5

—Mick —dijo Bubber—. Me parece que nos vamos a ahogar todos.

La verdad era que daba la impresión de que jamás iba a terminar aquella lluvia. La señora Wells los llevaba y traía de la escuela en coche, y una tarde tras otra tenía que quedarse en el porche o en el interior de la casa. Ella y Bubber jugaban al parchís, o a la solterona, o a canicas en la alfombra del cuarto de estar. Se acercaba la Navidad, y Bubber empezó a hablar sobre el Niño Jesús y sobre la bicicleta roja que quería que le trajera Santa Claus. La lluvia ponía reflejos plateados en los cristales de las ventanas, y el cielo se mostraba húmedo y frío y gris. El río había crecido tanto que algunos obreros de las fábricas que vivían junto a él habían tenido que mudarse de sus casas. Luego, cuando parecía que la lluvia iba a continuar eternamente, de repente se detuvo. Una mañana se despertaron, y el sol lucía brillantemente. Por la tarde el tiempo era casi tan cálido como en verano. Mick regresó tarde de la escuela, y Bubber, Ralph y Spareribs se hallaban en la acera. Los niños tenían aspecto acalorado y sudoroso, y sus ropas de invierno despedían un olor acre. Bubber tenía su tirador y el bolsillo lleno de piedras. Ralph estaba incorporado en el cochecito, el gorrito ladeado en la cabeza y con aspecto quejumbroso. Spareribs llevaba su nuevo fusil. El cielo se mostraba esplendorosamente azul.

—Llevamos mucho rato esperándote, Mick —dijo Bubber—. ¿Dónde estabas?

Mick subió por los escalones de tres en tres y arrojó su jersey hacia la percha.

—Practicando el piano en el gimnasio.

Todas las tardes se quedaba una hora después de la clase para tocar. El gimnasio estaba muy concurrido y ruidoso, porque el equipo de baloncesto de las niñas tenía entrenamiento. Por dos veces le habían golpeado con la pelota en la cabeza aquel día. Pero tener una oportunidad de sentarse a un piano bien valía la pena toda clase de golpes e inconvenientes. Se dedicaba a tocar acordes hasta que le gustaba el sonido que brotaba de sus manos. Era más fácil de lo que ella había pensado. Después de las dos o tres primeras horas, fue capaz de formar algunos acordes en los bajos que armonizaban con la melodía principal que tocaba su mano derecha. Ya casi podía tocar cualquier pieza ahora. Y también música nueva. Eso era mejor aún que repetir las melodías conocidas. Cuando sus manos encontraban aquellos hermosos sonidos nuevos, era la mejor sensación que jamás tuviera.

Deseaba aprender a leer la música escrita. Delores Brown había tomado lecciones de música durante cinco años. Le pagó a Delores los cincuenta centavos por semana que tenía para almorzar, para que le diera lecciones. Esto la convirtió en una persona hambrienta durante todo el día. Delores tocaba una buena cantidad de piezas con rapidez…, pero no sabía responder a todas las preguntas que ella le hacía. Delores se limitaba a enseñarle las diferentes escalas, los acordes mayor y menor, el valor de las notas y demás nociones preliminares.

Mick cerró de golpe la puerta del horno.

—¿Esto es todo lo que hay para comer?

—Cariño, es lo mejor que puedo hacer por ti —dijo Portia.

Sólo panecillos de maíz y margarina. Mientras comía, bebía un vaso de agua para ayudar a tragar los bocados.

—Deja de comportarte tan glotonamente. Nadie te lo va a quitar de la mano.

Los niños se hallaban todavía merodeando delante de la casa. Bubber se había metido el tirador en el bolsillo, y estaba jugando con el fusil. Spareribs tenía diez años, y su padre había muerto el mes pasado: aquella había sido el arma de su padre. Todos los niños más pequeños sentían auténtica fascinación por aquel fusil. Cada pocos minutos, Bubber se llevaba el arma al hombro. Apuntaba y emitía un estruendoso pum.

—No juegues con el gatillo —dijo Spareribs—. Tengo el arma cargada.

Mick terminó el pan de maíz y miró a su alrededor buscando algo que hacer. Harry Minowitz estaba sentado en el porche de su casa leyendo el periódico. Mick se alegró de verle. En broma, levantó el brazo en alto y le gritó: “¡Heil!”

Pero Harry no se lo tomó como una broma. Se metió en el vestíbulo de su casa y cerró la puerta. Era fácil herir sus sentimientos. Mick se entristeció, porque últimamente ella y Harry habían sido muy buenos amigos. Siempre habían formado parte de la misma pandilla cuando eran niños, pero durante los últimos tres años él había asistido a la Escuela Profesional, mientras Mick seguía en la Escuela Primera. El chico trabajaba también en empleos esporádicos. Crecía muy rápidamente, y había dejado de andar por ahí con los otros chicos. A veces, ella podía verle leyendo el periódico en su habitación desnudándose a última hora de la noche. En matemáticas e historia era el chico más inteligente de la Escuela Profesional. Con frecuencia, ahora que ella estaba también en la Escuela Superior, se encontraban en el camino de vuelta a casa y caminaban juntos. Asistían a la misma clase de taller, y en una ocasión el maestro le hizo formar equipo para el montaje de un motor. El muchacho leía libros y estaba al tanto de las noticias de los periódicos de cada día. El tema de la política mundial estaba siempre presente en su mente. Hablaba con lentitud, y de su frente brotaba sudor cuando se ponía muy serio en alguna cuestión. Y ahora ella le había hecho enfadar.

