7

Hacía años que la ciudad no sufría un invierno tan crudo como aquel. La escarcha se acumulaba en los cristales de las ventanas y blanqueaba los tejados de las casas. En las tardes invernales brillaba una vaga luz amarillo limón, y las sombras tenían un delicado tono azul. Una delgada capa de hielo se había formado sobre los charcos de las calles, y corría el rumor de que el día siguiente de Navidad había nevado ligeramente tan sólo a unos quince kilómetros al Norte.

Un cambio se operó en Singer. Con frecuencia salía a dar largos paseos, como los que le habían tenido ocupado durante meses cuando Antonapoulos se marchó. Aquellos paseos se alargaban durante kilómetros en todas direcciones, y abarcaban la mayor parte de la ciudad. Erraba por aquellos poblados barrios situados junto al río que tenían un aspecto más sórdido que nunca desde que las hilanderías habían reducido su actividad aquel invierno. En muchos ojos podía leerse una expresión de sombría soledad. Ahora que la gente se veía forzada a permanecer ociosa, se podía percibir una cierta inquietud. Se producía un ferviente estallido de nuevas creencias. Un joven que había estado trabajando en las tinas de tintado de una hilandería proclamó de repente que había brotado en él un gran poder sobrenatural. Decía que era su deber expresar una serie nueva de mandamientos del Señor. El joven levantó un tabernáculo, y centenares de personas acudían todas las noches para revolcarse por el suelo y sacudirse unas a otras, porque creían que se encontraban en presencia de algo superior a lo humano. Y hubo un crimen, también. Una mujer que no ganaba lo suficiente para comer creía que su capataz le había engañado en sus vales de trabajo y lo apuñaló en la garganta. Una familia de negros se mudó a la última casa de una de las calles más deprimidas, y esto causó tanta indignación que la casa fue quemada y el negro, golpeado por sus vecinos. Pero todo esto eran sólo incidentes. Nada había cambiado realmente. La huelga de la que tanto se hablaba no llegaba nunca a declararse, porque faltaba unión. Todo estaba como antes. Aun en las noches más frías, las Atracciones Sunny Dixie permanecían abiertas. La gente soñaba y se peleaba y dormía igual que siempre. Y por costumbre procuraban no pensar para no quedar atrapados en la amenazante oscuridad del mañana.

Singer paseaba por los lugares más apartados y perfumados de la ciudad donde se apiñaban los negros. Había aquí más alegría y también más violencia. A menudo, el agradable y penetrante olor de la ginebra flotaba en los callejones. Cálidos y soñolientos fuegos coloreaban las ventanas. Se celebraban reuniones en las iglesias casi cada noche. Casitas confortables levantadas en parcelas de pardo césped… también por estos lugares paseaba Singer. Aquí los niños eran más fuertes y más amistosos con los extraños. Vagaba por los barrios de los ricos. En ellos había casas grandes y viejas, de blancas columnas e intrincadas cercas de hierro forjado. Pasaba junto a las grandes casas de ladrillo donde los automóviles hacían sonar su claxon en los senderos y donde las volutas de humo brotaban perezosamente de las chimeneas. Y llegaba hasta el borde mismo de las carreteras que llevaban de la ciudad a los almacenes generales donde los granjeros, los sábados por la noche, se sentaban alrededor de la estufa. Deambulaba a menudo por entre las cuatro manzanas principales de actividad comercial de la ciudad que estaban brillantemente iluminadas y luego por los oscuros y desiertos callejones de detrás. No había parte de la ciudad que Singer no conociera. Observaba los amarillentos rectángulos de luz procedentes de un millar de ventanas. Las noches invernales eran hermosas. El cielo tenía una fría tonalidad azul, y las estrellas eran muy brillantes.

Durante estos paseos le ocurría con frecuencia que le paraban y le hablaban. Se había hecho amigo de toda clase de gente. Si la persona que le hablaba era un extraño, Singer enseñaba su tarjeta para que su silencio fuera comprendido. Llegó a ser conocido en toda la ciudad. Caminaba con los hombros muy erguidos y siempre llevaba las manos metidas en los bolsillos. Sus grises ojos parecían captar todo lo que le rodeaba, y en su rostro seguía habiendo la expresión de paz que se ve con mucha frecuencia en los que son muy sabios o están muy tristes. Siempre se mostraba encantado de detenerse a charlar con quien deseara su compañía. Porque, a fin de cuentas, estaba sólo paseando, y no iba a ninguna parte en concreto.

Empezaron a desatarse ahora varios rumores en la ciudad relativos al mudo. Años antes, con Antonapoulos, siempre se habían dirigido y vuelto al trabajo a pie, pero, excepto por eso, siempre estaban juntos, solos, en sus habitaciones. Nadie se había preocupado entonces por ellos…, y si les observaban era siempre el corpulento griego el que llamaba la atención. El Singer de aquellos años estaba olvidado.

Así que los rumores sobre el mudo eran ricos y variados. Los judíos decían que él era judío. Los comerciantes de la calle principal afirmaban que había recibido una gran herencia y que era un hombre muy rico. Se murmuraba en un sindicato textil que el mudo era un organizador del CIO. Un turco que rondaba por la ciudad hacía años y que languidecía con su familia en la parte trasera de la tiendecita donde vendían ropa blanca declaraba apasionadamente a su mujer que el mudo era turco. Le decía que cuando le hablaba su lengua el mudo le comprendía. Y cuando explicaba esto su voz se volvía más cálida y se olvidaba de regañar a sus hijos y estaba lleno de planes y de actividad. Un viejo campesino afirmaba que el mudo procedía de algún lugar próximo a su casa y que el padre del mudo tenía la mejor plantación de tabaco de todo el país. Todas estas cosas se decían de Singer.

¡Antonapoulos! En su interior, Singer llevaba siempre el recuerdo de su amigo. Por la noche, cuando cerraba los ojos, la cara del griego aparecía allí en la oscuridad…, redonda y aceitosa, con una sonrisa inteligente y sabia. En sus sueños, siempre estaban juntos.

Hacía más de un año que su amigo se había marchado. Y ese año no parecía ni corto ni largo. Estaba como borrado del sentido ordinario del tiempo…, como cuando uno está borracho o medio dormido. Detrás de cada hora siempre estaba su amigo. Y esta vida interior con Antonapoulos cambiaba y se desarrollaba al igual que las cosas que le rodeaban. Durante los primeros meses había pensado mucho en las terribles semanas que precedieron a la obligada marcha de Antonapoulos, en los problemas que había creado su enfermedad, en las citaciones por arresto, y en el sufrimiento al tratar de controlar los caprichos de su amigo. Pensaba muchas veces en el pasado, cuando él y Antonapoulos habían sido desgraciados. Había un recuerdo, muy lejano, que le asaltaba de vez en cuando.

