8

¿Por qué?

Esta pregunta fluía siempre a través de Biff, inadvertida, como la sangre en sus venas. Pensaba en la gente, en los objetos y en las ideas, y la pregunta estaba siempre presente. A medianoche, durante la oscura mañana, al mediodía. Hitler y los rumores de guerra. El precio del lomo de cerdo y el impuesto sobre la cerveza. Especialmente meditaba sobre el enigma del mudo. ¿Por qué, por ejemplo, se había marchado Singer en tren, y cuando se le preguntaba dónde había estado, fingía que no entendía la pregunta? ¿Y por qué todo el mundo insistía en creer que el mudo era exactamente como ellos querían que fuese… cuando lo más probable era que todo fuera un error muy extraño? Singer se sentaba en la mesa del centro tres veces al día. Comía lo que le ponían, excepto col y ostras. En medio del tremendo tumulto de voces era el único en guardar silencio. Lo que más le gustaba eran las pequeñas y blandas judías verdes que ensartaba limpiamente con el tenedor. Y remojaba las galletas en su jugo.

Biff pensaba también en la muerte. Ocurrió un curioso incidente. Cierto día, mientras revolvía el armarito del cuarto de baño, encontró una botella de Agua Florida que había pasado por alto el día que llevó a Lucile el resto de los cosméticos de Alice. Sostuvo pensativamente la botella de perfume en sus manos. Habían transcurrido cuatro meses desde la muerte de su mujer…, y cada uno de ellos le había parecido tan largo y vacío como un año entero. Raras veces pensaba en ella.

Biff destapó la botella. Se quedó sin camisa delante del espejo y se echó un poquito de perfume en sus negros y velludos sobacos. El perfume le hizo ponerse rígido. Intercambió una mirada extremadamente secreta consigo mismo en el espejo y permaneció inmóvil. Estaba aturdido por los recuerdos que le había despertado el perfume, aunque no por su claridad sino porque abarcaban un lapso de varios años y eran muy completos. Biff se frotó la nariz y se miró a sí mismo de soslayo. La frontera de la muerte. Revivió en su interior cada momento que había pasado con ella. Y ahora su vida juntos se le presentaba entera como sólo puede presentarse el pasado. Bruscamente, Biff apartó su mirada del espejo.

El dormitorio ofrecía un aspecto ordenado. Ahora era enteramente suyo. Antes estaba siempre desarreglado, con medias y bragas de rayón rosa agujereadas colgando de una cuerda que cruzaba la habitación, puestas a secar. El catre de hierro estaba desconchado y oxidado, cubierto con sucios almohadones de tocador de encaje. Un huesudo gato cazador de ratones procedente de la calle arqueaba el lomo y se frotaba perezosamente contra la tinaja de agua sucia.

Él había cambiado todo esto. Había reemplazado el catre de hierro por un sofá de estudio. Compró también una gruesa alfombra roja y una hermosa tela azul para colgar en el lado de la pared en que las grietas tenían peor aspecto. Había hecho abrir nuevamente la chimenea y la mantenía siempre cargada de leña. Sobre la repisa había una pequeña fotografía de Baby y otra en colores de un niño vestido de terciopelo sosteniendo una pelota en sus manos. En un rincón, una caja de vidrio contenía las cosas curiosas que él había coleccionado: ejemplares curiosos de mariposas, una rara punta de flecha, una curiosa roca modelada en forma de perfil humano. Sobre el sofá había cojines de seda azul, y él había pedido prestada la máquina de coser a Lucile para confeccionar unas cortinas rojo oscuro para las ventanas. Le encantaba la habitación. Era al mismo tiempo lujosa y sedante. Sobre la mesa descansaba una pequeña pagoda japonesa con colgantes de cristal que tintineaban con extraños tonos musicales bajo las corrientes de aire.

