Mick no había podido dormir en toda la noche. Etta estaba enferma, de manera que tuvo que ir a acostarse en el cuarto de estar. El sofá era demasiado estrecho y corto. Tuvo pesadillas sobre Willie. Hacía casi un mes desde que Portia contara lo que le habían hecho…, pero seguía sin poder olvidarlo. Dos veces durante la noche había tenido pesadillas despertándose en el suelo y con un chichón que empezaba a brotarle de la frente. Luego a las seis oyó cómo Bill iba a la cocina a prepararse el desayuno. Era de día, pero las persianas estaban bajadas de modo que la habitación estaba medio a oscuras. Sintió algo extraño al despertarse en la sala de estar. Y no le gustó. La sábana estaba retorcida, la mitad sobre el sofá y la mitad en el suelo. La almohada se encontraba en medio de la habitación. Se levantó y abrió la puerta del pasillo. No había nadie en las escaleras. Corrió, vestida sólo con su camisón, hacia la habitación de detrás.
—Échate a un lado, George.
El niño yacía en el mismo centro de la cama. La noche había sido calurosa, y el pequeño dormía desnudo como un arrendajo. Tenía los puños fuertemente cerrados e incluso en sueños entrecerraba los ojos como si estuviera pensando en algo muy difícil de imaginar. Tenía la boca abierta y había una manchita de humedad en la almohada. Mick le empujó.
—Espera… —musitó el niño en sueños.
—Córrete hacia tu lado.
—Espera…, déjame terminar este sueño…, este…
Lo arrastró hacia el lugar que le pertenecía, y se acostó a su lado. Al abrir los ojos otra vez, era tarde, porque el sol brillaba por la ventana de atrás. George se había ido. Del patio llegaron voces de niños y el sonido del agua que corría. Etta y Hazel estaban hablando en la habitación del medio. Mientras se vestía, se le ocurrió de repente una idea. Escuchó en la puerta pero resultaba difícil oír lo que las jóvenes decían. Abrió la puerta de un empujón para sorprenderlas.
Estaban leyendo una revista de cine. Etta se encontraba aún en la cama. Con su mano cubría a medias la foto de un actor.
—De aquí para arriba, ¿no crees que se parece al chico que salía con…?
—¿Cómo te sientes esta mañana, Etta? –preguntó Mick. Miró debajo de la cama, y su caja privada seguía en el lugar exacto en que la había dejado.
—Te preocupas demasiado —replicó Etta.
—No es necesario que busques pelea.
Etta tenía pálido el rostro. Sufría de un terrible dolor de estómago, y tenía un ovario enfermo. Tenía algo que ver con el período. El doctor decía que deberían extirparle un ovario inmediatamente. Pero su padre decía que tendrían que esperar. No había dinero.
—¿Cómo quieres que me porte, entonces? —exclamó Mick—. Te hago una pregunta cortés y empiezas a criticarme. Siento que debo apenarme porque estás enferma, pero tú no me dejas ser buena. Por lo tanto, naturalmente me enfurezco —se echó hacia atrás el flequillo y contempló su rostro en el espejo muy de cerca—. ¡Vaya! ¡Mirad el chichón que tengo! Seguro que me he roto la cabeza. Dos veces me caí anoche y creo que me di un golpe con la mesa que hay junto al sofá. No puedo dormir en el cuarto de estar. Este sofá es tan pequeño que no puedo dormir en él.
—Deja de hablar tan alto —advirtió Hazel.
Mick se arrodilló en el suelo y sacó la gran caja. Inspeccionó cuidadosamente el cordel con que estaba atada.
—Decidme, ¿alguna de vosotras ha estado jugueteando con esto?
—¡Suéltalo! —exclamó Etta—. ¿Por qué íbamos a querer andar con tus trastos viejos?
—Mejor será que no lo hagáis. Mataría a cualquier que tocara mis cosas privadas.