No tenían amigos. A veces se encontraban con otros mudos…, con tres de ellos habían trabado relación. Pero siempre sucedía algo. Uno de los mudos se fue a vivir a otro estado una semana después de conocerles. Otro estaba casado y tenía seis hijos, y no sabía hablar con las manos. Pero era su relación con el tercero de ellos lo que Singer recordaba cuando su amigo se fue.

Este mudo se llamaba Carl. Era un joven de tez cetrina que trabajaba en una de las hilanderías. Sus ojos eran de un amarillo pálido; y sus dientes, tan brillantes y transparentes que también parecían amarillo pálido. Con un mono azul que colgaba fláccidamente de su huesudo cuerpo, tenía el aspecto de una muñeca de trapo azul y amarilla.

Le invitaron a cenar y convinieron en encontrarse en la tienda donde trabajaba Antonapoulos. El griego estaba ocupado todavía cuando ellos llegaron. Estaba terminando una hornada de dulce de caramelo en el obrador de la parte trasera de la tienda. El dulce yacía dorado y lustroso sobre la larga mesa cubierta de mármol. La atmósfera era cálida y rica en dulces olores. Antonapoulos parecía encantado de que Carl le estuviera observando mientras él deslizaba el cuchillo por la caliente masa de caramelo y la cortaba en rectángulos. Ofreció a su nuevo amigo un trocito de la masa en el borde de su engrasado cuchillo, y le enseñó el truco que siempre realizaba ante cualquiera a quien deseara agradar. Señaló una tina de jarabe que hervía en la cocina, y se abanicó la cara y entrecerró los ojos para indicar lo caliente que estaba. Luego humedeció la mano en un recipiente de agua fría, la sumergió en el jarabe hirviente y rápidamente volvió a meter la mano en el agua. Los ojos le salían de las órbitas y sacaba la lengua como si estuviera sufriendo una gran agonía. Se retorció incluso la mano y empezó a saltar sobre un pie haciendo temblar todo el edificio. Entonces sonrió de repente y extendió la mano para mostrar que todo era una broma, golpeando a Carl amistosamente en el hombro.

Era una pálida noche invernal, y su aliento se condensaba en el frío aire mientras caminaban tomados del brazo calle abajo. Singer iba en medio, y por dos veces dejó a los otros en la acera mientras él entraba en unas tiendas a comprar. Carl y Antonapoulos llevaban las bolsas de comestibles, y Singer les tomaba del brazo sin dejar de sonreír. Al llegar a casa, sus habitaciones ofrecían un ambiente acogedor, y Singer se movía de un lado a otro alegremente mientras entablaba conversación con Carl. Después de la cena, los dos mudos charlaron mientras Antonapoulos les observaba con una sonrisa aburrida. De vez en cuando, el corpulento griego se dirigía pesadamente a la alacena y servía unas copas de ginebra. Carl estaba sentado junto a la ventana, y sólo bebía cuando Antonapoulos le ponía el vaso frente a la cara, y aun entonces lo hacía a sorbitos solemnes. Singer no podía recordar que su amigo se hubiera mostrado tan cordial con nadie anteriormente, y contemplaba con placer la idea de que Carl vendría a menudo a visitarles.

Era más de medianoche cuando ocurrió lo que iba a echar a perder la fiesta. Antonapoulos regresó de uno de sus viajes a la alacena con una expresión furiosa en su cara. Se sentó en la cama y empezó a mirar repetidamente a su nuevo amigo con expresiones de ofensa y gran disgusto. Singer trató de avivar la conversación para ocultar aquel extraño comportamiento, pero el griego se mostraba persistente. Carl se acurrucaba en una silla, acariciando sus huesudas rodillas, fascinado y aturdido por las muecas del griego. Estaba sonrojado y tragaba saliva tímidamente. Singer no pudo ignorar la situación por más tiempo, de modo que finalmente le preguntó a Antonapoulos si le dolía el estómago o quizá se sentía mal y deseaba irse a dormir. Antonapoulos hizo un gesto de negación con la cabeza. Señaló a Carl y empezó a hacer todos los gestos obscenos que conocía. Era terrible la expresión de disgusto que mostraba su cara. Carl estaba empequeñecido y atemorizado. Al fin, el griego hizo rechinar los dientes y se puso de pie. Apresuradamente, Carl recogió su gorra y abandonó la habitación. Singer le siguió por las escaleras. No sabía cómo explicar al otro la personalidad de su amigo. Carl permanecía en la puerta de entrada, en actitud desmayada, encorvado y con la gorra echada sobre la cara. Al final, se estrecharon las manos y Carl se marchó.

Antonapoulos le dijo que, mientras ellos no se daban cuenta, su invitado se había deslizado a la alacena bebiéndose toda la ginebra. Nada pudo convencer a Antonapoulos de que había sido él mismo el que se había terminado la botella. El corpulento griego estaba sentado en la cama y su redonda cara mostraba una expresión triste y llena de reproche. Gruesas lágrimas rodaban lentamente hasta el cuello de su camiseta y no aceptaba consuelo. Finalmente se fue a la cama, pero Singer permaneció despierto en la oscuridad durante mucho rato. Nunca volvieron a ver a Carl.

Después, años más tarde, fue cuando Antonapoulos cogió el dinero del alquiler guardado en el jarrón de la chimenea, y se lo gastó en las máquinas tragaperras. Y luego aquella tarde de verano en que Antonapoulos bajó por la escalera desnudo para recoger el periódico. El calor le hacía sufrir mucho. Compraron una nevera eléctrica a plazos, y Antonapoulos se pasaba el día chupando los cubitos de hielo, dejando incluso que algunos se deshicieran en la cama mientras dormía. Y estuvo también aquella vez en que Antonapoulos se emborrachó y le arrojó un tazón de macarrones a la cara.

Esos feos recuerdos se entretejían en sus pensamientos durante los primeros meses como hebras defectuosas en una alfombra. Y luego desaparecían. Todas las veces en que habían sido desgraciados fueron olvidadas. Porque a medida que pasaba el año los recuerdos de su amigo se fueron haciendo cada vez más profundos hasta que se centraron únicamente en el Antonapoulos que sólo él podía conocer.

Éste era el amigo a quien él le contaba todo lo que pasaba por su corazón. Este era el Antonapoulos de quien nadie sabía que fuera sabio excepto él. A medida que el año avanzaba, su amigo parecía agrandarse en su mente, y su cara surgía de la oscuridad de la noche con una expresión severa y sutil. Los recuerdos de su amigo se modificaban en su mente de tal modo que no recordaba nada que fuera incorrecto o estúpido, sólo lo juicioso y bueno.

Veía a Antonapoulos sentado en una gran silla frente a él. Estaba sentado tranquilo e inmóvil. Su redonda faz tenía una expresión inescrutable. En su boca una sonrisa inteligente. Los ojos, profundos. Observaba las cosas que le decían. Y en su sabiduría, lo comprendía todo.

