En octubre los días eran azules y fríos. Biff Brannon se cambió sus pantalones de lino ligero por otros de sarga azul oscuro. Detrás del mostrador del café instaló una máquina que dispensaba chocolate caliente. Mick era muy aficionada al chocolate caliente, e iba tres o cuatro veces por semana a tomar una taza. Brannon le cobraba sólo cinco centavos en lugar de diez, y hubiera deseado dejárselo gratis. La observaba mientras ella se encontraba de pie al otro lado del mostrador, y se sentía confundido y triste. Hubiera querido alargar la mano y tocar aquel desgreñado cabello quemado por el sol…, aunque no del modo como había tocado alguna vez a una mujer. Había en él un desasosiego, y cuando hablaba con ella su voz tenía un sonido ronco y extraño.
Tenía muchas preocupaciones en la cabeza. Por un lado, Alice no se encontraba bien. Trabajaba como de costumbre en el bar desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, pero caminaba muy lentamente, y bajo los ojos se le marcaban unos círculos oscuros. Y era en el bar donde más se ponía de manifiesto esta enfermedad. Un domingo, al escribir a máquina el menú del día, marcó la cena especial con pollo a la reina a veinte centavos en lugar de cincuenta, y no descubrió el error hasta que varios clientes habían pedido ya y se disponían a pagar. En otra ocasión devolvió dos monedas de cinco y tres de uno como cambio de diez dólares. Biff se quedaba mirándola durante largo rato, frotándose la nariz pensativamente y con los ojos semicerrados.
Pero nunca hablaban de esto. Por la noche él trabajaba abajo mientras ella dormía, y durante la mañana ella sola dirigía el restaurante. Cuando lo hacían juntos, él se quedaba detrás de la caja registradora y vigilaba la cocina y las mesas, como era su costumbre. No hablaban más que de cuestiones relativas al negocio, pero Biff no dejaba de observarla con una expresión de perplejidad en la cara.
Luego, la tarde del ocho de octubre se oyó de pronto un grito de dolor procedente de la habitación donde ellos dormían. Biff corrió escaleras arriba. Al cabo de una hora se habían llevado a Alice al hospital, y el médico le había extraído un tumor casi del tamaño de un recién nacido. Y luego, una hora después, Alice se moría.
Biff estaba sentado junto a su cama en el hospital con una expresión de aturdida reflexión en la cara. Había presenciado su muerte. Los ojos de la enferma, enturbiados por el efecto del éter, se endurecieron luego como el cristal. La enfermera y el médico se retiraron de la habitación. Él siguió mirando su cara. Excepto por la azulada palidez no había gran diferencia. Biff observó cada detalle en ella como si no la hubiera visto a diario durante veintiún años. Luego, poco a poco, mientras estaba sentado allí sus pensamientos se desviaron a una escena que había guardado largo tiempo en su interior.
El océano frío y verdoso y una dorada y caliente franja de arena. Los niños pequeños jugando al borde de la sedosa línea de espuma. La pequeñita robusta y morena, los delgados muchachitos desnudos, los niños mayorcitos corriendo y llamándose unos a otros con dulces y penetrantes voces. Niños a los que conocía, Mick y su propia sobrina, Baby, y también otras caras jóvenes a las que no había visto nunca. Biff inclinó la cabeza.
Al cabo de largo rato se levantó de la silla y se quedó de pie en medio de la habitación. Podía oír a su cuñada Lucile paseando arriba y abajo por el pasillo. Una gorda abeja se paseaba por encima del tocador, y, diestramente Biff la cogió en su mano y la sacó por la abierta ventana. Miró una vez más aquel rostro muerto y luego con formalidad de viudo abrió la puerta que daba al corredor del hospital.
Más tarde, aquella misma mañana, se sentó a coser en la habitación de arriba. ¿Por qué? ¿Por qué en los casos de auténtico amor el que se queda no sigue más a menudo al ser amado suicidándose? ¿Sólo porque el vivo debe enterrar al muerto? ¿A causa de los complicados ritos que deben ser realizados después de una muerte? ¿Debido a que el que permanece es como si subiera a un escenario y cada segundo transcurrido se eternizara, y fuera observado por múltiples ojos? ¿Por qué hay una función que debe ejecutar? ¿O quizá, cuando hay amor, el viudo debe aguardar la resurrección del amado…, de modo que el que se ha ido no está realmente muerto, sino que crece y es creado por segunda vez en el alma del vivo? ¿Por qué?
