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Aquel verano era muy diferente de todo lo que podía recordar Mick. No sucedía nada especial que ella pudiera describirse a sí misma con palabras o pensamientos…, pero percibía una sensación de cambio. Estaba continuamente excitada. Por la mañana apenas podía esperar a bajar de la cama y empezar el día. Por la noche aborrecía el momento de volver a la cama.

Inmediatamente después del desayuno, sacaba a los pequeños a pasear, y excepto a la hora de las comidas, los tres estaban fuera la mayor pare del día. Gran parte del tiempo vagaban por las calles, ella empujando el carricoche de Ralph, y Bubber siguiéndoles detrás. Siempre bullían en su cabeza ideas y planes. A veces levantaba la mirada de repente y se encontraba en una parte de la ciudad absolutamente desconocida para ella. Y en un par de ocasiones se tropezó con Bill por la calle, y la muchacha estaba tan distraída con sus pensamientos que él tuvo que cogerla del brazo para que le viera.

Por las mañanas temprano hacía un poco de fresco, y sus sombras se extendían en la acera delante de ellos Pero a mediodía el cielo ofrecía un aspecto abrasador. El resplandor era tan intenso que hería los ojos y obligaba a cerrarlos. Un montón de veces los proyectos sobre las cosas que iban a ocurrirle tenían mucho que ver con el hielo y la nieve. En ocasiones era como si estuviera en Suiza, con todas las montañas cubiertas de nieve, y ella se encontraba patinando sobre un frío hielo coloreado de verde. Mister Singer patinaba con ella. Y quizá también Carole Lombard o Arturo Toscanini, el que tocaba por la radio. Patinaban juntos, y el hielo se rompía y Mister Singer se caía por el agujero del hielo, y ella se zambullía sin preocuparse del peligro y nadaba bajo el hielo y le salvaba la vida. Ése era uno de los planes que siempre discurría por su mente.

Por lo general, después de pasear un rato situaba a Bubber y a Ralph en algún lugar sombreado. Bubber era un chico fenomenal, y ella lo tenía bien entrenado. Si le decía que no se alejara más allá del alcance de la voz de Ralph, jamás lo encontraba jugando a las canicas con los chicos a dos o tres manzanas de distancia. Jugaba solo cerca del cochecito, y cuando ella los dejaba no tenía que preocuparse mucho por ellos. Mick o bien se iba a la biblioteca a mirar el National Geographic, o se dedicaba a pasear sola y a pensar un poco más. Si tenía algo de dinero, se compraba una golosina o un Mikel Way en la tienda de Mister Brannon. Éste hacía descuento a los pequeños. Les vendía cosas que costaban un níquel por tres centavos.

Pero en todo momento —hiciera lo que hiciera—. Había música. En ocasiones canturreaba para sí misma mientras paseaba, y otras veces escuchaba en silencio las canciones que sonaban dentro de ella. Había toda clase de música en sus pensamientos. Parte de ella la había oído en las radios, pero otra estaba ya en su mente sin que jamás la hubiera oído en ninguna parte.

Al llegar la noche, en cuanto los pequeños estaban en cama, quedaba en libertad. Era el momento más importante de todos. Muchas cosas sucedían cuando ella estaba sola y era de noche. Inmediatamente después de cenar se escapaba nuevamente de casa. No podía contar a nadie las cosas que hacía por la noche, y cuando su mamá le hacía preguntas, le respondía con algún cuentecito que sonaba razonablemente. Pero la mayor parte del tiempo, si alguien la llamaba, ella se escapaba como si no lo hubiera oído. Eso valía para todos excepto para su padre. Había algo en la voz de su padre que le impedía huir. Era uno de los hombres más grandes y más altos de toda la ciudad. Pero su voz era tan tranquila y agradable que la gente se sorprendía cuando él hablaba. Por más prisa que tuviera, Mick siempre se detenía cuando su padre la llamaba.

Aquel verano se dio cuenta de algo sobre su padre que no había observado antes. Hasta entonces nunca había pensado en él como una persona real, distinta de las demás. Muchas veces él la llamaba. Mick acudía a la habitación delantera donde él trabajaba, y se quedaba con él unos minutos…, pero mientras le escuchaba su mente no pensaba en las cosas que él le decía. Entonces, una noche, de repente descubrió a su padre. No ocurrió nada extraordinario aquella vez, y ella no sabía qué era lo que la había hecho comprender. Después de eso se sintió mayor, y le pareció que conocía a su padre mejor que a cualquier otra persona en el mundo.

Fue una noche de finales de agosto y ella tenía mucha prisa. Tenía que estar de vuelta a las nueve, y no faltaba mucho para esa hora. Su padre la llamó y ella acudió a la habitación delantera. Estaba sentado, desplomado casi, sobre su banco de trabajo. Por alguna razón, nunca parecía natural verle allí. Hasta el día en que sufrió su accidente, el año anterior, había trabajado de pintor y carpintero. Cada mañana, antes de romper el día, salía de casa con su mono y estaba fuera todo el día. Luego, por las noches, arreglaba relojes como trabajo extra. Muchas veces había intentado conseguir un empleo en una joyería donde pudiera sentarse tranquilamente a una mesa todo el día con una limpia camisa blanca y corbata. Ahora, cuando ya no podía ejercer más el oficio de carpintero, había puesto un rótulo en la fachada que rezaba “Reparaciones baratas de relojes”. Pero no se parecía a la mayor parte de los relojeros: los del centro de la ciudad eran unos menudos judíos morenos y de gestos rápidos. Su padre era demasiado alto para el banco de trabajo, y sus grandes huesos parecían ensamblados desarticuladamente.

Su padre no hacía más que mirarla. De inmediato, la muchacha supo que no la había llamado por ninguna razón en especial. Solamente sentía una gran necesidad de charlar con ella. El hombre buscó alguna manera de empezar. Sus ojos castaños eran demasiado grandes para su alargada y delgada cara, y como había perdido hasta el último de sus cabellos, su pálida calva le daba cierto aspecto de desnudez. Seguía mirándola sin hablar, y ella tenía prisa. Tenía que estar de vuelta a las nueve en punto, y no quedaba tiempo que perder. Su padre vio que la muchacha tenía prisa, y se aclaró la garganta.