Éste era el Antonapoulos que estaba ahora siempre en sus pensamientos. El amigo al que él quería contar las cosas que habían sucedido. Porque algo había sucedido aquel año. Le habían abandonado en una tierra extraña. Solo. Había abierto los ojos y a su alrededor había muchas cosas que no comprendía. Estaba desorientado.

Observó cómo se formaban las palabras en sus labios.

Nosotros los negros queremos al fin una oportunidad de ser libres. Y libertad es solamente el derecho de contribuir. Queremos servir y compartir, trabajar y a nuestra vez consumir aquello a lo que tenemos derecho. Pero usted es el único blanco que he conocido que se da cuenta de esta terrible necesidad de mi pueblo.

¿Ve, Mister Singer? Siempre llevo esta música conmigo. Voy a ser un verdadero músico. Quizá no sea nada ahora, pero lo seré cuando tenga veinte años. ¿Ve, Mister Singer? Y luego pienso viajar a un país extranjero en el que haya nieve.

Terminemos la botella. Quiero un traguito. Estábamos hablando de libertad. Esa palabra es como un gusano en mi cerebro. ¿Si? ¿No? ¿Cuánto? ¿Muy poco? Esa palabra es un sinónimo de piratería y robo y astucia. Seremos libres y los más inteligentes podrán entonces esclavizar a los otros ¡Pero! Pero la palabra tiene otro significado. De todas las palabras, ésta es la más peligrosa. Nosotros los que sabemos debemos ser cautos. La palabra nos hace sentir bien… de hecho, la palabra es un gran ideal. Pero es con este ideal que las arañas tejen para nosotros sus telas más peligrosas.

El último se frotaba la nariz. No venía con frecuencia y no decía mucho. Hacía preguntas.

Las cuatro personas llevaban viniendo a sus habitaciones más de siete meses. Nunca venían juntas…, siempre solas. E invariablemente él las esperaba en la puerta con una cordial sonrisa. Seguía echando de menos a Antonapoulos —igual que los primeros meses de la marcha de su amigo—. Por lo que era mejor estar con alguien que demasiado tiempo solo. Era como aquella época, años atrás, en que le hizo una promesa solemne (incluso la escribió en un papel que clavó en la pared encima de la cama), una promesa de que abandonaría los cigarrillos, la cerveza y la carne durante un mes. Los primeros días fueron muy malos. No podía descansar ni estarse quieto. Visitaba a Antonapoulos en la frutería con tanta asiduidad que Charles Parker comenzó a mostrarse antipático con él. Cuando terminaba con el tallado a mano, se iba a holgazanear a la parte de delante de la tienda con el relojero, o la vendedora, o dirigía sus pasos a un bar de los que no expendían alcohol a tomar una coca-cola. En aquellos días estar junto a cualquier extraño era mejor que andar solo, pensando en los cigarrillos y la cerveza y la carne que echaba de menos.

Al principio no comprendió en absoluto a aquellas cuatro personas. Hablaban y hablaban…, y a medida que pasaban los meses cada vez hablaban más. Se había acostumbrado tanto a sus labios que comprendía todas y cada una de las palabras que decían. Y luego, al cabo de un tiempo, supo incluso lo que cada uno de ellos iba a decir antes de que empezaran, porque el sentido era siempre el mismo.

Sus manos eran un tormento para él. Jamás descansaban. Se retorcían durante el sueño, y a veces se despertaba para descubrirlas ante su cara moldeando las palabras, en pleno sueño. No le gustaba mirar sus manos o pensar en ellas. Eran esbeltas, morenas y muy fuertes. Años atrás, las había cuidado con cariño. En invierno, solía untarlas con aceite para prevenir las grietas, y conservar las cutículas de la base de las uñas retraídas y éstas estaban limadas según la forma de las puntas de sus dedos. Le había encantado lavarse y cuidar de sus manos. Pero ahora se limitaba sólo a cepillárselas toscamente un par de veces al día y se las metía otra vez en los bolsillos.

Cuando paseaba arriba y abajo de su habitación hacía crujir las articulaciones de los dedos y tiraba de ellos hasta que le dolían. O se golpeaba la palma de la mano con el puño. Y a veces, cuando estaba solo y sus pensamientos derivaban hacia su amigo, las manos iniciaban la forma de las palabras antes de darse cuenta de ello. Luego, al verlo, se sentía como un hombre pillado hablando en voz alta consigo mismo. Era casi como si hubiera hecho algo moralmente indecoroso. Sentía una mezcla de vergüenza y de pena, y cruzaba las manos a su espalda. Pero ni así le dejaban descansar.

Singer se quedó parado en la calle delante de la casa donde él y Antonapoulos habían vivido. El crepúsculo era brumoso y gris. Al oeste se dibujaban franjas de un frío tono amarillento y rosado. Un gorrión invernal volaba formando curiosos dibujos recortándose contra el cielo y finalmente fue a posarse en el aguilón de una casa. La calle aparecía desierta.

Sus ojos estaban fijos en una ventana de la parte derecha del primer piso. Aquélla era la habitación delantera, y detrás de ella estaba la cocina donde Antonapoulos había preparado todas sus comidas. Por la iluminada ventana vio una mujer que iba arriba y abajo de la habitación. Alta y de imprecisa silueta contra la luz, llevaba un delantal. Había un hombre sentado con el periódico de la tarde en la mano. Un niño con una rebanada de pan se acercó a la ventana y aplastó la nariz contra el cristal. Singer se imaginó el cuarto tal como lo había dejado: con la gran cama para Antonapoulos y el catre de hierro para él, el voluminoso sofá excesivamente relleno y la silla de campaña. La azucarera rota que usaban como cenicero, la mancha de humedad en el techo, allí donde el tejado filtraba, y el cesto de la ropa sucia en el rincón. En un atardecer semejante a éste no habría más luz en la cocina que el brillo de los quemadores de petróleo de la gran estufa. Antonapoulos siempre cerraba tanto las mechas que sólo podía verse una dentada franja de oro y azul dentro de cada quemador. La habitación era cálida y repleta de los agradables olores de la cena. Antonapoulos probaba los platos con su cuchara de madera y ambos bebían vasos de vino tinto. En la moqueta de linóleo que había delante de la estufa las llamas de los quemadores formaban reflejos luminosos…, cinco pequeñas linternas doradas. A medida que el lechoso crepúsculo se iba tornando más oscuro, las linternas se volvían más intensas, de manera que, cuando finalmente llegaba la noche, ardían con vívida pureza. Para entonces la cena estaba siempre lista, y encendían la luz y acercaban las sillas a la mesa.