—Escúchame —dijo Hazel—. Mick Kelly, creo que eres la persona más egoísta que jamás he conocido. Te importan un bledo los demás, pero…
—¡Cierra la boca! —gritó Mick y cerró la puerta de golpe. Las odiaba a las dos. Era algo terrible reconocerlo, pero era así.
Su papá estaba en la cocina con Portia. Llevaba puesto su albornoz y estaba tomando una taza de café. Tenía los ojos enrojecidos y la taza tintineaba contra el platillo. Daba vueltas y más vueltas a la mesa de la cocina.
—¿Qué hora es? ¿Aún no se ha ido Mister Singer?
—Ya se ha ido, cariño —dijo Portia—. Son casi las diez.
—¡Las diez! ¡Dios mío! Nunca había dormido hasta tan tarde.
—¿Qué guardas en esa gran caja de sombreros que llevas contigo a todas partes?
Mick metió la mano en el horno y sacó media docena de bollos.
—No me hagas preguntas y no te contestaré mentiras. Mal final le espera al que hace de fisgón.
—Si queda un poquito de leche, me parece que la tomaré con un poco de pan desmenuzado —dijo su papá—. Quizá eso me arregle el estómago.
Mick partió los bollos y metió lonchas de tocino frito en su interior. Luego fue a sentarse en las escaleras de atrás a comer su desayuno. La mañana era luminosa y cálida. Spareribs y Sucker jugaban con George en el patio trasero. Sucker llevaba su vestido playero y los otros dos se habían quitado toda la ropa excepto sus pantalones cortos. Se perseguían unos a otros con la manguera. El chorro de agua centelleaba bajo el brillante sol. El viento pulverizaba las gotas de agua formando una tenue neblina y en ella se formaban los colores del arco iris. La ropa tendida flameaba al viento: blancas sábanas, el vestido azul de Ralph, una blusa roja y varios camisones… húmedos y frescos hinchándose de diferentes formas. El día era casi veraniego. Pequeñas y vellosas avispas zumbaban en torno de la madreselva que había junto a la cerca del callejón.
—¡Mirad cómo la sostengo encima de la cabeza! —gritaba George—. Mirad cómo me corre el agua.
Mick se sentía demasiado llena de energía para permanecer sentada. George había llenado un saquito de tierra y lo había colgado de una rama del árbol como punching ball. Mick empezó a golpearlo. ¡Pic! ¡Poc! Golpeaba según el ritmo de la canción que le había venido a la mente aquella mañana al despertarse. George había mezclado una afilada roca con la tierra, y la muchacha se lastimó los nudillos.
—¡Ay! Me has echado el agua al oído. Me has destrozado el tímpano. No puedo oír.
—Ana, déjame echar agua a mí.
Chorros de agua chocaban con su cara, y en una ocasión los niños apuntaron la manguera contra sus piernas. Mick tenía miedo de que se mojara su caja, de modo que se la llevó a través del callejón al porche. Harry estaba sentado en su escalera leyendo el periódico. Ella abrió la caja y sacó su libreta de notas. Pero era difícil concentrar su mente en la canción que quería escribir. Harry miraba en su dirección, y ella no podía pensar.
Ambos habían hablado de muchos temas últimamente. Casi cada día volvían a casa juntos de la escuela. Hablaban de Dios. A veces ella se despertaba por la noche y temblaba pensando en lo que habían dicho. Harry era panteísta. Era una religión, lo mismo que baptista, o católico o judío. Harry creía que después de que uno moría y lo enterraban, se convertía en plantas y fuego y tierra y nubes y agua. Para ello hacían falta miles de años, y finalmente uno formaba parte del mundo. Decía que eso le parecía mejor que convertirse en un simple ángel. De cualquier forma, era mejor que nada.
Harry arrojó el periódico a su vestíbulo, y luego se acercó a Mick.
—Hace tanto calor como en el verano —dijo—. Y estamos sólo en marzo.
—Sí. Desearía poder ir a nadar.
—Podríamos ir si hubiera algún lugar.
—No hay ninguno. Excepto aquella piscina del club de campo.
—Me gustaría hacer algo…, salir e ir a alguna parte.
