5

Lejos de la calle principal, en uno de los barrios negros de la ciudad, el doctor Benedict Mady Copeland estaba sentado en su oscura cocina, solo. Eran más de las nueve, y las campanas dominicales guardaban silencio en este momento. Aunque la noche era muy calurosa, ardía un pequeño fuego en la estufa de leña de redondeada barriga. El doctor Copeland se sentaba cerca de ella, inclinado hacia delante, en una silla de cocina de recto respaldo, con la cabeza entre sus largas y esbeltas manos. El rojo resplandor que se filtraba por las rendijas de la estufa brillaba en su rostro… Con aquella luz sus gruesos labios tenían un tono casi púrpura contra la negra piel y su gris cabello, aplastado contra el cráneo como un gorro de lana de oveja, tenía también un tinte azulado. Llevaba sentado en aquella posición, inmóvil, largo rato. Hasta sus ojos, que miraban fijamente desde detrás de las plateadas monturas de sus gafas, no variaron su sombría mirada. Entonces se aclaró la garganta ásperamente y recogió un libro que había en el suelo junto a la silla. A su alrededor, la habitación estaba muy oscura, y tuvo que mantener el libro muy cerca de la estufa para distinguir las letras. Esta noche estaba leyendo a Spinoza. No comprendía del todo el intrincado juego de ideas ni las complejas frases, pero a medida que leía sentía una poderosa, auténtica, determinación detrás de las palabras y le parecía que casi había entendido.

Con frecuencia, por la noche, el brusco cascabeleo de la campanilla le despertaba de su silencio, y en la puerta encontraba a un paciente con un hueso roto o una herida de navaja. Pero esta noche nadie le estorbaba. Y después de las horas solitarias pasadas allí sentado en la oscuridad de la cocina, empezó a balancearse lentamente a uno y otro lado, al tiempo que de su garganta brotaba un sonido como una especie de gemido acompasado. Estaba emitiendo este sonido cuando llegó Portia.

El doctor Copeland sabía de su llegada por anticipado. Captó, procedente de la calle, el sonido de una armónica tocando un blues, y supo que quien la tocaba era su hijo William. Sin encender la luz, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta. No salió al porche, sino que se quedó en la oscuridad, detrás de la puerta de tela metálica. La luz de la luna era intensa, y las sombras de Portia, William y Highboy se destacaban negras y densas en la polvorienta calle. Las casas de la vecindad tenían aspecto miserable. La del doctor Copeland era distinta de cualquiera de los edificios cercanos. Estaba sólidamente construida de ladrillo y estuco, y el pequeño jardín de delante estaba rodeado de una valla de estacas. Portia se despidió de su marido y hermano en la puerta, y llamó a la rejilla.

—¿Por qué estás sentado ahí en la oscuridad? —cruzaron juntos el oscuro vestíbulo hasta la cocina—. Tienes una magnífica luz eléctrica. No parece natural que estés siempre ahí a oscuras.

El doctor Copeland hizo girar la bombilla suspendida sobre la mesa, y la habitación se inundó repentinamente de resplandor.

—La oscuridad me va —dijo.

La habitación estaba limpia y desnuda. A un lado de la mesa de la cocina había libros y un tintero; al otro, un tenedor, una cuchara y un plato. El doctor Copeland se sentó muy erguido, con sus largas piernas cruzadas, y al principio Portia se sentó también muy rígidamente. Padre e hija se parecían mucho…, ambos tenían la misma ancha y aplastada nariz, la misma boca, la misma frente. Pero la piel de Portia era muy clara, comparada con la de su padre.

—Aquí uno se asa —dijo la muchacha—. Me parece que deberías apagar el fuego excepto cuando cocinas.

—Si lo prefieres, podemos ir a mi despacho —dijo el doctor Copeland.

—Estaré bien aquí. Prefiero quedarme.

El doctor Copeland se ajustó sus gafas de montura de plata y luego cruzó las manos sobre su regazo.

—¿Cómo te ha ido desde la última vez que estuviste aquí? ¿Y a tu marido…, y a tu hermano?

Portia se relajó y se quitó sus zapatos de charol.

