—¿Quién era ése? —preguntó Jake Blount—. ¿Quién era el negro alto y delgado que acaba de salir de aquí?
La pequeña habitación estaba muy limpia. El sol iluminaba un tazón lleno de uvas color púrpura sobre la mesa. Singer estaba sentado con la silla echada para atrás y las manos en los bolsillos, mirando por la ventana.
—Tropecé con él en la escalera, y me echó una mirada…, vaya, nunca nadie me había mirado de una manera tan obscena —Jake dejó la bolsa de cervezas sobre la mesa. Se dio cuenta con sorpresa de que Singer no sabía que él se encontraba en la habitación. Se dirigió a la ventana y tocó a Singer en el hombro—. No tropecé a propósito con él. No tenía ninguna razón para comportarse así.
Jake se estremeció. Aunque el sol brillaba con fuerza, hacía frío en la habitación. Singer levantó el dedo índice y se encaminó al vestíbulo. Al regresar traía consigo un cubo de carbón y unas cuantas astillas. Jake le observó mientras se arrodillaba ante el hogar. Limpiamente rompió las astillas sobre su rodilla y las dispuso ordenadamente sobre la base de papel, Distribuyó luego el carbón siguiendo un sistema. Al principio el fuego no tiró. Las llamas se elevaban temblorosas y fueron sofocadas por una negra voluta de humo. Singer cubrió entonces la parrilla con una doble hoja de periódico. La corriente que se formó reavivó el fuego. El papel comenzó a arder y fue absorbido hacia dentro. Se oyó como un rugido en la habitación y una crepitante llama color naranja ardió en la chimenea.
La primera cerveza de la mañana tenía un agradable sabor suave. Jake ingirió la suya rápidamente y se secó la boca con el dorso de la mano.
—Hace mucho tiempo conocí a una señora. Usted en cierto modo me la recuerda. Miss Clara. Tenía una pequeña granja en Texas. Y hacía almendras garapiñadas para vender en las ciudades. Era alta, corpulenta y de buena apariencia. Usaba uno de esos jerseys largos y holgados, pesados zapatones y sombrero masculino. Cuando la conocí, su marido había muerto, Pero a lo que voy es a esto: de no haber sido por ella, quizá nunca hubiera conocido la verdad. Tal vez habría pasado por la vida como esos otros millones de personas que no saben. Hubiera sido solo un predicador o un peón o un vendedor. Podría haber desperdiciado toda mi vida —Jake sacudió la cabeza con perplejidad—. Para comprender, tiene usted que saber cómo me había ido antes. Mire, yo vivía en Gastonia cuando era joven. Era un chicuelo de rodillas magulladas, demasiado pequeño para trabajar en la hilandería. Trabajaba recogiendo los bolos en una bolera, y mi única paga era la comida. Entonces me enteré de que, no lejos de allí, un chico listo y rápido podía ganar treinta centavos al día enhebrando tabaco. Tenía entonces sólo diez años. Y dejé a mi familia. No les escribí. Ellos se alegraron de que me hubiera ido. Quizá usted lo comprenda. Y además, nadie sabía leer excepto mi hermana —hizo un gesto con su mano en el aire como si se estuviera apartando algo de la cara—. Pero lo que quiero decir es esto: en lo primero que creí fue en Jesús. Había un individuo que trabajaba en el mismo almacén que yo. Tenía un tabernáculo y predicaba todas las noches. Yo iba a escucharle, y pronto se despertó en mí la fe. No hacía más que pensar en Jesús durante todo el día. En mi tiempo libre estudiaba la Biblia y oraba. Entonces una noche cogí mi martillo y puse mi mano sobre la mesa. Estaba furioso y me atravesé completamente la mano con el clavo. Tenía la mano clavada a la mesa, y la miraba y los dedos temblaban y se habían vuelto azules —Jake levantó la mano y señaló en su centro la blanca y recortada cicatriz—. Quería ser evangelista. Me refiero a viajar por todo el país predicando y celebrando asambleas. Mientras, me trasladaba de un lugar a otro, y cuando tenía casi veinte años, me fui a Texas. Trabajé en una plantación de pacanas cerca de donde vivía Miss Clara. Llegué a