Allí no había nada que le recordara a Alice. Pero a menudo destapaba la botella de Agua Florida y se perfumaba ligeramente con el tapón los lóbulos de las orejas o las muñecas. El olor se mezclaba con sus lentas reflexiones. El sentido del pasado iba creciendo en él. Los recuerdos se disponían casi en orden arquitectónico. En una caja en la que almacenaba souvenirs encontró unas viejas fotografías tomadas antes de su matrimonio. Alice sentada en un campo de margaritas. Alice con él navegando en una canoa por el río. Igualmente entre los recuerdos había una gran horquilla de hueso que perteneciera a su madre. De niño le había encantado mirarla mientras se peinaba y recogía su largo cabello negro. Pensaba que las horquillas eran curvadas como para copiar la forma de una dama, y en ocasiones jugaba con ellas como si fueran muñecas. En aquella época tenía una caja de cigarros llena de trocitos de tela. Le encantaban el tacto y los colores de la hermosa tela, y se sentaba con sus trocitos durante horas bajo la mesa de la cocina. Pero cuando tuvo seis años su madre le quitó todos los trocitos. Era una mujer alta y fuerte con un sentido del deber como el de un hombre. Y le había querido muchísimo. Aun ahora a veces soñaba con ella. Y jamás se quitaba del dedo su sortija matrimonial de oro.

Junto con el Agua Florida descubrió en el armario una botella de loción de limón que Alice siempre usaba para el cabello. Un día se decidió a probarlo. El limón hizo que su oscuro y ligeramente entrecano cabello pareciera más esponjoso y abundante. Le gustó. Desechó el aceite que hasta entonces había usado para prevenir la calvicie, y se aclaró el pelo regularmente con el preparado de limón. Algunos caprichos que había ridiculizado en Alice eran ahora suyos. ¿Por qué?

Cada mañana, Louis, el muchacho de color que trabajaba en el bar, le traía una taza de café a la cama. Con frecuencia permanecía sentado apoyado en las almohadas durante una hora antes de levantarse y vestirse. Se fumaba su cigarro y observaba los dibujos que el sol formaba en las paredes. Sumido profundamente en meditación hurgaba con su dedo índice entre sus largos y torcidos dedos de los pies. Recordaba.

Después del mediodía hasta las cinco de la mañana trabajaba en el restaurante. Y el domingo entero. El negocio estaba perdiendo dinero. Había muchas horas de escasa actividad. Sin embargo, a las horas de comer, el local estaba lleno por lo general, y podía ver centenares de caras conocidas cada día mientras se encontraba de guardia detrás de la caja registradora.

—¿Qué hace usted ahí parado y pensando todo el día? —le preguntó Jake Blount—. Parece un judío en Alemania.

—Soy judío en una octava parte —indicó Biff—. El abuelo de mi madre era un judío de Amsterdam. Pero el resto de mis antepasados, que yo sepa, fueron escoceses e irlandeses.

Era un domingo por la mañana. Los clientes se repantigaban en las mesas, flotaba un penetrante olor a tabaco y el crujir de los periódicos era incesante. Algunos hombres jugaban a los dados en un rincón, pero se trataba de un juego tranquilo.

—¿Dónde está Singer? —preguntó Biff—. ¿No vas a subir a su cuarto esta mañana?

El rostro de Blount se ensombreció. Sacudió la cabeza hacia delante. ¿Habrían reñido… pero cómo podía reñir un mudo? No, algo parecido ya había sucedido antes. Blount a veces andaba por ahí como si se hubiera peleado consigo mismo. Pero pronto se marcharía —siempre lo hacía— y los dos volverían juntos, con Blount hablando.

—Vaya vidorra te pegas. Siempre de pie ahí detrás de la caja registradora. No haciendo nada más que poner la mano.

Biff no se mostró ofendido. Apoyó el peso de su cuerpo sobre los codos y entrecerró los ojos.

—Tú y yo hemos de hablar seriamente. ¿Qué es lo que quieres?

Blount palmeó con las manos sobre el mostrador. Eran unas manos cálidas, carnosas y ásperas.