—No sé si Harry tendrá todavía su moneda de oro —dijo Spareribs.

—¿Qué moneda de oro?

—Cuando un chico judío nace, meten en el banco una moneda de oro para él. Eso es lo que hacen los judíos.

—Cáscaras. Te estás haciendo un lío, Tú te refieres a los católicos. Los católicos le compran una pistola al niño en cuanto nace. Algún día los católicos piensan empezar una guerra y matar a todo el mundo.

—Las monjas me producen una extraña sensación —dijo Spareribs—. Me asusto cuando veo a una en la calle.

Mick se sentó en la escalera y apoyó la cabeza en las rodillas. Y se introdujo en el cuarto interior. En ella es como si hubiera dos lugares: el cuarto interior y el cuarto exterior. La escuela, la familia y las cosas que sucedían a diario se situaban en el cuarto exterior. Mister Singer estaba en los dos cuartos. Los países extranjeros y los proyectos y la música estaban en el cuarto interior. También las canciones que ella componía. Y la sinfonía. Cuando estaba sola en aquel cuarto interior, la música que había oído aquella noche después de la fiesta volvía a su memoria, y crecía lentamente como una gran flor en su mente. A veces, durante el día o cuando acababa de despertarse por la mañana, acudía repentinamente a su memoria una nueva parte de la sinfonía. Entonces tenía que retirarse a su cuarto interior y escucharla muchas veces y tratar de unirla con las demás partes de la sinfonía que recordaba. El cuarto interior era un lugar muy íntimo. Aunque se hallara en una casa llena de gente, se sentía como si estuviera encerrada sola en algún lugar.

Spareribs colocó su sucia manita delante de sus ojos, porque ella llevaba mucho rato con la mirada perdida en el espacio. Ella le abofeteó.

—¿Qué es una monja? —preguntó Bubber.

—Una dama católica —respondió Spareribs—. Una dama católica con un gran vestido negro que le cubre hasta la cabeza.

Mick estaba cansada de andar por ahí con los niños. Quería ir a la biblioteca y mirar las fotografías de la Nacional Geographic. Fotografías de todos los lugares extranjeros del mundo. París, Francia. Y los grandes glaciares. Y las junglas salvajes de África…

—Chicos, procurad que Ralph no baje del cochecito —dijo.

Bubber se apoyó el gran fusil en el hombro.

—Tráeme un cuento cuando vuelvas.

Era como si aquel niño hubiera nacido sabiendo leer. Estaba aún en segundo grado, pero le encantaba leer cuentos solo…, y jamás le pedía a nadie que se los leyera.

—¿De qué clase lo quieres esta vez?

—Coge algunos cuentos en los que haya cosas de comer. Me gustó mucho aquel de los niños alemanes que van al bosque y llegan a la casa hecha de diferentes clases de caramelo, y la bruja. Me gusta un cuento en el que haya algo de comer.

—Buscaré uno —dijo Mick.

—Pero ya me estoy cansando un poco del caramelo —dijo Bubber—. Mira si puedes traerme un cuento en el que haya algo como un bocadillo de carne asada. Y si no puedes encontrar ninguno de éstos, tráeme una historia de vaqueros.

Mick iba a marcharse cuando de repente se detuvo y miró fijamente. También miraron los chicos. Todos se quedaron inmóviles mirando a Baby Wilson cómo bajaba por la escalera de su casa situada al otro lado de la calle.

—Qué guapa está Baby —dijo Bubber suavemente.

Quizá era cosa de aquel repentino día caluroso, soleado, después de tantas semanas de lluvia. O tal vez se debía a que sus oscuras ropas invernales les quedaban mal en una tarde así. Lo cierto es que Baby parecía un hada o algo escapado de una película. Llevaba su vestido de fiesta del año pasado: una corta y rígida falda de gasa rosada, blusa rosada, zapatos de baile rosados e incluso un pequeño monedero rosado. Con su amarillo cabello, era toda ella una combinación de rosa, blanco y oro… y era tan pequeña y tan limpia que casi dolía mirarla. Cruzó remilgadamente la calle, pero no se volvió para mirar a los niños.

—Anda ven aquí —dijo Bubber—. Déjame echar una mirada a tu monedero rosa…

Baby pasó junto a ellos siguiendo el borde de la calle con la cabeza vuelta a un lado. Estaba decidida a no hablar con ellos.

Había una franja de césped entre la acera y la calzada, y cuando Baby llegó a ésta se quedó inmóvil durante un segundo y luego ensayó una voltereta.

—No le hagáis caso —dijo Spareribs—. Siempre trata de dar el espectáculo. Va al café de Mister Brannon a por caramelos. Es su tío y se los da gratis.

Bubber descansó la culata del fusil en el suelo. Aquella arma tan voluminosa le resultaba demasiado pesada. Mientras observaba cómo Baby bajaba por la calle, no dejaba de tironearse el flequillo.

—Pues es un monedero rosado muy bonito ese que lleva —dijo.

—Su mamá siempre está hablando del talento que tiene —dijo Spareribs—. Piensa que va a hacer entrar a Baby en el cine.

Era demasiado tarde para ir a ver la National Geographic. La cena estaba casi preparada. Ralph inició el llanto, y ella lo bajó del cochecito y lo puso en el suelo. Estaban en diciembre, y para un niño de la edad de Bubber, eso significaba que faltaba mucho para el verano. Durante todo el verano anterior, Baby había salido de su casa con aquel vestido de fiesta de color rosa y bailado en medio de la calle. Al principio los niños hacían corro para observarla, pero pronto se cansaron de ello. Bubber era el único que la seguía mirando cuando la niña se ponía a bailar. Se sentaba en el bordillo y la avisaba cuando venía un coche. Había visto a Baby ejecutar su baile un centenar de veces…, pero el verano había terminado tres meses antes, y la cosa resultaba otra vez nueva para él.