—Tengo algo para ti —dijo—. No es mucho, pero quizá puedas arreglarte con ello —no tenía porqué darle ninguna moneda sólo porque estaba solo y quería charlar. De lo que ganaba se guardaba sólo lo suficiente para tomar cerveza un par de veces por semana. En este momento había dos botellas en el suelo junto a la silla, una de ellas vacía y la otra acabada de abrir. Y siempre que bebía cerveza, le gustaba charlar con alguien. Su padre hurgó en su cinturón, y ella desvió la mirada. Aquel verano se comportaba como un niño con eso de guardarse las monedas de cinco y diez centavos. A veces los escondía en los zapatos, y a veces en una pequeña hendidura que había practicado en su cinturón. Mick sólo deseaba la moneda a medias, pero cuando él se la alargó, su mano estaba ya abierta y lista con naturalidad—. Tengo tanto trabajo que hacer que no sé por dónde empezar —dijo él.

Esto era justamente lo opuesto a la verdad, y él lo sabía tan bien como ella. Nunca tenía muchos relojes que componer, y al terminar, vagaba por la casa para hacer cualquier pequeña tarea que fuera necesaria. Luego, por las noches, se sentaba en su banco, limpiando viejos muelles y volantes y tratando de conseguir que el trabajo le durara hasta la hora de acostarse. Desde el día en que se rompió la cadera y tuvo que abandonar el trabajo, sentía una imperiosa necesidad de hacer algo en todo momento.

—Estuve pensando mucho anoche —dijo su padre. Se sirvió un poco de cerveza y esparció unos granitos de sal por el dorso de su mano. Luego lamió la sal y tomó un trago de la bebida.

Mick tenía tanta prisa que le resultaba difícil estarse quieta. Su padre se dio cuenta de ello. Trató de decir algo…, pero la verdad es que no la había llamado para decirle nada en concreto. Sólo quería charlar con ella un momento. Empezó a hablar y tragó saliva. Ambos se miraron en silencio. Éste se prolongó un buen rato: ninguno de ellos era capaz de decir una palabra.

Entonces fue cuando ella se dio cuenta real de la existencia de su Padre. No era como si se enterara de un hecho nuevo…; lo cierto es que lo había sabido todo el tiempo y de todas las maneras posibles, excepto con el cerebro. Ahora, de una manera sencilla y repentina, supo que tenía conciencia de su padre. Era un hombre solitario y viejo. Como ninguno de sus hijos acudía a él para nada, y como no ganaba mucho dinero, se sentía como si lo hubiesen separado de la familia. Y en su soledad quería estar cerca de uno de sus hijos…, y todos estaban tan ocupados que no se daban cuenta de ello. Tenía la impresión de no ser de mucha utilidad para nadie.

Mick comprendió esto mientras se miraban mutuamente a los ojos. Le produjo una extraña sensación. Su padre cogió un muelle de reloj y lo limpió con un cepillo empapado en gasolina.

—Sé que tienes prisa. Te llamé sólo para decirte hola.

—No, no tengo prisa ninguna —dijo ella—. De verdad.

Aquella noche Mick se sentó en una silla junto a su banco y charlaron un rato. Él habló de cuentas y de gastos y de cómo habrían sido las cosas de haber actuado él de manera diferente. Bebió cerveza, y en una ocasión las lágrimas asomaron a sus ojos y tuvo que sorberlas limpiándose la nariz con la manga de la camisa. Aquella noche Mick se quedó con él un buen rato. Aunque tenía una prisa espantosa. Pero por alguna razón no fue capaz de hablarle de las cosas que tenía en su cabeza…, de las cálidas y oscuras noches.

Tales noches constituían un secreto, y de todo el verano eran el momento más importante. Caminaba sola en la oscuridad, y era como si ella fuera la única persona de la ciudad. Casi cada calle llegó a ser tan familiar para ella como su propia manzana. Algunos niños tenían miedo de caminar por lugares extraños en la oscuridad, pero ella no. Las niñas tenían miedo de que saliera un hombre de algún lugar y les hiciera las cosas que hacen los que están casados. La mayoría de las niñas eran tontas. Si una persona grande como Joe Louis o el Hombre Montaña saltaba sobre ella y quería luchar, entonces ella se escaparía. Pero si se trataba de alguien que pesara sólo nueve kilos más que ella, le daría un buen puñetazo y seguiría su camino.

Las noches eran maravillosas, y no tenía tiempo de pensar en cosas tales como tener miedo. Siempre que se encontraba en la oscuridad pensaba en la música. Mientras caminaba por las calles cantaba para sí. Y sentía como si la ciudad entera la escuchara sin saber que se trataba de Mick Kelly.

Aprendió mucho sobre la música durante aquellas noches veraniegas que andaba en libertad. Cuando paseaba por los barrios opulentos de la ciudad, todas las casas tenían radio. Las ventanas estaban abiertas, y ella podía oír toda clase de música maravillosa. Al cabo de un tiempo supo qué casas sintonizaban los programas que ella quería oír. Había en especial una casa que siempre ponía las buenas orquestas. Y por las noches iba hasta esa casa y se deslizaba en la oscuridad del patio para escuchar. La casa estaba rodeada por hermosos macizos de arbustos, y ella se sentaba en la espesura bajo la ventana. Y cuando todo había terminado permanecía en la oscuridad con las manos en los bolsillos, pensando, durante largo rato. Aquélla era la parte más real de todo el verano: escuchar aquella música por la radio y estudiarla.

Cierra la puerta, señor[3] —dijo Mick.

Bubber era afilado como una zarza.

Hágame usted el favor, señorita[4] —dijo a guisa de réplica.

Era fenomenal aprender español en la Escuela Profesional. Había algo en el hecho de hablar una lengua extranjera que le hacía sentirse como si hubiera viajado mucho. Todas las tardes, desde que la escuela empezara, se había divertido pronunciando las nuevas frases y palabras españolas. Al principio Bubber se quedó atónito, y era divertido observar la expresión de su cara mientras ella hablaba la lengua extranjera. Luego, empezó a captarlo rápidamente, y no transcurrió mucho tiempo hasta poder copiar todo lo que ella decía. Y recordaba las palabras aprendidas, también. Naturalmente, no sabía todo lo que significaban las frases, pero de todos modos ella tampoco las decía por su significado. Al cabo de un tiempo el pequeño aprendió tan de prisa que ella abandonó el español y empezó a farfullar sonidos inventados. Pero no pasó mucho tiempo antes de que el pequeño la imitara también en esto. Nadie podía con el pequeño Bubber Kelly.