—Cerveza. Y uno de esos paquetitos de gallegas de queso con mantequilla de cacahuete.

—No me refería a eso —repuso Biff—. Pero ya volveremos a hablar más tarde.

Aquel hombre era un misterio. Siempre estaba cambiando. Seguía bebiendo como una esponja, pero el licor no le tumbaba como a los demás. A menudo tenía enrojecidos los bordes de los ojos y sufría de un tic nervioso consistente en volver la mirada, como sorprendido, por encima del hombro. Su cabeza, sustentada por un delgado cuello, parecía enorme y pesada. Era el tipo de individuo del que los niños se burlaban y al que los perros querían morder. Sin embargo, cuando alguien se reía de él, le hería hasta la médula…, se volvía grosero y gritaba como si fuera un payaso. Y la verdad es que siempre estaba sospechando que se reían de él.

Biff sacudió la cabeza pensativamente.

—Vamos —dijo—. ¿Qué te hace seguir pegado a esas atracciones? Puedes encontrar algo mejor. Podría incluso darte un empleo a horas en el negocio.

—¡Dios Todopoderoso! No me pondría detrás de esa caja registradora aunque me regalaras todo el maldito negocio, con lo que hay dentro.

Así era aquel individuo. Irritante. Jamás tendría amigos ni se llevaría bien con la gente.

—No digas tonterías —reconvino Biff—. Habla seriamente.

Se había acercado un cliente con la cuenta, y le devolvió el cambio. El lugar seguía tranquilo. Blount, en cambio, estaba inquieto. Biff presintió que iba a marcharse, y quiso retenerlo. Cogió dos cigarros A-1 de la estantería que había detrás del mostrador y le ofreció uno a Blount. Cautelosamente, fue desechando una pregunta tras otra y finalmente dijo:

—Si pudieras elegir la época de la historia en que te gustaría haber vivido, ¿cuál hubieras escogido?

Blount se relamió el bigote con su ancha y húmeda lengua.

—Si tuvieras que elegir entre ser un fiambre y no volver a hacer otra pregunta, ¿por qué te inclinarías?

—Vamos —insistió Biff—. Piénsalo.

Inclinó la cabeza a un lado y miró por encima de su larga nariz. Éste era un tema del que le gustaba oír hablar a los demás. Por su parte había escogido la antigua Grecia. Pasear con sandalias a orillas del azul Egeo. Las holgadas túnicas ceñidas por la cintura. Los niños. Los baños de mármol y las meditaciones en los templos.

—Quizá con los incas. En el Perú.

Los ojos de Biff lo estudiaron, desnudándolo mentalmente. Vio a un Blount bien tostado por el sol, su cara suave y sin vello, con un brazalete de oro y piedras preciosas en el brazo. Cuando cerró los ojos, el hombre era un inca como Dios manda. Pero cuando volvió a abrirlos, el cuadro se había desvanecido. Era el nervioso bigote lo que no cuadraba en su cara, ni la forma como sacudía el hombro, o la nuez de Adán de su delgado cuello, y los pantalones holgados. Y eso no era lo único malo.

—O quizá alrededor de mil setecientos setenta y cinco.

—Una buena época para vivir —reconoció Biff.

Blount arrastró los pies por el suelo tímidamente. Su rostro tenía una expresión ruda y desdichada. Estaba dispuesto a marcharse. Biff estaba alerta para detenerlo.

—Dime…, ¿por qué viniste a esta ciudad?

Inmediatamente comprendió que la pregunta no había sido muy política, y se sintió decepcionado de sí mismo. Sin embargo, era extraño cómo aquel hombre había venido a parar a un lugar como éste.

—La pura verdad es que no lo sé.

Guardaron silencio durante un momento, ambos apoyados en el mostrador. El juego de dados del rincón había terminado. El primer plato del almuerzo, un pato especial a la Long Island, había sido servido al tipo que dirigía los almacenes A. y P. La radio estaba sintonizada a medias entre un sermón de iglesia y una orquesta de swing.