—A mí también —repuso ella—. ¡Aguarda! Conozco un lugar. Está en el campo, a unos veinticinco kilómetros. Es un arroyo profundo y ancho que hay en el bosque. Las Scouts montan allí un campamento en verano. La señora Wells me llevó una vez a mí, a George, a Pete y a Sucker a nadar el año pasado.
—Si quieres puedo conseguir bicicletas y podemos ir mañana. Tengo libre un domingo cada mes.
—Saldremos en las bicicletas y haremos un picnic.
—De acuerdo. Pediré prestadas las bicicletas.
Ya era hora de que Harry se fuera a trabajar. La muchacha le vio marchar calle abajo, balanceando los brazos. A media manzana había un laurel de ramas bajas. Harry tomó carrerilla, agarró una rama y la desgajó. Mick se vio invadida de una sensación de felicidad al darse cuenta de que eran realmente muy buenos amigos. Además, Harry era muy guapo. Le pediría prestado a Hazel su collar azul para el día siguiente, y se pondría su vestido de seda. Y para comer llevaría emparedados de gelatina y refrescos. Quizá Harry llevara algo extraño, porque en su casa comían al estilo ortodoxo judío. Le observó hasta que dobló la esquina. La verdad era que había crecido hasta convertirse en un buen mozo.
El Harry del campo era diferente del Harry sentado en la escalera de atrás leyendo el periódico y pensando en Hitler. Salieron por la mañana temprano. Las bicicletas que el muchacho había pedido prestadas eran de hombre…, con un tubo entre las piernas. Ataron los almuerzos y trajes de baño a los guardabarros, y salieron antes de las nueve. La mañana era cálida y soleada. Al cabo de una hora estaban muy lejos de la ciudad en un camino de arcilla roja. Los campos mostraban un color verde brillante y en el aire flotaba el penetrante olor de los pinos. Harry hablaba de manera excitada. Un viento cálido azotaba sus rostros. Mick tenía la boca muy seca y estaba hambrienta.
—¿Ves aquella casa que hay en lo alto de la colina? Paremos y vayamos a buscar un poco de agua.
—No, es mejor esperar. El agua de pozo da el tifus.
—Yo ya he tenido el tifus. Y neumonía y una pierna rota y un pie infectado.
—Ya me acuerdo.
—Sí —dijo Mick—. Cuando contrajimos el tifus, Bill y yo tuvimos que quedarnos en la habitación de delante, y Pete Wells corría por la acera levantando la nariz y mirando por la ventana. Bill se sentía muy avergonzado. A mí se me cayó todo el cabello y me quedé completamente calva.
—Apuesto a que estamos al menos a quince kilómetros de la ciudad. Llevamos montando una hora y media…, y corriendo.
—Yo tengo una sed tremenda —dijo Mick—. Y estoy hambrienta. ¿Qué llevas en esa bolsa para almorzar?
—Pudín de hígado frito, emparedados de pollo y pastel.
—Una buena comida para un picnic —Mick estaba avergonzada de lo que había traído—. Yo he traído dos huevos duros, ya rellenos, con paquetitos separados de sal y pimienta. Y bocadillos: gelatina de moras con mantequilla. Todo envuelto en papel impermeable. Y servilletas de papel.
—Yo no pretendía que tú trajeras nada —dijo Harry—. Mi madre preparó almuerzo para los dos. Yo te invité. Iremos a una tienda y compraremos bebidas frías.
Rodaron durante media hora antes de llegar finalmente a la tienda de la estación de servicio. Harry aparcó las bicicletas y ella entró antes que él. En contraste con el brillante resplandor del sol, la tienda parecía oscura. Las estanterías estaban repletas de tajadas de tocino, latas de aceite y sacos de harina. Las moscas zumbaban sobre un frasco grande y pegajoso de caramelo a granel del mostrador.
—¿Qué bebidas tienen? —preguntó Harry.
El tendero empezó a nombrarlas. Mick abrió la nevera y miró en su interior. El agua fría constituía una agradable sensación para sus manos.