—Voy a hacer como si entrara por primera vez en esta casa —declaró Mick—. Entonces seré capaz de decir si la decoración está bien o no.

Salió al porche delantero y luego volvió a entrar y se quedó en el vestíbulo. Durante todo el día ella y Bubber y Portia y su padre habían estado arreglando el vestíbulo y el comedor para la fiesta. La decoración consistía en hojas y enredaderas otoñales y papel de seda rojo. En la repisa de la chimenea del comedor, y sobresaliendo por detrás de la percha de sombreros, había brillantes hojas amarillas. Se habían colocado enredaderas por todas las paredes y en la mesa donde estaría el tazón del ponche. El papel de seda rojo colgaba en largas tiras de la repisa y también se enrollaba en los respaldos de las sillas. Había suficiente decoración. Todo estaba conforme.

Mick se frotó la frente con la mano y entrecerró los ojos. Bubber estaba de pie a su lado y copiaba todos los gestos que ella hacía.

—Quiero que esta fiesta salga bien. Y tanto que lo quiero.

Sería la primera fiesta que jamás había dado. Y tampoco había asistido a más de cuatro o cinco. El verano anterior había ido a una fiesta de paseo. Pero ninguno de los chicos le había pedido que bailara o paseara, de modo que se quedó junto al tazón de ponche hasta que se terminó el refrigerio y luego se marchó a casa. Esta fiesta no iba a parecerse en nada a aquella otra: dentro de pocas horas empezarían a llegar los invitados y comenzaría el follón.

Era difícil recordar cómo se le había ocurrido esta fiesta. La idea le vino poco después de empezar las clases en la Escuela Profesional. La Escuela Secundaria era fenomenal. Todo era muy diferente de la Primaria. No le hubiera gustado tanto, de haber tenido que seguir un curso de taquigrafía como habían hecho Hazel y Etta, pero consiguió un permiso especial y tomó clases de mecánica como un muchacho. La mecánica, el álgebra y el español eran estupendos. Pero el inglés le resultaba tremendamente duro. Su profesora de inglés era Miss Miner. Todo el mundo decía que Miss Miner le había vendido el cerebro a un médico famoso por la suma de diez mil dólares, para que cuando se muriera se lo extrajeran y comprobaran por qué era tan inteligente. En las pruebas escritas, se descolgaba con preguntas tales como “Nombrar ocho contemporáneos famosos del doctor Johnson”, y “Citar diez líneas de El Vicario de Wakefield”. Llamaba a los alumnos por orden alfabético y tenía abierta la libreta de calificaciones durante las lecciones. Y si bien era muy inteligente, la verdad es que era una vieja bastante desabrida.

La maestra de español había viajado en una ocasión a Europa. Decía que en Francia la gente llevaba las hogazas de pan en la mano, sin envolver, y que se ponían a conversar en la calle mientras daban golpecitos con el pan a las farolas. Y que no había agua en Francia; sólo vino.

La Escuela Profesional era maravillosa en casi todos los aspectos. Entre las clases, los alumnos corrían arriba y abajo del vestíbulo, y a la hora del almuerzo vagaban por el gimnasio. Y eso fue lo que pronto empezó a preocuparla. En los pasillos la gente caminaba arriba y abajo juntos, y todo el mundo parecía pertenecer a algún grupo en especial. Al cabo de un par de semanas conocía a la gente de los pasillos y las clases lo suficiente para hablar con ellos…, pero eso era todo. No era miembro de ningún grupo. En la Escuela Primaria, ella simplemente se hubiera unido a cualquier grupo al que hubiera querido pertenecer, y ahí habría acabado el asunto. Aquí era diferente.

Durante la primera semana anduvo arriba y abajo por los pasillos sola, y tuvo ocasión de meditar sobre esto. La idea de pertenecer a alguno de los grupos la obsesionaba tanto como la música. Tenía ambas cosas siempre presentes en su cabeza. Finalmente, concibió la idea de la fiesta.

Pero se mostró estricta con las invitaciones. Nada de niños de la Escuela Primera, y nadie por debajo de los doce años. Sólo invitaba a gente entre los trece y los quince. Invitaba a los que conocía lo suficiente para hablar con ellos en el pasillo…, y cuando no conocía su nombre trataba de averiguarlo. A los que tenían teléfono, lo hizo por teléfono, y a los que no, los invitó en la escuela.

Por teléfono, siempre decía lo mismo. Dejó que Bubber estuviera pegado a ella escuchando. “Soy Mick Kelly —decía. Si no comprendían el nombre, seguía repitiéndolo hasta que lo captaban—. Voy a dar una fiesta-paseo a las ocho de la noche del sábado, y te invito. Vivo en el 103 de Fourth Street, apartamento A.” Eso del apartamento A sonaba fenomenal por teléfono. Casi todo el mundo respondía que iría encantado. Un par de muchachos toscos intentaron mostrarse sabelotodos, y le hicieron repetir el nombre varias veces. Uno de ellos quiso hacerse el listo, y dijo: “No te conozco.” Mick le repuso con violencia: “¡Vete al diablo!” Aparte de aquel tipo listo, había otros diez chicos y diez chicas, y ella sabía que todos iban a venir. Aquella era una fiesta de verdad, y sería mejor que, y diferente de, cualquier fiesta a la que ella había asistido o de la que le habían hablado.

Mick echó una mirada al vestíbulo y al comedor por última vez. Junto al perchero de los sombreros se detuvo delante de la fotografía del Viejo Cara Sucia. Era una foto del abuelo de mamá. Había sido comandante en la Guerra Civil, y lo mataron en una batalla. Algún niño había dibujado unas gafas y barba en esta foto, y cuando las marcas de lápiz fueron borradas, le quedó la cara sucia. Por eso le llamaba Mick el Viejo Cara Sucia. La foto estaba en el medio de un marco de tres partes. A ambos lados había fotos de sus hijos. Éstos parecían tener la edad de Bubber. Iban vestidos de uniforme y en su cara se dibujaba la sorpresa. También ellos habían muerto en una batalla. Hacía mucho tiempo.

—Voy a quitar esto para la fiesta. Creo que es vulgar. ¿No te parece?

—No lo sé —dijo Bubber—. ¿Somos vulgares nosotros, Mick?

Yo no.

