A las ocho en punto de la mañana el doctor Copeland se hallaba sentado ante su escritorio, estudiando un fajo de papeles a la triste luz que penetraba por la ventana. A su lado, el árbol, un cedro de espeso follaje, se alzaba oscuro y verde hasta el techo. Desde el primer año en que había empezado a visitar daba anualmente una fiesta por Navidad, y ahora ya lo tenía todo preparado. En las habitaciones de delante había filas de bancos y sillas alineadas junto a la pared. Toda la casa estaba llena del dulce olor de los pastelillos recién cocidos y del humeante café. Portia estaba en el consultorio con él, sentada en un banco contra la pared, sus manos bajo la barbilla, y el cuerpo casi doblado por completo.
—Padre, llevas encorvado sobre esta mesa desde las cinco. No tenías ninguna obligación para tener que levantarte tan temprano. Deberías haberte quedado en cama hasta la hora de la fiesta.
El doctor Copeland se humedeció sus gruesos labios con la lengua. Tenía tantas cosas en la cabeza que no le prestaba atención a Portia. Su presencia le irritaba.
Finalmente, se volvió hacia ella enfadado.
—¿Por qué estás sentada ahí con ese aspecto tan melancólico?
—Estoy preocupada —respondió ella—. Ante todo, me preocupa nuestro Willie.
—¿William?
—Tú sabes que me ha estado escribiendo regularmente todos los domingos. La carta llegaba los lunes o martes. Pero la semana pasado no escribió. Naturalmente, no estoy muy ansiosa. Willie… siempre ha sido tan bueno y dulce que sé que las cosas le irán bien. Ha sido trasladado de la prisión a la cuerda de presos que van a ir a trabajar a algún lugar al norte de Atlanta. Hace dos semanas me escribió una carta para decir que hoy iban a asistir a unos servicios religiosos, y me pedía que le mandara la maleta con la ropa y su corbata roja.
—¿Era todo lo que te decía?
—También decía que en la cárcel está ese Mister B. F. Mason, y que se encontró con Buster Johnson…, un chico al que conocía. Me pedía también que le enviara la armónica porque no puede ser feliz si no la tiene para tocar. Se la he mandado. Y también un tablero de ajedrez y un pastel escarchado. Espero tener noticias de él dentro de pocos días.
Los ojos del doctor Copeland brillaban a causa de la fiebre, y no podía mantener las manos quietas.
—Hija, tendremos que discutir esto después. Se está haciendo tarde, y debo terminar mi trabajo. Vuelve a la cocina y mira si todo está preparado.
Portia se puso de pie y se esforzó por reflejar alegría en su cara.
—¿Qué es lo que has decidido con respecto al premio de cinco dólares?
—Hasta ahora no he sido capaz de decidir cuál es la mejor obra —dijo con cautela.
Un amigo suyo, un farmacéutico negro, daba un premio de cinco dólares cada año al estudiante de escuela secundaria que escribiera la mejor composición sobre un determinado tema. El farmacéutico siempre confiaba al doctor Copeland, y sólo a él, la elección, y el ganador era anunciado en la fiesta de Navidad. El tema de la composición de este año era: “Mi ambición: Cómo poder mejorar la situación de la raza negra en la sociedad.” Había una sola composición que merecía auténtica consideración. Pero era de redacción tan infantil y poco atinada que no sería muy prudente concederle el premio. El doctor Copeland se puso las gafas y volvió a leer el ensayo con profunda concentración.
“Esta es mi ambición. En primer lugar, quiero asistir a la Escuela Superior de Tuskegee, pero no deseo ser un hombre como Booker Washington o el doctor Carver. Luego, cuando considere que mi educación está completa, deseo llegar a ser un buen abogado como el que defendió a los Muchachos de Scottsboro. Solo aceptaría casos de gente de color contra blancos. Diariamente, nuestra gente es obligada de todas las maneras posibles a sentirse inferior. Y no es así. Somos una Raza Ascendente. Y no tenemos por qué seguir sudando más tiempo bajo las cargas del hombre blanco. No debemos sembrar para que recojan otros.
