Ya no volvió a poseer una sola moneda. Eran muy pobres. El dinero era lo principal. Siempre era lo mismo: dinero, dinero, dinero. Habían tenido que pagar un dineral por la habitación individual de Baby Wilson y por su enfermera privada. Y ésa era sólo una de las facturas. En cuanto pagaban una cosa, inmediatamente surgía otra. Debían unos doscientos dólares que tendrían que pagar inmediatamente. Perdieron la casa. Su papá consiguió unos cien dólares en el trato y dejó que el banco ejecutara la hipoteca. Después pidió prestados otros cincuenta dólares y Mister Singer salió como fiador. Después de eso su preocupación fue el alquiler de cada mes, en vez de los impuestos. Eran casi tan pobres como los obreros de las fábricas. Sólo que nadie podía mirarles por encima del hombro.
Bill había encontrado empleo en una planta embotelladora y ganaba diez dólares por semana. Hazel trabajaba de aprendiz en un salón de belleza, con un sueldo de ocho dólares a la semana. Y Etta vendía entradas para un cine por cinco dólares a la semana. Cada uno de ellos entregaba la mitad de lo que ganaba para su manutención. Por entonces la casa tenía siete huéspedes a cinco dólares por cabeza. Y a Mister Singer, que pagaba su alquilar con mucha prontitud. Con lo que ganaba su padre venían a reunir doscientos dólares al mes…, y con ello tenía que dar de comer a seis huéspedes y a la familia —a los primeros, bastante bien—, pagar el alquiler de la casa y los plazos de los muebles.
George y Mick ya no recibían dinero para el almuerzo ahora, de modo que la muchacha tuvo que terminar con sus lecciones de música. Portia guardaba las sobras del almuerzo para que ella y George comieran después de venir de la escuela. Siempre tenían que hacer sus comidas en la cocina. El que Bill y Hazel y Etta comieran con los huéspedes o lo hicieran en la cocina dependía de la cantidad de comida que hubiera. En la cocina comían sémola, grasa y carne de ijada, y tomaban café para desayunar Para cenar tenían lo mismo junto con lo que hubiera podido sobrar del comedor. Los mayores se quejaban cuando tenían que comer en la cocina Y a veces ella y George pasaban realmente hambre durante dos o tres días.
Pero todo esto sucedía en el cuarto exterior. Nada tenía que ver con la música y los países extranjeros y los planes que ella hacía. El invierno fue frío. La escarcha se acumulaba en los cristales. Por la noche el fuego del cuarto de estar crepitaba, esparciendo un agradable calorcillo. Toda la familia se sentaba junto al fuego con los huéspedes, de manera que Mick tenía la habitación del medio para ella sola. Llevaba dos jerseys y un par de pantalones de pana que le habían quedado pequeños a su hermano Bill. Pero la excitación le conservaba el calor. Sacaba su caja privada de debajo de la cama y se sentaba en el suelo a trabajar.
En la gran caja guardaba los cuadros que había pintado en las clases de arte gratuitas del gobierno. Los había sacado del cuarto de Bill. También guardaba en la caja tres libros de misterio que su padre le había regalado, una polvera, diversas partes de un reloj, una gargantilla de piedras, un martillo y varias libretas de notas. Una de ellas llevaba escrito en la cubierta con lápiz pastel rojo las palabras PRIVADO, NO TOCAR, PRIVADO, y estaba atada con un cordel.
En esta libreta había estado trabajando con la música todo el invierno. Dejó de estudiar las lecciones en la escuela por la noche para poder disponer de más tiempo para la música. La mayor parte de lo que tenía escrito eran sólo pequeñas melodías…, canciones sin palabras y sin acompañamiento siquiera. Eran muy cortas. Pero aunque las melodías abarcaban sólo media página, les ponía nombres, así como sus iniciales abajo. No había nada en esta libreta que fuera una verdadera pieza o composición. Se trataba sólo de canciones que tenía en su cabeza y que quería recordar. Las titulaba por lo que le recordaban: África y Una gran pelea y La tormenta de nieve.
