Muchas veces habló el doctor Copeland con Mister Singer. Realmente, el mudo no era como los demás blancos. Era un hombre sabio, y comprendía, de un modo del que no eran capaces los demás blancos, los firmes y verdaderos propósitos. Escuchaba y en su cara se reflejaba algo afable y judío, el conocimiento de alguien que pertenece a una raza oprimida. En una ocasión, el doctor llevó a Mister Singer con él en sus visitas. Le condujo a través de fríos y estrechos callejones que olían a suciedad y a enfermedad y a grasa frita. Le mostró un desgraciado injerto de piel efectuado en la cara de una mujer que había sufrido graves quemaduras. Visitó a un niño sifilítico y señaló a Mister Singer la erupción con escamas que tenía el pequeño en las palmas de sus manos, así como la apagada, opaca superficie del ojo, y la inclinación de sus incisivos superiores. Visitaron chozas de dos habitaciones que daban cobijo a doce o catorce personas. En un cuarto donde ardía un débil fuego anaranjado en el hogar se sintieron impotentes ante un anciano que se ahogaba de neumonía. Mister Singer caminaba tras él y observaba y comprendía. Daba monedas a los niños, y a causa de su silencio y decoro no molestaba a los pacientes como hubiera hecho otro visitante.
Los días se presentaban fríos y traicioneros. En la ciudad había un brote de gripe, por lo que el doctor Copeland estaba ocupado la mayor parte del día y de la noche. El doctor conducía por los barrios negros de la ciudad su automóvil Dodge que venía usando desde hacía nueve años. Mantenía cerradas las cortinillas de mica del viejo automóvil para protegerse de las corrientes, y llevaba una apretada bufanda de lana gris alrededor del cuello. Durante esta época no veía a Portia o William o Highboy, pero a menudo pensaba en ellos. En una ocasión, estando él fuera, había venido Portia a verle, y le dejó una nota, además de tomarle prestado medio saco de harina.
Llegó una noche en que estaba tan exhausto que, aunque le quedaban visitas por hacer, se bebió un vaso de leche caliente y se fue a dormir. Tenía escalofríos y algo de fiebre, de modo que al principio no lograba descansar. Luego tuvo la impresión de que apenas había iniciado el sueño cuando una voz le despertó. Se levantó cansadamente y, todavía con su largo camisón de franela, abrió la puerta. Era Portia.
—El señor Jesús nos ayude, padre —exclamó.
El doctor Copeland permaneció allí tiritando apretándose el camisón contra la cintura. Se llevó una mano a la garganta y la miró.
—Se trata de nuestro Willie. Se ha portado mal y se ha metido en problemas. Tenemos que hacer algo.
El doctor Copeland se dirigió con pasos rígidos a su dormitorio en busca de la bata, la bufanda y las zapatillas. Luego fue a la cocina. Portia le estaba esperando allí. La pieza estaba fría y sin vida.
—De acuerdo. ¿Qué ha hecho? ¿De qué se trata?
—Espera un momento. Deja que ponga en orden mis pensamientos para que pueda estudiarlo y contártelo todo.
El médico estrujó algunas hojas de periódico que yacían en la chimenea y recogió algunas astillas.
—Deja que yo encienda el fuego —dijo Portia—. Tú siéntate a la mesa y en cuanto la estufa esté caliente tomaremos una taza de café. Entonces quizá todo no parezca tan malo.
—No queda café. Gasté el último ayer.
Al decir esto, Portia comenzó a llorar. Con furia metió el papel y la leña en la estufa y lo encendió todo con mano temblorosa.
—Esto es lo que pasó —dijo—. Willie y Highboy fueron esta noche a un lugar en el que no tenían nada que hacer. Tú ya sabes que yo siempre pienso que debo mantener a Willie y a Highboy a mi lado, ¿no? Bueno, si hubiera estado allí nada de esto habría pasado. Pero yo estaba en la Reunión de Damas en la iglesia y ellos estaban inquietos. Se fueron al Palacio del Dulce Placer de Madame Reba. Y, padre, éste es sin duda un lugar malo, perverso. Tienen un hombre que vende los billetes…, pero tienen también a esas chicas negras que se contonean y mueven el trasero, y esas cortinas de satén rojo, y…
—Hija —exclamó el doctor Copeland con irritación. Se apretó los costados de la cabeza con las manos—. Ya conozco el sitio. Ve al grano.