”Quiero ser como Moisés quien condujo a los hijos de Israel lejos de la tierra de sus opresores. Quiero fundar una Organización Secreta de Líderes y Eruditos de Color. Toda la gente de color se organizará bajo la dirección de esos conductores escogidos y se preparará para la revuelta. Otras naciones del mundo que se interesan por la difícil situación de nuestra raza a las que les gustaría ver divididos a los Estados Unidos vendrán en nuestra ayuda. Toda la gente de color se organizará y habrá una revolución, y los hombres de color ocuparán todo el territorio que hay al este del Mississippi y al sur del Potomac. Yo fundaré un país poderoso bajo el control de la Organización de Líderes y Eruditos de Color. No se le concederá pasaporte a ningún blanco…, y si alguno de ellos penetrara en este país, no tendría derechos legales.
”Odio a toda la raza blanca y siempre trabajaré para conseguir que la raza de color pueda vengarse por todos sus sufrimientos. Ésa es mi ambición.
El doctor Copeland sentía arder la fiebre en sus venas. El tictac del reloj de su escritorio le atacaba los nervios. ¿Cómo podía dar el premio a un muchacho con nociones tan violentas como aquéllas? ¿Qué decidiría?
Las demás composiciones carecían de contenido. La gente joven no pensaba. Escribían sólo sus ambiciones, y omitían la segunda parte del tema. Tan sólo había un aspecto de cierta importancia. De los veinticinco ensayos, nueve empezaban con la frase: “No quiero ser un criado.” Luego, expresaban su deseo de ser pilotos, o campeones de boxeo o predicadores o bailarinas. La única ambición de una muchacha era ser buena con los pobres.
El autor del ensayo que le preocupaba era Lancy Davis. Se había enterado de la identidad del autor antes de llegar a la última página y ver la firma. Había tenido ya algún problema con Lancy. Su hermana se había puesto a trabajar de criada cuando tenía once años de edad, y había sido violada por su empleador, un blanco de mediana edad. Más o menos un año después, recibió una llamada de emergencia para asistir a Lancy.
El doctor Copeland se dirigió al fichero de su dormitorio donde guardaba notas de todos los pacientes. Sacó la tarjeta marcada “Mrs. Dan Davis y familia” y echó una mirada a las anotaciones hasta llegar al nombre de Lancy. La fecha era de cuatro años atrás. Las notas sobre él estaban escritas con más cuidado que las otras y en tinta: “Trece años, pasada la pubertad. Intento infructuoso de auto castración. Hipersexual e hipertiroideo. Lloró furiosamente durante las dos visitas, aunque le dolía poco. Voluble. Muy satisfecho de hablar, aunque con tendencias paranoicas. Rodeado de un buen ambiente aunque con una excepción. Véase Lucy Davis: madre, lavandera. Inteligente. Merece ser observado y ayudado en la medida de lo posible. Mantener contacto. Honorarios: 1 dólar (?).”
—Es difícil tomar una decisión este año —le dijo a Portia. Pero supongo que tendré que conceder el premio a Lancy Davis.
—Si ya está decidido, entonces… ven a hablarme sobre algunos de estos regalos.
Los regalos que iban a ser distribuidos en la fiesta se hallaban en la cocina. Había bolsas de papel con comestibles y ropa, todo adornado con una tarjeta roja de Navidad. Todo el que mostraba deseos de venir era invitado a la fiesta, pero los que tenían intención de asistir pasaban por la casa y escribían (o pedían a un amigo que escribiera) su nombre en un libro de invitados que había sobre la mesa del vestíbulo con ese fin. Las bolsas estaban apiladas en el suelo. Había unas cuarenta, y su tamaño guardaba relación con la necesidad del destinatario. Algunos regalos eran tan sólo paquetitos de nueces o pasas, y otros eran cajas casi demasiado pesadas para ser levantadas por un hombre. La cocina estaba atiborrada de cosas buenas. El doctor Copeland estaba de pie en la puerta y las ventanillas de su nariz temblaban de orgullo.
—Creo que lo has hecho muy bien este año. La gente ha sido muy buena, sin duda —dijo Portia.
—¡Bah! —exclamó el doctor Copeland—. Ni la centésima parte de lo que hace falta.
—¡Vamos, padre! Sé perfectamente que estás muy contento. Pero no quieres demostrarlo. Siempre tienes que buscar algo por lo que gruñir. Tenemos dos kilos de guisantes, veinte sacos de harina, unos siete kilos de carne, pescado, seis docenas de huevos, cantidad de maíz, potes de tomate y melocotones. Manzanas y dos docenas de naranjas. Y también ropa. Y dos colchones y cuatro mantas. ¡La verdad, ya es algo!
—Una gota en un cubo de agua.
Portia señaló una gran caja que había en el rincón.