Singer bajó su mirada hacia la oscura puerta de la casa. Recordó la imagen de ellos dos saliendo juntos por la mañana y regresando, juntos también, al anochecer. Había un lugar roto en el pavimento donde Antonapoulos tropezó una vez y se hizo daño en el codo. Estaba también el buzón donde cada mes llegaba la factura de la compañía de electricidad. Hasta le parecía sentir el cálido contacto del brazo de su amigo contra sus dedos.

La calle estaba ya oscura. Levantó la mirada hacia la ventana una vez más y vio a aquellos extraños, la mujer, el hombre y el niño, formando grupo. Sintió un vacío en su interior. Todo se había ido. Antonapoulos no estaba; no estaba aquí para recordar. Los pensamientos de su amigo estaban en algún otro lugar. Singer cerró los ojos y trató de pensar en el asilo y en la habitación donde Antonapoulos se encontraba aquella noche. Recordó las estrechas camas blancas y a los viejos que jugaban a las cartas en el rincón. Apretó los párpados, pero no logró evocar aquella habitación con claridad. La sensación de vacío era muy profunda, y al cabo de un rato levantó una vez más la mirada hacia la ventana y luego empezó a andar por la acera calle abajo, por donde tantas veces habían caminado juntos.

Era sábado por la noche. La calle principal estaba atestada de gente. Negros vestidos con mono, tiritando, se agolpaban ante los escaparates de las tiendas de artículos a diez centavos. Familias enteras hacían cola ante la taquilla del cine, y jóvenes y muchachas contemplaban los carteles colocados en el exterior. El tráfico de los automóviles era tan peligroso que tuvo que esperar mucho rato antes de cruzar la calle.

Pasó por delante de la frutería. Las frutas tenían un hermoso aspecto en el aparador: plátanos, naranjas, aguacate, brillantes y pequeñas naranjas navelinas, e incluso algunas piñas. Pero Charles Parker estaba atendiendo a un cliente. La cara de Charles Parker le resultaba muy desagradable. En varias ocasiones, cundo Charles Parker no estaba presente, había entrado en la tienda y holgazaneado en ella largo rato. Incluso se había llegado a la cocina de la parte de atrás donde Antonapoulos fabricaba las golosinas. Pero nunca entraba en la tienda cuando estaba Charles Parker. Ambos habían procurado evitarse desde el día en que Antonapoulos se marchara en el autobús. Cuando se encontraban en la calle volvían la cara sin saludarse. En una ocasión en que Singer quería enviar a su amigo un tarro de su miel favorita, se la había pedido a Charles Parker por correo, para no verse obligado a encontrarse con él.

Singer se quedó ante el escaparate y observó cómo el primo de su amigo atendía a un grupo de clientes. El negocio siempre iba bien los sábados por la noche. Antonapoulos a veces había tenido que trabajar hasta las diez. La gran máquina automática de palomitas de maíz estaba cerca de la puerta. Un empleado introducía en ella una medida de granos, y el maíz giraba dentro de una caja como gigantescos copos de nieve. El olor que despedía la tienda era cálido y familiar. Había cáscaras de cacahuete pisoteadas por el suelo.

Singer siguió su camino. Tenía que abrirse paso cuidadosamente entre la multitud para evitar que le empujaran. Las calles aparecían adornadas con luces eléctricas rojas y verdes debido a las fiestas. La gente formaba grupos risueños, y se rodeaban con los brazos. Jóvenes padres mecían a sus llorosos bebés sobre los hombros. Una muchacha del Ejército de Salvación, tocada con su gorrito rojo y azul, hacía tintinear una campanilla en la esquina, y cuando miró a Singer, éste se vio obligado a dejar caer una moneda en el platillo que había junto a ella. Había mendigos, negros y blancos, que tendían sus gorros o sus callosas manos. Los rótulos luminosos de neón proyectaban un brillo anaranjado sobre los rostros de la multitud.

Llegó a la esquina en que él y Antonapoulos habían visto una vez un perro rabioso en una tarde de otoño. Pasó luego por delante de la habitación situada encima de los almacenes del ejército y la marina, donde Antonapoulos se hacía fotografiar todos los días de paga. Llevaba ahora muchas de esas fotografías en el bolsillo. Dobló hacia el oeste, en dirección al río. Una vez cogieron una cesta de picnic y cruzando el puente fueron a comer a un campo del otro lado.

Singer estuvo caminando por la calle principal durante una hora. De toda la multitud, parecía ser el único que estaba solo. Finalmente consultó su reloj de bolsillo y dio la vuelta en dirección a la casa en que vivía. Quizá alguien iría a visitarle aquella noche. Así lo esperaba.

Envió por correo a Antonapoulos una gran caja de regalos para Navidad. Igualmente ofreció presentes a cada una de las cuatro personas que venían a visitarle y a la señora Kelly. Para los cuatro juntos había comprado una radio y la puso sobre la mesa junto a la ventana. El doctor Copeland ni siquiera reparó en ella. Biff Brannon la descubrió inmediatamente y enarcó las cejas. Jake Blount, en cambio, la mantuvo encendida todo el tiempo que estuvo allí, en la misma estación, y al hablar lo hacía gritando por encima del ruido de la música, al menos así se lo pareció a Singer, porque se le hinchaban las venas de la frente. Mick Kelly al principio no comprendió cuando vio la radio. Se le enrojeció la cara y preguntó una y otra vez si realmente era de él, y si podía escucharla. Estuvo haciendo girar el dial durante varios minutos antes de detenerlo en el lugar que le convenía. Se sentó inclinada hacia delante en la silla con las manos sobre las rodillas, la boca abierta y el pulso latiendo muy de prisa en sus sienes. Parecía escuchar muy atentamente, fuera lo que fuera lo que oía. Estuvo sentada allí la tarde entera, y una vez que sonrió al mudo sus ojos estaban húmedos y se los frotó con los puños. Le preguntó si podía venir a escucharla alguna vez mientras él se encontraba en el trabajo, y Singer asintió. Así que durante los días que siguieron siempre que abría la puerta la encontraba junto a la radio. La muchacha se mesaba su corto y despeinado cabello, y había una expresión en su cara que él jamás había visto.

Poco después de la Navidad, una noche, dio la casualidad de que las cuatro personas vinieron a visitarle al mismo tiempo. Esto no había ocurrido nunca. Singer se movía por la habitación repartiendo sonrisas y cosas para comer, haciendo todo lo posible para que sus invitados estuvieran cómodos. Pero algo no andaba bien.

El doctor Copeland permanecía de pie, en la puerta, con el sombrero en la mano, y sólo hizo una fría reverencia a los demás. Los otros le miraron como preguntándose por qué estaba allí. Jake Blount abrió las cervezas que había traído consigo, y la espuma le manchó la pechera de la camisa. Mick Kelly escuchaba la música de la radio. Biff Brannon estaba sentado en la cama, las piernas cruzadas, y sus ojos escrutaban al grupo que tenía ante sí con los ojos fijos y entrecerrados.

