—Me divierte. No le presto ninguna atención. Hay que ver el modo como se pavonea. Nunca he visto a un tipo tan enano. ¿Sabes lo que mide?

—Andará por el metro cincuenta. Pero él piensa que puede decirle a todo el mundo lo que ha de hacer. Debería estar en la cárcel. Ahí es donde debería estar, el bolchevique rojo.

—A mí me divierte. No puedo mirarle sin echarme a reír.

—No hace falta que se porte tan orgullosamente conmigo.

Jake les observaba mientras seguían el sendero que conducía al callejón Weavers. Su primer pensamiento fue correr tras ellos y enfrentarse, pero algo le retuvo. Durante varios días estuvo bufando de cólera en silencio. Luego, una noche después del trabajo, siguió a los dos hombres durante varias manzanas y cuando doblaban una esquina les salió por delante.

—Os oí —dijo sin aliento—. Dio la casualidad de que oí cada palabra que dijisteis el sábado pasado por la noche. Claro que soy un rojo. Al menos pienso que lo soy. Pero, ¿y vosotros, qué sois? —Estaban parados bajo una farola. Los dos hombres iniciaron una retirada. No había nadie por las cercanías—. ¡Vosotros, caras pálidas, tripas encogidas, ratoncillos raquíticos! Podría estrangular vuestros flacuchos cuellos… uno con cada mano. Enano o no, podría atizaros en esta misma acera una paliza tal que os tendrían que recoger con palas. —Los dos hombres se miraron, acobardados, y trataron de seguir su camino. Pero Jake no los dejó pasar. Se mantenía delante de ellos, caminando hacia atrás, con una furiosa sonrisa en su cara—. Todo lo que tengo que deciros es esto: en el futuro, os sugiero que vengáis a verme siempre que tengáis necesidad de hacer observaciones sobre mi estatura, mi peso, mi acento, mi conducta o mi ideología. Y esto último no lo discuto con nadie… por si no lo sabéis. Venid, y conversaremos.

A partir de aquel momento Jake trató a los dos hombres con irritado desprecio. A sus espaldas, se mofaban de él. Una tarde encontró que la maquinaria de los columpios había sido deliberadamente dañada, y tuvo que trabajar tres horas más para repararla. Siempre presentía que había alguien riéndose de él. Cada vez que oía a las chicas hablar se erguía mucho y reía despreocupadamente para sí, como si estuviera recordando algún chiste privado.

Los cálidos vientos del sudoeste procedentes del golfo de México llegaban cargados de los olores de primavera. Los días se iban alargando y el sol brillaba con fuerza. El calor le deprimía. Empezó a beber otra vez. En cuanto había terminado el trabajo se iba a casa y se echaba en la cama. A veces se quedaba allí, totalmente vestido e inerte, durante doce o trece horas. La inquietud que tan sólo unos meses atrás le había impulsado a sollozar y a comerse las uñas parecía haberse disipado. Y, no obstante, víctima de su propia inercia, Jake sentía la vieja tensión. De todas las ciudades que había conocido, ésta era la más solitaria. O lo hubiera sido sin la presencia de Singer. Sólo él y Singer comprendían la verdad. Él sabía y no podía conseguir que los ignorantes vieran. Era como tratar de luchar contra la oscuridad o el calor o un hedor en el aire. Se asomó malhumoradamente por la ventana. En la esquina, un árbol canijo, ennegrecido por el humo, había echado nuevas hojas de un color verde bilioso. El cielo mantenía su intenso y profundo color azul. Los mosquitos procedentes de una fétida acequia que corría por esta parte de la ciudad zumbaban en la habitación.

Pilló sarna. Mezclaba un poco de azufre con grasa de cerdo y se untaba el cuerpo cada mañana. Se rascaba hasta quedarse en carne viva, y parecía como si la picazón jamás fuera a aliviarse. Una noche dio rienda suelta a su tensión. Llevaba sentado solo durante muchas horas Había mezclado la ginebra y el whisky, y estaba muy borracho. Era casi la mañana. Se asomó por la ventana y contempló la oscura y silenciosa calle. Pensó en toda la gente que le rodeaba. Durmiendo. Los ignorantes. De repente vociferó con voz estentórea:

—¡Esta es la verdad! Vosotros, bastardos, no sabéis nada. No sabéis. ¡No sabéis! —La calle entera se despertó con irritación. Se encendieron lámparas y le fueron lanzadas soñolientas maldiciones. La gente que vivía en su misma casa golpeaba furiosamente la puerta. Las chicas de un prostíbulo que había al otro lado de la calle sacaban la cabeza por la ventana—. Vosotros, estúpidos, estúpidos, estúpidos, bastardos. Estúpidos, estúpidos, estú…

—¡Cierra la boca! ¡Cállate!

La gente del pasillo estaba golpeando nuevamente la puerta.

—¡Tú, borracho! Tú te vas a volver un poquito más estúpido en cuanto te echemos mano.