—Estas cosas… ¿qué piensas hacer con ellas?
La caja no contenía otra cosa que trastos viejos: una muñeca sin cabeza, un poco de encaje sucio, una piel de conejo. El doctor Copeland examinó atentamente cada artículo.
—No los tires. Todo tiene su utilidad. Se trata de regalos de nuestros invitados que no tienen nada mejor con que contribuir. Ya me servirán de algo más tarde.
—Entonces, supón que les echas unos vistazos a estas cajas y bolsas para que pueda comenzar a atarlos. No va a caber todo aquí en la cocina. Ya es hora de hacer sitio para la comida. Voy a poner todos estos regalos en la escalera de atrás y en el patio.
El sol de la mañana había salido. El día sería brillante y frío. En la cocina flotaban todos aquellos ricos olores. Sobre la estufa había un barreño de café, y en la alacena los pastelillos escarchados llenaban una estantería entera.
—Y nada de esto procede de gente blanca. Todo de los negros.
—No —replicó el doctor Copeland—. Esto no es totalmente cierto. Mister Singer contribuyó con un cheque de doce dólares para comprar carbón. Y le he invitado hoy.
—¡Santo Jesús! —exclamó Portia—. ¡Doce dólares!
—Me pareció adecuado invitarle. No es como las demás personas de raza caucasiana.
—Tienes razón —dijo Portia—. Pero no dejo de pensar en mi Willie. Cómo me gustaría que pudiera disfrutar de esta fiesta de hoy. Y cuánto me gustaría recibir una carta suya. No tengo otra cosa en la cabeza. Pero bueno, acabemos de charlar y preparémonos. Falta muy poco para que empiece la fiesta.
Pero aún quedaba tiempo. El doctor Copeland se lavó y vistió cuidadosamente. Durante un rato trató de ensayar lo que diría cuando hubiera venido todo el mundo. Pero la expectación y el nerviosismo no le permitían concentrarse. Entonces, a las diez llegaron los primeros invitados, y media hora después no faltaba nadie.
—¡Feliz regalo de Navidad para usted! —gritó John Roberts, el cartero. Se movía contento por la atestada habitación, un hombro más alto que el otro, secándose el sudor de la cara con un blanco pañuelo de seda.
—¡Felicidades también para usted!
La parte delantera de la casa estaba atestada. Los invitados habían taponado la puerta y formaban grupos en el porche y en el patio. Pero no había empujones ni descortesía; el alboroto era ordenado. Los amigos se llamaban mutuamente, y los extraños eran presentados y se estrechaban la mano. Los niños y la gente joven en general formaban un grupo más compacto y se dirigían hacia la cocina.
—¡Los regalos de Navidad!
El doctor Copeland se encontraba de pie en el centro de la habitación delantera junto al árbol. Estaba algo mareado. Estrechaba manos y respondía a los saludos confusamente. Regalos personales, algunos cuidadosamente atados con cintas y otros envueltos en papel de periódico, iban a parar a sus manos. No podía encontrar un lugar para dejarlos. El aire se había espesado, y las voces aumentaban de volumen. Las caras daban vueltas a su alrededor de manera que no podía llegar a reconocer a ninguna. Poco a poco fue recuperando su compostura. Halló espacio para depositar los regalos que tenía en sus brazos. El mareo disminuyó y la habitación se aclaró. Se asentó las gafas y empezó a mirar a su alrededor.
—¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad!
Allí estaban Marshall Nicolls, el farmacéutico, con una chaqueta de largo vuelo, conversando con su yerno, que trabajaba en un camión de basura. El predicador de la iglesia de la Santísima Ascensión había llegado. Así como dos diáconos de otras iglesias. Highboy, vestido con un llamativo traje a cuadros, se movía sociablemente por entre la multitud. Jóvenes y corpulentos petimetres hacían reverencias a las muchachas, ataviadas éstas con largos vestidos de brillantes colores. Había madres con sus hijos y prudentes ancianos que escupían en llamativos pañuelos. La habitación era cálida y bulliciosa.
Mister Singer estaba de pie en la puerta. Muchas personas lo miraban. El doctor Copeland no podía recordar si le había dado la bienvenida o no. El mudo estaba solo. Su cara recordaba en cierto modo la imagen de Spinoza. Una cara judía. Era agradable verle.