Singer estaba desorientado. Siempre cada uno de ellos había tenido muchas cosas que decir. Sin embargo, ahora que estaban juntos, guardaban silencio. Al entrar todos, él había esperado alguna especie de estallido. Vagamente, esperaba que aquello fuera el final de algo. Pero en la habitación no reinaba otra cosa que una sensación de tensión. Las manos del mudo trabajaban nerviosamente como si estuvieran tirando de cosas invisibles del aire y atándolas.

Jake Blount se encontraba junto al doctor Copeland.

—Conozco su cara. Hemos tropezado una vez aquí…, en la escalera.

El doctor Copeland movió su lengua con precisión, como si cortara sus palabras con tijeras. “No sabía que nos conociéramos”, dijo. Luego, su rígido cuerpo pareció encogerse. Dio un paso atrás hasta que se encontró justo fuera del umbral de la habitación.

Biff Brannon fumaba su cigarrillo con afectación. El humo se depositaba en delgadas capas azules por toda la habitación. Biff se volvió hacia Mick, y, al mirar a la muchacha, se ruborizo. Biff entrecerró los ojos y momentos después su cara volvió a quedar blanca.

—¿Y cómo van tus asuntos actualmente?

—¿Qué asuntos? —pregunto Mick con sospecha.

—Los de la vida —dijo él—. La escuela… y todo eso.

—Muy bien, supongo —replicó la muchacha.

Cada uno de ellos miró a Singer en actitud expectante. Éste estaba confundido. Ofrecía refrescos y sonreía.

Jake se frotó los labios con la palma de la mano. Abandonó su intento de entablar conversación con el doctor Copeland y se sentó en la cama al lado de Biff.

—¿Sabe usted quién escribía estas malditas advertencias en tiza roja en las callas y paredes que rodean las hilanderías?

—No —respondió Biff—. ¿Qué malditas advertencias?

—La mayoría son del Antiguo Testamento. Llevo mucho tiempo preguntándome quién sería.

Cada una de las personas presentes dirigía sus palabras principalmente al mudo. Sus pensamientos parecían converger en él como los radios de una rueda convergen en su centro.

—Este frío que ha hecho no es muy corriente —dijo Biff finalmente—. El otro día estaba revisando algunas viejas estadísticas y descubrí que en el año mil novecientos diecinueve el termómetro había bajado a doce grados bajo cero. Estábamos a sólo nueve bajo cero esta mañana, y es la temperatura más baja desde la gran helada de aquel año.

—Había carámbanos colgados del tejado de la carbonera esta mañana —informó Mick.

—La semana pasada no ganamos dinero ni para pagar la nómina —dijo a su vez Jake.

Discutieron del tiempo un ratito más. Cada uno de ellos parecía estar aguardando a que los demás se marcharan. Luego, como siguiendo el mismo impulso, todos se levantaron para salir al mismo tiempo. El doctor Copeland fue el primero, y los demás le siguieron inmediatamente. Cuando se hubieron ido, Singer se quedó solo en la habitación, y como no comprendía la situación, quería olvidarla. Decidió escribir a Antonapoulos aquella noche.

El hecho de que Antonapoulos no supiera leer no impedía que Singer le escribiera. Desde un principio había sabido que su amigo era incapaz de descifrar el significado de las palabras sobre el papel, pero a medida que pasaban los meses empezó a imaginar que tal vez se había equivocado, que quizá Antonapoulos mantenía en secreto su conocimiento de las letras. Igualmente, era posible que hubiera algún sordomudo en el asilo que fuera capaz de leer sus cartas y luego explicárselas a su amigo. Se imaginó varias justificaciones para sus cartas, porque siempre sentía una gran necesidad de escribir a su amigo cuando estaba desorientado o triste. Una vez escritas, sin embargo, aquellas cartas nunca eran echadas al correo. Recortaba las tiras cómicas de los periódicos de la mañana y de la tarde y se las enviaba a su amigo todos los domingos. Y cada mes le mandaba también un giro postal. Pero las largas cartas que escribía a Antonapoulos se acumulaban en sus bolsillos hasta que finalmente las destruía.

Cuando las cuatro personas se hubieron ido, Singer se embutió su cálido abrigo gris y su sombrero gris de fieltro y abandonó la habitación. Siempre escribía sus cartas en la tienda. Además, había prometido entregar cierto trabajo a la mañana siguiente, y quería terminarlo ahora para que no cupiera la posibilidad de un retraso. La noche era muy fría. La luna, llena, aparecía rodeada de un halo dorado. Los negros tejados de las casas se recortaban contra el cielo tachonado de estrellas. Mientras caminaba, pensaba en diversas maneras de iniciar su carta, pero ya había llegado a la tienda antes de que la primera frase estuviera clara en su mente. Entró en el oscuro local con su llave y encendió las luces de delante.

Él trabajaba en la parte del fondo de la tienda, separado su lugar del resto del local por una cortina de paño, lo que lo convertía en una pequeña habitación privada. Además de su banco de trabajo y de una silla, había una pesada caja fuerte en un rincón, un lavabo con un espejo verdoso y estanterías llenas de cajas y de relojes muy estropeados. Singer levantó la tapa de su banco de trabajo y sacó del estuche de fieltro la fuente de plata que había prometido terminar. Aunque hacía frío en la tienda se quitó el abrigo y se remangó los puños de la camisa a rayas azules para que no le estorbaran en su trabajo.

Durante largo rato estuvo trabajando en el monograma del centro de la fuente. Con delicados y concentrados trazos, iba guiando el punzón sobre la plata. Mientras trabajaba, su mirada tenía una expresión curiosamente penetrante de hambre. Pensaba en la carta que iba a escribir a su amigo Antonapoulos. Era más de la medianoche cuando termino el trabajo. Al dejar a un lado la fuente, tenía la frente húmeda de la excitación. Limpió su banco y empezó a escribir. Le encantaba formar palabras con una pluma sobre el papel, y moldeaba las letras con mucho esmero, como si el papel fuese una fuente de plata.

Mi único amigo:

Veo por nuestra revista que la Sociedad se reúne este año en una convención en Macon. Habrá oradores y un banquete de cuatro platos. Me lo imagino. Recuerdo que siempre planeábamos asistir a las convenciones pero que jamás lo hacíamos. Ahora desearía que lo hubiéramos hecho. Me gustaría asistir a éste, y he imaginado cómo sería. Pero, por supuesto, jamás podría ir sin ti. Vendrán de muchos estados, llenos de palabras y con largos sueños en el corazón. Hay también un servicio especial en una de las iglesias y una especie de concurso, con una medalla de oro como premio. Te escribo que me imagino todo esto. La verdad es que sí y no. Mis manos han estado quietas tanto tiempo que es difícil recordar cómo es. Y cuando imagino la convención pienso que todos los invitados son como tú, amigo mío.