conocerla, y por la noche a veces iba a su casa. Ella me hablaba. Compréndalo, no empecé a conocer la verdad inmediatamente. No sucede así con ninguno de nosotros. Fue poco a poco. Empecé a leer. Trabajaba sólo para poder ahorrar un poco de dinero, el suficiente para dejar de trabajar un tiempo y dedicarme a estudiar. Era como nacer por segunda vez. Sólo nosotros, los que sabemos, podemos comprender lo que esto significa. Hemos abierto los ojos y hemos visto. Éramos como gente procedente de algún lugar lejano —Singer asintió con la cabeza. En la habitación se respiraba un confortable ambiente hogareño. Singer trajo de la alacena la caja de hojalata en la que guardaba galletas, fruta y queso. Seleccionó una naranja y la peló cuidadosamente. Le arrancó luego fragmentos de médula hasta que la fruta quedó transparente al sol. Dividió la naranja y repartió los gajos equitativamente. Jake se comió dos gajos a la vez, escupiendo con gran ruido las semillas al fuego. Singer se comió su ración lentamente, depositando las semillas limpiamente en la palma de la mano. Luego abrieron dos cervezas más—. ¿Y cuántos de nosotros hay en este país? Quizás diez mil. Tal vez veinte mil. Tal vez muchos más. He estado en un montón de lugares, pero nunca me he encontrado más que con unos pocos. Pero ¿qué ocurre con un hombre que sabe? Ve el mundo tal como es y mira miles de años atrás para ver cómo se produce todo. Observa la lenta aglutinación de capital y poder, y cómo ha llegado hoy a su cúspide. Ve América como una casa de locos. Ve cómo los hombres tienen que robar a sus hermanos para poder vivir. Ve cómo los niños se mueren de hambre y las mujeres trabajan sesenta horas por semana para ganarse la comida. Ve a todo ese maldito ejército de parados y los miles de millones de dólares y miles de kilómetros de tierra desperdiciada. Contempla cómo se aproxima la guerra. Contempla cómo cuando la gente sufre tanto se vuelve mala y fea, y algo muere en ella. Pero lo más importante que ve es que todo el sistema del mundo está construido sobre una mentira. Y aunque todo esto es tan evidente como el mismo sol…, los ignorantes han vivido tanto tiempo con esa mentira que ya no son capaces de verla —la roja y perlada vena de la frente de Jake se hinchaba con furia. Agarró el cubo de carbón que estaba junto al hogar y lo descargó sobre el fuego. Se le había dormido un pie, y golpeó con él tan fuertemente el suelo que éste tembló—. He recorrido este lugar. He caminado por todas partes. Les hablé. Traté de explicarles. Pero ¿qué he conseguido? ¡Dios mío! —dirigió su mirada a las llamas, y su rostro reflejó el acaloramiento producido por la cerveza y el fuego, oscureciéndose un poco. El hormigueo de su pie se extendió por toda la pierna. Contempló soñolientamente los colores del fuego, los matices verdes, azules y de ardiente amarillo—. Usted es el único —dijo como si estuviera soñando—. El único.
Ya no era un extraño. A estas alturas conocía cada calle, callejón y valla de todos los barrios bajos de la ciudad. Seguía trabajando en Sunny Dixie. En otoño, el espectáculo se trasladaba de una parcela vacía a otra aunque siempre en terrenos de la periferia de la población, de modo que al final había trazado un verdadero anillo en torno de la ciudad. Cambiaba de lugar pero el escenario era siempre el mismo: una parcela de tierra baldía bordeada por filas de destartaladas cabañas, y por allí cerca, una hilandería, una desmotadora de algodón o una planta embotelladora. El público era siempre el mismo, en su mayor parte obreros de las fábricas y negros. Al anochecer las atracciones se iluminaban de brillantes colores. Los caballos de madera del tiovivo daban vueltas al son de la música mecánica. Los columpios se mecían, y la caseta donde se jugaba a arrojar monedas se hallaba siempre atestada. En dos casetas se vendían bebidas, sanguinolentas hamburguesas y algodón de azúcar.