Biff se inclinó sobre su labor y meditó sobre muchas cosas. Cosía con gran destreza, y los callos de las puntas de sus dedos eran tan duros que podía empujar la aguja a través del tejido sin necesidad de dedal. Ya los brazaletes negros habían sido cosidos alrededor de los brazos de dos trajes grises, y ahora estaba con el último.
El día era brillante y caluroso, y ya las primeras hojas muertas del nuevo otoño eran arrastradas por el viento en las aceras. Biff había salido temprano. Cada minuto se alargaba terriblemente. Ante él se ofrecía la imagen de un ocio infinito. Había cerrado la puerta del restaurante y colgado por la parte exterior una blanca corona de lirios. Se dirigió primero a la casa de pompas fúnebres y estudió cuidadosamente el surtido de ataúdes. Tocó la tela de los revestimientos y probó la solidez de la madera.
—¿Cómo se llama esta tela…: georgette?
El empresario respondía a sus preguntas con voz untuosa, zalamera.
—¿Y qué porcentaje de cremaciones tiene en su empresa?
De nuevo en la calle, Biff caminó con calculada formalidad. Procedente del Oeste, soplaba un viento cálido, y el sol era muy brillante. Su reloj se había parado, así que volvió sus pasos hacia la calle donde Wilbur Kelly había colocado recientemente su rótulo de relojero. Kelly estaba sentado en su banco de trabajo con un albornoz remendado. Su taller era también dormitorio, y el pequeño que Mick llevaba a todas partes consigo en un cochecito estaba tranquilamente sentado encima de un jergón en el suelo. Los minutos eran tan largos que cabía en ellos tiempo para la contemplación y la indagación. Le pidió a Kelly que le explicara la exacta función de las joyas en un reloj. Observó el aspecto distorsionado del ojo derecho de Kelly a través de su lupa de relojero. Charlaron durante un rato sobre Chamberlain y Munich. Luego, como todavía era temprano, decidió subir a la habitación del mudo.
Singer se estaba vistiendo para el trabajo. La noche anterior, Biff había recibido una carta suya de condolencia. En el entierro, él sería uno de los portadores del féretro. Biff se sentó en la cama y fumaron juntos un cigarrillo. Singer le miraba de vez en cuando con sus verdes y observadores ojos. Le ofreció una taza de café. Biff no hablaba, y en una ocasión el mudo se detuvo para darle una palmadita en el hombro y mirarle durante un segundo a la cara. Cuando Singer se hubo vestido, salieron juntos a la calle.
Biff fue a comprar la cinta negra en la tienda y a visitar al predicador de la iglesia de Alice. Cuando todo estuvo arreglado, volvió a casa. Poner en orden las cosas…, no pensaba en otra cosa. Empaquetó las ropas y pertenencias personales de Alice para dárselas a Lucile. Limpió cuidadosamente y arregló los cajones del escritorio. Incluso volvió a arreglar los estantes de la cocina de abajo y quitó las serpentinas de alegres colores de los ventiladores. Cuando había acabado con todo se metió en la bañera y se dio un baño completo. Y terminó la mañana.
Biff cortó el hilo con los dientes y alisó el negro brazalete de la manga de su chaqueta. Lucile estaría ya esperándole. Él, ella y Baby irían en el mismo coche al entierro. Dejó a un lado el costurero y se puso la chaqueta con el brazalete cuidadosamente sobre los hombros. Echó una rápida mirada a la habitación para comprobar que todo estaba en orden antes de volver a salir.
Una hora más tarde se encontraba en la pequeña cocina de Lucile. Se hallaba sentado con las piernas cruzadas, una servilleta sobre el muslo, bebiendo una taza de té. Lucile y Alice habían sido tan diferentes en todos los aspectos que resultaba fácil adivinar que eran hermanas. Lucile era delgada y morena, y se había vestido para el funeral enteramente de negro. La mujer se dedicaba a peinarle el cabello a Baby. La pequeña esperaba pacientemente en la mesa de la cocina con las manos cruzadas sobre la falda mientras su madre trabajaba en ella. La luz del sol penetraba tranquila y suavemente en la habitación.