—A Highboy, a Willie y a mí nos va muy bien.

—¿Vive todavía William contigo?

—Claro que sí —dijo Portia—. Mira, tenemos nuestra propia manera de vivir y nuestro propio plan. Highboy paga el alquiler. Yo compro la comida con mi dinero. Y Willie cuida de todos los demás gastos: cuota de la iglesia, seguro, cuota de la logia y el gasto del sábado por la noche. Los tres tenemos nuestro plan, y cada uno hace su parte.

El doctor Copeland estaba sentado con la cabeza inclinada, tirando de sus largos dedos hasta hacer crujir todas las articulaciones. Los limpios puños de las mangas le colgaban más allá de las muñecas. Debajo de ellos, sus delgadas manos parecían de color más claro que el resto del cuerpo, y las palmas tenían un tono amarillento suave. Sus manos tenían siempre un aspecto inmaculado…, y arrugado, como si se las hubiera frotado enérgicamente con un cepillo y sumergido durante largo rato en una tina de agua.

—Mira, casi me olvido de lo que traía —exclamó Portia—. ¿Has cenado ya?

El doctor Copeland hablaba siempre tan cuidadosamente que cada sílaba parecía como filtrada por sus gruesos y hoscos labios.

—No, aún no he comido nada.

Portia abrió una bolsa de papel que había dejado sobre la mesa de la cocina.

—He traído un buen revoltijo de verduras, y pensé que quizá podríamos cenar juntos. También traje un trozo de carne. Estas coles tienen que ser condimentadas con carne. ¿No te importa si las cocino juntas?

—No. Es igual.

—¿Tú sigues sin comer carne, verdad?

—Exacto. Por razones puramente privadas, soy vegetariano, pero no me importa si cocinas las coles con un trozo de carne.

Sin ponerse los zapatos, Portia se acercó a la mesa y cuidadosamente empezó a escoger las verduras.

—Este piso de aquí sin duda me hace bien a los pies. ¿No te importa que ande sin ponerme otra vez estos zapatos de charol tan apretados, que me hacen daño?

—No —respondió el doctor Copeland—. No hay inconveniente.

—Entonces…, comeremos estas estupendas verduras y un poco de torta, y café. Y me cortaré algunas lonchas de esta carne blanca y me las freiré.

El doctor Copeland seguía a Portia con los ojos. Ésta se movía lentamente por la habitación con sus medias, cogiendo las pulidas sartenes de la pared, alimentando el fuego, lavando la suciedad de las hortalizas. En una ocasión abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrar los labios.

—Así que tú y tu marido y tu hermano tenéis vuestro propio plan cooperativo —fijo finalmente.

—Así es.

El doctor Copeland tiró de sus dedos y trató de hacer saltar nuevamente las articulaciones.

—¿Y tenéis algún plan relativo a niños?

Portia no miró a su padre. Con irritación escurrió el agua de la cacerola de hortalizas.

—Hay algunas cosas —dijo— que me parece a mí que dependen enteramente de Dios.

No dijeron nada más. Portia dejó que la cena se cociera en la estufa y se sentó silenciosamente con sus largas manos caídas fláccidas entre las rodillas. El doctor Copeland tenía su cabeza descansando sobre el pecho como si durmiera. Pero no estaba dormido; de vez en cuando su rostro sufría un temblor nervioso. Entonces respiraba profundamente y recomponía la expresión. Los olores de la cena empezaban a llenar la sofocante habitación. En aquel silencio, el reloj situado sobre el aparador sonaba con estrépito, y debido a lo que acababan de decirse, el monótono tictac era como la palabra “ni-ños, ni-ños” repetida una y otra vez.

Siempre se estaba encontrando con algunos de ellos… arrastrándose desnudo por el suelo o jugando a las canicas o incluso en una calle oscura rodeando a una chica con sus brazos. Benedict Copeland, se llamaban todos los chicos. Y en cuanto a las chicas, se había escogido nombres como Benny Mae o Madyben o Benedine Madine. Un día los contó, descubriendo que había más de una docena llamados así en su honor.