Pero no era capaz de escribir la música tal como sonaba en su mente. Tenía que reducirlo todo a unas pocas notas; de lo contrario se hubiera confundido demasiado para poder seguir. Había muchas cosas que ella ignoraba sobre la forma de escribir música. Pero tal vez después de aprender cómo escribir estas sencillas melodías con rapidez podría empezar a expresar toda la música que sentía en su cabeza.
En enero empezó cierta hermosa canción titulada Esto que quiero, y que no sé qué es. Era una maravillosa canción…. Muy lenta y suave. Al principio había empezado a escribir un poema junto con la música, pero la verdad es que no se le ocurrían ideas que encajaran. También resultó difícil encontrar una palabra para la tercera línea que rimara con qué. Esta nueva canción la hacía sentir triste y excita y feliz al mismo tiempo. Era difícil trabajar con una música hermosa como aquella. Lo cierto es que era difícil escribir cualquier canción. Algo que se podía tararear en dos minutos podía significar una semana entera de trabajo antes de ser vertido en la libreta de notas…, una vez que había imaginado la escala y el tiempo y cada una de las notas.
Tenía que concentrarse con dureza y cantarla muchas veces. Siempre tenía la voz ronca. Su padre decía que esto se debía a que había berreado mucho de pequeña. Cuando tenía la edad de Ralph, su padre había tenido que levantarse y pasearla cada noche. Lo único que la hacía callar, decía siempre él, era golpear el cubo de carbón con el atizador y cantar Dixie.
Se echó boca abajo sobe el frío piso y se puso a pensar. Con el tiempo —cuando tuviera veinte años— sería una compositora famosa en el mundo entero. Tendría una orquesta sinfónica entera y ella misma dirigiría toda su música. Estaría allí de pie en el estadio ante la gran multitud. Para dirigir la orquesta llevaría o bien un traje de etiqueta masculino o un vestido rojo tachonado de diamantes. Las cortinas del escenario serían de terciopelo rojo con las letras M. K. bordadas de oro. Mister Singer estaría presente, y más tarde irían todos a comer pollo frito. Él la admiraría y la consideraría su mejor amigo. George le subiría al escenario grandes ramos de flores. Esto sería en la ciudad de Nueva York o en un país extranjero. Gente famosa la señalaría con el dedo: Carole Lombard, Arturo Toscanini y el almirante Byrd.
Y podría tocar la sinfonía de Beethoven siempre que lo deseara. Tenía una misteriosa sensación con respecto a esta música oída el otoño anterior. La sinfonía se hallaba presente siempre en su interior e iba creciendo poco a poco. La razón era ésta: tenía toda la sinfonía en su mente. Tenía que estar. Ella había oído cada nota, y en alguna parte del fondo de su mente la totalidad de la música seguía allí tal como había sido tocada. Pero nada podía hacer para rememorarla. Excepto esperar y estar preparada para los momentos en que repentinamente una nueva parte acudía a su memoria. Esperar a que creciera como las hojas crecen lentamente en las ramas de un roble en primavera.
En el cuarto interior, junto con la música, estaba Mister Singer. Todas las noches en cuanto terminaba de tocar el piano en el gimnasio, Mick bajaba por la calle principal cruzando por delante del local en que él trabajaba. Por el escaparate no podía ver a Mister Singer. Trabajaba en la pare trasera, detrás de una cortina. Pero ella miraba el local donde él estaba cada día y veía a la gente que él conocía. Luego todas las noches Mick aguardaba en el porche a que él volviera a casa. A veces le seguía escaleras arriba. Se sentaba en su cama y lo observaba mientras el mudo dejaba su sombrero, se desabrochaba el cuello de la camisa y se cepillaba el cabello. Por alguna razón, era como si compartieran un secreto. O como si esperaran decirse cosas que jamás habían dicho.