Jake había sido contratado como mecánico, pero poco a poco el campo de sus responsabilidades se había ensanchado. Su voz ronca y chillona se destacaba por encima de la algarabía, y continuamente iba de un lugar al otro del espectáculo. Le corría el sudor por la frente, y con frecuencia tenía el bigote empapado de cerveza. El sábado su trabajo consistía en mantener el orden entre la gente. Su duro y achaparrado cuerpo empujaba a la multitud con salvaje energía. Sólo sus ojos no compartían la violencia que emanaba del resto del cuerpo. Sus anchos ojos bajo la maciza y ceñuda frente tenían una expresión de ausencia, de aturdimiento.
Llegaba a casa entre las doce y la una de la madrugada. La casa en que vivía estaba dividida en cuatro habitaciones, y el alquiler era de un dólar y medio por persona. Había un retrete en la parte trasera y un grifo en la escalera. En su habitación, las paredes y el suelo despedían un rancio olor de humedad. De la ventana colgaban unas cortinas de encaje, baratas, negras como el hollín. Guardaba su traje bueno en la maleta. Sin embargo, una farola de calle situada frente a la ventana esparcía un pálido reflejo verdoso que iluminaba débilmente el interior. Nunca encendía el quinqué que había junto a su cama a menos que quisiera leer. El acre olor del petróleo ardiendo en la fría habitación le producía náuseas.
Si se quedaba en la casa, paseaba incesantemente por el cuarto. Se sentaba en el borde de la cama sin hacer y mordisqueaba salvajemente los extremos, sucios y rotos, de sus uñas. El penetrante sabor de la mugre persistía luego en su boca. La soledad que le embargaba era tan profunda que le llenaba de terror. Generalmente disponía de una pinta de licor de destilación ilegal, que bebía con fruición, y al llegar el alba había entrado en calor, y se sentía relajado. A las cinco en punto los silbatos de las hilanderías sonaban llamando al primer turno. Aquellos silbatos producían unos ecos perdidos, misteriosos, y él no podía dormir hasta que habían sonado.
Pero generalmente no se quedaba en casa. Salía a las estrechas y vacías calles. En aquellas primeras y oscuras horas de la mañana el cielo estaba negro y las estrellas tenían un brillo duro e intenso. A veces las hilanderías estaban funcionando, y de los edificios iluminados por amarillentas luces brotaba el estrépito de las máquinas. Él se quedaba en la puerta esperando la salida de los primeros turnos. Jóvenes con jerseys y vestidos estampados salían a la oscura calle. Los hombres llevaban sus fiambreras, y algunos se dirigían al bar rodante en busca de una coca-cola o un café antes de irse a casa. Y Jake se marchaba con ellos. En el interior de la ruidosa hilandería los hombres podían oír perfectamente las palabras que se pronunciaban, pero durante la primera hora después de salir estaban sordos.
En el bar rodante Jake se tomaba una coca-cola mezclada con whisky. Y hablaba. La invernal aurora era blanca, humeante y fría. Él miraba con ebria impaciencia las fatigadas y amarillas caras de los hombres. Con frecuencia se reían de él, y cuando esto sucedía erguía su cuerpo y hablaba despreciativamente con palabras de muchas sílabas. Apartaba el dedo meñique del vaso y se retorcía altivamente el bigote. Y si seguían riéndose de él, a veces se peleaba. Blandía sus enormes puños morenos con loca violencia y sollozaba ruidosamente.
Después de aquellas mañanas regresaba a la feria con alivio. Le calmaba poder empujar a la gente. El ruido, los fétidos olores, el contacto de sus hombros con la carne humana tranquilizaba sus desquiciados nervios.