—Love Jones estaba allí… y es una negra muy mala. Willie bebió y estuvo bailoteando con ella hasta que acabó metiéndose en una pelea. Con ese tipo llamado Junebug… por Love. Al principio luchaban con los puños, pero luego Junebug sacó su navaja. Nuestro Willie no tenía navaja, así que empezó a bramar y a correr por el local. Luego, finalmente, Highboy le encontró a Willie una navaja, y Willie volvió y casi le cortó a Junebug la cabeza.
El doctor Copeland se apretó la bufanda en el cuello.
—¿Está muerto?
—Ese tipo es demasiado malo para morirse. Está en el hospital, pero pronto va a salir y armar líos otra vez.
—¿Y William?
—Vino la policía y se lo llevó a la cárcel, a la Black María. Todavía está allí.
—¿Y William fue herido?
—Oh, recibió un puñetazo en un ojo y un pequeño corte detrás de la cabeza. Pero no tiene importancia. Lo que no puedo entender es cómo anduvo tonteando con esa Love. Es al menos diez veces más negra que yo, y es la mujer más fea que he visto. Camina como si sujetara un huevo entra las piernas y no quisiera romperlo. Ni siquiera es limpia. Y ese Willie va y pierde la chaveta por ella.
El doctor Copeland se inclinó para acercarse a la estufa y lanzó un gemido. Tosió y su cara se puso rígida. Se llevó al pañuelo de papel a la boca, y lo sacó salpicado de sangre. Su negro cutis tomó una palidez verdosa.
—Naturalmente, Highboy vino a contarme en seguida lo que había pasado. Entiéndelo, mi Highboy no tenía nada que ver con aquellas malas chicas. Él sólo estaba haciendo compañía a Willie. Está tan apenado por Willie que desde entonces lleva sentado en el bordillo de la calle frente a la cárcel —lágrimas con reflejos del fuego rodaron por la cara de Portia—. Ya sabes cómo hemos sido siempre nosotros tres. Tenemos nuestro propio plan, y hasta ahora nos había ido bien. Ni siquiera el dinero nos ha preocupado nunca. Highboy paga el alquiler, y yo compro la comida… y Willie se encarga de los sábados por la noche. Hemos sido siempre como tres mellizos.
Finalmente, se hacía de día. Los silbatos de las hilanderías llamaban para el primer turno. El sol salió e iluminó las limpias cacerolas que colgaban de la pared sobre la estufa. Permanecieron sentados largo rato. Portia se tiraba de los pendientes de sus orejas hasta que los lóbulos se le irritaron y se volvieron de un rojo púrpura. El doctor Copeland seguía sosteniéndose la cabeza con las manos.
—Me parece a mí —dijo Portia finalmente— que si consiguiéramos que muchos hombres blancos escribieran cartas sobre Willie, nos podría ayudar un poco. Ya he ido a ver a Mister Brannon. Escribió exactamente lo que le dije. Estaba en su café, después de todo lo que ha pasado, como cada noche. Así que fui allí y le expliqué de qué se trataba. Me llevé la carta a casa. La metí en la Biblia para que no se pierda ni se ensucie.
—¿Qué decía la carta?
—Mister Brannon escribió lo que le pedí. La carta habla de cómo Willie trabajó para Mister Brannon durante tres años. Dice que Willie es un muchacho de color muy bueno y honrado y que nunca se había metido en líos. Dice que siempre ha tenido oportunidades de coger muchas cosas del café, si fuera como los demás muchachos de color, y que…
—¡Bah! —interrumpió el doctor Copeland—. Todo eso no sirve de nada.
—No podemos quedarnos sentados y esperar. Con Willie encerrado en la cárcel. Mi Willie, que siempre es un chico tan dulce, aunque esta noche no se portara bien. No podemos simplemente sentarnos y esperar.
—Pues tendremos que hacerlo. Es lo único que podemos hacer.
—Bueno, pues yo sé que no lo haré.