Él era la única persona de su cuarto interior. Mucho tiempo antes, había habido otras. Mick recordó cómo había sido antes de su llegada. Recordó a una muchacha del sexto grado llamada Celeste. Esta muchacha tenía un cabello rubio y lacio, nariz respingona y pecas. Llevaba un vestido sin mangas de lana roja y blusa blanca. Caminaba con los pies torcidos hacia dentro. Cada día traía una naranja para el recreo corto y una caja de hojalata azul con el almuerzo para el recreo largo. Los otros chicos engullían la comida que habían traído en el recreo corto y mas tarde pasaban hambre, pero Celeste, no. Le quitaba la corteza al pan de sus emparedados y se comía sólo la parte blanca del medio. Siempre llevaba un huevo duro y lo sostenía en la mano, aplastando la yema con el pulgar de modo que quedaba marcada la impresión de su dedo.
Celeste nunca hablaba con ella y ella nunca hablaba con Celeste. Sin embargo, eso era lo que ella más deseaba en el mundo. Por la noche yacía despierta, pensando en Celeste. Se imaginaba que eran las mejores amigas y pensaba en el momento en que Celeste vendría a su casa con ella a cenar y pasar la noche. Pero eso nunca ocurrió. Sus sentimientos por Celeste le impedían hacer otras amistades, como haría otra persona cualquiera. Al cabo de un año Celeste se mudó a otro barrio de la ciudad y fue a otra escuela.
Estaba luego un muchacho llamado Back. Era grandote y tenía espinillas en la cara. Cuando estaba a su lado en la formación para entrar en clase a las ocho y media, le llegaba el desagradable olor de su cuerpo…, como si sus pantalones necesitaran airearse. Back le hizo una burla al director en una ocasión y lo suspendieron. Al reírse levantaba el labio superior y todo él se sacudía. Pensaba en él como había pensado en Celeste. Después siguió la dama que vendía boletos para la rifa de un pavo. Y miss Anglin, que enseñaba en el séptimo grado. Y Carole Lombard, la artista de cine. Todos ellos.
Pero con Mister Singer había una diferencia. Lo que sentía por él había brotado lentamente, y Mick no podía recordar cómo había sucedido. Las otras personas habían sido gente corriente, pero Mister Singer, no. El primer día que tocó el timbre para preguntar si había habitaciones libres, la muchacha se quedó mirándolo fijamente a la cara. Abrió la puerta y leyó la tarjeta que el hombre tendía. Luego llamó a su mama y regresó a la cocina para hablar de él a Portia y a Bubber. Siguió al nuevo huésped y a su mamá escaleras arriba y observó cómo hurgaba en el colchón de la cama para comprobar su dureza y cómo enrollaba las persianas para verificar su funcionamiento. El día en que el hombre se mudó, ella estaba sentada en la barandilla del porche y le vio bajar del taxi con su maleta y su tablero de ajedrez. Más tarde le oyó andar pesadamente por la habitación y se imaginó lo que estaría haciendo. El resto fue viniendo de manera gradual. De modo que ahora existía aquella comunión secreta entre ambos. Hablaba con él más de lo que había hablado con nadie en su vida. Y si él hubiera podido hablar, le habría contado a ella muchísimas cosas. Era como si el hombre fuera una especie de eminente maestro; sólo que, como era mudo, no podía enseñar. En la cama, por las noches, sus fantasías la llevaban a imaginar que era huérfana y vivía con Mister Singer…, los dos solos en una casa en el extranjero donde en invierno nevaba. Quizá era una pequeña ciudad suiza rodeada de altos glaciares y montañas. Donde los tejados eran empinados y puntiagudos y por encima de ellos se divisaban las rocas de la montaña. O en Francia, donde la gente se llevaba a casa el pan de la tienda sin envolver. O en un país extranjero como Noruega, junto al gris océano invernal.
Por la mañana, pensar en él era lo primero que hacía. Junto con la música. Mientras se ponía el vestido pensaba dónde iba a verle aquel día. Se echaba un poco del perfume de Etta o unas gotas de vainilla para que si se topaba con él en el pasillo su olor fuera agradable. Llegaba tarde a la escuela para poder verle bajar por las escaleras, camino de su trabajo. Y por la tarde y la noche nunca se marchaba de casa si él estaba en ella.
