Durante seis semanas Portia había esperado tener noticias de William. Todas las noches se llegaba a la casa del doctor Copeland para hacerle la misma pregunta: “¿Sabe de alguien que haya recibido una carta de Willie?” Y todas las noches él se veía obligado a decirle que no tenía noticias.
Finalmente dejó de hacerle esta pregunta. Entraba en el vestíbulo y le miraba sin decir una palabra. Ella había estado bebiendo. Con frecuencia llevaba la blusa medio desabrochada y los cordones de los zapatos sueltos.
Llegó febrero. El tiempo se volvió más cálido, y luego francamente caluroso. El sol resplandecía con todo su fulgor. Los pájaros cantaban en los árboles sin hojas y los niños jugaban ante la puerta de su casa descalzos y desnudos hasta la cintura. Las noches eran tórridas como en pleno verano. Luego, al cabo de unos días, el invierno volvió a caer sobre la ciudad. Los suaves cielos se oscurecieron. Cayó una lluvia helada y la atmósfera se tornó húmeda y terriblemente fría. En la ciudad los negros sufrían tremendamente. Habían agotado las reservas de carbón, y todo el mundo luchaba por un poquito de calor. Una epidemia de neumonía asoló las húmedas y estrechas calles, y durante una semana el doctor Copeland se vio obligado a dormir en horas inverosímiles y completamente vestido. Pero seguían sin llegar noticias de William. Portia le había escrito cuatro veces, y el doctor Copeland, dos.
Durante la mayor parte del día y de la noche, no disponía de tiempo para pensar. Pero de vez en cuando encontraba una oportunidad para descansar unos momentos en casa. Se bebía una jarra de café junto a la estufa y se apoderaba de él un gran desasosiego. Cinco de sus pacientes habían muerto. Y uno de ellos era Augustus Benedict Mady Lewis, el pequeño sordomudo. Le habían pedido que hablara en el funeral, pero como tenía por regla no asistir a los entierros no pudo aceptar la invitación. Los cinco pacientes no se habían perdido por ninguna negligencia de su parte. La culpa había que buscarla en los largos años de necesidades que habían tenido que soportar. Las dietas a base de pan de maíz, vientre de cerdo y jarabe, el amontonamiento de cuatro o cinco personas en una sola habitación. La muerte de los pobres. Meditaba sobre esto y bebía café para mantenerse despierto. A menudo se llevaba las manos a la barbilla porque, recientemente, cuando estaba fatigado su cabeza no se mantenía firme a causa de un ligero temblor de los nervios del cuello.
Más tarde, durante la cuarta semana de febrero, Portia vino un día a casa. Eran tan sólo las seis de la mañana, y el doctor estaba sentado junto al fuego de la cocina, calentándose un cazo de leche para desayunar. La joven estaba saturada de alcohol. Despedía un fuerte y dulzón olor a ginebra, y las ventanillas de la nariz del doctor se ensancharon con disgusto. No se molestó en mirarla, sino que siguió ocupándose de su desayuno. Desmenuzó un poco de pan en el bol y le echó la leche caliente. Preparó café y puso la mesa.
Luego, cuando estuvo sentado ante su desayuno, miró a Portia severamente.
—¿Has desayunado ya?
—No voy a desayunar —repuso ella.
—Te hará falta. Si es que tienes intención de ir a trabajar hoy.
—No voy a ir a trabajar.
El médico sintió miedo. No quiso preguntar más. Mantenía sus ojos fijos en el bol de leche y tomaba pequeñas cucharadas de ésta con mano poco firme. Cuando hubo terminado miró a la pared que había encima de la cabeza de la muchacha.
—¿Te han comido la lengua?
—Iba a contártelo. Vas a oírlo. Tan pronto como pueda hablar, voy a contártelo.
Portia se sentó y permaneció inmóvil en la silla, sus ojos moviéndose lentamente de un rincón de la pared al otro. Los brazos le colgaban sin fuerza, y tenía las piernas entrelazadas fláccidamente. Cuando dejó de mirarla, el médico experimentó por un momento un peligroso sentimiento de alivio y libertad, que era tanto más agudo cuanto que sabía que pronto ese sentimiento sería destrozado. Arregló el fuego y se calentó las manos. Luego lió un cigarrillo. La cocina se encontraba en un estado de orden y limpieza inmaculados. Las cazuelas de la pared brillaban con la luz de la estufa, y detrás de cada una de ellas podía percibirse un redondel negruzco.
—Se trata de Willie.