—Quiero un refresco de chocolate. ¿Tienen?
—Ídem —dijo Harry—. Que sean dos.
—No, espera un momento. Aquí hay cerveza helada. Quiero una botella de cerveza, si es que te atreves a probarla.
Harry pidió una para él, también. Pensaba que era un pecado que alguien de menos de veinte años bebiera cerveza…, pero quizá de repente deseó portarse como un caballero. Después del primer trago puso cara de repugnancia. Estaban sentados en la escalera delante de la tienda. Mick tenía las piernas tan cansadas que le temblaban los músculos. Secó el cuello de la botella con la mano y tomó un largo y frío trago. Al otro lado de la carretera había una gran extensión de hierba, y más allá una franja de pinos. Los árboles ofrecían toda la gama de verdes…, desde un verde amarillento brillante hasta una tonalidad oscura que era casi negra. El cielo era de un azul muy intenso.
—Me gusta la cerveza —dijo ella—. Antes solía mojar trocitos de pan en el resto que dejaba papá. Me gusta lamer sal de la mano mientras bebo. Esta es la segunda botella que bebo en mi vida.
—El primer trago resultó amargo. Pero ahora tiene buen sabor.
El tendero les informó de que se encontraban a unos diecinueve kilómetros de la ciudad. Aún les quedaban seis por recorrer. Harry le pagó y salieron nuevamente al ardiente sol. Harry hablaba a gritos y no dejaba de reírse sin motivo.
—¡Caray! La cerveza y este sol tan fuerte me hacen sentir mareado. Pero me encuentro muy bien —dijo.
—Yo no veo la hora de empezar a nadar.
Había arena en el camino y tenían que ejercer toda su fuerza sobre los pedales para no quedar encallados. Harry tenía la camisa pegada al cuerpo por el sudor. Pero seguía hablando. La carretera se transformó nuevamente en arcilla roja, y la arena quedó a sus espaldas. Sonaba una lenta canción de color en la cabeza de Mick…, una canción que el hermano de Portia solía tocar con su armónica. La muchacha pedaleó siguiendo el compás.
Finalmente llegaron al lugar que ella estaba buscando.
—¡Ahí es! ¿Ves ese terreno que dice PRIVADO? Tenemos que encaramarnos a esa cerca de alambre y luego tomar por aquel sendero… ¿Ves allí?
El bosque estaba muy silencioso. Resbaladizas agujas de pino cubrían el terreno. Pocos minutos después habían llegado al arroyo. El agua tenía un color parduzco y la corriente era rápida. Y fría. No se oía ningún sonido excepto el del agua y una ligera brisa que cantaba en las copas de los pinos. Era como si los quietos y profundos bosques les volvieran tímidos, y caminaban lentamente a lo largo de la orilla del arroyo.
—¿No es hermoso?
Harry soltó una carcajada.
—¿Qué te hace susurrar? ¡Escucha! —se golpeó la boca con la mano al tiempo que lanzaba un largo grito indio que resonó a sus espaldas—. Vamos. Metámonos en el agua para refrescarnos.
—¿No tienes hambre?
—Conforme. Entonces comeremos primero. Comeremos la mitad del almuerzo ahora y la otra mitad más tarde, cuando salgamos.
Mick desenvolvió los emparedados de gelatina. Cuando los hubieron terminado, Harry hizo cuidadosamente una pelota con los papeles y los embutió en un hueco que había en el tronco de un árbol. Luego cogió sus shorts y bajó por el sendero. Mick se quitó las ropas detrás de un arbusto y luchó por meterse el traje de baño de Hazel. La prenda era demasiado pequeña y la hería entre las piernas.
—¿Estás lista? —gritó Harry.
La muchacha oyó un chapoteo en el agua y cuando llegó a la orilla Harry estaba ya nadando.
—No te zambullas todavía hasta que averigüe si hay troncos o lugares poco profundos —dijo.