—Me gustaría tener un vestido —dijo Bubber.

—¿De qué clase te gustaría?

—Un vestido fresco. Uno bonito hecho de colores diferentes, Como una mariposa. Eso es lo que pido para Navidad. ¡Eso y una bicicleta!

—Mariquita —dijo Spareribs.

Bubber levantó otra vez el fusil hasta su hombro y apuntó a una casa del otro lado de la calle.

—Si tuviera un vestido, bailaría por ahí. Me lo pondría cada día para ir a la escuela.

Mick se sentó en los escalones y fijó sus ojos en Ralph. Bubber no era un mariquita, tal como había dicho Spareribs. Sólo que le gustaban las cosas bellas. No iba a dejar que Spareribs se saliera con la suya.

—Una persona tiene que luchar por todas las cosas que posee —dijo lentamente—. Y muchas veces me he dado cuenta de que los niños más pequeños de la familia son los mejores. Los menores son siempre los más duros. Yo soy dura porque tengo a muchos por delante de mí. Bubber… parece enfermo, y le gustan las cosas bonitas pero aparte de eso tiene agallas. Si esto es verdad, Ralph seguramente será muy fuerte cuando tenga edad para andar por ahí. Aunque tiene sólo diecisiete meses, puedo ver ya algo realmente duro en la cara de Ralph.

Éste miró a su alrededor, porque sabía que se estaba hablando de él. Spareribs se sentó en el suelo, agarró el gorro de Ralph y empezó a sacudírselo delante de la cara, para molestarlo.

—Bueno, basta —dijo Mick—. Ya sabes lo que te voy a hacer si consigues que empiece a llorar. Mejor será que vigiles.

Todo estaba tranquilo. El sol se había puesto tras los tejados de las casas, y el cielo, hacia el oeste, mostraba reflejos purpúreos y rosados. Se oía el ruido de unos niños patinando en la otra manzana. Bubber se apoyó contra un árbol y dio la impresión de estar soñando en algo. De la casa brotaba el olor de la cena; pronto sería la hora.

—Mirad —exclamó Bubber de repente—. Aquí llega Baby otra vez. Pues está muy bonita con ese traje rosa.

Baby se dirigió hacia ellos lentamente. Le habían regalado una caja de palomitas de maíz con premio, y estaba revolviendo la caja en busca del obsequio. Caminaba de la misma manera remilgada, afectada. Era fácil darse cuenta de que ella sabía que la estaban mirando.

—Por favor, Baby —dijo Bubber cuando estuvo a su lado—. Déjame ver tu monederito rosada y tocar tu vestido.

Baby empezó a canturrear una canción para sí, y aparentó no escuchar. Pasó sin dejar que Bubber jugara con ella. Lo único que hizo fue agachar la cabeza y sonreírle débilmente.

Bubber aún tenía el fusil apoyado en el hombro. Soltó un estentóreo ¡pum! Y fingió que había disparado. Luego volvió a llamar a Baby, con una voz suave, triste, como si llamara a un gatito.

—Por favor, Baby… Ven aquí, Baby…

Todo fue demasiado rápido para que Mick pudiera detenerlo. Apenas si había visto la mano del niño en el gatillo cuando sonó el terrible estampido del arma. Baby se derrumbó sobre la acera. Mick sintió como si la hubieran clavado a la escalera y no pudiera moverse, ni gritar. Spareribs se tapaba la cabeza con el brazo.

Bubber era el único que no se había dado cuenta.

—Levántate, Baby —gritó—. No estoy enfadado contigo.

Todo había sucedido en un segundo. Los tres llegaron hasta Baby al mismo tiempo. La niña yacía en la sucia acera. La falda le cubría la cabeza, mostrando sus rosados panties y sus blancas piernecitas. Sus manos estaban abiertas: en una de ellas mostraba el premio del caramelo y en la otra el monederito. Había sangre en la cinta del cabello y en sus amarillos rizos. Había recibido el disparo en la cabeza y tenía ésta vuelta hacia el suelo.

Habían ocurrido tantas cosas en un segundo… Bubber lanzó un grito, soltó el arma y echó a correr. Mick levantó las manos hasta la altura de su cara y también grito. Entonces empezaron a llegar muchas personas. Su padre fue el primero, y cogió a Baby y se la llevó a casa.

—Está muerta —dijo Spareribs—. Le han disparado a los ojos. Le he visto la cara.

Mick caminaba arriba y abajo de la acera, y la lengua se le pegaba al paladar cuando trataba de preguntar si Baby estaba muerta. La señora Wilson llegó corriendo desde el salón de belleza en que trabajaba. Entró en la casa y volvió a salir inmediatamente. Caminaba frenéticamente por la calle, llorando y quitándose y poniéndose el anillo. Entonces vino la ambulancia y el médico entró a ver a Baby. Mick le siguió. Baby yacía en la cama de la habitación anterior. La casa estaba silenciosa como una iglesia.

Baby parecía una hermosa muñequita allí en la cama. De no haber sido por la sangre, no parecía estar herida. El doctor se inclinó y le examinó la cabeza. Cuando hubo terminado, la colocaron en una camilla. La señora Wilson y el padre de Mick se metieron en la ambulancia con ella.