—Lo sé —el médico lió el cigarrillo cuidadosamente entre las palmas de sus manos. Sus ojos miraban inconsideradamente a su alrededor, buscando ávidamente los últimos dulces placeres.
—En una ocasión ya te conté que ese Buster Johnson estaba en la prisión con Willie. Ya le conocíamos de antes. Ayer lo mandaron a casa.
—¿Y?
—Willie ha quedado inválido para toda su vida.
Al doctor Copeland le tembló la cabeza. Se apretó el mentón con la mano para mantenerla firme, pero el obstinado temblor era difícil de controlar.
—Anoche legaron unos amigos a casa y dijeron que Buster había llegado y tenía que decirme algo sobre Willie. Fui corriendo, y esto es lo que me dijo.
—Sí.
—Eran tres. Willie, Buster y el otro chico. Eran amigos. Luego pasaron todos esos problemas.
Portia se detuvo. Se humedeció el dedo con la lengua y luego se humedeció los labios con el dedo.
—Tenía algo que ver con la forma como esos guardias blancos se metían con ellos continuamente. Un día estaban trabajando en una carretera, y Buster se insolentó y luego el otro chico intentó huir hacia el bosque. Los llevaron a los tres. Los llevaron a los tres al campo y los metieron en aquel cuarto frío como el hielo.
El médico volvió a decir que sí. Pero la cabeza le temblaba y la palabra sonó como un chasquido en su garganta.
—Hará de esto unas seis semanas —siguió Portia—. Te acordarás del frío que hizo entonces. Metieron a Willie y a los otros chicos en aquella habitación helada.
Portia hablaba con voz baja, sin hacer ninguna pausa entre las palabras y sin que se aliviara la pena en su cara. Era como una canción baja. Ella hablaba y él no podía comprender. Las palabras sonaban claramente en sus oídos, pero carecían de forma y significado. Era como si su cabeza fuera la proa de una barca y los sonidos fueran como el agua que rompía contra ella y luego fluía por sus costados Tenía la sensación de que para descubrir las palabras que ya se habían dicho tenía que mirar a su espalda.
—… y los pies se les hincharon, y allí quedaron en el suelo, haciendo esfuerzos y gritando. Y no venía nadie. Estuvieron gritando durante tres días y tres noches, y no fue nadie.
—Estoy sordo —dijo el doctor Copeland—, y no puedo entender.
—Metieron a nuestro Willie y a los chicos en aquella habitación fría como el hielo. Había una cuerda que colgaba del techo. Les quitaron los zapatos y les ataron los pies desnudos a la cuerda. Willie y los otros chicos se quedaron allí con la espalda sobre el suelo y los pies en el aire. Y los pies se les hincharon, y ellos no dejaban de luchar y gritar. Hacía un frío terrible en la habitación, y se les helaron los pies. Se les hincharon los pies, y estuvieron gritando durante tres días y tres noches. Y no vino nadie.
El doctor Copeland se apretó la cabeza con las manos, pero no consiguió detener el constante temblor.
—No puedo oír lo que dices.
—Luego, al final, vinieron a buscarles. Rápidamente se llevaron a Willie y a los otros a la enfermería, y tenían las piernas hinchadas y congeladas. Gangrena. Le serraron los dos pies a nuestro Willie. Buster Johnson perdió un pie, y el otro se recuperó. Pero nuestro Willie está lisiado para toda su vida. Le cortaron los dos pies.
El eco de sus palabras se apagó, y Portia se inclinó hacia delante y golpeó la cabeza contra la mesa. No lloraba ni gemía, sino que se golpeaba una y otra vez la cabeza contra la pulida superficie de madera de la mesa. El bol y la cuchara empezaron a tintinear, y el doctor los apartó metiéndolos en el fregadero. Las palabras estaban esparcidas por su mente, pero él no trató de reunirlas. Lavó con agua caliente el bol y la cuchara, y escurrió el paño de cocina. Recogió algo del suelo y lo puso en alguna parte.
—¿Lisiado? —preguntó—. ¿William?
Portia se golpeaba la cabeza contra la mesa y aquellos golpes tenían un ritmo como el lento batir de un tambor. El médico sintió que su corazón latía también con el mismo ritmo. Suavemente, las palabras cobraron vida y adquirieron significado, y el médico comprendió.
—¿Cuándo lo mandarán a casa?
Portia apoyó la cabeza en el brazo.
—Buster no lo sabía. En seguida los separaron a los tres y los pusieron en distintos lugares. Enviaron a Buster a otro campo. Como a Willie le faltan sólo unos pocos meses, piensa que es probable que le envíen a casa en seguida.