Colocó la foto bajo el perchero. La decoración estaba bien. Mister Singer quedaría encantado cuando volviera a casa. Las habitaciones estaban silenciosas y vacías. La mesa estaba puesta para la cena. Y luego, después de la cena, sería la hora de la fiesta. Entró en la cocina para echar una ojeada al refrigerio.

—¿Crees que todo irá bien? —preguntó a Portia.

Portia estaba haciendo galletas. Las cosas de comer estaban encima del horno. Había emparedados de mantequilla de cacahuete y de gelatina, y galletas de chocolate y ponche. Los sándwiches estaban tapados con un trapo húmedo. Mick les echó una furtiva mirada, pero no cogió ninguno.

—Te lo he dicho cuarenta veces: todo va a ir bien —repuso Portia—. En cuanto termine de servir la cena de los huéspedes, me voy a poner el delantal blanco y a servir todas estas cosas tan frías. Luego me voy a largar de aquí a las nueve y media. Hoy es sábado por la noche, y Highboy y Willie y yo tenemos nuestros planes, también.

—Claro —dijo Mick—. Sólo quiero que ayudes hasta que las cosas empiecen a marchar…, ya sabes.

Se rindió, y tomó uno de los emparedados. Luego hizo quedar a Bubber con Portia y se marchó a la habitación central. El vestido que se iba a poner descansaba encima de la cama. Tanto Hazel como Etta se habían mostrado bien dispuestas a prestarle sus mejores ropas…, considerando el hecho de que ellas no iban a venir a la fiesta. Lo que tenía allí preparado era un largo vestido de fiesta de gasa azul, zapatos blancos de charol y una diadema de diamantes falsos para el cabello. Un equipo realmente espléndido. Resultaba difícil imaginar qué aspecto tendría con aquello puesto.

El sol estaba ya muy bajo, y sus alargados y amarillentos rayos penetraban por la ventana. Si eran dos las horas que necesitaba para vestirse para la fiesta, ya era hora de empezar. Dado que tenía intención de ponerse aquellas finas ropas, no era cosa de quedarse sentada y esperar. Muy lentamente, se dirigió al baño donde se quitó los cortos pantalones y la camisa y abrió el grifo del agua. Se frotó las partes ásperas de los tobillos y rodillas, y especialmente los codos. Hizo durar el baño todo lo que pudo.

Corrió luego desnuda a la habitación y empezó a vestirse. Se puso la ropa interior y las medias de seda, e incluso uno de los sostenes de Etta, por puro gusto. Luego, muy cuidadosamente, se puso el vestido y se calzó los zapatos. Era la primera vez que se ponía un vestido de noche. Se quedó largo rato contemplándose en el espejo. Era tan alta que el vestido le quedaba dos o tres centímetros por encima de los tobillos, y los zapatos le venían tan justos que le hacían daño. Siguió contemplándose largo rato en el espejo, hasta que finalmente decidió que, una de dos, o parecía una mema, o estaba muy hermosa. Una cosa o la otra.

Se peinó el cabello de seis maneras diferentes. Los remolinos constituían un pequeño problema, así que se humedeció el flequillo y se hizo tres bucles. Por último se encasquetó la diadema y se maquillo y pintó los labios generosamente. Al terminar, levantó la barbilla y entrecerró los ojos como una estrella de cine. Lentamente volvió la cabeza hacia un lado y hacia el otro. Estaba hermosa, francamente hermosa.

Pero no se sentía ella misma. Era alguien diferente de Mick Kelly. Faltaban dos horas para que empezara la fiesta, y sintió vergüenza de que alguien de su familia la viera vestida con tanta anticipación. Entró nuevamente en el baño y cerró la puerta. No podía arriesgarse a que se le arrugara el vestido sentándose, de modo que permaneció de pie en medio de la habitación, sintiendo como si fuera creciendo su excitación presionada por las paredes de aquel estrecho cubículo. Se sentía tan diferente de la vieja Mick Kelly que supo que aquello iba a ser lo mejor que le sucediera en toda su vida, aquella fiesta.

—¡Yupiii! ¡El ponche!

—El vestido más bonito que…

—¡Oye! Resolviste el problema aquel del triángulo cuarenta y seis por vein…

—¡Pista! ¡Dejen paso!

La puerta principal se abría y cerraba a cada momento a medida que la gente iba invadiendo la casa. Voces chillonas se fueron mezclando con otras quedas hasta que se formó un único y espantoso vocerío. Las chicas formaron grupos aparte, con largos y hermosos vestidos de noche, y los muchachos, con sus limpios pantalones de dril o uniformes del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva o sus nuevos y oscuros trajes, iban de un lado para otro sin rumbo fijo. Había tanto conmoción que Mick no era capaz de distinguir por separado ninguna cara o persona. Estaba de pie junto a la percha de los sombreros y contemplaba la fiesta en conjunto.

—Que todo el mundo coja su tarjeta para el paseo y empiece a firmar.

Al principio había demasiado ruido en la habitación para que nadie oyera y prestara atención. Los chicos se apiñaban de tal forma junto a la ponchera que no se podía ver la mesa ni las enredaderas. Sólo la cara de su padre emergía por encima de las cabezas de los muchachos sonriendo y sirviendo el ponche en los pequeños vasos de papel. En una silla de la percha, a su lado, había un tarro de caramelos y dos pañuelos. Un par de chicas se habían pensado que era su cumpleaños, y ella les había dado las gracias y desenvuelto los regalos sin aclararles que no cumplía los catorce hasta dentro de ocho meses. Todo el mundo iba tan limpio y bien vestido como ella. Y olían bien. Los muchachos llevaban el pelo húmedo y liso, atiborrado de fijador. Las chicas, con sus largos y coloreados vestidos, permanecían juntas, y formaban un brillante ramillete de flores. El comienzo estaba siendo maravilloso. A juzgar por él, la fiesta iba a ser un éxito.

—Soy en parte irlandesa, escocesa y francesa…

—Yo tengo sangre alemana…

Mick gritó lo de las tarjetas de paseo una vez más antes de dirigirse al comedor. Pronto empezó a acudir la gente procedente del vestíbulo. Todo el mundo tomó una tarjeta de paseo y se dispusieron en grupos junto a las paredes de la habitación. Ahora era cuando comenzaba todo de verdad.