A causa de las leyes puritanas de la ciudad, el parque de atracciones tenía que cerrar los domingos. Aquél día se levantaba temprano por la mañana, y sacaba de su maleta el traje de sarga. Iba a la calle principal. Primero se dejaba caer en el café Nueva York y compraba una caja de cervezas. Luego se dirigía a la habitación de Singer. Aunque conocía a muchas personas de la ciudad por su nombre o por su cara, lo cierto es que el mudo era su único amigo. Dejaban transcurrir ociosamente el tiempo en la habitación y se bebían las cervezas. Jake hablaba, con palabras creadas en las oscuras mañanas pasadas en las calles o en la soledad de su habitación. Las palabras se formaban y eran dichas con alivio.
El fuego se había apagado. Singer estaba haciendo un solitario en la mesa. Jake se había quedado dormido; despertó de repente con un nervioso estremecimiento. Levantó la cabeza y se volvió hacia Singer.
—Sí —dijo como en respuesta a una repentina pregunta—. Algunos de nosotros somos comunistas. Pero no todos… Yo mismo no soy miembro del partido comunista. En primer lugar porque solamente conocí a uno de ellos. Puedes andar por ahí durante años y no encontrarte con comunistas. Por estos andurriales no hay ninguna oficina a donde puedas ir y decir que quieres afiliarte… Y si la hay, nunca he oído hablar de ella. Y no puedes, sin más ni más, coger el avión y marcharte a Nueva York a afiliarte. Como digo, conocía solamente a uno… Era un abstemio desastrado al que le olía el aliento. Nos peleábamos. No es que tenga nada contra los comunistas. Lo cierto es que no creo mucho en Stalin ni en Rusia. Odio a todos los países y gobiernos. Pero aun así quizá deba unirme a los comunistas. No estoy muy seguro, sin embargo. ¿Qué piensa usted? —Singer arrugó la frente y consideró la cuestión. Alargó la mano en busca de su lápiz de plaza y escribió en su bloc de papel que no lo sabía—. Pues ahí lo tiene. Ya ve, nosotros no podemos quedarnos quietos después de saber, sino que tenemos que actuar. Algunos se vuelven locos. Hay demasiadas cosas que hacer, y no saber por dónde empezar, eso le hace perder el juicio a uno. Incluso yo… he hecho cosas que, cuando las recuerdo, me parecen irracionales. Una vez empecé una organización yo solo. Elegí a veinte individuos y hablé con ellos hasta que pensé que sabían. Nuestro lema era una palabra: acción. ¡Uf! Teníamos intención de iniciar disturbios…, causar todos los desórdenes que pudiéramos. Nuestro objetivo final era la libertad…, pero una auténtica libertad, una gran libertad hecha posible sólo por el sentido de justicia presente en el alma humana. Nuestro lema, “Acción”, significaba la destrucción del capitalismo. En la constitución, escrita por mí mismo, algunos reglamentos se referían al cambio de nuestro lema. “Acción” por “Libertad” en cuanto el trabajo hubiera terminado —Jake aguzó el extremo de un fósforo y escarbó con él una cavidad de un diente. Al cabo de un momento continuó—: Entonces, cuando la constitución estuvo escrita y los primeros seguidores bien organizados…, entonces salí en una gira a base de autostop para organizar las unidades que comprendían la sociedad. Volví al cabo de tres meses. ¿Y qué cree usted que me encontré? ¿Cuál era la primera acción heroica? ¿Se había transformado su justificada furia en acción planificada para poder seguir adelante sin mí? ¿Era todo destrucción, asesinato, revolución? —Jake se inclinó hacia delante en su silla. Al cabo de una pausa dijo sombríamente—: Amigo mío, habían robado los cincuenta y siete dólares con treinta centavos de la tesorería para comprar gorros de uniforme y pagarse las cenas de los sábados. Los pillé sentados en torno de la mesa de conferencias, haciendo rodar los dados, los gorros sobre la cabeza, y un pedazo de jamón y un vaso de ginebra ante ellos.