Bebieron café y permanecieron sentados durante largo rato, mirándose mutuamente a los ojos. La taza del médico producía un golpeteo contra sus dientes. Portia vertió un poco de café en un platillo y parte de él se le derramó sobre el regazo.
—William… —empezó a decir el doctor Copeland. Al pronunciar el nombre sus dientes mordieron profundamente la lengua y el médico sacudió la cabeza por el dolor. Siguieron sentados largo rato. Portia le sostenía la mano. La triste luz matinal daba tonalidades grises a las ventanas. Afuera seguía lloviendo.
—Si es que pienso ir a trabajar, mejor será que me vaya ahora —declaró Portia.
El médico la siguió por el pasillo y se detuvo junto al perchero para ponerse la chaquetea y la bufanda. La abierta puerta dejó penetrar una racha de aire frío, húmedo. Highboy estaba sentado en el bordillo con un húmedo periódico sobre la cabeza para protegerse de la lluvia. A lo largo de la acera había una valla. Portia se apoyaba en ella mientras caminaba. El doctor Copeland seguía a pocos pasos detrás, y sus manos, igualmente, tocaban las tablas de la valla para sostenerse. Highboy los seguía a ambos.
El médico aguardaba la aparición de la negra, terrible cólera como la de una bestia que surge en medio de la noche. Pero no se produjo. Las tripas le pesaban como el plomo, caminaba lentamente y se apoyaba en las empalizadas y en las frías y húmedas paredes de los edificios. Descendió a las profundidades hasta que finalmente ya no quedó más abismo. Tocó el sólido fondo de la desesperación, y se sintió algo aliviado.
En ello conoció cierta fuerza y una sagrada alegría. El perseguido se ríe, y el esclavo negro canta para su alma ultrajada bajo el látigo. Una canción sonaba en su interior ahora…, aunque no se trataba de música, sino que era sólo el sentimiento de una canción. Y la empapada pesadez de la paz entumecía sus miembros, de manera que sólo gracias a su firme determinación conseguía moverse. ¿Por qué continuaba su camino? ¿Por qué no echarse a descansar allí mismo sobre el fondo de su máxima humillación y por un rato asumir su contenido?
Pero siguió hacia delante.
—Tío —dijo Mick—. ¿No cree que un poco de café le haría sentirse mejor?
El doctor Copeland la miró a la cara pero no dio señales de haber oído. Habían cruzado la ciudad y llegado finalmente al callejón que había detrás de la casa de los Kelly. Portia había sido la primera en entrar, y él la siguió. Highboy permanecía afuera, en la escalera. Mick y sus dos hermanitos estaban ya en la cocina. Portia habló de William. El doctor Copeland no escuchaba las palabras, pero la voz de la muchacha tenía un ritmo: un comienzo, una mitad y un final. Y cuando había terminado, empezaba de nuevo. Llegaron más personas a la habitación para escuchar la historia.
El doctor Copeland permanecía sentado en un taburete en el rincón. Su chaqueta y bufanda despedían un tenue vapor, colgadas del respaldo de una silla junto al fuego. El médico sostenía su sombrero entre las rodillas, y sus largas y morenas manos se movían nerviosamente a lo largo de la gastada ala. La amarillenta parte interna de sus manos estaba tan húmeda que de vez en cuando tenía que secársela con un pañuelo. La cabeza le temblaba, y tenía todos los músculos rígidos por el esfuerzo de mantenerla inmóvil.
Mister Singer entró en la habitación. El doctor Copeland levantó la cara hacia él. “¿Se ha enterado?”, preguntó. Mister Singer asintió con la cabeza. En sus ojos no había ni horror ni piedad ni odio. De todas las personas a quienes conocía, sus ojos eran los únicos que no expresaban tales reacciones. Porque era el único en comprender esto.
Mick le susurró a Portia:
—¿Cómo se llama tu padre?
—Se llama Benedict Mady Copeland.
Mick se inclinó sobre el doctor Copeland y le gritó cerca de la cara, como si fuera sordo:
—Benedict, ¿no cree que un poco de café le haría sentirse mejor?
El doctor Copeland se sobresaltó.
—Deja de gritar —dijo Portia—. Puede oír tan bien como tú.
—Oh —exclamó Mick. Vació los posos del cazo y puso a hervir otra vez café.
El mudo seguía en la puerta. El doctor Copeland continuaba mirándolo a la cara.
—¿Se ha enterado?