Estuve ante nuestra casa el otro día. Ahora vive en ella otra gente. ¿Recuerdas el gran roble que había delante? Le cortaron las ramas para que no se cruzaran con las líneas telefónicas, y el árbol se murió. Las ramas están ahora podridas, y hay un hueco en el tronco.

Asimismo, el gato que había aquí en la tienda (el que tú solías mimar y acariciar) comió algo envenenado y murió. Fue muy triste.

Singer sostuvo la pluma en equilibrio sobre el papel. Permaneció sentado largo rato, erguido y tenso, sin continuar la carta. Luego se puso de pie y encendió un cigarrillo. La habitación estaba fría y el aire tenía un olor acre y viciado: una mezcla de olores de queroseno, lustre de plata y tabaco. Se puso el abrigo y la bufanda y empezó a escribir nuevamente con lenta determinación.

Recordarás a las cuatro personas de que te hablé cuando estuve ahí. Te dibujo sus caras: el negro, la muchacha, el tipo del bigote y el hombre que es dueño del café Nueva York. Hay algunas cosas sobre ellos que me gustaría contarte, pero no estoy seguro de cómo expresarlo en palabras.

Todos ellos son personas muy ocupadas. De hecho, lo están tanto que sería difícil describírtelos. No me refiero a que estén en su trabajo día y noche, sino a que tienen siempre tantas cosas en su cabeza que no les dejan descansar. Vienen a mi habitación y charlan conmigo hasta que llega un momento en que no consigo entender cómo una persona puede abrir y cerrar su boca tanto sin fatigarse. (Sin embargo, el dueño del café Nueva York es diferente: no es como los otros. Tiene una barba muy cerrada, por lo que debe afeitarse dos veces al día, y posee una de esas maquinillas eléctricas. Él se limita a observar. Los otros llevan en sí algo que odian. Pero también tienen algo que les gusta más que comer o dormir o el vino o la compañía amistosa. Por eso están siempre tan ocupados).

El del bigote creo que está loco. A veces pronuncia sus palabras con mucha claridad, como mi maestro hace mucho tiempo en la escuela. En otras ocasiones habla un lenguaje que yo no puedo seguir. A veces se viste con un traje corriente, pero al día siguiente se presenta negro de suciedad y maloliente, y con el mono que lleva para trabajar. Sacude el puño y dice palabrotas de borracho que no quisiera que tú conocieras. Piensa que compartimos un secreto, pero yo no sé de qué se trata. Y deja que te escriba algo que te resultará un poco difícil de creer. Puede beberse un litro y medio de whisky Happy Days y seguir hablando y caminando como si tal cosa sin necesidad de irse a la cama. Tal vez no lo creas, pero es cierto.

Yo le alquilo mi habitación a la madre de la muchacha por 16 dólares al mes. La chica vestía antes pantalones cortos como un muchacho, pero ahora lleva una falda azul y una blusa. Aún no es una jovencita. Me gusta que venga a verme. Precisamente, ahora que tengo la radio, no para de hacerlo. Le gusta la música. Quisiera saber qué oye. Sabe que soy sordo, pero cree que entiendo de música.

El negro está enfermo de tuberculosis, pero no puede ir a ningún buen hospital de aquí porque es negro. Es médico, y es la persona más trabajadora que he conocido. No habla como lo hacen los negros. A los otros de su raza me cuesta entenderlos porque no mueven bastante la lengua para decir las palabras. Este negro me asusta a veces. Sus ojos son ardientes y brillantes. Me pidió que fuera a una fiesta en su casa, y lo hice. Tiene muchos libros. Sin embargo, no tiene libros de suspense. Ni bebe ni come carne ni va al cine.

Ya, Libertad y piratas. Ya, Capital y Demócratas, dice el tipo feo del bigote. Pero luego se contradice, y grita: La Libertad es el mayor de los ideales. Tengo que conseguir una oportunidad para escribir la música que llevo en mí y ser músico. He de tener una oportunidad, dice el médico negro. Es la necesidad divina de mi pueblo. Ajá, dice el dueño del café Nueva York. Es un tipo pensativo.

Así hablan todos ellos cuando vienen a mi habitación. Estas palabras que hay en su corazón no les dejan descansar, por lo que siempre están muy ocupados. Pensaría uno entonces que cuando están juntos se comportarían como los de la Sociedad que se reúnen en la convención de Macon esta semana. Pero no es así. Hoy vinieron todos a mi habitación al mismo tiempo. Se quedaron sentados como si pertenecieran a distintas ciudades. Se mostraron incluso groseros, y tú sabes como he dicho siempre que ser grosero y no preocuparse de los sentimientos de los demás está mal. Pues así fue. No lo entiendo, así que te escribo porque pienso que tú lo comprenderás. Tengo extraños presentimientos. Pero ya he escrito bastante sobre ese tema, y me imagino que estarás cansado de él. Yo también.

Hoy hace ya cinco meses y veintiún días. Durante todo este tiempo he estado solo, sin ti. No pienso en otra cosa que en cuándo voy a volver a estar contigo. Si no puedo ir a verte pronto, no sé qué pasará.

Singer apoyó la cabeza en el banco y descansó. El olor y la sensación de la madera lustrada contra su mejilla le hizo recordar sus días escolares. Se cerraron sus ojos y se sintió mareado. En su mente aparecía sólo la cara de Antonapoulos, y el deseo de ver a su amigo era tan ferviente que contuvo la respiración. Al cabo de un rato, Singer se incorporó y cogió nuevamente la pluma.

El regalo que he encargado para ti no llegó a tiempo de ser incluido en la caja de Navidad. Lo espero para muy pronto. Creo que te gustará y te entretendrá. Siempre pienso en nosotros y recuerdo todo lo nuestro. Echo de menos la comida que me hacías. En el café Nueva York se come mucho peor que antes. No hace mucho encontré una mosca en la sopa. Estaba entre las verduras y los fideos parecidos a letras. Pero eso no es nada. Te necesito; es una soledad que no puedo soportar. Pronto iré a verte de nuevo. Mis vacaciones no son hasta dentro de seis meses, pero pienso que podré arreglar las cosas para ir antes. Me parece que tendré que hacerlo. No sirvo para estar solo y sin alguien como tú, que comprende.

Siempre tuyo,

JOHN SINGER

Regresó a las dos de la madrugada. La enorme y atestada casa estaba a oscuras, pero logró subir a tientas, con cuidado, los tres tramos de escaleras, sin tropezar. Se sacó del bolsillo las tarjetas que llevaba consigo, así como el reloj y la pluma estilográfica. Luego dobló sus ropas limpiamente y las dejó sobre el respaldo de la silla. Su pijama de franela gris era cálido y suave En cuanto se hubo subido las mantas a la barbilla se quedó dormido.