De repente, y de una forma muy extraña, se produjo el silencio. Los muchachos formaban juntos a un lado de la habitación, y las chicas estaban al otro lado, frente a ellos. Por alguna razón, todo el mundo había dejado de hacer ruido a la vez. Los chicos sostenían sus tarjetas y miraban a las chicas, y la habitación estaba silenciosa. Ninguno de los muchachos inició la petición de paseo como era lógico que hiciera. El espantoso silencio fue empeorando, y Mick no había asistido a suficientes fiestas para saber qué debía hacer ahora. Entonces los muchachos empezaron a darse golpecitos mutuamente y a charlar. Las chicas soltaban risitas tontas…, pero, aunque no miraban a los muchachos, fácilmente podía decirse que su única preocupación era si iban a tener éxito o no aquella noche. El terrible silencio se había esfumado, pero había dejado paso a un asustado nerviosismo.

Al cabo de un rato un muchacho se dirigió a una chica llamada Delores Brown. En cuanto hubo estampado su firma, los demás muchachos empezaron todos al mismo tiempo a acosar a Delores. Cuando su carnet estuvo lleno empezaron con otra chica, llamada Mary. Después todo volvió a paralizarse de repente. Un par de chicas más obtuvieron dos o tres bailes… y como era ella la que daba la fiesta, tres chicos se acercaron a Mick a pedirle turno. Eso fue todo.

La gente no hacía más que deambular por el comedor y el vestíbulo. Los muchachos en su mayoría se agrupaban en torno de la ponchera y presumían de sus hazañas. Las chicas, siempre juntas, se reían mucho fingiendo que lo pasaban estupendamente. Los muchachos pensaban en las chicas, y éstas en los muchachos. Pero de todo eso sólo se derivaba una extraña sensación en el ambiente.

Fue entonces cuando Mick empezó a reparar en Harry Minowitz. Éste vivía en la casa de al lado, y ella le conocía de toda la vida. Aunque era dos años mayor, Mick había crecido más deprisa, y durante el verano solían pelear en la parcela de césped que había en la calle. Harry era un muchacho judío, pero no lo parecía. Tenía el cabello color castaño claro y lacio. Aquella noche se había vestido muy pulcramente, y a su llegada había colgado del perchero un sombrero panamá de hombre, con una pluma.

No fueron sus ropas lo que llamó la atención de Mick. Era algo que había cambiado en su rostro, porque hoy no llevaba las gafas de concha que siempre usaba. Tenía un orzuelo en un ojo, lo que le obligaba a levantar la cabeza de lado como un pájaro para poder ver. Con sus largas y delgadas manos no dejaba de tocarse el orzuelo, como si le doliera. Al pedir el ponche, casi le metió el vaso de papel a su papá en la cara. Mick se dio cuenta de que el muchacho necesitaba sus gafas desesperadamente. Estaba nervioso y continuamente tropezaba con la gente. No le pidió pasear a ninguna chica, excepto a ella…, y eso porque se trataba de su fiesta.

Ya se habían bebido todo el ponche. Su papá tenía miedo de que eso la avergonzara, de modo que él y mamá se habían ido a la cocina a preparar un poco de limonada. Algunos chicos habían salido al porche y a la acera. Mick se alegró de salir al fresco aire de la noche. En contraste con aquella cálida y brillante casa, podía oler el nuevo otoño en la oscuridad.

Entonces descubrió algo imprevisto. A lo largo de la acera y en la oscura calle había un grupo de niños de la vecindad. Pete y Sucker Wells y Baby y Spareribs, la pandilla entera, que empezaba por un niño más joven que Bubber y terminaba en otro de más de doce años. Había incluso niños que ella no conocía en absoluto y que habiéndose olido una fiesta venían a merodear por allí. Y también muchachos de su edad y mayores a los que ella no había invitado, bien porque le habían hecho alguna jugarreta o porque ella les había hecho una jugarreta a ellos. Iban todos sucios, vestidos con sencillos pantalones cortos, mugrientos bombachos o con la ropa vieja de diario. No hacían más que vagar por allí para observar la fiesta. Al ver aquellos niños Mick experimentó dos sentimientos: uno de tristeza, y el otro, de cierta prevención.

—Me toca este paseo contigo.

Harry Minowitz fingió que estaba leyendo su carnet, pero Mick no pudo ver que tuviera escrito nada en él. Su papá había salido al porche y tocaba el silbato, lo que significaba el comienzo del primer paseo.

—Sí —dijo ella—. Empecemos.

Comenzaron a caminar alrededor de la manzana. Con su vestido largo, Mick se sentía aún muy lujosa.

—¡Mirad a Mick Kelly! —gritó uno de los niños en la oscuridad—. ¡Miradla!

Ella siguió su paseo como si no hubiera oído nada, pero se trataba de Spareribs, y no tararía mucho antes de que le pescara y le propinara un buen coscorrón. Ella y Harry caminaron de prisa a lo largo de la oscura acera, y al llegar al final de la calle doblaron para seguir por otra manzana.

—¿Cuántos años tienes, Mick…, trece?

—Voy a cumplir catorce.

Ella sabía lo que Harry estaba pensando. Era algo que la atormentaba continuamente. Casi un metro sesenta y ocho de altura, y cuarenta y seis kilos y medio de peso. Y sólo tenía trece años. Casi todos los chicos de la fiesta eran unos enanos a su lado, excepto Harry, el cual sólo medía cinco centímetros menos. Ningún muchacho quería pasear con una chica que le aventajara tanto en altura. Pero quizá los cigarrillos la ayudaran a impedir el crecimiento.

—En el último año, he crecido ocho centímetros —dijo Mick.

—Una vez vi en un circo a una mujer que medía dos metros setenta. Pero tú probablemente no crecerás tanto.

Harry se detuvo junto a un oscuro arbusto de mirto. No había nadie a la vista. Sacó algo de su bolsillo y empezó a juguetear con ello. Mick se inclinó para ver: se trataba de las gafas de Harry, y éste las estaba limpiando con un pañuelo.

—Perdóname —dijo él. Luego se puso las gafas, y ella le pudo oír como lanzaba un profundo suspiro.

—Deberías llevar siempre tus gafas.

—Ya.

—¿Y cómo andas sin ellas?

—Pues no lo sé…

La noche era muy tranquila y oscura. Harry la tomó del codo cuando cruzaron la calle.