—Bartholomew… —dijo Lucile.
—¿Qué?
—¿Piensas alguna vez en el pasado?
—No, nunca —repuso Biff.
—Sabes, yo siento como si llevara siempre anteojeras, de modo que no puedo mirar a los lados o hacia atrás. Únicamente puedo permitirme pensar en ir al trabajo cada día y en preparar comidas, y en el futuro de Baby.
—Es lo correcto.
—He ido a la tienda a ondularle el cabello a Baby. Pero se va tan de prisa que he pensado que le hagan la permanente. No quiero hacérsela yo misma…, así que quizá me la lleve a Atlanta cuando vaya a la convención de cosmetólogos, y que se la hagan allí.
—¡Madre de Dios! No tiene más que cuatro años. Es probable que se asuste, la permanente vuelve basto el cabello.
Lucile humedeció el peine en un vaso de agua y aplastó los bucles sobre las orejas de la niña.
—No, no es verdad. Y ella lo quiere. Joven como es, tiene ya tanta ambición como yo. Lo cual es decir mucho.
Biff se lustró las uñas en la palma de la mano, y movió la cabeza negativamente.
—Cada vez que Baby y yo vamos al cine y vemos a todos esos niños trabajando en esos buenos papeles ella siente lo mismo que yo. Te lo juro, Bartholomew. Luego, no puedo conseguir que se tome la cena.
—Por el amor de Dios —dijo Biff.
—Le va muy bien con sus clases de baile y de expresión. El año que viene quiero que empiece con el piano, porque me parece que le será de mucha ayuda tocar un instrumento. Su profesora de baile la va hacer ejecutar un solo en la velada. Siento que tengo que empujar a Baby todo lo que pueda. Porque, cuanto empiece en su carrera, mejor será para ambas.
—¡Madre de Dios!
—No comprendes. Una niña con talento no debe ser tratada igual que las niñas corrientes. Ésta es una de las razones por las que quiero sacar a Baby de este barrio tan vulgar. No quiero que se acostumbre a hablar como todos esos pilluelos de por aquí o que ande todo el día corriendo como ellos.
—Conozco a los chicos de esta manzana —dijo Biff—. No tienen nada de malo. Los pequeños Kelly, del otro lado de la calle…, el chico de Crane…
—Sabes muy bien que ninguno de ellos llega a la altura de Baby.
Lucile marcó la última onda en el cabello de Baby. Pellizcó luego las mejillas de la pequeña para darles un poco de color. Luego la hizo bajar de la mesa. Para el entierro, Baby llevaba un vestidito blanco con zapatos y calcetines blancos, e incluso un par de diminutos guantes blancos. Baby siempre levantaba su cabecita de un modo particular cuando la gente la miraba, y ahora estaba adoptando este ademán.
Permanecieron durante un rato en la pequeña y cálida cocina sin decir una palabra. Luego Lucile empezó a llorar.
—No es que estuviéramos muy unidas como hermanas. Teníamos nuestras diferencias, y no nos veíamos mucho. Quizá porque yo era mucho más joven. Pero cuando se trata de alguien de tu propia sangre, y ocurre algo así… —Biff chascó la lengua suavemente—. Sé cómo os iba —dijo la mujer—. No todo eran rosas entre vosotros. Pero quizá eso te haga sentir peor.
Biff cogió a Baby por debajo de los brazos y la subió hasta la altura de su hombro. La niña pesaba más cada día. La sostuvo con cuidado mientras se dirigía al cuarto de estar. Baby despedía un agradable calorcillo en su hombro, y su vestidito de seda blanco resaltaba contra la oscura tela de su traje. La niña le agarró una de las orejas con su manecilla.
—¡Tío Biff! Mírame hacer el écart.
Suavemente, Biff dejó a la pequeña otra vez sobre sus pies. Baby dobló ambos brazos sobre su cabeza y sus pies se deslizaron lentamente en direcciones opuestas sobre el amarillo y encerado suelo. En un instante quedó sentada con una pierna estirada delante de ella y la otra hacia atrás. Sus brazos adoptaron una postura elegante, en tanto que su mirada se dirigía de soslayo a la pared reflejando cierta expresión triste.