Una tímida sonrisa de Singer acompañó la carcajada de Jake. Al cabo de un rato la sonrisa en la cara de Singer se fue haciendo forzada hasta desaparecer. Jake seguía riendo. La vena de su frente se hinchó, y la cara se tornó de un rojo oscuro. Su risa se había prolongado demasiado.
Singer levantó la mirada hacia el reloj e indicó la hora: las doce y media. Tomó su reloj, el lápiz de plaza y la libreta, los cigarrillos y fósforos de la repisa de la chimenea y lo distribuyó todo entre sus bolsillos. Era la hora de almorzar.
Pero Jake seguía riendo. Había algo maníaco en el sonido de aquella risa. Se paseaba por la habitación, haciendo tintinear las monedas en su bolsillo. Sus largos y poderosos brazos se balancearon tensa y torpemente. Entonces empezó a nombrar platos de su próxima comida. Al hablar de la comida, en su cara se reflejaba una feroz expresión de gula. A cada palabra levantaba el labio superior como un animal hambriento.
—Roast-beef con salsa. Arroz. Y col y pan blanco. Y un buen trozo de pastel de manzana. Estoy hambriento. Hoy, Johnny, puedo oír cómo se acerca la hora. Y hablando de comida, amigo mío, ¿le he hablado alguna vez de Mister Clark Patterson, el caballero propietario de las Atracciones Sunny Dixie? Está tan gordo que lleva veinte años sin ver sus partes íntimas, y durante todo el día está sentado en su remolque haciendo solitarios y fumando cigarrillos de marihuana. Encarga sus comidas a un restaurante de servicio rápido de la vecindad y cada día desayuna con…
Jack se echó para atrás para que Singer pudiera salir de la habitación. Siempre se quedaba regazado en las puertas cuando estaba con el mudo. Siempre dejaba que el otro encabezara la marcha. Mientras bajaban por las escaleras siguió hablando con nerviosa locuacidad, sin apartar sus grandes y castaños ojos de la cara de Singer.
La tarde era suave y tibia. Se quedaron en casa. Jake había traído consigo un cuartillo de whisky. Se sentó pensativo y silencioso a los pies de la cama, inclinándose de vez en cuando para llenar el vaso de la botella que estaba en el suelo. Singer se encontraba sentado a su mesa junto a la ventana jugando al ajedrez. Jake se había relajado un poco. Observó el juego de su amigo y sintió cómo la tranquila tarde se fundía con la oscuridad de la noche. La luz del fuego formaba olas oscuras y silenciosas en las paredes de la habitación.
Pero al llegar la noche la tensión se apoderó nuevamente de él. Singer había apartado su tablero de ajedrez, y los dos hombres estaban sentados uno frente al otro. El nerviosismo crispaba furiosamente los labios de Jake, que no paraba de beber para calmarse. Le invadía una sensación de inquietud y deseo. Se bebió el whisky y empezó a hablar nuevamente con Singer. Las palabras se hinchaban en su interior y salían a borbotones de su boca. Iba de la ventana a la cama y vuelta atrás, una y otra vez, incesantemente. Y finalmente el diluvio de palabras hinchadas tomó forma y se las espetó al mudo con énfasis de beodo:
—¡Las cosas que nos han hecho! Las verdades que han convertido en mentiras. Los ideales que han manchado y envilecido. Fíjese en Jesús. Él era uno de los nuestros. Él sabía. Cuando decía que le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos, sabía condenadamente bien lo que decía. Pero mire lo que la Iglesia ha hecho con Jesús durante los últimos dos mil años. Qué han hecho de él. Cómo han desfigurado cada palabra que pronunció para servir a sus malvados propósitos. Jesús estaría en la cárcel, si viviera hoy. Jesús sería uno de los que realmente saben. Yo y Jesús nos sentaríamos uno frente al otro a una mesa y yo le miraría y él me miraría a mí, y ambos sabríamos lo que el otro sabe. Yo y Jesús y Karl Marx podríamos sentarnos a la mesa… y mire lo que ha pasado con nuestra libertad —continuó—. Los hombres que lucharon por la Revolución Americana se parecían tanto a las damas de Las Hijas de la Revolución Americana como yo a un barrigudo perro pequinés. Sabían lo que significaba libertad. Luchaban por una auténtica revolución. Luchaban para que éste pudiera ser un país donde todos los hombres fueran libres e iguales. ¡Ah! Y eso quería decir que todo hombre era igual a los ojos de la Naturaleza: con iguales posibilidades. Esto no quería decir que el veinte por ciento de la gente fuera libre de robar al otro ochenta por ciento restante sus medios de vida. Esto no quería decir que un rico hiciera sudar sangre a otros diez pobres para poder enriquecerse más. Esto no quería decir que los tiranos tuvieran libertad de llevar a este país a una situación en la que millones de personas están dispuestas a hacer lo que sea —engañar, mentir o lo que sea— con tal de trabajar por cuatro cuartos. Han convertido la palabra libertad en una blasfemia. ¿Me oye usted? Han logrado que la palabra libertad apeste como una mofeta para todo aquel que sabe.