Cada detalle nuevo que descubría sobre él resultaba importante. El hombre guardaba su pasta y su cepillo de dientes en un vaso sobre la mesa. De modo que ella, en vez de dejarlos en el baño, los guardó en un vaso, también. A él no le gustaba la col. Harry, que trabajaba para Mister Brannon, le mencionó este detalle. Ahora, a ella tampoco le gustaba la col. Cuando se enteraba de nuevos hechos sobre él, o cuando le decía algo y él escribía unas palabras con su lápiz de plata, tenía que marcharse a estar sola larga rato para reflexionar sobre ello. Cuando se encontraba en su presencia, la idea obsesiva de su mente era observar y tratar de recordarlo todo para poder revivirlo más tarde.
Pero el cuarto interior con la música y Mister Singer no lo era todo. También sucedían muchas cosas en el cuarto exterior. Un día se cayó por la escalera y se rompió uno de los dientes delanteros. Miss Miner le puso dos notas malas en inglés. Perdió veinticinco centavos en una parcela vacía, y aunque ella y George los estuvieron buscando durante tres días, no consiguieron encontrarlos. Y sucedió esto:
Una tarde se encontraba estudiando para preparar una prueba de inglés en las escaleras de atrás. Harry empezó a cortar leña al otro lado de la cerca, y ella le llamó. El muchacho vino y le ayudó a esquematizar unas pocas frases de la prueba. Sus ojos se movían con rapidez detrás de las gafas de concha. Después de explicarle el inglés permaneció a su lado, metiéndose y sacándose las manos nerviosamente en su atuendo de leñador. Harry estaba siempre lleno de energía, nervioso, y tenía que estar haciendo algo o hablando continuamente.
—Mira, hoy en día hay sólo dos cosas —declaró solemnemente.
Le encantaba sorprender a la gente y a veces ella no sabía cómo responderle.
—Es la verdad, hoy en día nos encontramos frente a dos cosas.
—¿Qué?
—La democracia militante y el fascismo.
—¿No te gustan los republicanos?
—Tonterías —exclamó Harry—. No me refería a eso.
Una tarde le había explicado todo lo referente a los fascistas. Le contó cómo los nazis hacían andar a los niños judíos a gatas obligándoles a comer hierba del terreno. Le contó cómo había planeado asesinar a Hitler. Lo tenía todo muy bien preparado. Le explicó la falta de libertad y de justicia que había con el fascismo. Le dijo que los periódicos escribían mentiras deliberadamente y que la gente no sabía lo que estaba pasando en el mundo. Los nazis eran terribles…, todo el mundo lo sabía. Y ella se unió a la conspiración para matar a Hitler. De todos modos, tendrían que ser cuatro o cinco personas las que formaran el complot, para que si una fallaba las demás pudiesen seguir adelante con el plan. Y aunque todos murieran, serían unos héroes. Ser un héroe era casi como ser un gran músico.
Se trata de uno u otro. Y aunque no creo en la guerra, estoy dispuesto a luchar por lo que sé que es correcto.
—Yo también —dijo ella—. Me gustaría luchar contra los fascistas. Me vestiría como un chico, y nadie me descubriría. Me cortaría el pelo y todo eso.
Era una luminosa tarde invernal. El cielo tenía una tonalidad verde azulada y las ramas de los robles del patio trasero se recortaban negras y desnudas contra aquel firmamento tan claro. El sol calentaba de firme. El día le hacía sentirse llena de energía. Había música en su mente. Sólo por hacer algo cogió un enorme clavo y lo hundió en las escaleras con unos buenos martillazos. Su padre oyó el ruido del martillo y salió en bata a ver qué pasaba.
Debajo del árbol había dos caballetes de carpintero, y el pequeño Ralph estaba ocupado colocando una piedra encima de uno de ellos y luego llevándosela al otro. Una y otra vez. Caminaba con las manos extendidas para conservar el equilibrio. Era un poco patizambo, y los pañales le colgaban hasta las rodillas. George estaba jugando a las canicas. Como necesitaba un corte de pelo, parecía estar más delgado de cara. Le habían salido ya algunos dientes definitivos…, pero eran pequeños y azules como si hubiera estado comiendo moras. Trazó una línea para marcar el comienzo de la jugada y se echó sobre su estómago para apuntar bien contra el primer agujero. Cuando su padre volvió a entrar en el taller de relojería se llevó a Ralph consigo. Y al cabo de un rato George se marchó al callejón, solo. Desde que hiriera a Baby no hacia amistad con nadie.