—Hay cierta damita en la fiesta que piensa que es afeminado que un muchacho lleve gafas. Esta persona… oh, bueno, quizá yo soy un…

Harry no terminó la frase. De repente, se puso tenso, corrió unos pasos y dio un salto para coger una hoja que colgaba a algo más de un metro de su cabeza. Mick apenas podía ver la alta hoja en la oscuridad. Harry tenía un buen salto y cogió la hoja a la primera. Luego se la metió en la boca y soltó algunos puñetazos en el aire, como un boxeador que pelea con su sombra. Mick se le acercó.

Como de costumbre, tenía una canción en su cabeza. Y la estaba tarareando para sí.

—¿Qué es lo que cantas?

—Una canción de un tipo llamado Mozart.

Harry se sentía muy satisfecho. Daba saltos de costado, como un boxeador ligero.

—Pues parece un nombre alemán.

—Me imagino que lo es.

—¿Fascista? —preguntó él.

—¿Qué?

—Te pregunto si ese Mozart es fascista o nazi.

Mick pensó durante un momento.

—No. Éstos son nuevos, y este tipo murió hace algún tiempo.

—Buena cosa —empezó a dar puñetazos a la oscuridad otra vez. Quería que ella le preguntara por qué.

—Digo que es buena cosa —volvió a decir.

—¿Por qué?

—Porque aborrezco a los fascistas. Si me encontrara con alguno de ellos por la calle, lo mataría.

Ella miró a Harry. Las hojas, recortadas contra la luz de las farolas, ponían sombras rápidas, moteadas en su cara. Harry estaba excitado.

—¿Y cómo es eso? —preguntó Mick.

—¡Cielos! ¿No lees nunca el periódico? Mira, lo que pasa es…

Habían dado la vuelta a la manzana. Una conmoción estaba teniendo lugar en la casa. La gente gritaba y corría por la acera. Mick sintió una desagradable sensación de mareo en el estómago.

—No tenemos tiempo de que lo explique a menos que volvamos a pasear alrededor de la manzana. No tengo ningún inconveniente en decirte porqué aborrezco a los fascistas. Me gustaría contártelo.

Aquella era probablemente la primera oportunidad que Harry tenía de soltarle aquellas ideas a alguien. Pero Mick no tenía tiempo de escuchar. Estaba ocupada contemplando lo que sucedía delante de su casa.

—Conforme, nos veremos más tarde.

El paseo había terminado, de modo que ella podía dedicar toda su atención al alboroto que veía.

¿Qué había ocurrido mientras ella estaba fuera? Al partir, la gente estaba por allí correctamente vestida, y todo marchaba como en una fiesta de verdad. Ahora —al cabo de sólo cinco minutos—, el lugar parecía más bien una casa de locos. Mientras estaba fuera, aquellos niños habían salido de la oscuridad y se habían introducido en la fiesta. ¡Qué caradura tenían! Allí seguía Pete Wells saliendo por la puerta principal con un vaso de ponche en la mano. Bramaban, corrían y se mezclaban con los invitados…, con sus viejos y holgados pantalones y su ropa de diario.

Baby Wilson estaba armando alboroto en el porche…, y Baby no tenía más que cuatro años. Cualquiera podía ver que aquella niña debía estar en la cama a estas horas, al igual que Bubber. Pero lo que hacía era bajar por los escalones, uno cada vez, sosteniendo el ponche encima de la cabeza. No había ninguna razón para que estuviera en la fiesta. Mister Brannon era su tío, y ella podía conseguir caramelos y refrescos gratis en su tienda siempre que quisiera En cuanto llegó a la acera, Mick la cogió del brazo.

—Tú te vas directamente a casa, Baby Wilson. Ahora mismo.

Mick miró a su alrededor para ver qué más podía hacer para enderezar las cosas. Se acercó a Sucker Wells. Éste se encontraba algo más lejos, en una zona oscura de la acera, sosteniendo su taza de ponche y mirando a todo el mundo con aspecto soñoliento. Sucker tenía siete años y llevaba pantalones cortos. No llevaba zapatos, e iba desnudo de cintura para arriba. No estaba armando revuelo, pero Mick estaba furiosa por lo que había sucedido.

Agarró a Sucker por los hombros y empezó a sacudirlo. Al principio el pequeño apretó las mandíbulas, pero al cabo de un momento sus dientes empezaron a castañetear.

—Lárgate a casa Sucker Wells. Deja de merodear por donde no te han invitado.

Cuando le soltó, Sucker se arregló las asentaderas del pantalón y caminó lentamente calle abajo. Pero no regresó a casa. Mick vio cómo, al llegar a la esquina, se sentaba en el bordillo y contemplaba la fiesta desde donde creía que ella no podía verle.

Durante un momento, Mick se alegró de haberse librado de Sucker. Pero luego, inmediatamente, tuvo un sentimiento de pena y pensó en hacerle volver. Los mayores eran los que lo estaban echando todo a perder Verdaderos granujas eran, y con la peor caradura que jamás había visto. Se bebían los refrescos y echaban a perder la fiesta con toda aquella conmoción. Se atropellaban junto a la puerta y gritaban y se daban puñetazos entre sí. Se dirigió hacia Pete Wells porque era el peor de todos. El muchacho llevaba su casco de fútbol y con él daba cabezazos a la gente. Tenía algo más de catorce años, pero seguía atascado en el séptimo grado. Se acercó a él, pero era demasiado mayor para sacudirlo como a Sucker. Cuando le dijo que se fuera a su casa, él se limitó a bailotear un poco y hacer como si fuera a embestirla.

—He estado en seis estados diferentes. Florida, Alabama…

—Hecho de malla de plata con una banda…

La fiesta estaba arruinada. Todo el mundo hablaba a la vez. Los invitados de la Escuela Profesional se mezclaban con la banda formada por los vecinos. Chicos y chicas seguían en grupos separados, sin embargo…, y nadie paseaba. En la casa la limonada se había terminado. Quedaba sólo un poco de agua en el fondo del tazón, con algunas pieles de limón que flotaban en ella. Su papá se había mostrado demasiado amable con los chicos. Había servido ponche a todo el mundo que le acercaba una copa. Portia estaba sirviendo los emparedados cuando ella entraba en el comedor. En cinco minutos se terminaron todos. Ella sólo consiguió tomar uno… de gelatina con una especie de jugo rosado que se escurría a través del pan.

Portia se quedó en el comedor para vigilar la fiesta.