La casa seguía en silencio. Todo el mundo se había olvidado de Bubber. Éste andaría por algún sitio. Transcurrió una hora. La mamá de Mick y Hazel y Etta, así como todos los huéspedes, esperaban en la habitación de delante. Mister Singer lo hacía en la puerta. Al cabo de mucho rato, el padre de Mick volvió a casa. Dijo que Baby no se moriría, pero que tenía el cráneo fracturado. Preguntó por Bubber. Nadie sabía dónde se encontraba. Afuera estaba oscuro. Llamaron a Bubber en el patio trasero y en la calle. Enviaron a Spareribs y algunos otros chicos a buscarlo. Parecía como si Bubber hubiera desparecido de la vecindad. Harry se dirigió a una casa donde quizá pudiera estar el pequeño.

El padre de Mick paseaba arriba y abajo del porche.

—Nunca he azotado a ninguno de mis chicos —no dejaba de decir—. Jamás creí en ello. Pero la verdad es que voy a propinarle a ese crío una buena paliza en cuanto le ponga las manos encima.

Mick estaba sentada en la barandilla y se dedicaba a vigilar la oscura calle.

—Yo puedo manejar a Bubber. Cuando vuelva me puedo encargar de él.

—Anda, ve a buscarle tú también. Podrán encontrarle mejor que los otros.

En el mismo momento en que su padre decía aquello, Mick supo de repente dónde se encontraba Bubber. En el patio trasero de la casa había un gran roble, en el que durante el verano los chicos habían construido una cabaña. Habían izado una gran caja al árbol, y a Bubber le encantaba sentarse en ella largos ratos, solo. Mick dejó a la familia y a los huéspedes en el porche y por el callejón se dirigió al patio trasero.

Aguardó de pie durante un minuto junto al tronco del árbol.

—Bubber —dijo suavemente—. Soy Mick.

El pequeño no respondió, pero ella sabía que estaba allí. Era como si pudiera olerle. Se agarró de la rama más baja y empezó a escalar el árbol lentamente. Estaba realmente enfadada con aquel chico y quería darle una lección. Cuando llegó a la cabaña, volvió a hablarle… y de nuevo se quedó sin respuesta. Se metió en la gran caja y palpó sus bordes. Al final, lo tocó. Estaba acurrucado en un rincón, y le temblaban las piernas. Había estaba conteniendo la respiración, y cuando ella le tocó, los sollozos y la respiración brotaron juntos al mismo tiempo.

—Yo… yo no quería hacerle daño a Baby. Era tan linda y tan pequeña…, sólo quería darle un susto.

Mick se sentó en el suelo de la cabaña.

Baby está muerta —le dijo—. Y hay mucha gente que te está buscando.

Bubber dejó de llorar. Y se mantuvo muy callado.

—¿Sabes qué está haciendo papá en la casa?

Era casi como si pudiera oír los pensamientos de Bubber.

—Conoces al alcalde Lawes; le has oído hablar por radio. Y conoces Sing Sing. Bueno, pues papá está escribiendo una carta al alcalde Lawes para que te traten bien cuando te pesquen y te manden a Sing Sing.

Aquellas palabras tuvieron un sonido tan espantoso en la oscuridad que un estremecimiento recorrió el cuerpo de Mick. Podía sentir cómo temblaba el cuerpecillo de Bubber.

—Tienen sillas eléctricas pequeñas allí, de tu tamaño. Y cuando encienden la corriente, quedas frito como un pedazo de bacon quemado. Luego te vas al infierno.

Bubber estaba acurrucado en su rincón sin decir ni pío. Mick se asomó al borde de la caja para bajar.

—Será mejor que te quedes aquí porque tienen policías que vigilan el patio. Quizá dentro de unos días pueda traerte algo para comer.

Mick se apoyó contra el tronco del roble. Eso le enseñaría a Bubber. Siempre había podido manejarle, y sabía más de aquel niño que cualquier otra persona. En una ocasión, un par de años antes, el pequeño andaba siempre metiéndose entre los arbustos a hacer pis y a jugar con su miembro un ratito. Ella lo descubrió rápidamente, y, cada vez que aquello sucedía, le daba un bofetón. En tres días, le quitó el vicio. Después de eso, ni siquiera hacia pis como un niño corriente…, siempre se ponía las manos detrás. Mick siempre había tenido que hacer de niñera de Bubber, y podía manejarlo. Esperaría un ratito, y luego volvería a la cabaña del árbol y lo traería consigo. Después de eso, el pequeño jamás volvería a coger un arma en toda su vida.

En la casa seguía reinando un silencio mortal. Todos los huéspedes estaban sentados en el porche sin hablar ni moverse en las mecedoras. Su padre y su madre estaban en la habitación delantera. Su padre bebía cerveza directamente de la botella y caminaba arriba y abajo de la habitación. Baby se recuperaría, de modo que aquella preocupación no era por ella. Y nadie parecía estar ansioso por Bubber.

—¡Ese Bubber! —exclamó Etta.

—Después de esto, me avergonzará salir de casa —dijo a su vez Hazel.

Etta y Hazel se metieron en la habitación del medio y cerraron la puerta. Bill se encontraba en la suya de la parte trasera. Mick no quería hablar con ellos. Permaneció en el vestíbulo, pensando intensamente.

Los pasos de su padre se detuvieron.

—Lo hizo deliberadamente —dijo—. No es que anduviera jugando con el fusil y el tiro se le escapara por accidente. Todo el mundo que lo vio dijo que había apuntado a propósito.