—Tengo que irme —dijo Harry—. Debo estar en el trabajo antes de las seis.
—¿Te gusta estar en el café? ¿Puedes comer cosas buenas gratis?
—Claro. Y viene toda clase de gente al local. Me gusta más que cualquier otro trabajo que haya tenido. Y me pagan más.
—Yo odio a Mister Brannon —dijo Mick. Verdad era que él no le había dicho nunca nada desagradable, pero siempre hablaba de una manera áspera, extraño. Seguro que siempre había sabido lo del paquete de chicle que ella y George le habían birlado aquella vez. Si no, ¿por qué le había preguntado por sus asuntos… como hizo aquel día en la habitación de Mister Singer? Quizá pensaba que ellos se apoderaban de las cosas por costumbre. Y no era así. Seguro que no. Sólo una vez un pequeño estuche de acuarelas de la tienda que lo vendía todo a diez centavos. Y, otra vez, un sacapuntas de cinco centavos.
—No puedo soportar a Mister Brannon.
—Pues es bueno —repuso Harry—. A veces parece un poco extraño, pero no es gruñón. Ya te darás cuenta cuando le conozcas bien.
—Se me ha ocurrido una cosa —dijo Mick—. Un chico tiene más ventaja que una muchacha. Quiero decir que un chico por lo general consigue un trabajo a horas que no le impide ir a la escuela y le deja tiempo para otras cosas. Pero no hay trabajo así para las muchachas. Cuando una quiere un empleo tiene que dejar la escuela y trabajar todo el día. Tanto como me gustaría a mí ganar un par de dólares a la semana, como tú, pero no hay manera.
Harry se sentó en la escalera y se desató los cordones de los zapatos. Tiró con fuerza de uno de ellos hasta que lo rompió.
—Viene un hombre al café llamado Mister Blount. Mister Jake Blount. Me gusta escucharle. Aprendo mucho de las cosas que dice cuando bebe cerveza. Me da algunas ideas nuevas.
—Le conozco bien. Viene aquí todos los domingos.
Harry aflojó el cordón del zapato y tiró luego otra vez de él para que los extremos tuvieran la misma longitud y pudiera volver a atárselo.
—Escucha —dijo frotándose las gafas contra la chaqueta de leñador nerviosamente—. No es necesario que le menciones lo que he dicho. Quiero decir, que dudo que me recuerde. No habla conmigo. Sólo con Mister Singer. Quizá pensara que era extraño si tú…, ya me entiendes.
—Conforme —la muchacha supo leer entre líneas que Harry había tenido un pequeño choque con Mister Blount, y se imaginó lo que sentía el chico—. No se lo mencionaré.
La noche iba cayendo. La luna, blanca como la leche, brillaba en el cielo azul y el aire era frío. Mick pudo oír a Ralph, y a George y a Portia en la cocina. El fuego de la estufa daba una cálida tonalidad anaranjada a la ventana. En el aire flotaba el olor del humo y de la cena.
—Sabes, hay algo que no he dicho nunca a nadie y que aborrezco —dijo él.
—¿Qué es?
—¿Recuerdas cuando empezaste a leer los periódicos y a pensar en las cosas que leías?
—Claro.
—Bueno, pues yo era entonces fascista. O pensaba que lo era. Fue así. Recordarás todas aquellas fotos de la gente de nuestra edad en Europa marchando y cantando canciones y marcando el paso, ¿no? Bueno, pues yo pensaba que todo aquello era estupendo. Todos ellos comprometidos y con un mismo jefe. Todos con los mismos ideales y marcando el mismo paso. No me preocupaba mucho lo que les ocurría a las minorías judías porque no quería pensar en ello. Y porque en aquella época ni siquiera quería pensar en que yo era judío. Ves, no lo sabía. Sólo miraba las fotos y leía lo que decía abajo, y no comprendía… Jamás supe lo espantoso de todo aquello. Me consideraba fascista. Por supuesto, más tarde vi las cosas de manera diferente.