Blount se inclinó de pronto y olió la cara de Biff.

—¿Perfume?

—Loción para el afeitado —dijo Biff tranquilamente.

No podía retener a Blount por más tiempo. El tipo aquel estaba a punto de irse. Volvería con Singer más tarde. Siempre pasaba a sí. Quería sonsacar a Blount del todo para poder comprender ciertas cuestiones que se referían a él. Pero Blount realmente jamás hablaba; sólo con el mudo. Era algo sumamente peculiar.

—Gracias por el cigarro —dijo Blount—. Nos veremos más tarde.

—Hasta luego.

Biff observó cómo Blount se dirigía a la puerta con sus andares balanceantes, de marinero. Luego reanudó sus tareas. Echó una mirada al escaparate del local. El menú del día había sido pegado sobre el cristal, y uno de los almuerzos especiales con toda la guarnición estaba expuesto para atraer a los clientes. Tenía mal aspecto. Repugnaba. El jugo de pato se había corrido y mezclado con la salsa de arándano, y en el postre había una mosca.

—¡Eh, Louis! —gritó—. Llévate esta porquería de la vitrina. Y tráeme el tazón de cerámica roja con un poco de fruta.

Arregló las frutas teniendo en cuenta su color y forma. Al final, la decoración le agradó. Visitó la cocinan y tuvo una pequeña charla con el cocinero. Levantó las tapas de las ollas y olió la comida que contenían, aunque sin demasiado entusiasmo. Alice siempre se había ocupado de esta parte. A él le disgustaba. Su olfato se agudizaba cuando veía el sumidero con los trozos de comida en el fondo. Escribía los menús y los pedidos para el día siguiente. Estaba contento cuando podía salir de la cocina y ocupar su puesto de nuevo junto a la caja registradora.

Lucile y Baby llegaron para su comida del domingo La pequeña aún no estaba del todo recuperada. Seguía llevando el vendaje en la cabeza, y el médico decía que no se lo podría quitar hasta el otro mes. Las ataduras de gasa en vez de los dorados bucles daban a su cabeza un aspecto de desnudez.

—Di hola al tío Biff, cielo —le instó Lucile.

Baby estaba por lo visto molesta.

—Hola, tío Biff, cielo —dijo con descaro.

La pequeña armó un escándalo cuando Lucile trató de quitarle su abrigo dominical.

—A ver si te comportas —no dejaba de decir Lucile—. Tienes que quitártelo, o vas a pillar una pulmonía cuando salgas otra vez a la calle. A ver si te comportas.

Biff tomó el mando de la situación. Ablandó a Baby con un chicle de caramelo y logró sacarle la chaqueta de los hombros. El vestido de la niña se había desarreglado en su forcejeo con Lucile. Lo enderezó de manera que el canesú quedaba en línea a través del pecho. Volvió a atar la banda y aplastó el lazo con los dedos para darle la forma correcta. Después le dio un golpecito a Baby en el culito.

—Hoy tenemos helado de fresa —dijo.

—Bartholomew, serías una madre ideal.

—Gracias —dijo Biff—. Gracias por el piropo.

—Hemos estado en la escuela dominical y en la iglesia. Baby, dile el versito de la Biblia que te has aprendido al tío Biff.

La pequeña se hizo la remolona, e inició un puchero. “Jesús lloró”, dijo finalmente. El desprecio que había puesto en aquellas dos palabras las hizo sonar como algo terrible.

—¿Quieres ver a Louis? —preguntó Biff—. Está en la cocina.

—Quiero ver a Willie. Quiero oír tocar la armónica a Willie.

—Vamos, Baby, no te canses —dijo Lucile con impaciencia—. Sabes perfectamente que Willie no está aquí. Willie fue enviado a la penitenciaria.

—Pero Louis sí que está —intervino Biff—. Y él puede tocar la armónica también. Ve a decirle que prepare el helado y te toque una canción.