De la negrura fue tomando forma un sueño. Unas linternas opacas y amarillas iluminaban un tramo de escaleras de piedra. Antonapoulos estaba arrodillado en lo alto de dichas escaleras. Estaba desnudo y manejaba torpemente algo que sostenía encima de la cabeza y que miraba como si estuviera orando. También él, Singer, estaba arrodillado a media escalera. Desnudo también, sentía frío y no podía apartar los ojos de Antonapoulos y de la cosa que éste sostenía encima de su cabeza. Detrás de él, al pie de la escalera, presintió la presencia del tipo del bigote, la muchachita, el negro y el otro. Todos estaban arrodillados desnudos, y tenían los ojos clavados en él. Detrás del grupo había una incalculable multitud de personas arrodillada en la oscuridad. Sus propias manos eran enormes molinos de viento y no podía apartar su fascinada mirada de aquella cosa desconocida que Antonapoulos sostenía. Las linternas amarillas se balanceaban adelante y atrás en la oscuridad, y todo lo demás estaba inmóvil. Entonces, de repente, se produjo una agitación. En medio del trastorno, la escalera se hundió, y él se sintió caer. Despertó con un sobresalto. Las primeras luces de la mañana iluminaban la ventana. Sintió miedo.

Había pasado tanto tiempo que podía haberle sucedido algo a su amigo. Como Antonapoulos no le escribía, no podría saberlo. Quizá su amigo se había caído y se había hecho daño. Sentía una necesidad tan urgente de estar con él una vez más que decidió arreglar el viaje a toda costa…, e inmediatamente.

En la oficina de correos halló aquella mañana un aviso en su buzón de que había llegado un paquete para él. Era el regalo que había pedido por Navidad, que no había llegado a tiempo. Un regalo estupendo. Lo había comprado a plazos, en dos años. Se trataba de un proyector cinematográfico para aficionados, junto con media docena de películas de dibujos de Mickey Mouse y Popeye, que a Antonapoulos le encantaban.

Singer fue el último en llegar a la tienda aquella mañana. Entregó al joyero para el que trabajaba una petición escrita formal de librar el viernes y el sábado. Y aunque se esperaba tener que atender cuatro bodas aquella semana, el joyero le dio permiso para irse.

No informó a nadie de su viaje, dejando sólo clavada en su puerta una nota en la que advertía que estaría ausente durante varios días por razones de trabajo. Viajó de noche, y el tren llegó al lugar de destino justo en el momento en que empezaba a despuntar la rojiza aurora invernal.

Por la tarde, un poco antes de la hora de visita, llegó al asilo. Iba cargado con las diferentes partes del proyector y la cesta de fruta que llevaba a su amigo. Se dirigió inmediatamente a la sala en que había visitado a Antonapoulos anteriormente.

El pasillo, la puerta, las filas de camas, todo estaba exactamente igual como lo recordaba. Atravesó el umbral y miró ansiosamente a su amigo. Pero inmediatamente vio que todas las sillas estaban ocupadas. Antonapoulos no estaba allí.

Singer dejó sus paquetes en el suelo y escribió en una de sus tarjetas: “¿Dónde está Spiros Antonapoulos?” Una enfermera entró en la habitación y él le alargó la tarjeta. La mujer no comprendió. Movió negativamente la cabeza y se encogió de hombros. Singer salió al corredor y comenzó a tender la tarjeta a todo el que encontraba. Pero nadie parecía saber nada. Sintió un pánico tan grande en él que empezó a hacer movimientos con las manos. Al final se tropezó con un interno de bata blanca. Tocó al interno en el codo y le entregó la tarjeta. El interno la leyó cuidadosamente, y luego le guió a través de varios pasillos y salas. Llegaron a una pequeña habitación en la que una joven estaba sentada a una mesa delante de algunos papeles. La joven leyó la tarjeta y luego consultó algunos expedientes de un cajón.

Lágrimas de nerviosismo y temor bañaban los ojos de Singer. La joven empezó a escribir parsimoniosamente en un trozo de papel, y él no pudo resistir más y retorció el cuerpo para ver inmediatamente lo que le estaba escribiendo sobre su amigo.

Mister Antonapoulos ha sido trasladado a la enfermería. Padece una nefritis. Haré que alguien le muestra a usted el camino.

De vuelta a través de los corredores se detuvo a recoger los paquetes que había dejado abandonados en la puerta de la sala. Le habían robado la cesta de fruta, pero las demás cajas estaban intactas Siguió al interno fuera del edifico y a través de una parcela de césped hasta la enfermería.

¡Antonapoulos! Al llegar a la sala correcta, le vio a la primera ojeada. Su cama estaba situada en el medio de la habitación, y él se encontraba sentado apoyado en almohadas. Llevaba una bata escarlata, pijama de seda verde y un anillo de turquesa. Su cutis tenía un color amarillo pálido, y en sus oscuros ojos una expresión soñadora. El negro cabello ligeramente ribeteado de plata en las sienes. Estaba haciendo punto. Sus gordezuelos dedos trabajaban con las largas agujas de marfil muy lentamente. Al principio no vio a su amigo. Luego cuando Singer se colocó ante él, sonrió serenamente, sin sorpresa, y alargó su enjoyada mano.

Un sentimiento de timidez y cohibición como jamás había sentido se apoderó de Singer, el cual se sentó en la cama y cruzó las manos sobre el borde del cubrecama. Sus ojos permanecían fijos en la cara de su amigo y estaba mortalmente pálido. El esplendor de la vestimenta de su amigo le dejó aturdido. En diversas ocasiones le había enviado él mismo todos aquellos artículos, pero no se había imaginado cómo le sentarían al combinarlos todos. Antonapoulos estaba más enorme de lo que recordaba. Debajo de su pijama de seda se adivinaban los grandes pliegues de su abdomen. La cabeza se recortaba inmensa contra la blanca almohada. La plácida expresión de su cara era tan profunda que parecía como si no se hubiera dado cuenta de la presencia de Singer.

Éste levantó las manos tímidamente y comenzó a hablar. Sus fuertes y hábiles dedos formaban los signos con encantadora precisión. Hablaba del frío y de los largos meses de soledad. Mencionaba viejos recuerdos: el gato que había muerto, la tienda, el lugar en que vivían. A cada pausa Antonapoulos asentía graciosamente. Le habló de las cuatro personas y de las largas visitas de éstas a su habitación. Los ojos de su amigo eran oscuros y estaban húmedos, y en ellos Singer descubría las pequeñas imágenes rectangulares de sí mismo que había observado un millar de veces. Volvió a fluir la cálida sangre por su rostro, y sus manos se aceleraron. Habló detenidamente del negro, del tipo con bigote y de la muchacha. Los dibujos trazados por sus manos se iban moldeando cada vez con mayor rapidez. Antonapoulos, por su parte, asentía lenta y gravemente. Con ansiedad, Singer se inclinó acercándose a su amigo, respirando larga y profundamente En sus ojos brillaban las lágrimas.