Su voz sonaba amarga y cambiaba continuamente del timbre de un adulto al de un joven.
—Bueno, no te dabas cuenta entonces… —dijo ella.
—Fue una terrible trasgresión. Un daño moral.
Así era Harry. Las cosas eran o muy buenas o muy malas…, no había término medio. Era malo que una persona de menos de veinte años probara la cerveza o el vino o fumara cigarrillos. Era un pecado terrible que una persona copiara en un examen, pero no en los deberes de casa. Era un daño moral que las muchachas se pintaran los labios y se pusieran vestidos con la espalda al aire. Era un terrible pecado comprar un artículo de procedencia alemana o japonesa, aunque se tratara sólo de algo de cinco centavos.
Mick recordó al Harry de la época en que ambos eran unos chiquillos. En una ocasión a Harry se le pusieron los ojos bizcos y permaneció así durante un año. Se sentaba en la escalera de delante de su casa con las manos entre las rodillas, observándolo todo. Muy tranquilo y bizqueando. Se había saltado dos grados en la Escuela Primaria y a los once estaba preparado ya para la Profesional. Pero en ésta cada vez que leían sobre los judíos en Ivanhoe los demás chicos volvían la cabeza y lo miraban; y Harry volvía a casa llorando. De modo que su madre lo sacó de la escuela. Y estuvo un año entero sin ir a ninguna parte. Se hizo más alto y engordó mucho. Mick, cada vez que se encaramaba a la valla, descubría al muchacho preparándose algo de comer en la cocina. Los dos jugaban alrededor de la manzana, y a veces se peleaban. De niña, a Mick le gustaba pelearse con los chicos…, no peleas verdaderas, claro, sino sólo como juego. Empleaba una combinación de jiu-jitsu y boxeo. A veces ganaba ella y a veces, él. Harry nunca era muy violento con nadie. Cuando los pequeñines rompían algún juguete acudían él, y Harry siempre encontraba tiempo para arreglarlo. Era capaz de arreglarlo todo. Las mujeres del bloque acudían a él para que les reparara las lámparas eléctricas o las máquinas de coser cuando se les estropeaban. Luego, a los trece años, regresó a la escuela Profesional y empezó a estudiar con ahínco. Abandonó las lecturas y se pasaba los sábados trabajando y estudiando. Durante mucho tiempo Mick apenas lo vio…, hasta después de la fiesta que ella dio en su casa. El muchacho estaba muy cambiado.
—Como esto —prosiguió Harry—. Siempre estaba poseído de una gran ambición. Ser un gran ingeniero, o un gran médico o abogado. Pero ahora no pienso así. Lo que me preocupa ahora es lo que ocurre en el mundo. El fascismo y esas cosas terribles en Europa… y, por otro lado, la democracia. Quiero decir que no puedo pensar y trabajar en lo que quiero ser en la vida porque dedico demasiado tiempo en pensar en esto otro. Cada noche sueño con matar a Hitler. Me despierto en la oscuridad muy sediento y asustado por algo…, no sé por qué.
Mick miró a Harry y se sintió embargada por un sentimiento profundo, grave, que la entristeció. El cabello le colgaba sobre la frente. Su labio superior era delgado y estaba tenso, pero el inferior era grueso y le temblaba. Harry representaba menos de sus quince años. Junto con la oscuridad se desató un vientecillo frío. El viento cantaba por entre los robles de la manzana y hacía golpear los postigos contra las paredes. Calle abajo, la señora Wells llamaba a cenar a Sucker. El crepúsculo aumentó la tristeza de Mick. Quiero un piano…, quiero tomar lecciones de música, se dijo. Miró a Harry, el cual se dedicaba a entrelazar sus delgados dedos en formas diferentes. Su cuerpo despedía un cálido olor muchachil.