Baby se dirigió a la cocina, arrastrando un pie por el suelo. Lucile dejó su sombrero sobre el mostrador. Había lágrimas en sus ojos.

—Sabes que siempre he dicho que si a un niño se le mantiene limpio, bien cuidado y guapo, ese niño generalmente crece obediente e inteligente. Pero si lo dejas que se ensucie y esté feo, no puedes esperar gran cosa de él. Lo que trato de decir es que Baby está tan avergonzada por la pérdida de su cabello y por el vendaje que lleva en la cabeza que parece que eso le ha hecho perder todo su ánimo No quiere hacer prácticas de declamación…, no quiere hacer nada. Se siente tan mal que no puedo controlarla.

—Si dejaras de preocuparte tanto por ella, estaría perfectamente.

Finalmente las instaló en un reservado junto a la ventana. Lucile comió un especial, y para Baby hubo pechugas de pollo cortadas en finas lonchas, crema de trigo y zanahorias. La niña jugueteó con la comida y se salpicó de leche el babero. Biff estuvo sentado con ellas hasta que empezó la avalancha. Entonces tuvo que ponerse de pie para hacer que funcionaran las cosas.

Gente comiendo. Bocas abiertas de par en par para meter la comida. ¿Qué era eso? La idea que había leído no hacía mucho. La vida es sólo una cuestión de respiración, alimentación y reproducción. El local estaba atestado. Sonaba una orquesta de jazz por la radio.

Entonces los dos que estaba esperando entraron. Singer fue el primero en cruzar la puerta, muy erguido y presumiendo con su elegante traje dominical. Tras él, Blount, pisándole los talones. Había algo en la forma de andar de los dos hombres que le intrigaba. Se sentaron a su mesa, y Blount se dedicó a comer con fruición, mientras Singer le observaba cortésmente. Cuando la comida hubo terminado, ambos se dirigieron a la caja registradora, donde aguardaron unos minutos, y después de pagar se marcharon. Mientras se iban, Biff volvió a observar que había algo en su manera de andar juntos que realmente le intrigaba. ¿Qué podía ser? La brusquedad con que el recuerdo se abrió paso en su memoria le desconcertó. El gigantesco imbécil sordomudo con el que Singer solía pasear camino del trabajo. El desaliñado griego que hacía golosinas para Charles Parker. El griego siempre caminaba delante y Singer le seguía. No había podido reparar mucho en ellos porque nunca venían juntos al local. ¿Pero cómo no se había acordado antes de eso? Tantas veces que se había estado preguntando cosas sobre el mudo, y descuidar un detalle así. Lo había visto todo menos lo que tenía ante las narices. Pero, ¿tenía eso alguna importancia, a fin de cuentas?

Biff entrecerró los ojos. Cómo había sido Singer no era importante. Lo que sí contaba era la manera como Blount y Mick le habían convertido en una especie de dios casero. Debido al hecho de que era mudo, podían atribuirle todas las cualidades que querían que tuviera. Sí. ¿Pero cómo podían producirse un fenómeno tan extraño? ¿Y por qué?

Entró un manco en el local, y Biff le invitó a whisky por cuenta de la casa. Pero el hombre no parecía tener deseos de charlar con nadie. La comida del domingo era una comida familiar. Los hombres que venían por las noches, solos a beber cerveza, los domingos traían consigo a sus mujeres y pequeños. La sillita alta para niños que se guardaba en la parte de atrás se necesitaba con frecuencia. Eran las dos y media y aunque había muchas mesas ocupadas, la comida casi había terminado. Biff llevaba de pie cuatro horas y estaba cansado. Antes podía permanecer de pie catorce o quince horas sin sentir los efectos. Pero había envejecido. Considerablemente. No había alguna duda al respecto. O, quizá, la palabra correcta era “madurado”. Envejecido, no —seguro que no— todavía. Los ruidos del bar crecían y se apagaban en sus oídos. Madurado. Los ojos le escocían y era como si tuviera algo de fiebre que le hiciera verlo todo demasiado brillante y nítido.