Con un esfuerzo, recuperó su verticalidad.
—Mira como hago un salto mortal. Mira como hago un…
—Cariño, estate quieta —dijo Lucile, sentándose junto a Biff en el sofá de felpa—. ¿No te lo recuerda un poco… algo en sus ojos y su cara?
—Demonios, no. No puedo descubrir el menor parecido entre Baby y Leroy Wilson.
Lucile estaba demasiado delgada y vieja para su edad. Quizá se debiera a su negro vestido y a que había estado llorando.
—A fin de cuentas, tenemos que admitir que es el padre de Baby —dijo.
—¿Podrás olvidar alguna vez a ese hombre?
—No lo sé. Supongo que siempre he sido una tonta en dos cosas. Y son Leroy y Baby.
La incipiente barba de Biff tenía un tono azulado contra su pálido cutis, y en su voz se reflejaba cansancio.
—¿Nunca se te ocurre reflexionar sobre una cosa y descubrir lo que ha sucedido y lo que debería resultar de ello? ¿No utilizas nunca la lógica: si éstos son los hechos, éste debe ser el resultado?
—Acerca de él, no, imagino.
Biff habló con fatiga, los ojos casi cerrados:
—Te casaste con ese individuo cuando tenías diecisiete años, y a partir de entonces no hubo más que disgustos entre vosotros. Te divorciaste, y luego, dos años más tarde, te volviste a casar con él. Y ahora se ha ido nuevamente, y no sabes dónde está. Parece como si estos hechos demostraran una cosa: no estáis hechos el uno para el otro. Y eso aparte del aspecto más personal: el tipo de hombre que este individuo suele ser.
—Dios sabe que siempre me he dado cuenta de que ese hombre es un sinvergüenza. Lo único que espero es que jamás vuelva a llamar a esta puerta.
—Mira, Baby —dijo Biff rápidamente. Entrelazó los dedos y levantó las manos—. Ésta es la iglesia y éste el campanario. Abre la puerta y hallarás el pueblo de Dios.
Lucile movió negativamente la cabeza.
—No tienes que preocuparte por Baby. Se lo cuento todo. Lo sabe todo sobre el lío desde la A a la Z.
—Entonces, si vuelve, ¿le dejarás quedarse y explotarte tanto como le plazca…, como hacía antes?
—Sí. Supongo que sí. Cada vez que suena el timbre de la puerta o del teléfono, cada vez que alguien llega al porche, algo en mi subconsciente piensa en ese hombre.
Biff separó las palmas de las manos.
—Ahí lo tienes.
El reloj dio las dos. La habitación estaba muy cerrada y hacía calor. Baby dio otro salto mortal e hizo nuevamente el numerito de las piernas separadas sobre el encerado suelo. Entonces Biff la levantó y la puso sobre su regazo. Las piernecillas de la niña se balanceaban golpeándole la espinilla. La pequeña le desabrochó el chaleco y acurrucó su cabeza contra su pecho.
—Escucha —dijo Lucile—. Si te hago una pregunta, ¿prometes responderme la verdad?
—Claro.
—¿Sea lo que sea?
Biff acarició el suave y dorado cabello de Baby y dejó su mano suavemente sobre el costado de la cabecita.
—Claro.
—Fue hace unos siete años. Poco después de casarnos por primera vez. Volvió a casa una noche. Venía de la tuya y traía la cabeza llena de cardenales. Me dijo que le habías cogido por el cuello golpeándole la cabeza contra la pared. Me contó una historia sobre por qué lo habías hecho, pero quiero saber el verdadero motivo.
Biff dio vueltas a su alianza en el dedo.
—Nunca me gustó Leroy, y tuvimos una pelea En aquellos tiempos, yo era muy diferente de ahora.
—No. Lo hiciste por alguna razón muy concreta. Hace mucho tiempo que nos conocemos, y sé muy bien que tienes siempre una razón para cada cosa que haces. Tu mente se rige por razones, y no por impulsos. Bueno, me has prometido decirme qué fue, y quiero saberlo.