—¿Qué les harán a esos guardias de la prisión? —preguntó Mick.
—Cariño, no lo sé —dijo Portia—. No lo sé.
—Yo les haría algo. Seguro que les haría algo.
—Nada que podamos hacer nosotros cambiará las cosas. Lo mejor que podemos hacer es mantener la boca cerrada.
—Deberían hacerles lo mismo que ellos hicieron a Willie y a los otros. Peor aún. Me gustaría poder reunir a algunas personas y matar yo mismo a esos hombres.
—Ésa no es forma cristiana de hablar —dijo Portia—. Podemos descansar y saber que Satanás los va a ensartar con su horca y los va a freír por toda la eternidad.
—De todos modos, Willie podrá seguir tocando la armónica…
—Con los dos pies cortados, será lo único que podrá hacer.
La casa estaba llena de ruidos e inquietud. En el cuarto de encima de la cocina alguien estaba moviendo los muebles. El comedor estaba atestado de huéspedes. La señora Kelly iba corriendo de un lado para el otro, de la mesa del desayuno a la cocina. Mister Kelly andaba vagando por la casa con un par de holgados pantalones y una bata. Los pequeños Kelly comían glotonamente en la cocina. Podían oírse puertas que daban golpes y voces por toda la casa.
Mick sirvió al doctor Copeland una taza de café mezclado con la leche aguada. La leche le daba a la bebida un brillo gris azulado. Parte del líquido se había derramado sobre el plato, por lo que el médico secó primero el plato y el borde de la taza con su pañuelo. La verdad es que no tenía deseos de tomar café.
—Quisiera poder matarlos —repitió Mick.
La casa se calmó. La gente del comedor se marchó al trabajo. Mick y George se fueron a la escuela, y el pequeñín fue encerrado en una de las habitaciones delanteras. La señora Kelly se envolvió la cabeza con una toalla y cogiendo una escoba subió por la escalera.
El mudo seguía de pie en el marco de la puerta. El doctor Copeland no apartaba la mirada de su rostro. “¿Se ha enterado?”, volvió a preguntar. Las palabras no fueron audibles —se estrangularon en su garganta— pero sus ojos eran lo suficientemente expresivos. Luego el mudo se marchó. El doctor Copeland y Portia se quedaron solos. Él permaneció sentado durante un rato en el taburete del rincón. Al final, se levantó para irse.
—Siéntate, padre. Vamos a quedarnos juntos esta mañana. Voy a freír pescado, y tomaremos pan de huevo y patatas para comer. Tú te quedas aquí, y luego pienso servirte una buena comida caliente.
—Sabes que tengo visitas.
—Sólo por un día. Por favor, padre. Siento como si fuera a reventar. Además, no quiero que andes por las calles tú solo.
El médico vaciló y se palpó el cuello del abrigo. Estaba muy húmedo.
—Lo siento, hija mía. Ya sabes que tengo visitas.
Portia sostuvo la bufanda del médico encima de la estufa hasta que la lana se calentó. Le abrochó el abrigo y le levantó el cuello. El doctor Copeland se aclaró la garganta y escupió en uno de los trocitos de papel que llevaba en el bolsillo. Luego quemó el papel en la estufa. Al marcharse se detuvo y habló con Highboy en la escalera. Sugirió que Highboy se quedara con Portia si podía arreglar lo de faltar a su trabajo.
El aire era penetrante y frío. Del cielo bajo, plomizo, caía una incesante llovizna. El agua se había filtrado en los cubos de basura, y en el callejón flotaba un rancio olor de desechos húmedos. Al caminar, el médico iba equilibrándose con la ayuda de una valla, y mantenía sus ojos fijos en el suelo.
Hizo todas las vistas estrictamente necesarias. Luego, atendió a los pacientes en su consulta desde el mediodía hasta las dos en punto. Después se sentó a su mesa con los puños apretados. Pero era inútil tratar de cavilar sobre este asunto.
Sintió deseos de no volver a ver una cara humana. Sin embargo, al mismo tiempo no se veía capaz de permanecer allí sentado, solo, en la vacía habitación. Se puso el abrigo y salió nuevamente a la húmeda y fría calle. En el bolsillo guardaba varias recetas para dejar en la farmacia. Pero no deseaba hablar con Marshall Nicolls. Entró en la tienda y dejó las recetas sobre el mostrador. El farmacéutico apartó su mirada de los polvos que estaba midiendo y alargó ambas manos. Sus gruesos labios se movieron durante un momento sin emitir sonido alguno antes de recuperar su aplomo.