Puertas y ventanas fueron abiertas. Empezó a soplar una corriente de aire por la habitación, que avivó el fuego. Los ruidos se fueron calmando. Los asientos estaban todos ocupados, y los jóvenes se sentaban en el suelo, en filas. El vestíbulo, el porche, el patio incluso, estaban atiborrados de silenciosos invitados. Había llegado el momento en que le tocaba hablar… ¿y qué iba a decir? El pánico le atenazó la garganta. La habitación aguardaba. A una señal de John Roberts, todos los sonidos cesaron.
—Amigos míos… —empezó el doctor Copeland con la mirada vacía. Hubo una pausa. Entonces, de repente, se le ocurrieron las palabras que tenía que decir—. Éste es el decimonoveno año que nos reunimos en esta habitación para celebrar el día de Navidad. Cuando nuestro pueblo oyó hablar por primera vez del nacimiento de Jesucristo era una época oscura. Los nuestros eran vendidos como esclavos en esta ciudad en la plaza del palacio de justicia. Desde entonces hemos oído y contado la historia de Su vida tantas veces que no podríamos enumerarlas. De modo que hoy nuestra historia será diferente. Hace ciento veinte años otro hombre nacía en el país conocido actualmente como Alemania…, un país situado muy lejos, al otro lado del Atlántico. Este hombre comprendía, lo mismo que Jesús, pero sus pensamientos no guardaban relación con el cielo o con el futuro después de la muerte. Su misión era para con los vivos. Para con las grandes masas de seres humanos que trabajan y sufren hasta morir. Para con aquellos que lavan y trabajan de cocineros, que recogen algodón, y los que trabajan en las ardientes cubas de teñido de las fábricas. Su misión era para con nosotros, y este hombre se llamaba Karl Marx. Karl Marx era un hombre sabio. Estudiaba, trabajaba y comprendía el mundo que le rodeaba. Decía que el mundo está dividido en dos clases: los pobres y los ricos. Por cada hombre rico, hay un millar de pobres que trabajan para que este rico se haga más rico. No dividía el mundo en negros o blancos o chinos…; a Karl Marx le parecía que ser uno de los millones de pobres o uno de los pocos ricos era más importante para un hombre que el color de su piel. La misión de la vida de Karl Marx era hacer que todos los seres humanos fueran iguales, y dividir la gran riqueza del mundo de modo que no hubiera pobres ni ricos y cada persona tuviera su cupo. Éste es uno de los mandamientos que Karl Marx nos dejó: “De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades.”
Una mano arrugada y amarillenta se agitó con timidez desde el vestíbulo.
—¿Estaba ese Marx en la Biblia?
El doctor Copeland se explicó. Deletreó los dos nombres, y citó fechas.
—¿Hay más preguntas? Quiero que cada uno de vosotros se sienta libre para iniciar o participar de la discusión.
—¿Supongo que Mister Marx era un clérigo cristiano? —preguntó el predicador.
—Creía en la santidad del espíritu humano.
—¿Era blanco?
—Sí. Pero no se veía a si mismo como un blanco. Decía: “Nada humano me es ajeno”. Se veía a sí mismo como hermano de todos los hombres.
El doctor Copeland hizo una pausa más larga. Las caras que le rodeaban estaban esperando.
—¿Cuál es el valor de una propiedad, de una mercancía que compramos en una tienda? El valor depende solamente de una cosa: del trabajo que lleve fabricar o cultivar ese artículo. ¿Por qué una casa de ladrillo cuesta más que una col? Porque en la construcción de una casa de ladrillo interviene el trabajo de muchos hombres. Están los que fabrican los ladrillos y el mortero, y la gente que corta los árboles para hacer las planchas que se pondrán en el suelo. Están los hombres que hicieron posible la construcción del edificio, y los que transportaron los materiales al terreno donde se va a construir la casa. Luego están los hombres que construyeron las carretillas y camiones que transportaron los materiales a este lugar. Y finalmente los obreros que levantaron la casa. Una casa de ladrillo requiere la labor de mucha, mucha gente…, en tanto que cualquiera de nosotros puede cultivar una col en su patio trasero. Una casa de ladrillo cuesta más que una col porque exige más trabajo que ésta. De manera que cuando un hombre compra esta casa de ladrillo está pagando por el trabajo que se empleó. ¿Pero quién se lleva el dinero…, el beneficio? No los hombres que hicieron el trabajo…, sino los jefes que los controlan. Y si estudiáis eso con más detenimiento, descubriréis que estos jefes tienen también sus jefes, y éstos a otros que los controlan a su vez…, de modo que quienes controlan todo este trabajo, el cual hace que el artículo valga dinero, son muy pocos. ¿Está claro hasta aquí?