Pero toda su vida se la había pasado explicando y exhortando. No podéis hacer esto, decía. Hay razones suficientes para que este sexto, o quinto, o noveno niño no deba venir al mundo, les decía. No son más hijos lo que necesitamos sino más oportunidades para los que ya están en la tierra. Paternidad eugenésica entre la raza negra, les exhortaba. Siempre se lo decía con palabras sencillas, siempre de la misma manera, y con los años llegó a ser una especie de poema irritado que siempre se había sabido de memoria.

Estudiaba y conocía la evolución de cualquier nueva teoría. Y, pagando de su propio bolsillo, distribuía los dispositivos a sus pacientes. Era con mucho el primer médico de la ciudad en pensar siquiera en ello. Y no dejaba de dar y de explicar. Y luego asistía al parto de cuarenta niños por semana. Madyben y Benny Mae.

Aquel era únicamente un punto. Sólo uno.

Toda su vida supo que había una razón para su trabajo. Siempre supo que había nacido para enseñar a su gente. Todo el día se lo pasaba con el maletín, de casa en casa, diciéndoles las mismas cosas.

Tras la larga jornada, un tremendo cansancio le invadía. Pero por la noche, cuando abría la puerta de su casa, el cansancio desaparecía. Allí estaba Hamilton, y Karl Marx y Portia y el pequeño William. Y también estaba Daisy.

Portia quitó la tapa de la cacerola que estaba en el fuego y removió las coles con un tenedor.

—Padre… —dijo al cabo de un rato.

El doctor Copeland se aclaró la garganta y escupió en su pañuelo. Su voz era glacial y áspera.

—¿Sí?

—Dejemos de pelearnos.

—No estábamos peleando —dijo el doctor Copeland.

—No hacen falta palabras para pelear —repuso Portia—. Me parece como si siempre estuviéramos discutiendo aunque estemos tranquilamente sentados como ahora. Esto es lo que siento. Te digo la verdad… Cada vez que vengo a verte me siento cansada. Así que intentemos no discutir más, de ninguna forma.

—La verdad es que no es mi deseo discutir. Lamento que tengas esta sensación, hija.

Portia sirvió el café y le tendió una taza sin azúcar a su padre. En la suya, se había echado varias cucharaditas.

—Estoy hambrienta, y esto nos sentará bien a los dos. Tómate el café mientras te cuento algo que nos ocurrió tiempo atrás. Ahora que pasó todo, parece un poco divertido, pero la verdad es que teníamos pocos motivos para reírnos.

—Adelante —dijo el doctor Copeland.

—Bueno… Hace algún tiempo vino a la ciudad un hombre de color de aspecto muy fino, bien vestido. Se llamaba Mister B.F. Mason, y decía que venía de Washington, D.C. Diariamente paseaba arriba y abajo de la calle con un bastón y una bonita camisa de colores. Luego, por la noche, iba al café Society. Tenia los modales más finos para comer que jamás se hayan visto en esta ciudad. Todas las noches pedía una botella de ginebra y dos chuletas de cerdo para cenar. Siempre tenía una sonrisa para todo el mundo, y siempre estaba haciendo reverencias a las señoritas y les abría la puerta para que entraran o salieran. Durante una semana se hizo muy agradable a todas partes a donde fue. La gente empezaba a hacerse preguntas sobre aquel rico Mister B.F.Mason. Entonces, pronto, después de familiarizarse con la gente, empezó a hacer negocios —Portia separó los labios y sopló en su taza de café—. Supongo que habrás leído en el periódico este asunto de las pensiones del gobierno para los viejos, ¿no? —El doctor Copeland asintió—. Bueno…, pues él estaba relacionado con eso. Era del gobierno. Había venido de parte del presidente de Washington D.C., para apuntar a todo el mundo a las pensiones del gobierno. Iba de puerta en puerta explicando que uno pagaba un dólar para adherirse, y después veinticinco centavos por semana…, y cuando tenía cuarenta y cinco años el gobierno te pagaba cincuenta dólares al mes durante toda tu vida. Todos los que conozco estaban muy entusiasmados con ese asunto. A todo el que se apuntaba le regalaba una foto del presidente con su firma debajo. Explicaba que al cabo de seis meses llegarían uniformes gratis para cada miembro. El club se llamaba la Gran Liga de Pensionistas para la Gente de Color… y al cabo de dos meses todo el mundo iba a conseguir una cinta naranja con las letras GLPGC, para representar el nombre. Ya sabe, como todas esas otras cosas de letras del gobierno. Iba de casa en casa con su libretita, y todo el mundo comenzó a apuntarse. Escribía su nombre y tomaba su dinero. Incluso el sábado se dedicaba a ello. En tres semanas, aquel Mister B. F. Mason inscribió tanta gente que le llegaba el sábado sin que hubiera podido acabar con todo. Tenía que pagar a alguien para que le hiciera las anotaciones en tres de cada cuatro manzanas. Yo hacía la colecta los sábados temprano en el barrio en que vivimos. Naturalmente, Willie, Highboy y yo nos apuntamos desde el comienzo.