No podía ver más que su cabeza agitándose en el agua. De todas maneras, Mick no tenía intención alguna de zambullirse. Ni siquiera sabía nadar. Había ido a bañarse sólo unas pocas veces en su vida…, y en tales casos llevaba flotadores o se quedaba en los lugares donde el agua no le cubría la cabeza. Pero no quería parecer blandengue diciéndoselo a Harry. Estaba avergonzada. De pronto le contó una historia:
—Ya no me zambullo. Antes lo hacía, desde muy arriba, continuamente. Pero una vez me abrí la cabeza, así que ya no lo hago más. —Pensó durante unos momentos—. Era un doble salto de la carpa lo que estaba haciendo. Y cuando salí, había sangre en el agua. Pero no le di importancia y seguí nadando. La gente empezó a gritarme. Entonces descubrí de dónde venía toda aquella sangre que había en el agua. Y desde entonces nunca he podido volver a nadar bien.
Harry se encaramó a la orilla.
—¡Caramba! Nunca había oído una cosa así.
Mick tuvo intención de adornar la historia para que pareciera más razonable, pero lo que hizo en realidad fue mirar a Harry. La piel de éste tenía una tonalidad castaño suave y el agua la hacía brillar. Tenía vello en el pecho y en las piernas. Con su ajustado bañador, parecía estar desnudo. Sin las gafas, su cara era más ancha y más hermosa. Sus ojos eran azules y estaban húmedos. También él la miraba a ella y pareció de repente como si se sintieran embarazados.
—El agua tendrá unos tres metros de profundidad, excepto en la otra orilla, donde es menos profunda.
—Entremos. Seguro que el agua fría está estupenda.
No tenía miedo. Se sentía como si hubiera subido a la cima de un árbol muy alto y no tuviera otra solución que bajar del mejor modo que supiera…, una sensación de calma chicha. Se descolgó por la orilla y se encontró en las heladas aguas. Estaba agarrada a una raíz, pero ésta se rompió y entonces empezó a nadar. En una ocasión tragó agua y la cabeza se le hundió, pero mantuvo la calma, siguió avanzando y no quedó mal. Consiguió nadar y llegar a la otra orilla, donde podía tocar fondo. Entonces se sintió bien. Golpeó el agua con los puños y gritó absurdas palabras para probar el eco.
—¡Mira!
Harry se encaramó a un alto y delgado arbolillo. El tronco era flexible, y al llegar a la cima se dobló por su peso. El muchacho se dejó caer al agua.
—¡Yo también! ¡Mira cómo lo hago yo!
—Es un árbol joven.
Mick era tan buena trepadora como cualquier otro chico de la manzana. Copió exactamente lo que había visto hacer a Harry, y golpeó el agua con dureza. Pero podía nadar, también. Ahora podía nadar perfectamente.
Jugaron a perseguirse por la orilla, saltando de vez en cuando a la fría agua pardusca. Gritaron y brincaron y se subieron a los árboles. Estuvieron jugando quizá durante un par de horas. Luego se quedaron de pie en la orilla y se miraron mutuamente, sin saber qué otra cosa hacer. De repente, ella dijo:
—¿Te has bañado alguna vez desnudo?
El bosque estaba muy tranquilo, y durante un minuto entero él no respondió. Tenía frío. Los pezoncitos se le habían vuelto duros y de color púrpura, color éste que también tenían sus labios. Le castañeteaban los dientes.
—No… No lo creo.
Mick estaba embargada por la excitación, y dijo algo que no había tenido intención de decir:
—Yo lo haría si tú lo hicieras. Te desafío.
Harry se echó hacia atrás sus morenos y húmedos rizos.
—Conforme.
Ambos se quitaron sus trajes de baño. Harry le daba la espalda. Se tambaleaba y tenía las orejas encarnadas. Luego se dieron la vuelta. Quizá estuvieran allí de pie mirándose durante media hora…, quizá fue sólo un momento.
Harry arrancó una hoja de un árbol y la rompió en trocitos.
—Mejor será que nos vistamos.