—¿Comprendemos?
Pero, ¿era verdad que comprendían? El médico volvió a empezar y repitió todo lo que había dicho. Esta vez hubo preguntas.
—¿Pero no costó dinero la arcilla para fabricar estos ladrillos? ¿Y no cuesta dinero arrendar la tierra para cultivar cosechas?
—Buena pregunta —repuso el doctor Copeland—. La tierra, la arcilla, la madera… estas cosas reciben el nombre de recursos naturales. El hombre no fabrica estos recursos naturales; el hombre sólo los desarrolla, sólo los usa para su trabajo. Por lo tanto, ¿debe una persona o un grupo de personas poseer estas cosas? ¿Cómo puede ser propietario un hombre de tierra y espacio y luz del sol y de lluvia para las cosechas? ¿Cómo puede un hombre decir “esto es mío” referente a estas cosas y negarse a que los demás las compartan? Por ello Marx dice que estos recursos naturales deberían pertenecer a todos, no divididos en pequeñas porciones sino utilizados por toda la gente según su capacidad de trabajar. Esto es así. Digamos que un hombre muere y deja su mula a sus cuatro hijos. Los hijos no querrán cortar la mula en cuatro trozos y llevarse cada uno su parte. Serán propietarios y harán trabajar a la mula juntos. Esta es la forma como Karl Marx dice que deben poseerse los recursos naturales: no por parte de un grupo de ricos, sino por todos los obreros del mundo en conjunto. Los que estamos aquí en esta habitación no tenemos propiedades privadas. Quizá uno o dos de nosotros sea propietario de la casa en que vive, o haya podido ahorrar un par de dólares…, pero no poseemos nada que no contribuya directamente a mantenernos vivos. Todo lo que poseemos es nuestro cuerpo. Y vendemos nuestro cuerpo cada día. Lo vendemos cuando vamos por la mañana a trabajar y cuando trabajamos todo el día. Nos vemos obligados a venderlo a cualquier precio, en cualquier momento, para cualquier fin. Nos vemos obligados a vender nuestro cuerpo para poder comer y vivir. Y el precio que nos pagan es sólo suficiente para permitirnos conservar la fuerza y así trabajar más tiempo en beneficio de ellos. Hoy no nos ponen en las plataformas y nos venden en la plaza del palacio de justicia. Pero nos vemos obligados a vender nuestra fuerza, nuestro tiempo, nuestra alma durante cada hora de nuestra vida. Nos hemos liberado de una clase de esclavitud sólo para caer en otra. ¿Es esto libertad? ¿Somos ya hombres libres?
Una voz grave gritó desde el patio delantero:
—¡Es la pura verdad!
—¡Así son las cosas! Y no estamos solos en esta esclavitud. Hay otros millones de esclavos por todo el mundo, de todos los colores y razas y credos. Esto es lo que debemos recordar. Muchos de los nuestros odian a los pobres de la raza blanca, y ellos nos odian a nosotros. La gente de esta ciudad que vive junto al río y que trabaja en las hilanderías. Gente que tiene casi tantas necesidades como nosotros. Este odio es un gran error, y nada bueno puede venir de él. Debemos recordar las palabras de Karl Marx y ver la verdad según sus enseñanzas. La injusticia de la necesidad debe juntarnos y no separarnos. Debemos recordar que todos nosotros damos valor a las cosas de esta tierra con nuestro trabajo. Estas son las verdades más importantes de Karl Marx que debemos conservar en nuestro corazón para siempre y no olvidar. Pero, ¡amigos míos! Nosotros, los de esta habitación, nosotros, los negros, tenemos otra misión que es sólo para nosotros. En nuestro interior hay un propósito fuerte, firme, y si fracasamos en llevarlo a cabo, nos habremos perdido para siempre. Veamos, entonces, cuál es la naturaleza de esta especial misión.
El doctor Copeland se aflojó el cuello de la camisa, porque sentía una opresión en la garganta. El doloroso amor que sentía en su interior era demasiado grande. Miró a su alrededor a los silenciosos invitados. Éstos aguardaban. Los grupos de personas que había en el patio y en el porche prestaban la misma silenciosa atención que los de la habitación. Un viejo sordo se inclinó hacia adelante llevándose la mano a la oreja. Una mujer hizo callar a un quejumbroso bebé con un chupete. Mister Singer permanecía en la puerta en actitud atenta. La mayor parte de los jóvenes estaban sentados en el suelo. Entre ellos, Lancy Davis, de labios nerviosos y pálidos. Se sujetaba las rodillas fuertemente con los brazos, y su juvenil rostro tenía una expresión hosca. Todos los ojos de la habitación se mantenían vigilantes, y en ellos podía observarse el hambre de verdad.