Portia se levantó de la silla. Sus ojos se pasearon distraídamente por la habitación como si estuviera buscando algo. Luego, bruscamente, se dirigió a la puerta.
—Espera un momento —dijo el doctor Copeland—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—Tengo que ir al trabajo. He de conservar mi empleo. He de seguir con la señora Kelly y cobrar mi paga cada semana.
—Quiero ir a la cárcel —dijo el doctor Copeland—. Quizá pueda ver a William.
—Yo voy a pasar por la cárcel, camino de mi trabajo. Y voy a hacer que Highboy se vaya a trabajar también. De lo contrario es capaz de quedarse allí sentado lamentándose por Willie toda la mañana.
El doctor Copeland se vistió apresuradamente y acompañó a Portia al vestíbulo. Ambos salieron a la fría y azul mañana otoñal. Los hombres de la cárcel no estuvieron demasiado amables con ellos, y fue muy poco lo que pudieron averiguar. El doctor Copeland acudió más tarde a consultar a un abogado con el que había tenido tratos anteriormente. Los días que siguieron fueron largos y llenos de preocupación. Al cabo de tres mañanas se celebró el juicio de William, y fue condenado por ataque con arma mortal. Fue sentenciado a nueve meses de trabajos forzados y enviado inmediatamente a una prisión de la parte norte del estado.
Aun ahora, el médico seguía alimentando el firme propósito que siempre le moviera, pero no tenía tiempo de pensar en ello. Iba de una casa a otra, y el trabajo era interminable. Salía muy temprano en su automóvil, y más tarde, a las once, los pacientes iban a su despacho. El caliente y viciado olor de la casa, después del frío aire otoñal, le hacía toser. Los bancos del vestíbulo estaban siempre llenos de enfermos y pacientes negros que le aguardaban, y en ocasiones había gente incluso en el porche y en su dormitorio. Tenía trabajo durante todo el día, y con frecuencia la mitad de la noche. Pero a causa de su cansancio, lo que él hubiera querido hacer a veces era echarse al suelo y golpearlo con los puños y llorar. Si pudiera descansar un poco, se pondría mejor. Tenía tuberculosis pulmonar, y se tomaba la temperatura cuatro veces al día y se hacia mirar por rayos X una vez al mes. Pero no podía descansar, porque albergaba en su interior algo más grande que el cansancio: y era su firme propósito.
Pensaba constantemente en este propósito hasta que a veces, después de un largo día y una noche de trabajo, se formaba un vacío en su cabeza de tal modo que se olvidaba por un instante de cuál era su propósito. Y luego lo recordaba de nuevo y se sentía inquieto y ansioso de empezar una nueva tarea. Pero las palabras con frecuencia no le salían de la garganta, y su voz se tornaba ronca y no fuerte y clara, como siempre había sido. Empujaba las palabras para que salieran y poder lanzárselas a los enfermos y pacientes negros que eran su gente.
A menudo hablaba con Mister Singer. Hablaba con él de química y del enigma del universo. Del esperma infinitesimal y del desdoblamiento del huevo maduro. De la compleja división millonésima de las células. Del misterio de la materia viviente y de la simplicidad de la muerte. Y también hablaba con él de las razas.
—Mi pueblo fue traído de las grandes llanuras, y de las oscuras y verdes junglas —dijo en una ocasión a Mister Singer—. En los largos y encadenados viajes a la costa morían a millares. Sólo los fuertes sobrevivían. Encadenados a los sucios barcos que les traían aquí, seguían muriendo. Sólo los negros duros eran capaces de vivir. Golpeados y encadenados y vendidos en la subasta, también perecían algunos de los más fuertes. Y finalmente a través de los años de amargura, los más fuertes de mi gente están todavía aquí. Sus hijos e hijas, sus nietos y bisnietos.
—Vengo a pedir algo prestado y a pedirte un favor —dijo Portia.
El doctor Copeland se hallaba solo en su cocina cuando ella cruzó el vestíbulo y se quedó de pie en el marco de la puerta para decirle esto. Habían transcurrido dos semanas desde que se llevaron a Willie. Portia había cambiado. Ya no llevaba el pelo aceitoso y peinado como de costumbre, y tenía los ojos inyectados en sangre como si hubiera tomado una bebida fuerte. Sus mejillas estaban hundidas, y con su afligida cara color de miel se parecía realmente a su madre.