Entonces, de repente, Antonapoulos trazó un lento círculo en el aire con su regordete dedo índice. Su dedo describía un círculo en dirección a Singer, y finalmente le hundió el dedo en el estómago. La sonrisa del corpulento griego se hizo más amplia y asomó su gorda y sonrosada lengua. Singer se rió, y sus manos formaron las palabras con frenética velocidad. La risa le sacudía los hombros, y al mismo tiempo echaba la cabeza hacia atrás. Por qué se reía, lo ignoraba. Antonapoulos puso los ojos en blanco. Singer continuó riéndose desenfrenadamente hasta que perdió la respiración y los dedos le temblaron. Agarró el brazo de su amigo y trató de calmarse. Sus risas seguían brotando lenta y dolorosamente como accesos de hipo.

Antonapoulos fue el primero en recobrar la compostura. Su gordo piececillo había desarreglado las ropas al pie de la cama. Su sonrisa se desvaneció y soltó un puntapié desdeñoso a la manta. Singer se apresuró a enderezar las cosas, pero Antonapoulos frunció el ceño y levantó el dedo en actitud regia a una enfermera que pasaba en aquel momento por la sala. Cuando la mujer hubo arreglado la cama a su gusto, el griego inclinó la cabeza tan pausadamente que el gesto más bien parecía de bendición que de simple agradecimiento. Luego se volvió gravemente otra vez hacia su amigo.

Mientras hablaba, Singer no se daba cuenta de cómo había pasado el tiempo. Sólo cuando una enfermera le trajo a Antonapoulos su cena en una bandeja, comprendió que era tarde. Se encendieron las luces de la sala y afuera empezó a oscurecer. También los demás pacientes tenían ante sí las bandejas de su cena. Habían abandonado su tarea (algunos tejían cestos, otros repujaban cuero o hacían punto) y estaban comiendo indiferentemente. Al igual que Antonapoulos, todos parecían muy enfermos y estaban pálidos. La mayor parte necesitaba un corte de pelo y todos llevaban sórdidos camisones grises abiertos por la espalda. Miraban a los dos mudos con expresión interrogante.

Antonapoulos levantó la tapa de su plato e inspeccionó la comida cuidadosamente. Había pescado y algunas verduras. Cogió el pescado y lo sostuvo a la luz en la palma de la mano para una cuidadosa inspección. Después se lo comió con fruición. Durante la cena empezó a señalar a las diversas personas de la habitación. Señaló a un hombre del rincón y empezó a hacer muecas de disgusto. El hombre le lanzó un gruñido. Señaló luego a un muchacho y le sonrió, asintió con la cabeza y agitó su regordeta mano. Singer se sentía demasiado feliz para experimentar vergüenza alguna. Cogió los paquetes del suelo y los dejó encima de la cama para distraer a su amigo. Antonapoulos quitó las envolturas, pero la máquina no le interesó en absoluto. Volvió a concentrarse en su cena.

Singer alargó una nota a la enfermera explicándole lo del proyector. Ella llamó a un interno, y luego trajeron a un médico. Mientras celebraban consulta, miraban con curiosidad a Singer. Las noticias llegaron pronto a los demás pacientes, que se incorporaron excitados en su cama. Antonapoulos era el único que permanecía indiferente.

Singer había practicado previamente con el proyector. Montó la pantalla para que todos los pacientes pudieran verla. Luego se dedicó a preparar el proyector y la película. La enfermera se llevó las bandejas de la cena y fueron apagadas las luces de la sala. La pantalla se iluminó con una comedia de Mickey Mouse.

Singer observaba a su amigo. Al principio Antonapoulos quedó sorprendido. Se irguió para ver mejor, y se hubiera levantado de la cama de no habérselo impedido la enfermera. Luego se dedicó a observar con una radiante sonrisa. Singer podía ver a los demás pacientes llamándose entre sí y riéndose. Enfermeras y ayudantes sanitarios llegaron del pasillo, y la sala entera experimentó una conmoción. Cuando la película del ratón Mickey hubo terminado, Singer puso una de Popeye. Luego, al terminar ésta, consideró que el entretenimiento ya había durado bastante para ser la primera vez. Encendió la luz, y la sala recuperó su actividad normal. Cuando el interno colocó la máquina bajo la cama de su amigo, Singer vio que Antonapoulos miraba de reojo a la sala para asegurarse de que todos se daban cuenta de que la máquina era suya.

Singer empezó otra vez a hablar con las manos. Sabía que pronto le pedirían que se marchase, pero los pensamientos que llevaba almacenados en su mente eran demasiados para formularlos en un tiempo tan corto. De modo que hablaba con frenético apresuramiento. En la sala había un viejo cuya cabeza sufría frecuentes sacudidas de parálisis y que se pellizcaba débilmente las cejas. Singer envidió al viejo porque podía estar con Antonapoulos día tras día. Singer se hubiera cambiado con él gustosamente.

Su amigo jugueteaba con algo que llevaba en el pecho. Era la crucecita de latón que siempre había llevado. El sucio cordel había sido reemplazado por una cinta roja. Singer se acordó del sueño y se lo contó, también, a su amigo. En sus prisas, los signos a veces se tornaban confusos, y tenía que sacudir las manos y empezar de nuevo. Antonapoulos le observaba con sus oscuros y soñolientos ojos. Sentado inmóvil, con sus brillantes y ricas vestiduras, parecía un sabio rey de leyenda.

El interno encargado de la sala permitió que Singer se quedara una hora más del tiempo reglamentario para las visitas. Finalmente alargó su delgada y velluda muñeca y le mostró el reloj. Los pacientes se instalaban par dormir. La mano de Singer vaciló. Agarró a su amigo por el brazo y le miró intensamente a los ojos como solía hacer cada mañana cuando partían hacia el trabajo. Finalmente Singer retrocedió para salir de la habitación. Ya en la puerta, sus manos dibujaron un interrumpido adiós, y luego cerró los puños.

Durante las noches de enero iluminadas por la luna, Singer siguió paseando por las calles de la ciudad todas las veces en que no tenía ningún compromiso. Los rumores sobre su persona se acentuaron. Una vieja negra contó a centenares de personas que el mudo conocía la manera de hacer volver a los espíritus de los muertos. Cierto trabajador a destajo afirmaba que había trabajado con el mudo en otra hilandería en algún lugar del estado…, y las anécdotas que contaba eran únicas. Los ricos creían que era rico y los pobres le consideraban un pobre como ellos. Y como no había forma de refutar todos aquellos rumores, éstos crecían maravillosamente hasta parecer reales. Cada uno describía al mudo tal como deseaba que fuera.