Llamó a una de las camareras. “Ocupa mi puesto, ¿quieres? Voy a salir un rato.”

La calle estaba desierta; era domingo. El sol brillaba con todo su esplendor, aunque sin calentar excesivamente. Biff se levantó el cuello de la chaqueta. Solo, en la calle, se sentía desplazado. Del río soplaba un viento frío. Él habría tenido que desandar sus pasos y permanecer en su puesto del restaurante. No tenía por qué ir al lugar al que se dirigía. Durante los últimos cuatro domingos, lo había hecho. Se dedicaba a pasear por el barrio donde podía ver a Mick. Había algo en aquel comportamiento que no…, que no estaba del todo bien. Sí. Que era incorrecto.

Caminó lentamente por la acera contraria de la casa en que vivía la muchacha. El domingo anterior, Mick estaba leyendo las páginas cómicas del periódico en el porche. Pero esta vez, como le informó una rápida mirada a la casa, la muchacha no estaba allí. Biff se tapó los ojos con el ala del sombrero. Quizá Mick iría al bar más tarde. Con frecuencia los domingos después de cenar venía a tomar un chocolate caliente y se paraba durante un rato en la mesa en que se sentaba Singer. El domingo no llevaba nunca la falda azul y el jersey de los otros días. Su vestido dominical era de seda color vino con un sucio cuello de encaje. Una vez se había puesto medias…, con carreras en ellas. Él siempre deseaba invitarla a algo, regalarle algo. Y no sólo un helado de frutas y nueces o algo dulce de comer, sino algo de valor. Eso era todo lo que quería… regalarle algo. Biff apretó las mandíbulas. No había hecho nada malo, pero sentía en su interior una extraña sensación de culpabilidad. ¿Por qué? La vaga sensación de culpa que sienten todos los hombres, indefinida y sin nombre.

En el camino de vuelta a casa Biff encontró un centavo medio oculto por la basura en la alcantarilla. Con el sentido del ahorro, recogió la moneda, la limpió con el pañuelo y la dejó caer en el negro monedero que siempre llevaba consigo. Eran las cuatro cuando llegó al restaurante. El negocio estaba en calma. No había ni un solo cliente en el local.

El negocio cobraba animación a eso de las cinco. El chico que recientemente había contratado a horas apareció temprano. Se llamaba Harry Minowitz. Vivía en el mismo barrio que Mick y Baby. Once aspirantes habían respondido al anuncio del periódico, pero Harry le había parecido el mejor. Estaba muy crecido para su edad, y su aspecto era limpio. Biff se había dedicado a observar los dientes del muchacho mientras hablaba con él durante la entrevista. Los dientes eran siempre una buena indicación. En este caso, eran grandes y muy limpios y blancos. Harry llevaba gafas, pero eso carecía de importancia para su trabajo. Su madre ganaba diez dólares por semana cosiendo para un sastre de la misma calle, y Harry era su único hijo.

—Bien —dijo Biff—. Llevas conmigo una semana, Harry. ¿Te parece que te va a gustar esto?

—Desde luego, señor. Desde luego que me gusta.

Biff le dio vueltas al anillo en el dedo.

—Veamos. ¿A qué hora sales de la escuela?

—A las tres en punto, señor.

—Bueno, eso te deja un par de horas para estudiar y distraerte: aquí estás de seis a diez. ¿Te queda bastante tiempo para dormir?

—Suficiente. No necesito dormir mucho.

—Necesitas unas nueve horas y media a tu edad, hijo. Sueño bueno y tranquilo.

De repente se sintió avergonzado. Quizá Harry pensaría que eso no era de su incumbencia. Lo cual era así, en efecto. Comenzó a dar la vuelta, pero luego se acordó de algo.

—¿Vas a la Escuela Profesional?