—Hoy vamos a entregar el premio de cinco dólares al estudiante de la escuela secundaria que escribió la mejor composición sobre el tema: “Mi ambición: Cómo puedo mejorar la situación de la raza negra en la sociedad.” Este año, el premio es para Lancy Davis —el doctor Copeland se sacó un sobre del bolsillo—. No hace falta que os diga que el valor de este premio no reside en la suma que representa…, sino en la sagrada confianza y la fe que le acompañan.
Lancy se puso torpemente de pie. Sus ceñudos labios le temblaban. Se inclinó y aceptó el premio.
—¿Desea usted que lea la composición que he escrito?
—No —respondió el doctor Copeland—: Pero me gustaría que vinieras a charlar conmigo en algún momento esta semana.
—Sí señor.
La habitación se había sumido nuevamente en el silencio.
—“¡No quiero ser un criado!” Éste es el deseo que he podido leer una y otra vez en estos ensayos. ¿Criado? Sólo a uno de cada mil de los nuestros se le permite ser criado. ¡Nosotros no trabajamos! ¡Nosotros no servimos! —se oyeron algunas risas incómodas—. ¡Escuchad! Uno de cada cinco de los nuestros trabaja en la construcción de carreteras, o cuida de las obras sanitarias de esta ciudad, o trabaja en un aserradero o una granja. De los cinco, hay otro que es incapaz de conseguir trabajo alguno. Pero, ¿y los otros tres de esos cinco…, es decir, la mayor parte de nuestro pueblo? Muchos cocinamos para aquellos que son incapaces de prepararse la comida que han de consumir. Muchos trabajan durante toda su vida cuidando jardines de flores para el placer de una o dos personas. Muchos se dedican a encerar y pulir resbaladizos suelos de bonitas mansiones. O conducen automóviles para personas ricas demasiado perezosas para conducir ellas. Nos pasamos la vida haciendo miles de trabajos que no son de verdadera utilidad para nadie. Trabajamos y la totalidad de nuestra labor se desperdicia. ¿Es eso servicio? No, es esclavitud.
“Trabajamos, pero nuestro trabajo se desaprovecha. No se nos permite servir. Vosotros, los estudiantes que esta mañana estáis aquí representáis a los pocos afortunados de nuestra raza. A la mayoría de nuestra gente no se le permite ir a la escuela. Por cada uno de vosotros hay docenas de personas jóvenes que apenas si saben escribir su nombre. Nos niegan la dignidad del estudio y la sabiduría.
”«De cada uno según su capacidad; a cada uno según sus necesidades». Todos los que estamos aquí sabemos lo que es padecer verdaderas necesidades. He ahí una gran injusticia. Pero hay una injusticia todavía más amarga que ésa…, que se le niegue a uno el derecho a trabajar según su capacidad. Trabajar toda una vida inútilmente. Negarle la oportunidad de servir. Es mucho mejor que nos quiten los beneficios de nuestro bolsillo a que nos roben las riquezas de nuestra mente y nuestra alma.
”Algunos de vosotros los jóvenes que estáis aquí esta mañana tal vez sintáis la necesidad de ser maestros o enfermeras o líderes de vuestra raza. Pero a la mayor parte de vosotros os será negado. Tendréis que venderos para un fin inútil al objeto de manteneros vivos. Seréis rechazados y derrotados. El joven químico recoge algodón. El joven escritor es incapaz de aprender a leer. A la maestra se le mantiene en una inútil esclavitud ante una mesa de planchar. No tenemos representantes en el gobierno. No tenemos voto. En este gran país, somos los más oprimidos de todos. No podemos levantar nuestra voz. Nuestra lengua se pudre en la boca por falta de uso. Nuestro corazón se vacía y pierde fuerza para conseguir nuestro fin.
”¡Gente de la raza negra! ¡Llevamos en nosotros todas las riquezas de la mente y el alma humana! Ofrecemos el más precioso de todos los regalos. Y nuestro ofrecimiento es recibido con burla y desprecio. Nuestras ofrendas son pisoteadas en el barro e inutilizadas. Se nos condena a un trabajo más inútil que el de las bestias. ¡Negros! ¡Debemos levantarnos y unirnos nuevamente! ¡Debemos ser libres!