—Doctor —dijo formalmente—. Debe usted saber que tanto yo como mis colegas y miembros de mi logia y mi iglesia… sentimos profundamente su pena y deseamos manifestarle toda nuestra simpatía.
El doctor Copeland se dio la vuelta bruscamente y salió sin pronunciar una palabra. Aquello era muy poco. Se necesitaba algo más. La firme, la verdadera determinación, la voluntad de hacer justicia. Caminaba rígidamente, los brazos pegados a los costados, en dirección a la calle principal. Cavilaba sin éxito. No se le ocurría ninguna persona blanca con poder en toda la ciudad que fuera a la vez valiente y justa. Pensó en todos los abogados, jueces, funcionarios públicos cuyo nombre le resultara familiar…, pero la imagen de cada uno de estos hombres no hacía más que aumentar la amargura de su corazón. Finalmente se decidió por el juez del Tribunal Supremo. Al llegar al palacio de justicia, no vaciló sino que entró rápidamente, decidido a ver al juez aquella misma tarde.
El amplio vestíbulo principal estaba vacío excepto por algunos desocupados que se recostaban en las puertas que daban a las oficinas de cada lado. No sabía dónde podría encontrar el despacho del juez, de modo que vagó sin rumbo por el edificio, mirando los rótulos de las puertas. Finalmente, llegó a un estrecho pasillo. A mitad de camino del corredor había tres blancos de pie, hablando, que bloqueaban el camino. Se arrimó estrechamente contra la pared para pasar, pero uno de ellos se dio la vuelta para detenerle.
—¿Qué quieres?
—¿Sería usted tan amable de decirme dónde está situada la oficina del juez?
El hombre blanco señaló con su pulgar hacia el fondo del corredor. El doctor Copeland lo reconoció como uno de los sheriffs suplentes. Se habían visto docenas de veces, pero el sheriff no lo recordaba. Todos los blancos les resultaban iguales a los negros, pero éstos se preocupaban de diferenciarlos. Por otra parte, los negros les parecían todos iguales a los blancos, pero éstos no se molestaban generalmente en fijar el rostro de los negros en su mente. De modo que el blanco le dijo:
—¿Qué quieres usted, reverendo?
Aquel familiar título burlesco le irritó.
—No soy ministro —dijo—. Soy médico, doctor en medicina. Me llamo Benedict Mady Copeland, y quisiera ver al juez inmediatamente por un asunto urgente.
El sheriff era como los demás hombres blancos en el sentido de que un discurso claramente enunciado le enfurecía.
—¿Eso es todo? —se burló. Hizo un guiño a sus amigos—. Digamos entonces que soy un sheriff suplente, que me llamo Mister Wilson y que le digo a usted que el juez está ocupado. Vuelva algún otro día.
—Es imprescindible que vea al juez —dijo el doctor Copeland—. Aguardaré.
Había un banco en la entrada del pasillo, y se sentó en él. Los tres blancos continuaron hablando, pero él sabía que el sheriff le estaba vigilando. Sin embargo, estaba decidido a no marcharse. Transcurrió más de media hora. Varios hombres blancos circularon libremente arriba y abajo del corredor. Él sabía que el sheriff le vigilaba, por lo que permanecía sentado rígido, con las manos entre las rodillas. Su sentido de la prudencia le decía que se marchara y volviera después, por la tarde, cuando el sheriff no estuviera allí. Toda su vida él había sido circunspecto en su trato con esa clase de gente. Pero ahora había algo en él que no le dejaba retirarse.
—¡Tú, ven aquí! —gritó finalmente el sheriff.
La cabeza le temblaba, y al levantarse no se mantuvo firme sobre sus pies.
—¿Sí?
—¿Por qué has dicho que querías ver al juez?
—No lo he dicho —repuso el doctor Copeland—. He dicho simplemente que mi asunto con él era urgente.
—No puedes tenerte en pie. Has estado bebiendo licor, ¿verdad? Lo huelo en tu aliento.
—Eso es mentira —dijo el doctor Copeland lentamente—. Yo no he…
El sheriff le golpeó en la cara, y cayó contra la pared. Dos hombres blancos lo agarraron por los brazos y lo arrastraron escaleras abajo a la planta principal. Él no se resistió.
—Eso es lo malo de este país —dijo el sheriff—. Los condenados negros petulantes como él.