—Me he encontrado con muchas fotos del presidente en varias casas cerca de donde vives, y recuerdo haber oído mencionar el nombre de Mason —dijo el doctor Copeland—. ¿Era un ladrón?

—Sí, lo era —respondió Portia—. Alguien se dedicó a hacer averiguaciones sobre aquel Mister B. F. Mason, y lo arrestaron. Descubrieron que era de Atlanta, y que jamás había olido siquiera Washington D.C. o al presidente. Todo el dinero se lo guardaba o lo gastaba. Willie había invertido siete dólares con cincuenta centavos.

El doctor Copeland estaba excitado.

—A eso me refiero al decir…

—De ahora en adelante —continuó Portia— aquel hombre seguramente va a despertar con una horca caliente clavada en las tripas. Pero ahora que todo ha pasado, parece un poco divertido; claro que, naturalmente, teníamos buenas razones para no reírnos.

—La raza negra sube a la cruz todos los viernes de motu proprio —declaró el doctor Copeland.

Las manos de Portia temblaron y se derramó un poco el café que sostenían. La muchacha se lamió el brazo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que siempre estoy observando. Quiero decir que si pudiera encontrar a diez negros, diez personas de mi propio pueblo, con temple y cerebro y coraje, que estuvieran dispuestos a dar todo lo que tienen…

Portia dejó el café.

—Nosotros no hablábamos de nada parecido.

—Sólo cuatro negros —dijo el doctor Copeland—. Sólo la suma de Hamilton, y Karl Marx y William y tú. Sólo cuatro negros con estas cualidades, de verdad, y este carácter…

—Willie y Highboy y yo tenemos carácter —repuso Portia con irritación—. Éste es un mundo duro, y me parece que los tres nos esforzamos bastante bien.

Durante un minuto reinó el silencio. El doctor Copeland dejó sus gafas sobre la mesa y se apretó los ojos con sus arrugados dedos.

—Tú estás utilizando siempre esa palabra: “negro” —dijo Portia—. Y es una palabra que hiere los sentimientos de la gente. Hasta la vieja palabra, “moreno”, es mejor. Pero la gente educada, no importa la tendencia que tenga, siempre dice “gente de color” —el doctor Copeland no respondió—. Fíjate en Willie y en mí. Nosotros no somos gente enteramente de color. Nuestra madre era de tez clara y los dos tenemos mucha sangre blanca. Y Highboy es un poco indio. Tiene una parte de indio en él. Ninguno de nosotros es puramente de color, y la palabra que tú siempre usas hiere los sentimientos de la gente.

—Mira, no me interesan los subterfugios —advirtió el doctor Copeland—. Sólo me interesa la auténtica verdad.

—Bueno, aquí tienes una verdad. Todo el mundo te tiene miedo. Sin duda les haría falta una buena ración de ginebra a Hamilton o a Buddy o a Willie o a mi Highboy para venir a esta casa y sentarse contigo como hago yo. Willie dice que te recuerda de cuando él era un niño y que ya entonces tenía miedo de su padre —el doctor Copeland tosió violentamente y se aclaró la garganta. Portia prosiguió—: Todo el mundo tiene sentimientos, sea quien sea, y nadie está dispuesto a entrar en una casa donde está seguro de que le van a herir. Y tú igual. He visto cómo te herían los sentimientos muchas veces personas blancas que no sabían eso.