—Ahora ya no tendría ninguna importancia.
—Te repito que debo saberlo.
—Conforme —dijo Biff—. Aquella noche llegó y empezó a beber, y cuando estuvo borracho se puso a hablar de ti. Dijo que iría a casa una vez al mes y te daría una paliza, y tendrías que aguantarte. Pero que luego saldrías al vestíbulo y te reirías en voz alta unas cuantas veces para que los vecinos de las demás habitaciones pensaran que vosotros dos habíais estado jugando y que todo había sido una broma. Eso es lo que sucedió, así que olvídate de ello.
Lucile se irguió en su asiento, mientras aparecía una manchita roja en cada una de sus mejillas.
—Ya ves, Bartholomew, por eso tengo que llevar anteojeras continuamente, para no mirar hacia el pasado o hacia los lados. No puedo permitirme pensar en otra cosa que en ir al trabajo cada día, preparar tres comidas en casa y pensar en el futuro de Baby.
—Sí.
—Confío en que tú harías lo mismo, y no empezarás a pensar en el pasado.
Biff inclinó la cabeza sobre su pecho y cerró los ojos. Durante todo el día no había sido capaz de pensar en Alice. Cuando trataba de recordar su cara aparecía un extraño vacío en su interior. Lo único que estaba claro en su mente sobre ella eran sus pies: rechonchos, muy suaves y blancos y con deditos hinchados. Las plantas eran sonrosadas, y cerca del talón izquierdo había un diminuto lunar castaño. La noche de bodas, él le quitó los zapatos y las medias y le besó los pies. Y, pensándolo bien, eran dignos de dicha consideración, pues los japoneses creen que el pie es la parte más delicada de la mujer…
Biff se agitó y echó una mirada a su reloj. Dentro de poco rato saldrían hacia la iglesia donde iba a celebrarse el funeral. Por su mente pasaron los detalles de la ceremonia. La iglesia —el lento cortejo fúnebre con Lucile y Baby—. El grupo de personas de pie con las cabezas descubiertas e inclinadas bajo el cielo de septiembre. El sol sobre las blancas lápidas, sobre las marchitas flores y la tienda de lona que cubría la fosa recién excavada. Luego, nuevamente al hogar… ¿y entonces, qué?
—Por más que una se pelee, siempre hay algo especial en una hermana de tu sangre —dijo Lucile.
Biff levantó la cabeza.
—¿Por qué no te vuelves a casar? Con algún guapo joven que no haya tenido esposa, y que cuide de ti y de Baby. Si fueras capaz de olvidar a Leroy, serías una estupenda esposa para un buen hombre.
Lucile tardó en responder. Finalmente dijo:
—Tú sabes cuál ha sido nuestra relación entre tú y yo: casi siempre nos hemos entendido bien sin ninguna clase de aproximaciones amorosas. Pues bien, eso es lo más cerca que deseo volver a estar de cualquier hombre.
—Yo siento lo mismo —dijo Biff.
Media hora más tarde se oyó un golpecito en la puerta. El coche del funeral estaba aparcado delante de la casa. Biff y Lucile se levantaron con lentitud. Los tres, con Baby, en su blanco vestidito de seda, ligeramente adelantada, salieron envueltos en un solemne silencio.
Biff tuvo cerrado el restaurante durante todo el día siguiente. Luego, a primera hora de la noche quitó la marchita corona de lirios de la puerta y abrió otra vez el negocio. Los clientes fueron llegando con caras tristes y charlaron con él unos minutos junto a la registradora antes de pedir sus consumiciones. Estaban los de costumbre: Singer, Blount, varios hombres que trabajaban en tiendas de la misma manzana y en las fábricas del río. Después de cenar, apareció Mick Kelly con su hermanito y metió cinco centavos en la máquina tragaperras. Al perder la primera moneda golpeó la máquina con sus puños y mantuvo abierto el receptáculo para asegurarse de que no había caído nada. Luego metió otra moneda y casi ganó el premio gordo. Las monedas empezaron a caer tintineando y rodaron por el suelo. La muchacha y su hermanito miraban a su alrededor en actitud vigilante mientras las recogían, para que ningún cliente pusiera el pie encima de una de ellas antes de que hubieran podido recogerla. El mudo estaba sentado a la mesa en medio del local con su cena ante él. Al otro lado de la mesa se hallaba Jake Blount sentado bebiendo cerveza, vestido con sus ropas domingueras, y hablando. Todo estaba como antes. Al cabo de un rato el aire se tornó gris con el humo de los cigarrillos y el ruido aumentó. Biff estaba alerta, y no se le escapaba ningún sonido ni movimiento.