Harry asintió y se frotó las gafas en la manga de la camisa.

—Veamos. Conozco a muchos chicos y chicas de allí. Alva Richards…, conozco a su padre. Y a Maggie Henry. Y a una muchacha llamada Mick Kelly… —sintió como si se le encendieran las orejas. Sabía que se estaba portando como un estúpido. Quería dar la vuelta y marcharse, y lo único que era capaz de hacer era quedarse allí, sonriendo y machacándose la nariz con los dedos.

—¿La conoces? —preguntó débilmente.

—Claro. Vivo en la casa de al lado de la suya. Pero en la escuela yo voy a un curso superior mientras que ella es una principiante.

Biff almacenó aquella minúscula información en su cabeza para reflexionar sobre ella más tarde cuando estuviera solo.

—El negocio estará tranquilo aquí durante un rato —dijo apresuradamente—. Te dejo con él. A estas alturas, ya sabes cómo llevar las cosas. Tú vigila a los clientes que beben cerveza y recuerda cuántas se beben, para que no tengas que preguntarles y depender de lo que ellos te digan. Tómate tiempo para devolver el cambio, y vigila lo que pasa.

Biff se encerró en su habitación de la planta baja. Aquél era el lugar donde guardaba sus archivos. La habitación tenía sólo una ventanita que daba al callejón, y, además de ser fría, olía a humedad. Enormes pilas de periódicos se amontonaban hasta el techo. Un fichero de construcción casera cubría una de las paredes. Cerca de la puerta había una anticuada mecedora y una mesita con un par de tijeras, un diccionario y una mandolina. A causa de las pilas de periódicos era imposible dar más de dos pasos en cualquier dirección. Biff se balanceó en la mecedora y lánguidamente pellizcó las cuerdas de la mandolina. Cerró los ojos y empezó a cantar con voz lastimera:

Fui a la feria de los animales,

Allí estaban los pájaros y las bestias,

Y el viejo babuino a la luz de la luna

Se peinaba su castaño cabello.

Terminó con un acorde, y los últimos sonidos reverberaron antes de retornar el silencio en la fría habitación.

Adoptar una parejita de niños. Chico y chica. De unos tres o cuatro años de edad para que siempre le consideraran su verdadero padre. Su papá. Nuestro padre. La pequeña parecida a Mick (¿o Baby?) a su edad. Mejillas redondas, ojos grises y cabello dorado. Y las ropas que les haría: vestidos de crespón rosa con elegantes fruncidos en el canesú y las mangas. Medias de seda y zapatitos blancos de ante. Y una chaquetita de terciopelo rojo y sombrerito y manguito para el invierno. El chico era moreno y de cabello negro. Le seguiría a todas partes copiando las cosas que él hacía. En verano irían los tres a la casa de campo del Golfo y vestiría a los niños con sus trajes de playa guiándoles por entre las verdes y poco profundas olas. E irían creciendo y floreciendo esplendorosamente a medida que él envejeciera. Nuestro padre. Y acudirían a él con preguntas que él les respondería.

Biff volvió a coger la mandolina. Tum-ti-tim-ti-ti, la boda de la muñeca pintada. La mandolina parecía burlarse del estribillo. Cantó todas las estrofas, llevando el compás con el pie. Luego tocó K-K-Katie, y Vieja y dulce canción de amor. Estas piezas eran como el Agua Florida en el sentido de que le hacían recordar. Todo. Aquel primer año en que fue feliz en que ella parecía serlo también. Y cuando la cama se les cayó estando ellos acostados, dos veces en tres meses. Pero él no sabía que durante todo aquel tiempo el cerebro de la mujer estuvo ocupado con la forma de ahorrar cinco centavos o conseguir un dólar extra. Y luego el asunto de él con Rio y las chicas que puso en su lugar. Gyp y Madeline y Lou. Y luego, más tarde, cuando de repente lo perdió. Cuando ya no pudo yacer con mujer alguna. ¡Madre de Dios! De modo que al comienzo parecía que todo se había perdido.