—No sé cuándo tendremos noticias de la señora Wilson —dijo la madre de Mick.

—¡Todas las noticias que quieras, y en seguida!

—Ya me lo imagino.

Ahora que el sol se había puesto, volvía a hacer frío como en noviembre. La gente abandonó el porche y se metió en el cuarto de estar…, pero a nadie se le ocurrió encender el fuego. El jersey de Mick colgaba del perchero, de manera que se lo puso y permaneció luego con los hombros encorvados para mantener el calor. Pensaba en el pobre Bubber sentado allí en la fría y oscura cabaña. El pequeño se había creído sin duda todo lo que ella le había dicho. Pero, bueno, se merecía un buen susto. Casi había matado a Baby.

—Mick, ¿no puedes imaginarte dónde puede encontrarse Bubber? —le preguntó su padre.

—Estará por ahí cerca, supongo.

Su padre caminaba frenéticamente arriba y abajo con la vacía botella de cerveza en la mano. Se movía como un ciego, y tenía la cara empapada de sudor.

—El pobre chico tiene miedo de volver a casa. Si pudiéramos encontrarle, me sentiría mejor. Nunca le he puesto una mano encima. No debería tener miedo de mí.

Mick esperaría todavía una hora y media. Para entonces, Bubber estaría ya muy apenado por lo que había hecho. Ella siempre había podido manejar a Bubber; le daría una lección.

Al cabo de un rato se produjo gran excitación en la casa. El padre de Mick volvió a telefonear al hospital para ver cómo seguía Baby, y al cabo de unos minutos fue la señora Wilson la que llamó a la casa. Dijo que quería hablar con ellos y que vendría.

Su padre seguía paseando arriba y abajo de la habitación delantera como un ciego. Se bebió otras tres botellas de cerveza.

—Tal como han ido las cosas, puede presentar una demanda y quedarse hasta con mis pantalones. Todo lo que conseguiría sería la parte de la casa no hipotecada. Pero tal como ha ido todo no tenemos forma de replicar.

De pronto a Mick se le ocurrió algo. Quizá llevarían realmente a Bubber a juicio y le meterían en una cárcel de niños. Quizá la señora Wilson le mandaría a un reformatorio Quizá le hicieran algo terrible a Bubber. Sintió repentinos deseos de volver a la cabaña del árbol y sentarse con el pequeño y decirle que no se preocupara. Bubber estaba siempre tan delgado y era tan pequeño e inteligente… Mataría a cualquiera que tratara de apartar al pequeño de la familia. Sentía deseos de besarlo y morderlo, pues le quería mucho.

Pero no podía pasar nada. La señora Wilson llegaría al cabo de unos minutos, y ella tenia que saber lo que estaba pasando. Luego correría y le diría a Bubber que todas las cosas que le había contado eran mentira. Y él habría aprendido la lección.

Un taxi se detuvo junto al bordillo. Todos esperaban en el porche, silenciosos y asustados. Del taxi bajó la señora Wilson, acompañada de Mister Brannon. Mientras la pareja subía por la escalera, Mick pudo oír cómo a su padre le castañeteaban los dientes nerviosamente. Entraron en la habitación de delante y Mick les siguió, quedándose en el umbral de la puerta. Etta y Hazel y Bill, así como los huéspedes, se mantuvieron al margen.

—He venido a hablar de todo este asunto con ustedes —declaró la señora Wilson.

La habitación delantera tenía aspecto desastrado y sucio, y Mick vio que Mister Brannon se daba cuenta de todo. La muñeca de celuloide abollada, así como las cuentas y trastos viejos con que jugaba Ralph, estaban esparcidos por el suelo. Había cerveza derramada encima del banco de trabajo del padre de Mick, y las almohadas de la cama en que dormían el padre y la madre de Mick tenían un color grisáceo.

La señora Wilson no dejaba de quitarse y de ponerse el anillo de boda. A su lado, Mister Brannon se mostraba muy tranquilo. Estaba sentado con las piernas cruzadas. Sus mandíbulas tenían un tono negro-azulado, y parecía un gángster de película. Siempre se había mostrado resentido con ella. Siempre le hablaba con aquella voz áspera, diferente de la que empleaba para hablar con los demás. ¿Era quizá porque sabía que en una ocasión ella y Bubber le habían birlado un paquete de chicle del mostrador? Mick le odiaba.

—Todo se reduce a esto —declaró la señora Wilson—. Su niño disparó a Baby en la cabeza a propósito.

Mick se adelantó al centro de la habitación.

—No, no es cierto —dijo—. Yo estaba allí. Bubber había estado apuntando con aquella arma a mí y a Ralph y a todo el que andaba por allí. Todo lo que pasó fue que en el momento de apuntar a Baby el dedo resbaló. Yo estaba allí.

Mister Brannon se frotó la nariz y miró a Mick con expresión de tristeza. Vaya si le odiaba.

—Sé cómo deben de sentirse ustedes…, así que quiero ir directamente al grano.

La madre de Mick agitaba un manojo de llaves, y su padre estaba sentado muy quieto con sus grandes manos colgándole sobre las rodillas.

—A Bubber no se le hubiera ocurrido esto de antemano —dijo Mick—. Él sólo…

La señora Wilson se quitó y puso el anillo con violencia.

—Esperen un momento. Sé cómo va todo. Puedo llevarles a juicio y desposeerles hasta del último centavo que tengan.

El rostro del padre de Mick carecía de expresión.