—¿Sabes aquellos bonitos platos blancos y copas que tienes?
—Puedes cogerlos y quedártelos.
—No, sólo quiero que me los prestes. Y también he venido a pedirte un favor.
—Lo que quieras —dijo el doctor Copeland.
Portia se sentó a la mesa enfrente de su padre.
—Primero, supongo que será mejor que te lo explique. Ayer recibí un mensaje del abuelo diciendo que vendrán mañana a pasar la noche y parte del domingo con nosotros. Naturalmente, están muy preocupados por Willie, y el abuelo cree que debemos reunirnos todos. Tiene razón. Yo desde luego quiero ver a nuestros parientes. He tenido mucha morriña desde que William se fue.
—Puedes coger los platos y todo lo que quieras de lo que encuentres por aquí —dijo el doctor Copeland—. Pero levanta los hombros, hija. No tienes muy buen aspecto.
—Va a ser una verdadera reunión. Ya sabes que ésta es la primera vez que el abuelo pasa la noche en la ciudad desde hace veinte años. En toda su vida no ha dormido fuera de casa más que dos veces. Y de todos modos se pone muy nervioso durante la noche. No para de levantarse y beber agua y asegurarse de que los niños estén tapados y todo va bien. Me preocupa un poco que el abuelo se sienta cómodo aquí.
—Cualquier cosa mía que pienses que puedas necesitar…
—Naturalmente, les trae Lee Jackson —continuó Portia—. Y con ella, van a necesitar todo el día para llegar aquí. No los espero hasta la hora de cenar. Por supuesto, el abuelo es tan paciente con Lee Jackson que por nada del mundo la haría correr.
—¡Dios mío! ¿Aún está viva esa vieja mula? Debe de tener al menos dieciocho años.
—Es más vieja. Lleva trabajando con el abuelo veinte años. Dice que hace tanto tiempo que tiene a esa mula que es como si Lee Jackson fuera de la familia. Comprende y quiere a Lee Jackson como a sus propios nietos. Nunca he visto a un ser humano que sepa tan bien lo que piensa un animal como el abuelo. Siente cariño por todo lo que camina y come.
—Veinte años es mucho tiempo para hacer trabajar a una mula.
—Sin duda. Ahora, Lee Jackson se está debilitando. Pero el abuelo la cuida. Cuando van a arar al sol, Lee Jackson lleva un gran sombrero de paja en la cabeza como el abuelo…, con agujeros para las orejas. Verla con ese sombrero da mucha risa, pero Lee Jackson no da ni un paso cuando va a arar si no lleva el sombrero en la cabeza.
El doctor Copeland bajó los platos blancos de porcelana de la estantería y empezó a envolverlos en papel de periódico.
—¿Tienes bastantes cacerolas y sartenes para cocinar toda la comida que necesitaréis?
—Suficientes —repuso Portia—. No me voy a preocupar demasiado. El abuelo es muy precavido… y siempre lleva consigo alguna cosa cuando la familia viene a cenar. Tan sólo voy a tener harina, col y dos libras de pescado.
—Buena idea.
Portia se retorció sus nerviosos y amarillentos dedos.
—Hay algo que aún no te he dicho. Una sorpresa. Bubby va a venir, y también Hamilton. Bubby acaba de volver de Mobile. Ahora ayuda en la granja.
—Hará cinco años desde la última vez que vi a Karl Marx.
—Y ése es justamente el motivo por el que vine a pedirte un favor —dijo Portia—. Recordarás que cuando crucé la puerta te dije que venía a pedir algo prestado y un favor.
El doctor Copeland hizo crujir las articulaciones de sus dedos.
—Sí.
—Bien, pues vine a ver si puedo conseguir que vengas mañana a la reunión. Todos tus hijos, menos Willie, van a estar allí. Me parece a mí que deberías acompañarnos. Yo me alegraría mucho, si vinieras.
Hamilton y Karl Marx y Portia… y William. El doctor Copeland se quitó las gafas y se apretó los párpados con los dedos. Durante un instante vio a los cuatro muy claramente tal como eran mucho tiempo atrás. Luego levantó la mirada y se colocó nuevamente las gafas sobre la nariz.