Ninguno de los dos habló durante el almuerzo. Extendieron la comida sobre el suelo. Harry lo dividió todo por la mitad. Después sintieron la soñolienta sensación de una tarde veraniega. En lo más profundo del bosque, no podían oír otro sonido que el lento fluir del agua y el canto de los pájaros. Harry tomó el huevo duro que le correspondía y aplastó la yema con el pulgar. ¿Qué le recordaba eso a Mick? Se oyó a sí misma respirar afanosamente.
Entonces el muchacho miró por encima de su hombro.
—Escucha. Creo que eres muy bonita, Mick. Nunca lo había pensado. No quiero decir que pensaba que eras fea…, solo quiero decir que…
Ella arrojó una piña al agua.
—Quizá será mejor que emprendamos el regreso si queremos estar en casa antes de que oscurezca.
—No —dijo él—. Echémonos. Sólo un minuto.
El muchacho apiló puñados de hojas y agujas de pino y musgo grisáceo. Ella, mientras, se chupaba la rodilla y le observaba. Tenía los puños apretados sintiendo que todo su cuerpo estaba en tensión.
—Ahora podemos dormir un poco y estaremos descansados para la vuelta.
Yacieron sobre el blando lecho y contemplaron las verdosas copas de los pinos que se recortaban contra el cielo. Un pájaro ensayó una triste y nítida canción que ella jamás había oído. Una nota alta como la de un oboe… y luego bajaba unos cinco tonos y la repetía. El canto era triste como una pregunta sin palabras.
—Me encanta este pájaro —dijo Harry—. Me parece que es un virio.
—Me gustaría que estuviéramos en el océano. En la playa y contemplando los barcos que navegan muy lejos. Tú te fuiste a la playa un verano…; exactamente, ¿cómo es?
La voz del muchacho era ronca y baja.
—Bien…, hay olas. A veces azules, y otras, verdes, y bajo el sol brillante parecen cristalinas. Y en la arena puedes encontrar unas conchas pequeñas. Como las que trajimos en una caja de cigarros. Y por encima del agua vuelan las gaviotas blancas. Estábamos en el golfo de México; allí sopla siempre una brisa fresca y no hace el calor abrasador de aquí. Siempre…
—Nieve —dijo Mick—. Eso es lo que me gustaría ver. Blancos ventisqueros de nieve como en las fotos. Ventiscas. Fría y blanca nieve que no deja de caer suavemente y sigue y sigue cayendo durante todo el invierno. Nieve como en Alaska.
Ambos se dieron la vuelta al mismo tiempo. Se juntaron, el uno contra el otro. Mick sintió que el muchacho temblaba, y cerró los puños con fuerza suficiente como para rompérselos. “Oh, Dios”, repetía Harry una y otra vez. Mick sentía como si la cabeza fuera a separársele del cuerpo, y sus ojos contemplaban directamente el sol enceguecedor mientras contaba algo en su mente.
Así fue como pasó.
Empujaron lentamente las bicicletas por la carretera. Harry llevaba la cabeza baja y los hombros encorvados. Sus sombras se dibujaban largas y negras en la polvorienta carretera, porque ya era muy avanzada la tarde.
—Escucha —dijo él.
—Sí.
—Tenemos que comprender esto. Tenemos que comprenderlo. ¿Comprendes tú… algo?
—No sé. Imagino que no.
—Escúchame. Tenemos que hacer algo. Sentémonos.
Dejaron las bicicletas y se sentaron en una zanja al lado de la carretera. Se sentaron muy separados el uno del otro. El tardío sol ardía sobre sus cabezas, y a su alrededor había varios hormigueros oscuros a punto de desmoronarse.
—Tenemos que comprenderlo —no dejaba de decir Harry.
El muchacho se puso a llorar. Estaba sentado muy rígido y las lágrimas rodaban por su blanca cara. Mick no conseguía adivinar qué era lo que le hacía llorar. Una hormiga le picó en el tobillo, y ella la cogió con los dedos y se la acercó al rostro para mirarla.