La vena de la frente de Jake latía salvajemente, y su boca se movía convulsivamente. Singer se enderezó, alarmado. Jake trató de volver a hablar, pero las palabras se le atragantaron en la boca. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Se sentó en la silla y se apretó sus temblorosos labios con los dedos. Luego dijo roncamente:
—Es así, Singer. Volverse loco no sirve de nada. Nada de lo que podamos hacer sirve de nada. Así es como me parece a mí. Todo lo que podemos hacer es ir por ahí diciendo la verdad. Y en cuanto haya bastantes ignorantes que hayan aprendido la verdad entonces ya no tendrá sentido pelear. Lo único que podemos hacer es dejar que sepan. Es todo lo que hace falta. ¿Pero cómo? ¿Eh?
Las sombras provocadas por el fuego lamían las paredes. Las oscuras ondas se fueron elevando, y la habitación empezó a moverse. Subía y bajaba y se había perdido todo equilibrio. Jake sintió que se hundía lentamente, en ondulantes movimientos, en un sombrío océano. Impotente y aterrorizado, se esforzó por abrir los ojos, pero no pudo ver nada excepto las olas oscuras y escarlata que rugían vorazmente sobre él. Finalmente distinguió lo que buscaba. La cara del mudo aparecía débil y lejana. Jake cerró los ojos.
A la mañana siguiente se despertó muy tarde. Singer hacía horas que se había ido. Había pan, queso, una naranja y una jarra de café en la mesa. Cuando terminó el desayuno, ya era hora de ir al trabajo. Caminó sombríamente, la cabeza inclinada, a través de la ciudad hacia su habitación. Al llegar al barrio en que vivía pasó por una estrecha calle en uno de cuyos costados se levantaba un almacén de ladrillos. En la pared del edifico había algo que le distrajo por un instante vagamente. Había escrito un mensaje en la pared con brillante tiza roja, y con letras gruesas y curiosamente dibujadas:
Comeréis la carne de los poderosos y beberéis la sangre de los príncipes de la tierra.
Leyó el mensaje dos veces y miró ansiosamente arriba y abajo de la calle. No se veía a nadie. Al cabo de unos minutos de confusa deliberación sacó del bolsillo un grueso lápiz rojo y escribió cuidadosamente debajo de la inscripción:
Quienquiera que haya escrito lo anterior acuda aquí mañana a mediodía. Miércoles, 29 de noviembre. O al día siguiente.
A las doce en punto del día siguiente, se hallaba esperando ante la pared. De vez en cuando caminaba impacientemente hasta la esquina para echar una mirada a las calles. No vino nadie. Al cabo de una hora tuvo de marcharse al trabajo.
Al día siguiente volvió a esperar.
Luego, el viernes, empezó a caer una lluvia lenta y persistente. La pared se empapó, y los mensajes se corrieron, de forma que ya no se podía leer ninguna palabra. La lluvia continuó, gris, amarga, fría.