—Gracias —dijo—. Iré.
Aquella noche se quedó sentado junto a la estufa y recordó. Recordó la época de su infancia. Su madre había nacido esclava, y después de la libertad fue lavandera. Su padre era un predicador que en una ocasión había conocido a John Brown. Ellos le habían educado, y de los tres o cuatro dólares que ganaban cada semana habían conseguido hacer algunos ahorros. Cuando tenía diecisiete años lo mandaron al Norte con ochenta dólares escondidos en el zapato. Había trabajado en una herrería, así como de camarero y de botones en un hotel. Y durante todo el tiempo no dejó de estudiar y de leer y fue a la escuela. Su padre murió y su madre no vivió mucho tiempo sin él. Y al cabo de diez años de esfuerzos consiguió el título de médico y supo cuál era su misión y regresó al Sur.
Se casó y formó un hogar. Iba interminablemente de casa en casa y hablaba de la misión y de la verdad. El sufrimiento sin esperanza de su pueblo le enfurecía, provocándole un salvaje deseo de destrucción. A veces bebía un licor fuerte y se daba golpes en el suelo con la cabeza. En su corazón anidaba una violencia salvaje, y una vez agarró el atizador de la chimenea y golpeó con él a su mujer. Ésta tomó a Hamilton, Karl Marx, William y Portia y se marchó a casa de su padre. Él luchó consigo mismo y logró vencer aquella perversa negrura. Pero Daisy no quiso regresar. Y, ocho años más tarde, cuando ella murió, sus hijos ya no eran unos niños y tampoco quisieron regresar. Se quedó pues solo y abandonado, en una casa vacía.
Puntualmente a las cinco de la tarde siguiente, llegó a la casa en que vivían Portia y Highboy. La pareja residía en la parte de la ciudad llamada Sugar Bill, y la casa era una estrecha choza con un porche y dos habitaciones. De su interior brotaba un murmullo de voces entremezcladas. El doctor Copeland se acercó muy envarado y se quedó en el marco de la puerta sosteniendo su raído sombrero de fieltro en la mano.
La habitación estaba atestada, y al principio nadie se dio cuenta de su presencia. Él buscaba la cara de Karl Marx y de Hamilton. Además de ellos estaban el abuelo y dos pequeños que se encontraban sentados juntos en el suelo. Estaba mirando todavía la cara de sus hijos cuando Portia lo descubrió en la puerta.
—Aquí está papá —dijo la joven.
Las voces se detuvieron. El abuelo se dio la vuelta en su silla. Estaba delgado y encorvado, y lleno de arrugas. Llevaba el mismo traje negro verdoso que se pusiera treinta años antes en la boda de su hija. Le cruzaba el chaleco una cadena de reloj de deslustrado latón. Karl Marx y Hamilton se miraron mutuamente, luego dirigieron sus ojos al suelo y finalmente a su padre.
—Benedict Mady… —dijo el viejo—. Hace tanto tiempo… Tantísimo tiempo…
—¡Es cierto! —exclamó Portia—. Ésta es la primera vez que nos reunimos en muchos años. Highboy, trae una silla de la cocina. Padre, aquí están Bubby y Hamilton.
El doctor Copeland estrechó la mano de sus hijos. Ambos eran altos y fuertes y desgarbados. En contraste con su camisa y mono azul, su piel mostraba la misma recia tonalidad castaña que la de Portia. No se atrevían a mirarle a los ojos, y en su cara no se reflejaba amor ni odio.
—Es una lástima que no haya podido venir todo el mundo: Tía Sara y Jim y los demás —dijo Highboy—. Pero es un placer para nosotros.
—La carreta demasiado llena… —dijo uno de los niños—. Nosotros tuvimos que andar mucho rato, porque la carreta estaba demasiado llena.
El abuelo escarbó en su oreja con un fósforo.
—Alguien tenía que quedarse en casa.
Nerviosamente, Portia se pasó la lengua por sus oscuros y delgados labios.
—No dejo de pensar en nuestro Willie. Siempre ha sido estupendo para toda clase de fiestas y follones. No puedo apartarme de la cabeza a Willie.