Le diré una cosa —dijo—. No hay mucho que nos pueda sacar. Todo lo que tenemos es…

—Escúchenme —le interrumpió la señora Wilson—. No he venido aquí con un abogado para entablar una demanda. Bartholomew… Mister Brannon y yo hablamos un poco mientras veníamos, y llegamos a un acuerdo sobre varios puntos. En primer lugar, quiero hacer lo que sea justo, honrado…, y en segundo lugar, no deseo ver el nombre de Baby mezclado en un pleito a su edad.

No se oía el menor sonido, y en la habitación todo el mundo permanecía rígidamente sentado en su silla. Sólo Mister Brannon sonreía a medias a Mick, pero ésta le devolvió la mirada con sus ojos entrecerrados y una expresión dura.

La señora Wilson estaba muy nerviosa y la mano le temblaba al encender un cigarrillo.

—No quiero ponerles un pleito ni nada parecido. Quiero ser justa con ustedes. No les pido que paguen por todo el sufrimiento y el llanto por que pasó Baby hasta que le dieron algo para dormir. Ningún dinero puede compensar esto. Yo no les pido que paguen por el daño que esto va a hacer a su carrera y a los planes que hemos hecho. Va a tener que llevar un vendaje durante muchos meses. No podrá bailar en la velada… y tal vez le quedará incluso una pequeña calva en la cabeza.

La señora Wilson y el padre de Mick se miraron mutuamente como si estuvieran hipnotizados. Entonces la señora Wilson echó mano de su monedero y sacó un trozo de papel.

—Lo que tendrán que pagar será solo el precio real de lo que nos costará en dinero. Está la habitación individual de Baby en el hospital y una enfermera privada hasta que pueda volver a casa. El quirófano y la factura del médico… y, por una vez, tengo intención de pagar al doctor inmediatamente. Asimismo, le afeitaron el cabello a Baby, y tendrán ustedes que pagarme la permanente que le hice hacer en Atlanta…, de manera que cuando le vuelva a crecer el cabello le puedan hacer otra. Luego está el valor de su vestido y otras facturas más de poca importancia. Les haré una lista detallada en cuanto sepa lo que vale cada cosa. Trato de ser lo más justa y honesta posible, y ustedes tendrán que pagarme el total cuando les traiga la lisa.

La madre de Mick se alisó el vestido sobre las rodillas e hizo una rápida aspiración.

—Me parece a mí que sería mucho mejor para la pequeña la sala infantil que una habitación individual. Cuando Mick tuvo neumonía…

—Dije una habitación individual.

Mister Brannon estiró sus blancas y regordetas manos, y las balanceó como si estuviera ejecutando una escala.

—Quizá dentro de un par de días Baby pueda ser trasladada a una habitación doble con algún otro niño.

La señora Wilson habló con dureza:

—Ya han oído ustedes lo que he dicho. Su hijo disparó contra mi Baby por lo que la pequeña tendrá que disponer de todas las comodidades hasta que se recupere.

—Está usted en su derecho —dijo el padre de Mick—. Sabe Dios que no disponemos ahora de un céntimo…, pero quizá podamos arañar alguna cosa. Comprendo que no trata usted de aprovecharse de nosotros, y se lo agradezco. Haremos todo lo que podamos.

Mick quería quedarse para poder escuchar todo lo que se decía en aquella habitación, pero la imagen de Bubber la atormentaba. Recordar al pequeño sentado en la oscura y fría cabaña, y pensando en Sing Sing, la ponía enferma. Salió de la habitación y cruzó el vestíbulo en dirección a la puerta trasera. Soplaba el viento y el patio estaba muy oscuro excepto por el rectángulo amarillo de luz procedente de la cocina. Al mirar hacia atrás vio a Portia sentada a la mesa con sus largas y delgadas manos cubriéndole el rostro, muy quieta. El patio estaba desierto, y el viento producía una especie de triste lamento en medio de aquella oscuridad.

Se detuvo bajo el roble. Luego cuando alargaba la mano para alcanzar la primera rama, una terrible sensación se apoderó de ella. Comprendió de repente que Bubber se había ido. Le llamó, y el pequeño no respondió. Mick se encaramó rápida y silenciosamente como un gato.

—¡Eh! ¡Bubber!

Sin necesidad de palpar la caja sabía que el pequeño no estaba allí. Para asegurarse, se metió en ella y tanteó todos los rincones. El crío no estaba. Debía de haber bajado en cuanto ella se hubo ido. Estaría corriendo a estas alturas, y, con un niño inteligente como Bubber, no había manera de saber dónde podrían hallarlo.

Bajó del árbol y corrió hacia el porche. La señora Wilson se marchaba en aquel momento, y todos habían salido hasta las escaleras con ella.

—¡Papá! —dijo Mick—. Tenemos que hacer algo con Bubber. Se ha escapado. Estoy segura de que ya no está en la manzana. Tenemos que salir a buscarlo.

Nadie sabía adónde ir ni por dónde empezar. Su padre iba arriba y abajo de la calle, mirando en todos los callejones. Mister Brannon llamó un taxi por teléfono para la señora Wilson, y luego se quedó para participar en la búsqueda. Mister Singer se encontraba sentado en la barandilla del porche, y era la única persona que conservaba la calma. Todos esperaban que Mick expusiera sus ideas sobre qué lugares podía haber elegido Bubber. Pero la ciudad era tan grande y el pequeño tan inteligente que Mick no se veía capaz de resolver aquel problema.