Lucile siempre comprendió toda la situación. Sabía la clase de mujer que era Alice. Y quizá también le conocía bien a él. Lucile les instaba a divorciarse. Y hacía todo lo que podía por arreglar los líos que ellos armaban.

Biff hizo de repente una mueca de dolor. Apartó bruscamente las manos de las cuerdas de la mandolina de modo que quedó cortada una frase musical. Se puso tenso en la silla. Luego, de pronto, empezó a reírse suavemente. ¿Qué le había hecho tropezar con esto? ¡Ah, Señor, Señor, Señor! Era el día en que cumplía veintinueve años, y Lucile le había pedido que pasara por su apartamento después de su visita al dentista. Él se esperaba algún regalito: una tarta de cerezas o quizá una buena camisa. Lucile fue a recibirle en la puerta y le vendó los ojos antes de entrar. Después le dijo que volvería al cabo de un instante. En la silenciosa habitación escuchó los pasos de la mujer y cuando calculó que había llegado a la cocina soltó una ventosidad. Permaneció allí con los ojos vendados y poniendo mala cara. Luego, de repente, supo con horror que no estaba solo. Oyó risas disimuladas y casi inmediatamente grandes carcajadas que le ensordecieron. En aquel momento Lucile regresó y le destapó los ojos. Sostenía un pastel de caramelo en una fuente. La habitación estaba llena de gente. Leroy y todo el grupo de Alice, naturalmente. Sentía deseos de que se lo tragara la tierra. Se quedó allí en medio de ellos, sintiendo que el rostro le ardía. Le tomaron el pelo y durante toda la hora siguiente se sintió tan mal como el día de la muerte de su madre…; tan mal se lo tomó. A última hora de aquella noche se bebió casi un litro de whisky. Y durante muchas semanas… ¡Madre de Dios!

Biff soltó una fría risita. Sacó algunos acordes de la mandolina y empezó una jovial canción de vaqueros. Tenía una suave voz de tenor y cerraba los ojos al cantar. La habitación estaba casi a oscuras. El frío húmedo le fue penetrando hasta los huesos, de modo que las piernas acabaron por dolerle de reumatismo.

Finalmente dejó la mandolina y se meció suavemente en la oscuridad. Muerte. A veces casi podía sentirla en el cuarto con él. Se balanceó hacia delante y hacia atrás en la mecedora. ¿Qué era lo que él comprendía? Nada. ¿Adónde se dirigía? A ninguna parte. ¿Qué deseaba? Saber. ¿Qué? Un significado. ¿Por qué? Misterio.

Imágenes fragmentarias aparecían diseminadas por su mente como un rompecabezas. Alice enjabonándose en la bañera. La jarra de Mussolini. Mick empujando al bebé en el cochecito. Un pavo asado en el escaparate. La boca de Blount. La cara de Singer. Se sintió como si estuviera esperando algo. La habitación estaba completamente a oscuras. Podía oír a Louis cantando en la cocina.

Biff se puso de pie y tocó el brazo de la mecedora para detener su vaivén. Al abrir la puerta se encontró con la sala cálida e iluminada. Se acordó de que quizá vendría Mick. Se estiró las ropas y se aliso el cabello. Nuevamente le invadió cierto calor y animación. En el restaurante reinaba gran alboroto. Se habían iniciado las rondas de cerveza y la cena del domingo. Sonrió afablemente al joven Harry y se instaló detrás de la caja registradora. Abarcó la sala con una mirada como si fuera un lazo. El local estaba atestado y lleno de ruidos. El tazón de fruta del escaparate constituía un adorno artístico. Vigiló la puerta sin dejar por ello de examinar la sala con ojo experto. Estaba en estado de alerta, esperando ansiosamente. Finalmente llegó Singer, y escribió con su lápiz de plata que quería sólo un poco de sopa y un whisky, porque se encontraba resfriado. Pero Mick no vino.