Un murmullo recorrió la habitación. Creció la histeria. El doctor Copeland se quedó sin respiración y cerró los puños. Sentía como si se hubiera hinchado hasta adquirir el tamaño de un gigante. El amor que había en él convertía su pecho en una dinamo, y deseaba gritar de modo que su voz pudiera ser oída en toda la ciudad. Quería dejarse caer al suelo y gritar con voz descomunal. La habitación se llenó de gritos y lamentos.
—¡Sálvanos!
—¡Dios todopoderoso! ¡Aléjanos de esta soledad de la muerte!
—¡Aleluya! ¡Sálvanos, Señor!
El doctor Copeland se esforzó por recuperar el control. Finalmente, la disciplina se impuso. Acalló el grito que pugnaba por brotar de su pecho, y habló con voz firme, potente:
—Atención —gritó—. Nosotros mismos nos salvaremos. Pero no con plegarias de duelo. No mediante la indolencia o la bebida, por los placeres del cuerpo o por la ignorancia. No por la sumisión y la humildad. Sino por medio del orgullo. De la dignidad. Convirtiéndonos en duros y fuertes. Debemos aportar fuerza a nuestras convicciones —se detuvo bruscamente, y se irguió—. Cada año, por esta época, ilustramos, con los pobres medios a nuestro alcance, el primer mandamiento de Karl Mari. Cada uno de los aquí reunidos ha traído por anticipado algún regalo. Muchos de vosotros os habéis privado de alguna comodidad a fin de aliviar las necesidades de otros. Cada uno de vosotros ha dado según su mejor capacidad, sin pensar en el valor del regalo que recibirá a cambio. Para nosotros, es natural compartir algo con los demás. Hace mucho tiempo que nos hemos dado cuenta que es mejor dar que recibir. Las palabras de Karl Marx siempre han estado presentes, aun sin conocerlas, en nuestro corazón: “De cada uno según su capacidad; a cada uno según sus necesidades” —el doctor Copeland se quedó en silencio largo rato, como si no tuviera más palabras que decir. Luego volvió a hablar—: Nuestra misión es caminar con firmeza y dignidad a través de los días de nuestra humillación. Nuestro orgullo debe ser fuerte, porque conocemos el valor de la mente y el alma humanas. Tenemos que enseñar a nuestros hijos. Debemos sacrificarnos para que ellos puedan ganar la dignidad del estudio y la sabiduría. Porque llegará el tiempo. Llegará el tiempo en que las riquezas que llevamos en nosotros no serán tomadas con burla y desprecio. Llegará el tiempo en que se nos permitirá servir. En que trabajaremos y nuestro trabajo no se desperdiciará. Y nuestra misión es esperar este momento con fuerza y fe.
Había terminado. Las manos aplaudían, y los pies golpeaban contra el piso de la habitación así como en el exterior contra el suelo endurecido por el crudo invierno. De la cocina llegaba el aroma del café caliente y fuerte. John Roberts se ocupó de los regalos, gritando los nombres escritos en las tarjetas. Portia repartía con cucharón el café del barreño que había encima de la estufa mientras Marshall Nicolls distribuía trozos de pastel. El doctor Copeland se movía entre los invitados, mientras un grupito le seguía a todas partes.
Alguien le tocó el codo.
—¿Le puso ese nombre a Buddy por él?
El médico le respondió afirmativamente. Lancy Davis siguió haciendo preguntas; él le respondía a todo que sí. La alegría le hacía sentirse como un borracho. Enseñar y exhortar y explicar a su gente…, y hacer que le comprendieran. Eso era lo mejor de todo. Decir la verdad y ser escuchado.
—Lo hemos pasado muy bien en esta fiesta.
El médico se hallaba en el vestíbulo despidiendo a los invitados. No paraba de estrechar manos. Se apoyó pesadamente en la pared, y sólo se movieron sus ojos, pues estaba cansado.
—Les agradezco mucho…
Mister Singer fue el último en marchar. Era verdaderamente un hombre bueno. Era un blanco inteligente y sabio. No había en él nada de aquella ruin insolencia. Cuando todos hubieron marchado, él era el último en quedarse. Esperaba y parecía aguardar alguna palabra final.
El doctor Copeland se llevó una mano a la garganta porque tenía la laringe dolorida.