¿Qué fue lo que la hizo comportarse de repente de aquella manera? Quizá estaba recordando los tiempos en que eran más jóvenes. Quizá se debía a que la tristeza la hacía sentirse extraña. Pero, en todo caso, de pronto le dio a Harry un empujón que casi hizo caer al muchacho de la escalera. “Hija de puta, tu abuela”, le gritó. Y luego echó a correr. Eso era lo que los niños solían hacer en el barrio cuando buscaban pelea. Harry se puso de pie con aire sorprendido. Se asentó las gafas en la nariz y la miró por un segundo. Después salió corriendo hacia el callejón.
El aire frío la hacia sentirse tan fuerte como Sansón. Cuando se reía, sonaba un corto, rápido eco. Golpeó a Harry con el hombro, y el muchacho la agarró. Lucharon duramente y se rieron. Ella era más alta, pero las manos del muchacho eran más fuertes. Pero no peleaba muy bien y ella consiguió echarlo al suelo. Luego, de repente, él dejó de moverse, y ella también se detuvo. Ella sentía la cálida respiración del muchacho en su cuello; Harry estaba muy quieto. Mick sintió el tacto de las costillas de Harry contra sus rodillas y su agitada respiración mientras se sentaba encima de él. Se pusieron de pie al mismo tiempo. Ya no se reían y el callejón estaba muy silencioso. Mientras caminaban por el oscuro patio trasero, por alguna razón ella se sintió rara. No había nada que lo justificara, pero de repente había sucedido. Le dio un empujón a Harry y éste se lo devolvió. Entonces se volvió a reír, y se sintió bien.
—Adiós —dijo Harry. Era demasiado mayor para saltar la valla, así que corrió por el callejón hasta la puerta delantera de su casa—. ¡Diablos, qué calor hace aquí! —exclamó—. Uno se asfixia.
Portia le estaba calentando la cena en la cocina. Ralph golpeaba con su cuchara la bandeja de madera de su sillita. La sucia manecita de George empujaba los últimos granos de sémola con un trocito de pan, mientras sus ojos estaban entornados en una mirada perdida en el vacío. Mick se sirvió la carne con salsa y la sémola, y, junto con unas pasas, lo mezcló todo en el plato. Tomó tres raciones. Comió hasta terminar la sémola, pero seguía sin sentirse saciada.
Había estado pensando en Mister Singer todo el día, y en cuanto hubo cenado subió por las escaleras. Pero al llegar al segundo piso vio que la puerta estaba abierta y su habitación a oscuras. Esto le dio una sensación de vacío.
Volvió a bajar, pero no podía permanecer quieta en su silla ni estudiar para el examen de inglés. Era como si ella fuera tan fuerte que no pudiera sentarse en una silla de una habitación igual que la otra gente. Como si pudiera derribar todas las paredes de la casa y marchar luego por las calles, con la estatura de un gigante.
Finalmente sacó su caja privada de debajo de la cama. Se acostó boca abajo y repasó su libreta de notas. Tenía unas veinte canciones en ella ahora, pero no se sentía satisfecha con ellas. ¡Si pudiera escribir una sinfonía! Para una orquesta entera… ¿Cómo se hacía eso? A veces había varios instrumentos que tocaban una sola nota, de modo que tendría que haber muchos músicos. Trazó cinco líneas cruzando una gran hoja de papel del examen, las líneas separadas por un par de centímetros. Cuando una nota era para violín o violonchelo o flauta, escribía el nombre del instrumento para indicarlo. Y cuando todos tocaban la misma nota juntos trazaba un círculo rodeándolos. En la cabecera de la página escribió SINFONÍA en letras grandes. Y debajo, MICK KELLY. Luego, no pudo continuar.
¡Si pudiera tomar lecciones de música!
¡Si pudiera tener un piano de verdad!
Pasó mucho tiempo antes de poder comenzar. Las melodías estaban en su mente, pero no conseguía imaginar la manera de escribirlas en el papel. Parecía como si éste fuera el juego más difícil del mundo. Pero siguió intentándolo hasta que Hazel y Etta llegaron a la habitación y se metieron en la cama, diciéndole que tenía que apagar la luz porque ya eran las once.