Quizá se había ido a la casa de Portia en Sugar Bill. Entró en la cocina donde Portia seguía sentada a la mesa con las manos cubriéndole la cara.

—De pronto se me ocurrió que podría haber ido a tu casa. Ayúdanos a buscarlo.

—¡Cómo no se me ocurrió antes! Apuesto lo que quieras a que mi pequeño y asustado Bubber está escondido en mí casa desde el principio.

Mister Brannon había pedido prestado un automóvil. Él y Mister Singer y el padre de Mick, junto con ésta y Portia, se metieron en el coche. Nadie sabía cuáles eran los sentimientos de Bubber excepto ella. Nadie sabía que el pequeño estaba huyendo para salvar realmente su vida.

La casa de Portia estaba oscura excepto por la luz de la luna que se filtraba por la ventana dibujando un rectángulo en el suelo. Al entrar pudieron darse cuenta inmediatamente de que no había nadie en ella. Portia encendió la luz de la habitación delantera. La casa despedía un olor penetrante y las paredes estaban cubiertas de fotos recortadas. Manteles de encaje en las mesas y almohadas de encaje en la cama. Bubber no se encontraba allí.

—Seguro que ha estado aquí —dijo Portia repentinamente—. Puedo decir que alguien ha estado aquí.

Mister Singer encontró el lápiz y el trozo de papel en la mesa de la cocina. Lo leyó rápidamente y luego lo hicieron todos los demás. La escritura era redonda y desaseada, y el pequeño e inteligente rapazuelo sólo había escrito mal una palabra. La nota decía:

Querida Portia,

Me voy a Florada. Díselo a todos.

Sinceramente,

Bubber Kelly

Todos quedaron sorprendidos y confusos. El padre de Mick miró hacia la puerta y se apretó la nariz con el pulgar y el índice, en un gesto de preocupación. Todos estaban dispuestos a amontonarse en el coche y tomar la autopista que se dirigía al Sur.

—Esperad un momento —dijo Mick—. Aunque Bubber tenga sólo siete años, es lo bastante listo para no decirnos a todos adónde va, si lo que quiere es escapar. Eso de Florida es sólo un truco.

—¿Un truco? —dijo su padre.

—Sí. Sólo hay dos sitios que Bubber conoce mucho. Uno es Florida y el otro Atlanta. Yo y Bubber y Ralph hemos estado en la carretera de Atlanta muchas veces. Sabe cómo se va hasta allí, y seguro que se ha dirigido a ella. Siempre habla de lo que va a hacer cuando tenga una oportunidad de ir a Atlanta.

Todos subieron otra vez al automóvil. Se disponía Mick a encaramarse a su asiento de la parte trasera cuando Portia la pellizcó en el codo.

—¿Sabes lo que ha hecho Bubber? —le dijo con voz queda—. No se lo digas a nadie, pero mi Bubber se ha llevado mis pendientes de oro del cajón. Jamás pensé que mi Bubber sería capaz de hacerme eso a mí.

Mister Brannon puso en marcha el coche. Circularon lentamente, dirigiéndose a la carretera de Atlanta, sin dejar de mirar arriba y abajo de todas las calles en busca de Bubber.

Sin duda en Bubber había algún rasgo violento, malvado. Se comportaba muy diferente hoy de lo que lo había hecho en el pasado. Hasta aquel momento siempre se había mostrado como un niño tranquilo que realmente no hacía nada malo. Cuando a alguien le herían en sus sentimientos, el pequeño se sentía avergonzado y nervioso. Entonces ¿cómo era capaz de hacer lo que había hecho hoy?

Avanzaron lentamente por la carretera de Atlanta. Cruzaron por delante de las últimas casas y llegaron a los oscuros campos y bosques. De vez en cuando se detenían para preguntar si habían visto a Bubber: “¿Ha pasado por aquí un niño descalzo con pantalones de pana?” Pero, después de quince kilómetros de recorrido, nadie parecía haberlo visto. Por las abiertas ventanillas entraba un viento fuerte y helado, y era muy avanzada la noche.

Anduvieron un poco más y luego dieron la vuelta para regresar a la ciudad. Mister Brannon y el papá de Mick querían ir a interrogar a todos los niños de segundo grado, pero Mick les hizo dar la vuelta y regresar a la carretera de Atlanta. Durante todo el tiempo, la muchacha no dejaba de recordar las palabras que le dijera a Bubber. Sobre lo de que Baby estaba muerta, y Sing Sing y el alcaide Lawes. Sobre las pequeñas sillas eléctricas para niños, y el infierno. En la oscuridad, aquellas palabras habían tenido un sonido espantoso.

Circularon muy lentamente durante un kilómetro, y entones de pronto Mick descubrió a Bubber. Las luces del coche lo mostraron claramente ante ellos. Era gracioso. Caminaba por el borde de la carretera, con el pulgar levantado tratando de hacer autostop. Llevaba embutido en el cinturón el cuchillo de la carne propiedad de Portia, y en aquella ancha oscura carretera parecía tan pequeño que daba la impresión de tener cinco años en lugar de siete.

Detuvieron el automóvil, y el pequeño corrió para subir a él. No podía ver quién estaba en su interior, y él tenía los ojos entrecerrados como siempre que apuntaba con sus canicas. El padre de Mick le sujetó por el cuello. El pequeño trató de golpear con sus puñitos y pies. Incluso cogió el cuchillo de la carne en su manita. Su padre se lo arrancó justo a tiempo de que no hiriera a nadie. El crío luchaba como un tigre pillado en una trampa, pero finalmente consiguió meterlo en el coche. En el viaje de vuelta, su padre le llevaba sentado sobre el regazo, y Bubber permanecía allí, muy erguido, sin apoyarse en nada.