Un sordo murmullo de aprobación recorrió la habitación. El viejo se recostó en su silla y balanceó la cabeza adelante y atrás.
—Portia, cariño, ¿qué te parece si nos lees un poquito? Sin duda, la palabra de Dios significa mucho en época de infortunio.
Portia tomó la Biblia que reposaba sobre la mesa en el centro de la habitación.
—¿Qué parte te gustaría oír, abuelo?
—Todo es el libro del Señor. Allí donde se posen tus ojos servirá.
Portia leyó un fragmento del Evangelio de Lucas. Leía lentamente, siguiendo las palabra con su largo y fláccido dedo. La habitación estaba en silencio. El doctor Copeland se encontraba sentado en la parte trasera del grupo, haciendo crujir sus nudillos, mientras sus ojos vagaban de un lugar a otro. La pieza era muy pequeña, mal ventilada, y la atmósfera estaba cargada. Las cuatro paredes estaban atestadas de calendarios y de toscos anuncios procedentes de revistas. Sobre la repisa de la chimenea descansaba un jarrón de rosas de papel rojas. El fuego ardía lentamente en el hogar, y la luz oscilante del quinqué provocaba sombras en la pared. Portia leía a un ritmo tan lento que las palabras causaban un efecto soporífero en el doctor Copeland. Karl Marx yacía en el suelo junto a los niños. Hamilton y Highboy dormitaban. Sólo el viejo parecía estar atento al significado de las palabras.
Portia terminó el capítulo y cerró el libro.
—He reflexionado sobre esto muchas veces —dijo el abuelo.
Todos los presentes emergieron de su somnolencia.
—¿Sobre qué? —preguntó Portia.
—Sobre esto. ¿Recordáis aquella parte en que Jesús resucita a los muertos y cura a los enfermos?
—Claro que sí, señor —repuso Highboy con deferencia.
Muchas veces, mientras estaba arando o trabajando —prosiguió lentamente el abuelo—, he pensado y razonado sobre la época en que Jesús va a descender nuevamente a la tierra. Porque siempre lo he deseado tanto que me parece a mí que va a ser mientras yo estoy aún vivo. Lo he estudiado muchas veces. Y así es como lo tengo pensado. Me imagino que voy a estar de pie ante Jesús con todos mis hijos y nietos y bisnietos y parientes y amigos. Le diré: “Jesucristo, todos nosotros somos pobres personas de color”. Y entonces Él pondrá su santa mano sobre nuestra cabeza, e inmediatamente todos nos volveremos blancos como el algodón. Ésa es la idea que ha albergado mi corazón muchas, muchas veces.
El silencio reinó en la habitación. El doctor Copeland se tiró de los puños de las mangas y se aclaró la garganta. Su pulso era demasiado rápido, y sentía un nudo en la garganta. Sentado en aquel rincón de la habitación, se sentía aislado, irritado y solo.
—¿Ha recibido alguno de vosotros una señal de los cielos? —preguntó el abuelo.
—Yo, señor —dijo Highboy—. Una vez cuando estaba enfermo de neumonía vi la cara de Dios mirándome desde la chimenea. Era una gran cara de hombre blanco con barba blanca y ojos azules.
—Yo he visto un fantasma —dijo uno de los niños…, la pequeña.
—Yo, en una ocasión, vi… —empezó a decir el otro.
El abuelo levantó la mano.
—Vosotros, niños, callaos. Tú, Celia, y tú, Whitman, es el momento de escuchar, pero no de hablar. Sólo una vez he tenido una verdadera señal. Y así es como se produjo. Fue en el verano pasado, y hacía mucho calor. Yo estaba tratando de arrancar las raíces de aquel gran tocón de roble que hay cerca de la pocilga y al agacharme sentí un gran dolor en la región lumbar. Me enderecé, y entonces todo a mi alrededor se oscureció. Me estaba apretando la espalda con la mano y mirando al cielo cuando de repente vi un angelito. Era como una niñita angelical blanca…, me dio la impresión que era del tamaño de un guisante, con el cabello amarillo y una túnica blanca. Se encontraba volando cerca del sol. Después de aquello, volví a casa y me puse a rezar. Estuve estudiando la Biblia durante tres días antes de volver otra vez al campo.