—Voy por ahí —dijo Blount. Se inclinó ansiosamente sobre la mesa y fijó sus ojos en la cara del mudo—. Voy por ahí y trato de explicárselo. Y ellos se ríen. No consigo que entiendan nada. Diga lo que diga, al parecer no puedo lograr que vean la verdad.
Singer asintió y se secó la boca con la servilleta. Su cena se enfriaba porque no podía bajar la mirada para comer, pero estaba tan bien educado que dejó que Blount siguiera hablando.
Las palabras que pronunciaban los dos niños junto a la máquina tragaperras eran agudas y claras y contrastaban con las voces más roncas de los hombres. Mick volvía a poner sus monedas en la ranura. Con frecuencia su mirada se dirigía a la mesa del centro, pero el mudo le daba la espalda y no la veía.
—Mister Singer tiene pollo frito para cenar y aún no ha probado bocado —dijo el pequeño.
Mick tiró con mucha lentitud de la palanca de la máquina.
—Métete en tus asuntos.
—Tú siempre subes a su habitación o vas a algún lugar donde sabes que él va a estar.
—Te he dicho que te calles, Bubber Kelly.
—Pero si es verdad que lo haces.
Mick sacudió al pequeño hasta que los dientes le castañetearon, y luego le hizo dar la vuelta en dirección a la puerta.
—Vete a casa a dormir. Ya te he dicho que estoy harta de llevaros a rastras a ti y a Ralph durante todo el día, y que no quiero que estés rondando cerca de mí por la noche cuando se supone que estoy libre.
Bubber alargó su sucia manecita.
—Bueno, dame una moneda entonces.
En cuanto hubo guardado sus cinco centavos en el bolsillo de la camisa, se marchó para casa.
Biff se estiró la chaqueta y se alisó el cabello. Llevaba corbata negra, y en la manga de su chaqueta gris lucía el brazalete que él mismo se había cosido. Hubiera deseado acercarse a la máquina tragaperras y hablar con Mick, pero algo no se lo permitía. Aspiró profundamente y se bebió un vaso de agua. Por la radio empezó a sonar una orquesta de baile, pero él no quería escuchar. Todas las melodías de los últimos diez años le parecían tan iguales que no era capaz de distinguirlas. Desde 1928, no había disfrutado oyendo música. Sin embargo, cuando era joven tocaba la mandolina, y se sabía de memoria la letra y la música de todas las canciones de moda.
Se tocó la nariz con el dedo e inclinó la cabeza hacia un lado. Mick había crecido tanto durante el último año que pronto sería más alta que él. Iba vestida con el jersey rojo y la falda azul plisada que se había puesto todos los días desde el comienzo de las clases. Ahora los pliegues habían desparecido y el dobladillo le colgaba fláccido sobre sus huesudas rodillas. Estaba en aquella edad en que lo mismo parecía un muchacho muy crecido que una chica. Y con relación a esto, ¿por qué ese detalle pasaba inadvertido hasta a las personas más inteligentes? Por propia naturaleza, todas las personas tienen los dos sexos. De modo que el matrimonio y la cama no lo son todo en absoluto. ¿La prueba? La juventud y la vejez. Porque con frecuencia las voces de los ancianos se tornan agudas y chillonas, y ellos andan con pasitos cortos. Y las viejas a veces engordan y sus voces se vuelven ásperas y graves y les crecen oscuros bigotitos. Sentía incluso la prueba en sí mismo: a veces una parte de sí mismo deseaba ser madre y que Mick y Baby fueran sus hijas. Bruscamente, Biff se apartó de la registradora.