—La cosa es así —dijo Harry—. Nunca había besado a una chica.
—Yo tampoco había besado a un muchacho. Fuera de la familia, quiero decir.
—Era algo en lo que estaba pensando siempre…, besar a cierta chica. Solía hacer planes al respecto durante la clase en la escuela, y por las noches soñaba con ello. Y entonces, un día ella me dio una cita. Y diría que ella quería que la besara. Y no pude hacer más que mirarla en la oscuridad, y no pude hacerlo. No había hecho más que pensar en eso, en besarla, y cuando llegó el momento, no pude.
Mick cavó un agujerito en el suelo con el dedo y enterró la hormiga muerta.
—Fue todo culpa mía. El adulterio es un pecado terrible, lo mires como lo mires. Y tú eres dos años más joven que yo y sólo una niña.
—No, no lo soy. No soy ninguna niña. Pero quisiera serlo, sin embargo.
—Escúchame. Si crees que debemos hacerlo, podemos casarnos… secretamente o de otro modo cualquiera.
Mick movió negativamente la cabeza.
—No me gustaría. Nunca me casaré con ningún chico.
—Yo tampoco me casaré. De eso estoy seguro. Y no pienses que es por decirlo…; es la verdad.
La cara de Harry le daba miedo. Le temblaba la nariz y el labio inferior lo tenía manchado y ensangrentado allí donde se lo había mordido. Sus ojos estaban brillantes, húmedos y con un aspecto amenazador. Su cara era la más blanca que ella jamás viera. Apartó la mirada de él. Todo iría mejor si él dejara de hablar. Los ojos de Mick miraron lentamente a su alrededor: se fijaron en la arcilla veteada de rojo y blanco y de la zanja, en una botella de whisky rota, en un pino que había al otro lado del camino con un letrero en el que se solicitaban candidatos para el puesto de sheriff del condado. Quería estar sentada en silencio durante largo rato, y no pensar decir ni una palabra.
—Me voy de la ciudad. Soy un buen mecánico y puedo conseguir un trabajo en cualquier otro lugar. Si me quedo en casa, mamá sería capaz de descubrírmelo en los ojos.
—Dime. ¿Puedes mirarme a mí y ver la diferencia?
Harry estuvo estudiando su cara durante largo rato, y finalmente respondió asintiendo. Luego dijo:
—Hay otra cosa más. Dentro de un mes o dos te mandaré mi dirección, y tú me escribes y me dices con seguridad si te encuentras bien.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella lentamente.
Él se lo explicó:
—Todo lo que tienes que hacer es escribir “Muy bien”, y yo ya entenderé.
Volvieron a emprender el camino hacia casa empujando las bicicletas. Sus sombras se alargaban cada vez más hasta adoptar un tamaño gigantesco en la carretera. Harry caminaba encorvado como un viejo mendigo, y no cesaba de secarse la nariz con la manga de la camisa. Durante un minutó más el paisaje fue bañado por el dorado brillo del sol antes de ponerse éste detrás de los árboles, y las sombras de los dos muchachos desaparecieron de la carretera delante de ellos. Mick se sentía muy vieja, y era como si llevara en su interior algo muy pesado. Era ya una persona mayor, tanto si le gustaba como si no.
Habían recorrido a pie los veinticinco kilómetros, y se encontraban ya en el oscuro callejón, cerca de su casa. Mick pudo ver la amarillenta luz de su cocina. La casa de Harry estaba a oscuras…, su madre aún no había regresado. La mujer trabajaba para un sastre en una tienda de una calle secundaria. A veces incluso en domingo. Si uno miraba por la ventana podía verla encorvada en la parte de atrás sobre la máquina o ensartando una larga aguja a través de la gruesa tela. Nunca levantaba la mirada cuando la miraban. Y por las noches cocinaba aquellos platos ortodoxos para Harry y para ella.
—Oye… —dijo él.