El doctor Copeland sintió que brotaba en su interior la vieja y perversa furia, las palabras se agolpaban en su garganta, y no podía pronunciarlas. Los demás seguían escuchando al viejo. Pero a las palabras de la razón no les prestarían atención. Son mi gente, procuró decirse a sí mismo…, pero este pensamiento no le ayudaba mucho. Se quedó sentado, tenso y hosco.
—Es extraño —dijo el abuelo de pronto—. Benedict Mady, tú eres un estupendo médico. ¿Cómo es que sufro dolores en la región lumbar cuando llevo un buen rato cavando y plantando? ¿Por qué sufro eso?
—¿Qué edad tiene usted?
—Más o menos entre los setenta y los ochenta.
Al viejo le encantaban la medicina y las curas. Cuando venía con su familia a ver a Daisy siempre se hacía examinar y volvía a casa con medicinas y ungüentos para todo el grupo. Pero cuando Daisy le abandonó, el viejo ya no volvió a verlo y tuvo que contentarse con purgas y las píldoras para los riñones que anunciaban en los periódicos. Ahora, el viejo le miraba con tímida ansiedad.
—Beba mucha agua —dijo el doctor Copeland—. Y descanse todo lo que pueda.
Portia se fue a la cocina a preparar la cena. Agradables aromas empezaron a invadir la habitación. En ésta se estaba produciendo una tranquila y frívola charla, pero el doctor Copeland no participaba en ella ni tampoco escuchaba. De vez en cuando miraba a Karl Marx o a Hamilton. Karl Marx hablaba de Joe Louis. Hamilton hablaba sobre todo del granizo que había echado a perder algunas cosechas. Cuando se daban cuenta de la mirada de su padre, sonreían y arrastran los pies por el suelo. Él no dejaba de mirarles con furiosa tristeza.
El doctor Copeland apretó los dientes con dureza. Había pensado tanto en Hamilton y Karl Marx y William y Portia, sobre el firme propósito que había tenido respecto de ellos, que la sola visión de su cara le provocaba una amarga sensación. Si por una vez pudiera contárselo todo, desde el lejanísimo comienzo hasta aquella misma noche…; contárselo aliviaría el profundo dolor que sentía en su corazón. Pero no le escucharían ni comprenderían.
Se endureció de tal modo que todos los músculos de su cuerpo se pusieron rígidos y tensos. No escuchaba ni veía nada de lo que le rodeaba. Estaba sentado en un rincón como un hombre que estuviera ciego y sordo. Pronto fueron todos a la mesa a cenar, y el viejo dio las gracias por la comida. Pero el doctor Copeland no comió. Cuando Highboy trajo una botella de ginebra, y todos rieron y la fueron pasando de boca en boca, también la rehusó. Permanecía sentado en un rígido silencio, y finalmente cogió su sombrero y se marchó de la casa sin despedirse. Si no podía hablar para decir la verdad, tampoco pronunciaría ninguna otra palabra.
Pasó toda la noche despierto y en tensión. El día siguiente era domingo. Hizo media docena de visitas, y a media mañana se dirigió a casa de Mister Singer. La visita contribuyó a disipar la sensación de soledad que le atormentaba, de manera que cuando se despidió se sentía en paz consigo mismo una vez más.
No obstante, antes de trasponer los límites de la casa, la paz había vuelto a abandonarle. Ocurrió un accidente. Al empezar a bajar por la escalera vio a un blanco que llevaba una gran bolsa de papel, y se apretó contra la barandilla para que pudieran pasar los dos. Pero el hombre blanco iba subiendo por los escalones de dos en dos, sin mirar, y chocaron con tanta fuerza que el doctor Copeland quedó mareado y sin aliento.
—¡Cristo! No le había visto.
El doctor Copeland le miró con fijeza, pero no respondió. Había visto a aquel hombre en otra ocasión. Recordaba aquel cuerpo de aspecto brutal y las enormes y torpes manos. Entonces, con repentino interés clínico observó la cara del hombre blanco, porque en sus ojos descubrió una extraña, fija e introvertida expresión de locura.
—Lo siento —dijo el blanco.
El doctor Copeland apoyó su mano en la barandilla y prosiguió su descenso.