Los periódicos estaban todos revueltos. Durante dos semanas no había archivado ninguno. Levantó un montón de ellos de debajo del mostrador. Con ojo experto, recorrió la página desde los titulares hasta el pie. Al día siguiente revisaría todas aquellas pilas que tenía almacenadas en la habitación trasera y procuraría cambiar el sistema de archivo. Construiría estanterías y usaría como cajones aquellas sólidas cajas en que llegan las mercancías envasadas. Cronológicamente, desde el 27 de octubre de 1918 hasta la fecha. Con carpetas en las que figuraran anotados los acontecimientos históricos relevantes. Tres señalizaciones diferentes: una para lo internacional, empezando desde el Armisticio hasta el día siguiente de Munich; la segunda, lo nacional; y la tercera, todos los hechos locales desde la época en que el mayor Lester disparó contra su mujer en el club de campo hasta el incendio de la fábrica Hudson. Todo lo sucedido en los últimos veinte años, reseñado, rotulado y completo. Biff sonrió silenciosamente a través de su mano mientras se frotaba la mandíbula. Y pensar que Alice había querido que quitara de allí sus periódicos para poder convertir la habitación en un lavabo de señoras. Mucho le había machacado ella para que lo hiciera, pero por una vez él ganó la batalla. Por esa única vez.
Con tranquilo ensimismamiento, Biff iba clasificando los detalles de los periódicos que tenía ante sí. Leía sin parar y con concentración, pero, por costumbre, una parte de él permanecía alerta a todo lo que le rodeaba. Jake Blount seguía hablando y con frecuencia golpeaba la mesa con el puño. El mudo bebía cerveza. Mick daba vueltas incesantemente en torno de la radio y miraba con fijeza a los clientes. Biff leía palabra por palabra el primer ejemplar de periódico y hacía anotaciones en los márgenes.
Luego, de repente, levantó la cabeza con expresión sorprendida. Su boca se había comenzado a abrir para un bostezo, y el hombre la cerró de golpe. La radio había iniciado una vieja canción de la época en que él y Alice estaban prometidos. Sólo una oración infantil en el crepúsculo. Un domingo, la pareja había tomado un tranvía hasta el lago de la Vieja Sardes y él alquiló un bote. A la puesta del sol, Biff tocaba la mandolina mientras ella cantaba. Alice llevaba un sombrero de marinero, y cuando él le rodeó la cintura con el brazo, ella… Alice…
De nada servía recrear viejos sentimientos. Biff dobló los periódicos y los volvió a colocar bajo el mostrador. Descansó el peso de su cuerpo sobre un pie y luego sobre el otro. Finalmente llamó a Mick a través de la habitación.
—¿No estás escuchando, verdad?
Mick apagó la radio.
—No. No hacen nada esta noche.
Tenía que apartar todo aquello de su mente, y concentrarse en otra cosa. Se apoyó en el mostrador y fue observando a los clientes uno tras otro. Finalmente, su atención se centró en el mudo que estaba en la mesa del medio. Vio que Mick se iba acercando a él poco a poco y que, siguiendo su invitación, se sentaba a la mesa. Singer señaló algo en el menú, y la camarera le trajo una coca-cola a la muchacha. Sólo a un tipo estrafalario como un sordomudo, alguien aislado de los demás, se le ocurriría pedirle a una jovencita que se sentara a una mesa donde dos hombres estaban bebiendo. Blount y Mick fijaron su mirada en Singer. Hablaron y la expresión del mudo cambió mientras los observaba. Era divertido. Pero el motivo… ¿estaba en ellos o en él? Singer estaba sentado muy quieto con las manos en los bolsillos, y como no hablaba eso le hacía parecer superior. ¿Qué sentía y comprendía en realidad aquel individuo? ¿Qué era lo que sabía?
Dos veces durante la noche, Biff tuvo intención de dirigirse a la mesa del centro, pero cada vez se contuvo. Después de que se hubieran marchado, él seguía preguntándose qué había en aquel mudo…, y a primera hora del alba, cuando yacía en su cama, seguía dando vueltas a las preguntas y posibles soluciones en su mente, sin obtener ninguna satisfacción. Cada vez estaba más perplejo. Había algo en el fondo de su mente que le producía desasosiego. Algo no funcionaba como era debido.