Tuvieron que arrastrarlo para hacerlo entrar en casa, y todos los vecinos y huéspedes salieron para ver la conmoción. Lo llevaron en volandas a la habitación de delante, y cuando llegó allí se acurrucó en un rincón, con los puños apretados y mirando con sus ojos medio cerrados a todo el mundo como si estuviera dispuesto a pelearse con todos.

No había dicho una palabra desde que entraron en la casa, hasta que de pronto empezó a berrear:

—¡Lo hizo Mick! Yo no fui. ¡Lo hijo Mick! —jamás se habían oído unos gritos como los que emitía Bubber. Las venas de su cuello se hincharon, y sus puños eran duros como pequeñas rocas—. ¡No podréis cogerme! ¡Nadie puede cogerme! —no dejaba de gritar. Mick lo sacudió por los hombros. Le dijo que las cosas que le había contado eran mentiras. Finalmente, el pequeño se enteró de lo que ella le estaba diciendo, pero no dejó de gritar. Parecía como si nada pudiera detener aquellos gritos—. ¡Odio a todo el mundo! ¡Odio a todo el mundo!

Todos estaban allí parados, rodeándole. Mister Brannon se frotaba la nariz y miraba al suelo. Finalmente, se marchó en silencio. Mister Singer era el único que parecía saber lo que sucedía. Quizá porque no oía todo aquel espantoso ruido. Su cara tenía una expresión tranquila, y cada vez que le miraba, Bubber parecía calmarse un poco más. Mister Singer era diferente a todos los demás hombres, y en ocasiones como ésta hubiera sido mejor que los demás le dejaran manejar el asunto. Tenía más sentido común y sabía cosas que la gente corriente ignoraba. Se limitó a mirar a Bubber, y al cabo de un rato el pequeño se tranquilizó lo suficiente para que su padre pudiera llevarlo a la cama.

Ya en ella, el pequeño ocultó su carita y lloró. Lloraba con largos y poderosos sollozos que le hacían temblar todo el cuerpo. Lloró durante una hora, y nadie en las tres habitaciones fue capaz de dormir. Bill se trasladó al sofá del cuarto de estar y Mick se metió en la cama con Bubber. Éste no la dejó que lo tocara ni que lo abrigara. Luego, al cabo de otra hora de llanto y de hipo convulsivo, se durmió.

Mick permaneció despierta mucho rato. En la oscuridad rodeó al pequeño con sus bazos y lo estrechó contra sí. Lo acariciaba y besaba por todas partes. Era tan suave el pequeño, y despedía aquel olor salado de muchachito… El cariño que sentía por él era tan profundo que tenía que apretarlo contra sí hasta que sus brazos se cansaron. En su mente se mezclaba Bubber y la música. Era como si nunca pudiera volver a hacer nada bueno por él. Jamás le volvería a pegar, ni siquiera a molestar. Durmió toda la noche con sus bazos rodeando la cabeza del pequeño. Luego, por la mañana, cuando ella despertó, Bubber se había ido de la cama.

Pero después de aquella noche, Mick ya no volvió a tener muchas oportunidades de molestarle…, ni ella ni nadie más. Bubber ya no volvió a ser el mismo. Siempre mantenía la boca cerrada y dejó de juguetear con los demás chicos. La mayor parte del tiempo se limitaba a quedarse sentado en el patio posterior o en la carbonera, solo.

La Navidad se iba acercando. Mick deseaba realmente un piano, pero naturalmente no dijo nada al respecto. Dijo a todo el mundo que deseaba un reloj de Mickey Mouse. Cuando le preguntaron a Bubber qué quería de Santa Claus, dijo que no quería nada. Escondió sus canicas y su navaja, y no dejó que nadie tocara sus libros de cuentos.

Después de aquella noche, nadie volvió a llamarle Bubber. Los chicos mayores de la vecindad empezaron a llamarle “Mata-Babys Kelly”. Pero él hablaba muy poco con la gente y nada parecía preocuparle. La familia le llamaba por su verdadero nombre: George. Al principio, Mick no podía dejar de llamarle Bubber, y la verdad es que tampoco quería cambiar. Pero fue divertido cómo, al cabo de una semana, empezó a llamarle con toda naturalidad George, como hacían los demás. Pero George era un chico diferente, siempre andaba por ahí solo como una persona mucho mayor, y sin que nadie, ni siquiera Mick, supiera lo que pasaba por su mente.

Mick durmió con él en Nochebuena. George yacía en la cama sin hablar.

—Deja de comportarte de esta manera —le dijo Mick—. Hablemos de los hombres sabios y de la costumbre que tienen los niños en Holanda de poner sus zuecos en la chimenea en lugar de los calcetines.

George no contestó. Se había dormido.

Mick se levantó a las cuatro de la mañana y despertó a toda la familia. Su padre había encendido fuego en la habitación delantera y luego les dejó a todos acercarse al árbol de Navidad y ver lo que les habían traído. George tenía un traje de indio y Ralph una muñeca de goma. El resto de la familia sólo ropa. Ella buscó en su calcetín el reloj de Mickey Mouse, pero no estaba. Sus regalos eran un par de zapatos marrones Oxford y una caja de bombones. Para cuando salía el sol ya se sentían mareados y cansados. Mick se echó en el sofá. Cerró los ojos y penetró en el cuarto interior.