—¿Cuántos sois ahí? —rugió Jake. Rompió una botella vacía en el marco de la ventana—. Vamos, entrad. Vamos, venid todos. Puedo con tres de vosotros al mismo tiempo.

—Está bien, cielo —gritó una puta.

La puerta estaba cediendo. Jake saltó por la ventana y corrió a través de un callejón lateral. “¡Ji-jauuu! ¡Ji-jauuu! Rebuznaba ebriamente. Iba descalzo y sin camisa. Una hora más tarde entró tambaleándose en la habitación de Singer. Cayó cuan largo era en el suelo, y se rió hasta quedarse dormido.

Una mañana de abril descubrió el cuerpo de un hombre que había sido asesinado. Un joven negro. Jake lo descubrió en una zanja a unos treinta metros del terreno de las atracciones. Le habían cortado la garganta de manera que la cabeza aparecía echada hacia atrás en un ángulo absurdo. El sol brillaba con fuerza en sus abiertos y vidriosos ojos y las moscas zumbaban sobre la seca sangre que le cubría el pecho. El muerto llevaba un bastón rojo y amarillo con una borla como los que se vendían en uno de los puestos de hamburguesas de la feria. Jake contempló con depresión el cadáver durante un rato. Luego llamó a la policía. No se encontraron pistas. Dos días más tarde, la familia del muerto reclamaba su cuerpo en el depósito de cadáveres.

En las Atracciones Sunny Dixie se producían frecuentes luchas y peleas. A veces llegaban dos amigos del brazo a disfrutar del espectáculo, riendo y bebiendo…, y en poco tiempo se habían enzarzado en una furiosa pelea. Jake estaba siempre alerta. Por debajo de la llamativa alegría del parque, de las brillantes luces y la risa alocada, Jake presentía algo sombrío y peligroso.

Durante aquellas atolondradas, inconexas semanas, Simms le seguía los pasos constantemente. Al viejo le gustaba venir con una caja de jabón y una Biblia y montar un tenderete en medio de la multitud para predicar. Hablaba de la segunda llegada de Cristo. Decía que el día del juicio sería el 2 de octubre de 1951. Señalaba a ciertos borrachos con el dedo y les chillaba con su voz ronca y gastada. La excitación le llenaba la boca de agua, de modo que sus palabras tenían un sonido borboteante. Una vez que se había instalado, no había nada que pudiera hacerle desistir. Le regaló a Jake una Biblia de Gedeón, y le dijo que rezara de rodillas una hora cada noche y rechazara cada vaso de cerveza o cigarrillo que le ofrecieran.

Tenían entre ambos un curioso campo de batalla: las paredes y las vallas. Jake había empezado a llevar tiza en sus bolsillos, también. Y escribía con ella breves frases. Trataba de componerlas de tal modo que el transeúnte tuviera que detenerse y meditar sobre su significado. Preguntarse. Pensar. Igualmente, escribía cortos panfletos y los distribuía por las calles.

Jake sabía que de no haber sido por Singer se hubiera marchado de la ciudad. Sólo el domingo, cuando estaba con su amigo, se sentía en paz. A veces se iban a dar un paseo juntos o jugaban al ajedrez…, pero la mayoría de las veces se pasaban el día tranquilamente en el cuarto de Singer. Si él deseaba hablar, Singer siempre se mostraba atento. Si se mantenía sentado con cara de malhumor durante todo el día, el mudo comprendía sus sentimientos y no se mostraba sorprendido. Jake tenía la impresión de que sólo Singer podía ayudarle ahora.

Entonces, un domingo, al subir por las escaleras descubrió que la puerta de Singer estaba abierta. La habitación se encontraba vacía. Permaneció sentado allí un par de horas. Al final oyó los pasos de Singer en la escalera.

—Me estaba preguntando dónde estaría usted.

Singer sonrió. Se cepilló el sombrero con un pañuelo y lo dejó a un lado. Luego, deliberadamente, sacó el lápiz de plata del bolsillo y se inclinó sobre la repisa de la chimenea a escribir una nota.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Jake al leer lo que el mudo había escrito—. ¿A quién le han cortado las piernas?

Singer volvió a coger la nota y escribió algunas frases más.

—¡Eh! —exclamó Jake—. Eso no me sorprende.

Meditó durante un instante sobre lo escrito y luego arrugó en su mano el trozo de papel. La apatía del último mes había desaparecido y se sentía nuevamente tenso e inquieto. “¡Eh!”, volvió a exclamar.

Singer puso a calentar un cazo de café y sacó su tablero de ajedrez. Jake rompió en pedazos la nota e hizo una bola con los fragmentos entre sus sudorosos dedos.

—Pero se puede hacer algo al respecto —dijo al cabo de un rato—. ¿Lo sabe usted?

Singer asintió con cierta inseguridad.

—Quiero ver al muchacho y oír toda la historia. ¿Cuándo puede llevarme usted allí?

Singer meditó. Luego escribió en un trozo de papel: “Esta noche”.

Jake se llevó la mano a la boca y empezó a caminar nerviosamente por la habitación.

—Podemos hacer algo.