Ella esperó en la oscuridad, pero el muchacho no terminó la frase. Se dieron la mano y Harry enfiló por el oscuro callejón entre las casas. Al llegar a la acera se volvió y miró por encima de su hombro. Una luz brillaba en su cara, y ésta era blanca y tenía una dura expresión. Luego se fue.
—Escucha una adivinanza —dijo George.
—Escucho.
—Dos indios van por un camino. El de delante es hijo del que va detrás, pero el de detrás no es su padre. ¿Qué parentesco tienen?
—Veamos. Es su padrastro.
George sonrió a Portia con sus dientecillos cuadrados, azules.
—Su tío, entonces.
—No lo adivinas. Es su madre. El truco está en que tú no piensas que un indio sea una mujer.
Mick permanecía fuera, observándolos. La puerta enmarcaba la cocina como si fuera un cuadro. Dentro todo era acogedor y limpio. Sólo estaba encendida la luz del fregadero, y en la habitación había sombras. Bill y Hazel estaban jugando a la veintiuna en la mesa, con fósforos en lugar de dinero. Hazel se tocaba las trenzas con sus regordetes y rosados dedos mientras Bill chupaba hacia dentro sus mejillas y manejaba las cartas con mucha seriedad. Portia estaba secando en el fregadero los platos con un paño a cuadros limpio. Se la veía delgada, la piel de un amarillo dorado, y llevaba su negro y grasiento cabello alisado pulcramente. Ralph estaba sentado muy quietecito en el suelo, y George trataba de colocarle una especie de arneses hechos de viejos adornos de Navidad.
—Mira, otra adivinanza, Portia. Si la manecilla de un reloj señala las dos y media…
Mick entró en la habitación. Era como si hubiera esperado que, al verla, todos se iban a poner de pie rodeándola y mirándola. Pero la verdad es que se limitaron a mirarla. Se sentó a la mesa y esperó.
—Y aquí vienes tú tranquilamente después de que todo el mundo ha terminado de cenar. Parece como si una no pudiera terminar nunca con el trabajo.
Nadie se fijó en ella. Se comió un gran plato de col y salmón y terminó con un dulce de leche cuajada. Era en su mamá en quien pensaba Mick. La puerta se abrió y su mamá entró y le dijo a Portia que sacara la gasolina, que Miss Brown había dicho que había encontrado una chinche en su habitación.
—Deja de fruncir el ceño, Mick. Estás llegando a la edad en que deberías arreglarte un poco más y tratar de tener el mejor aspecto posible. Y espera un momento…; no te vayas así cuando te estoy hablando. Quiero que le des un buen baño a Ralph antes de ir a la cama. Límpiale bien la nariz y las orejas.
El suave cabello de Ralph estaba pegajoso de harina. Lo secó en el escurreplatos y le lavó la cara y las manos en el fregadero. Bill y Hazel terminaron su juego. Las largas uñas de Bill arañaban la mesa mientras recogía los fósforos. George llevó a Ralph a la cama. Mick y Portia se quedaron solas en la cocina.
—¡Escúchame! Mírame. ¿No observas nada diferente?
—Claro que sí, cariño.
Portia se puso su sombrero rojo y se calzó los zapatos.
—Bien…
—Mira, toma un poquito de grasa y frótate la cara con ella. Tienes la nariz muy pelada. Dicen que la grasa es el mejor remedio para las quemaduras del sol.
Mick salió al oscuro patio trasero, y empezó a arrancar trozos de corteza de los robles con las uñas. Casi era peor así. Quizá se sentiría mejor si los que la miraban se dieran cuenta. Si lo supieran.
Su papá la llamó desde la escalera de atrás.
—¡Mick! ¡Mick!
—Sí, señor.
—Al teléfono.
George se acercó y trató de escuchar, pero ella le empujó para que se fuera. La señora Minowitz hablaba muy fuerte y muy excitada.
—Mi Harry ya debería estar en casa. ¿Sabes dónde está?
—No, señora.
—Dijo que vosotros dos ibais de excursión en bicicleta. ¿Dónde podrá estar? ¿No lo sabes tú?
—No, señora —volvió a decir Mick.