—Me lo estoy pasando demasiado bien para irme —dijo—. Ya les he mandado decir a Highboy y a Willie que se vayan a pasar el sábado sin mí. Todo el mundo está tan excitado aquí que voy a esperar a ver el final de esta fiesta.

Excitación…, ésa era la palabra. Mick la podía sentir en el comedor, en el porche y en la acera. También ella se sentía excitada. No era sólo su vestido y lo hermosa que estaba su cara cuando pasó frente al espejo del perchero y vio la roja pintura de sus mejillas y la diadema de diamantes falsos en su cabello. Quizá era toda la decoración y aquellos chicos de la Profesional mezclados con los niños de la vecindad.

—¡Mira cómo corre!

—¡Ay! ¡Basta ya!

—¡No seas chiquilla!

Un grupo de chicas corrían calle abajo, levantándose la falda y con el cabello ondeando al viento tras ellas. Algunos chicos habían cortado largos y afilados gajos de arbusto y perseguían a las chicas con ellos. Estudiantes de primer año de la Profesional, vestidos todos para una verdadera fiesta y comportándose como niños. Aquello ya tenía de juego sólo la mitad. Un muchacho se acercó a Mick con una espina, y también ella echó a correr.

La idea de la fiesta ya estaba completamente olvidada. Aquello era sólo un vulgar juego callejero. Pero del tipo más salvaje que ella viera jamás. Los niños de la vecindad habían tenido la culpa. Eran como una enfermad contagiosa, y su llegada a la fiesta había hecho que todos los demás se olvidaran de la Escuela Secundaria y de que eran casi personas mayores. Era como en el momento de ir a tomar el baño de la noche cuando uno se revuelca en el patio de atrás y se pone perdido sólo por simple placer, antes de meterse en la bañera. Todos eran como niños salvajes jugando en un sábado por la noche… y ella se sentía la más salvaje de todos.

Gritaba y empujaba y era la primera en intentar cualquier nueva proeza. Hacía tanto ruido y se movía tan de prisa que no podía observar lo que estaban haciendo los demás. Su agitaba respiración no le permitía hacer todas las cosas que deseaba hacer.

—¡La zanja de la calle! ¡La zanja! ¡La zanja!

Fue la primera en echar a correr. Una manzana más abajo habían colocado cañerías nuevas bajo la calle, y para ello habían cavado una zanja muy profunda. Los llameantes farolillos que rodeaban el borde despedían un resplandor rojo brillante en la oscuridad. Mick no pudo esperar a descolgarse. Corrió hasta llegar a las lucecitas ondulantes y entonces saltó.

Con sus zapatillas de tenis hubiera aterrizado como un gato, pero los altos zapatos de charol la hicieron resbalar y se golpeó el estómago con el tubo. Se quedó sin respiración. Permaneció allí quieta con los ojos cerrados.

La fiesta… Durante un largo rato estuvo recordando cómo había pensando que sería, cómo se imaginaba a los nuevos amigos de la Profesional. Pensaba también en el grupo del que deseaba formar parte cada día. Sería diferente ahora en los pasillos, sabiendo que todos aquellos chicos no eran nada especial, sino igual que los demás niños. No había problema con la fiesta arruinada. Pero todo había terminado. Era el final.

Mick se encaramó fuera de la zanja, Algunos niños jugaban alrededor de los pequeños faroles de llamas. El fuego producía un resplandor rojizo y largas y rápidas sombras. Uno de los muchachos había ido a su casa a buscar una careta de pasta comprada para el Halloween, la víspera del día de Todos los Santos. No había cambiado nada en la fiesta, excepto ella.

Volvió a casa lentamente. Al pasar frente a los niños, no les dirigió la palabra ni les miró. La decoración del vestíbulo estaba arrancada, y la casa parecía vacía porque todo el mundo había salido al exterior. Se metió en el baño y se quitó el vestido azul de noche. Tenía el dobladillo roto, y lo dobló de manera que no se viera el lugar rasgado. La diadema de diamantes falsos se había perdido en algún lugar. Sus viejos shorts y la camisa yacían en el suelo en el mismo lugar que los dejara. Se los puso. Era demasiado mayor para llevar shorts después de aquello. Nunca más, después de esta noche. Nunca más.

Mick salió al porche. Su cara estaba muy blanca sin la pintura. Hizo bocina con las manos y aspiró profundamente.

—¡Todo el mundo a casa! ¡La puerta se cierra! ¡La fiesta ha terminado!

En la tranquila, secreta noche, se encontró sola nuevamente. No era tarde… Amarillos rectángulos de luz brillaban en las ventanas de las casas a lo largo de la calle. Caminó lentamente, con las manos en los bolsillos y la cabeza ladeada. Durante mucho rato estuvo andando sin darse cuenta de la dirección que llevaba.

Entonces las casas se fueron distanciando y empezaron a aparecer patios con grandes árboles y negros arbustos. Echó una mirada a su alrededor y se dio cuenta de que estaba cerca de aquella casa adonde había ido tantas veces en el verano. Sus pies la habían llevado hasta allí sin saberlo siquiera. Al llegar a la casa aguardó un momento hasta asegurarse de que ninguna persona podía verla. Entonces se introdujo en el patio lateral.

La radio estaba encendida, como de costumbre. Durante un segundo, se quedó junto a la ventana y contempló a la gente del interior. El hombre calvo y la mujer de cabello gris estaban jugando a las cartas en una mesa. Mick se sentó en el suelo. Aquel era un lugar estupendo y secreto. La rodeaban espesos cedros, de modo que estaba completamente oculta y sola. El programa de radio no era bueno esa noche…; alguien cantaba canciones populares que terminaban todas de la misma manera. Era como si estuviera vacía. Se metió las manos en los bolsillos y palpó con sus dedos. Había pasas, una castaña y un collar…, además de un cigarrillo y cerillas. Encendió el cigarrillo y se rodeó las rodillas con los brazos. Era como si estuviera tan vacía que ni siquiera experimentara una sensación o un pensamiento.

Un programa sucedía al otro, y todos eran malos. Pero no le importaba de manera especial. Fumó y cogió un puñado de hierba. Al cabo de un rato empezó a hablar un nuevo presentador. Mencionó a Beethoven. Había leído algo en la biblioteca sobre este músico: su nombre se escribía con doble e, y era alemán como Mozart. Durante su vida habló una lengua extranjera y vivió en un país extranjero…, como a ella le gustaría hacer. El presentador dijo que iban a tocar su Tercera sinfonía. Mick escuchaba sólo a medias porque quería pasear un poco más y no le importaba mucho lo que tocaban. Entonces la música empezó. Mick levantó la cabeza y se llevó el puño a la garganta.