—Maestros —dijo con voz ronca—. He ahí nuestra mayor necesidad. Líderes. Alguien que nos una y nos guíe.
Después de la fiesta, las habitaciones tenían un aspecto desnudo, desordenado. La casa estaba fría. Portia estaba lavando los vasos en la cocina. La plateada nieve del árbol de Navidad había sido desparramada por el suelo, y se habían roto dos de los ornamentos.
Estaba agotado, pero la alegría y la fiebre no le dejaban descansar. Empezando con el dormitorio, se puso a la tarea de ordenar la casa. Encima del fichero había una tarjeta: la nota que se refería a Lancy Davis. Empezaron a formarse en su mente las palabras que pensaba decirle y se sintió inquieto porque no podía decírselas en aquel mismo momento. La hosca cara del muchacho se le aparecía llena de bondad, y no podía apartarla de sus pensamientos. Abrió el cajón superior del archivo para devolver la tarjeta a su lugar. A, B, C,… iba pasando las letras nerviosamente. Entonces sus ojos se fijaron en su propio nombre: Copeland, Benedict Mady.
En la carpeta había varias radiografías de pulmón y una breve historia clínica. Sostuvo una de las radiografías contra la luz. En la parte superior del pulmón izquierdo aparecía un punto brillante, como una estrella calcificada. Y más abajo una amplia zona empañada que doblaba su tamaño en el pulmón derecho, más arriba. El doctor Copeland volvió a colocar rápidamente las radiografías en la carpeta. Sólo quedaron en su mano las breves notas que había escrito sobre sí mismo. Eran palabras que se extendían mucho en el papel, y garabateadas de tal modo que apenas él mismo era capaz de leerlas. “1920: Calcio. De las glándulas linfa. Espesamiento muy pronunciado del hilo. Lesiones detenidas. Reanudadas actividades. 1937: Reproducida la lesión. Las radiografías muestran…” No podía leer las notas. Al principio no podía distinguir las palabras, y luego, cuando las leyó claramente, no tenían sentido. Al final, había tres palabras: “Pronóstico: lo ignoro.”
Su antiguo sentimiento de violencia se apoderó de él otra vez. Se inclinó y abrió de un brusco tirón el último cajón del fichero. Apareció un confuso montón de carpetas. Notas de la Asociación para el Progreso de la gente de Color. Una amarillenta carta de Daisy. Una nota de Hamilton pidiéndole un dólar y medio. ¿Qué estaba buscando? Sus manos revolvieron el cajón, y finalmente se levantó y se quedó rígido.
Tiempo desperdiciado. Se había perdido una hora.
Portia pelaba patatas en la mesa de la cocina. Estaba como desplomada y con una expresión de dolor en su cara.
—Levanta los hombros —le dijo con irritación—. Y termina con esa actitud de abatimiento. Te pasas el día babeando por ahí, hasta hacerte insoportable.
—Sólo estaba pensando en Willie —dijo ella, llorosa—. Claro que su carta sólo lleva tres días de retraso. Pero no tiene derecho a preocuparme de esta manera. No es esa clase de chico. Y tengo un mal presentimiento.
—Ten paciencia, hija.
—Supongo que habré de tenerla.
—Tengo que hacer algunas visitas, pero volveré pronto.
—Conforme.
—Todo irá bien —dijo él.
La mayor parte de su alegría había desaparecido con el brillante pero poco cálido sol del mediodía. Las enfermedades de sus pacientes aparecían desperdigadas por su mente. Un absceso de riñón. Meningitis espinal. Mal de Pott. Cogió la manivela del automóvil del asiento trasero. Generalmente le pedía a algún negro que pasaba por la calle accionar la manivela por él. Su gente estaba siempre dispuesta a ayudar y servir. Pero ahora encajó la manivela él mismo y le dio vueltas vigorosamente. Se secó el sudor de la cara con la manga del abrigo, se subió apresuradamente detrás del volante y se puso en marcha.
¿Cuánto de lo que él había dicho aquella mañana había sido comprendido? ¿Cuánto sería de algún valor? Recordó las palabras que había utilizado, y éstas parecieron desvanecerse y perder su fuerza. Las palabras no dichas le pesaban más en el corazón. Pugnaban por subir a sus labios y le molestaba. Las caras de su sufrido pueblo se movían ante sus ojos formando una masa cada vez mayor. Y mientras conducía su automóvil, lentamente, calle abajo, en su corazón brotó nuevamente aquel irritado, inquieto amor.