El médico no dijo una sola palabra y dejó que hicieran con él lo que quisieran. Aguardó la terrible cólera, y sintió que empezaba a despertarse en él. La rabia lo debilitó de modo que tropezó al andar. Lo metieron en la furgoneta de la policía con dos hombres como guardianes. Lo llevaron a la comisaría y luego a la cárcel. Fue al entrar en la cárcel cuando se desató en él la fuerza de su furia. Se deshizo repentinamente de su presa. Lo rodearon en un rincón. Lo golpearon en la cabeza y los hombros con sus porras. Pero sentía en su interior una fuerza arrolladora y se oía a sí mismo reír en voz alta mientras luchaba. Sollozaba y reía al mismo tiempo. Golpeaba salvajemente con sus pies. Peleó con los puños e incluso golpeó a sus adversarios con la cabeza. Por fin lo sujetaron de tal forma que no podía moverse. Lo arrastraron centímetro a centímetro por el pasillo de la cárcel. Abrieron la puerta de una celda. Alguien desde atrás le golpeó en la ingle, y el médico cayó de rodillas en el suelo.
En el exiguo cubículo había otros cinco prisioneros: tres negros y dos blancos. Uno de los blancos era un viejo borracho. Estaba sentado en el suelo, rascándose. El otro preso blanco era un muchacho de no más de quince años. Los tres negros eran jóvenes. Mientras yacía en la litera mirándoles la cara, el doctor Copeland reconoció a uno de ellos.
—¿Y eso que está usted aquí? —preguntó el joven—. ¿No es usted el doctor Copeland?
El médico respondió afirmativamente.
—Me llamo Dary White. Le operó usted las amígdalas a mi hermana el año pasado.
La helada celda estaba impregnada de un olor repugnante. En un rincón había un cubo lleno a rebosar de orines. Y las cucarachas se paseaban por las paredes. El doctor Copeland cerró los ojos y debió quedarse dormido inmediatamente porque cuando levantó otra vez la mirada la pequeña ventana enrejada estaba negra y en el pasillo brillaba una luz potente. En el suelo había cuatro platos de hojalata vacíos. Su cena de col y pan de maíz estaba a su lado.
Se sentó en la litera y estornudó varias veces con violencia. Al respirar, la flema le producía un estertor en su pecho. Al cabo de un rato el joven blanco empezó a estornudar también. Al doctor Copeland se le habían acabado los trozos de papel y tuvo que usar las hojas de una libreta de notas que llevaba en el bolsillo. El muchacho blanco se inclinó sobre el cubo del rincón y simplemente dejó que corriera el agua que le salía de la nariz sobre la pechera de la camisa. Tenía los ojos dilatados y las mejillas enrojecidas. Estaba acurrucado en el borde de una litera y gemía.
Poco después fueron conducidos al retrete, y a su regreso se prepararon para dormir. Eran seis hombres para ocupar cuatro literas. El viejo se echó en el suelo y empezó a roncar. Dary y otro de los muchachos se metieron juntos en una litera.
Las horas fueron interminables. La luz del pasillo les quemaba los ojos y el olor de la celda convertía cada respiración en un suplicio. El médico no podía entrar en calor. Los dientes le castañeteaban y experimentó un violento escalofrío. Se incorporó envuelto en la sucia manta y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás Dos veces alargó la mano para tapar el muchacho blanco, el cual murmuraba y extendía los brazos en sueños. El médico se tambaleó, la cabeza entre las manos, y de su garganta brotó un gemido acompasado. No podía pensar en William. Ni tampoco podía cavilar sobre su firme propósito y obtener fuerza de ello. No podía sentir otra cosa que la desgracia que le embargaba.
Más tarde le aumentó la fiebre. Sintió como una oleada de calor por todo el cuerpo. Se echó hacía atrás, y le pareció que se hundía en un lugar cálido y rojo y lleno de confort.
A la mañana siguiente salió el sol. Aquel extraño invierno sureño tocaba a su fin. El doctor Copeland fue puesto en libertad. Un pequeño grupo le esperaba fuera de la cárcel. Mister Singer estaba allí. Y Portia, Highboy y Marshall Nicolls estaban presentes también. Sus caras aparecían confusas y no podía distinguirlas claramente. El sol brillaba con fuerza.
—Padre, ¿no sabes que ésta no es forma de ayudar a nuestro Willie? Andar enredado con blancos en el palacio de justicia… Lo mejor que podemos hacer es mantener la boca cerrada y esperar.
Su potente voz resonaba débilmente en sus oídos. Subieron a un taxi, y poco después se encontraba en casa con la cara apretada contra la fresca y blanca almohada.