¿Qué había ocurrido? Durante un minuto la obertura se balanceó de un extremo al otro. Como un paseo o una marcha. Como Dios pavoneándose en la noche. Su exterior se heló de repente y sólo aquella primera parte de la música mantuvo su calor en corazón. Ni siquiera pudo oír lo que sonaba después, sino que se quedó allí esperando y helada, con los puños apretados. Al cabo de un rato la música volvió, con más fuerza y volumen. No tenía nada que ver con Dios. Era ella. Mick Kelly, caminando durante el día y sola por la noche. Bajo el ardiente sol y en la oscuridad con todos sus proyectos y sentimientos. La música era ella…, ella de verdad.

No era capaz de escuchar tan atentamente para oírla toda. La música hervía en su interior. ¿Qué hacer? ¿Aferrarse a ciertas partes maravillosas y pensar en ellas para no olvidarlas más tarde…, o soltarlo todo y escuchar cada parte que viniera sin pensar ni tratar de recordar? ¡Dios mío! El mundo entero era esta música y ella no era capaz de escucharla con suficiente firmeza. Entonces, finalmente volvió a sonar la música de la obertura, con todos los diferentes instrumentos agrupados, haciendo sonar cada nota como un puño apretado, duro, que le golpeaba el corazón. Y la primera parte terminó.

Aquella música no duraba mucho tiempo, ni poco. No tenía nada que ver con el tiempo que transcurría. Mick permanecía sentada con los brazos rodeando fuertemente sus rodillas, mordiendo con dureza sus saladas rodillas. Quizás llevaba escuchando sólo cinco minutos, o media noche. La segunda parte tenía matices oscuros…; era una marcha lenta. No triste, sino como si el mundo entero estuviera muerto y negro y no sirviera de nada pensar cómo era antes Uno de aquellos instrumentos parecidos al cuerno tocaba una melodía tiste y argentina. Entonces la música se tornó colérica y con un fondo de excitación. Y finalmente retornó la marcha sombría.

Pero quizá fue la última parte de la sinfonía la música que más la cautivó. Era alegre y como si las personas más grandes del mundo corrieran y saltaran en la más absoluta libertad. Una música maravillosa como aquella podía representar la peor herida que se pudiera padecer. Aquella sinfonía era el mundo entero, y ella era demasiado pequeña para escucharla.

Finalmente, la sinfonía terminó, y Mick se sentó muy rígida con los brazos rodeándole las rodillas. Otro programa siguió en la radio y Mick se tapó los oídos con los dedos. La música sólo le dejaba aquel sufrimiento, además de un vacío. No podía recordar nada de la sinfonía, ni siquiera las últimas notas. Trató de recordar, pero ningún sonido acudió a su mente. Ahora que todo había terminado sólo quedaba su corazón como un conejillo y aquel terrible dolor.

Se apagaron la radio y las luces de la casa. La noche era muy oscura. De pronto Mick empezó a golpearse el muslo con los puños. Golpeaba el mismo músculo con toda su fuerza hasta que le corrieron las lágrimas por su cara. Pero no podía experimentar el dolor con toda su fuerza. Las piedras de debajo del arbusto eran afiladas. Agarró un puñado de ellas y empezó a frotarse con ellas arriba y abajo en el mismo sitio hasta que tuvo su mano ensangrentada. Entonces se dejó caer de espaldas sobre el suelo y permaneció allí contemplando la noche. Con aquel terrible dolor en su pierna se sintió mejor. Allí estaba echada fláccidamente sobre la húmeda hierba, y al cabo de un rato su respiración adoptó un ritmo más lento y desahogado.

¿Cómo era que los exploradores no se habían dado cuenta, contemplando el cielo, de que el mundo era redondo? El cielo era curvo, como el interior de un enorme globo de cristal de un azul muy oscuro y salpicado de brillantes estrellas. La noche era tranquila. Se percibía el cálido aroma de los cedros. No estaba tratando de recordar la música cuando de repente le vino a la cabeza. La primera parte se desgranó en su mente exactamente tal como había sido tocada. Mick escuchó de una manera tranquila y lenta, y pensó en las notas como un problema de geometría, de modo que podía recordarlas. Podía ver la forma de las notas muy claramente, y sabía que no las olvidaría.

Ahora se sentía bien. Murmuró algunas palabras en voz alta: “Señor, perdóname, porque no sé lo que hago.” ¿Por qué había pensado en eso? Todo el mundo en los últimos años sabía que no había ningún Dios. Cuando pensaba en él solía imaginarse que Dios era Mister Singer con una larga y blanca sábana envolviéndole. Dios era el silencio…; quizá por eso, se lo había recordado. Dijo nuevamente las palabras, tal como se las diría a Mister Singer: “Dios, perdóname, porque no sé lo que hago.”

Esta parte de la música era hermosa y clara. Podría cantarla ahora siempre que quisiera. Quizá más tarde, cuando acabara de despertarse una mañana, podría recordar algo más que la música. Si alguna vez oía nuevamente la sinfonía, habría otras partes que añadir a lo que ya tenía en su mente. Y tal vez si pudiera oírla cuatro veces, sólo cuatro veces, la recordaría entera. Tal vez.

Una vez más escuchó esta parte de la obertura de la sinfonía. Entonces las notas se hicieron más lentas y suaves y era como si estuviera cantando lentamente en el oscuro suelo.

Mick se despertó con un sobresalto. El aire se había vuelto frío y mientras se despertaba de su sueño soñaba que su hermana Etta le estaba quitando toda la ropa de la cama. “Déjame una manta…”, trató de decir. Entonces abrió los ojos. El cielo era muy negro y todas las estrellas habían desaparecido. La hierba estaba húmeda. Se levantó con prisa porque su papá estaría preocupado. Entonces recordó la música. No podía decir si era medianoche o las tres de la mañana, de manera que empezó a correr hacia su casa. El aire olía a otoño. La música sonaba con fuerza y con rapidez en su mente, mientras ella corría cada vez más velozmente por las aceras que conducían a la manzana donde ella vivía.