—No —repuso el doctor Copeland—. Tú no has visto cómo herían mis sentimientos.

—Naturalmente, me doy cuenta de que Willie o Highboy o yo… que ninguno de nosotros somos cultos. Pero Highboy y Willie son buenos como el oro. Hay una diferencia entre ellos y tú.

—Sí —dijo el doctor Copeland.

—Hamilton o Buddy o Willie o yo…, ninguno de nosotros se preocupa por hablar como tú. Hablamos como nuestra madre y su gente, y los que estuvieron antes que ellos. Tú lo piensas todo en tu cerebro. Mientras que nosotros hablamos de cosas que tenemos en el corazón, y que llevan allí mucho tiempo. Es una de las diferencias.

—Sí —dijo el doctor Copeland.

—Una persona no puede elegir a sus hijos, y sólo puede moldearlos como quiere que sean. Tanto si duele, como si no. Tanto si es acertado, como equivocado. Tú lo has intentado con toda la dureza que se puede intentar. Y ahora yo soy la única que viene a esta casa y se sienta aquí contigo.

Los ojos del doctor Copeland brillaban intensamente, y la voz de Portia era fuerte y áspera. Él tosió y le tembló la cara. Trató de coger su taza de café frío, pero su mano no la sostenía con firmeza. Las lágrimas acudieron a sus ojos, y él alargó la mano en busca de sus gafas para ocultarlas.

Portia se dio cuenta y acudió a su lado rápidamente. Le rodeó la cabeza con los brazos y apretó la mejilla contra su frente.

—He herido los sentimientos de mi padre —dijo suavemente.

La voz del doctor era áspera.

—No. Es absurdo y primitivo seguir repitiendo eso de herir los sentimientos.

Las lágrimas bajaban lentamente por sus mejillas y el fuego las coloreaba de azul, verde y rojo.

—Estoy muy entristecida —dijo Portia.

El doctor Copeland se secó la cara con su pañuelo de algodón.

—Está bien.

—No volvamos a discutir más. No puedo soportar estas peleas entre nosotros. Me da la sensación de que algo malo brota en nosotros cada vez que estamos juntos. No volvamos a pelearnos así más.

—No —dijo el doctor Copeland—. No nos peleemos.

Portia sorbió las lágrimas y se secó la nariz con el dorso de la mano. Durante unos minutos siguió con sus brazos en torno a la cabeza de su padre. Al cabo de un rato, se secó la cara por última vez y se acercó a la cacerola de verduras al fuego.

—Esto ya debe de estar cocido —dijo alegremente—. Pienso que voy a empezar a hacer algunas de estas tortitas para acompañarlo.

Portia se movía lentamente por la cocina con sus pies calzados sólo con medias, y su padre la seguía con la mirada. Nuevamente guardaron silencio durante un rato.

Mirándola con sus húmedos ojos, de modo que los bordes de las cosas aparecían borrosos, el doctor pensó que Portia se parecía mucho a su madre. Años atrás, Daisy había andado así por la cocina, silenciosa y ocupada. Daisy no era tan negra como él…; su piel tenía el hermoso color de la miel oscura. Siempre se mostraba tranquila y bondadosa. Pero bajo aquella suave amabilidad había algo obstinado en ella, y por más que lo examinaba concienzudamente, no podía comprender aquella amable obstinación de que ella hacía gala.

La exhortaba y le decía todo lo que había en su corazón, pero ella seguía mostrando su amabilidad. Y no le escuchaba, sino que seguía haciendo las cosas a su manera.

Más tarde aparecieron Hamilton y Karl Marx y William y Portia. Y aquel sentimiento de auténtica determinación con ellos fue tan fuerte que supo exactamente el futuro de cada uno. Hamilton sería un gran científico y Karl Marx un maestro de la raza negra, y William un abogado que lucharía contra la injusticia, y Portia un médico de mujeres y niños.

Y siendo ellos muy niños les habló del yugo que debían sacudirse de los hombros: el yugo de la sumisión y la indolencia. Y cuando fueron algo mayores grabó en ellos que no había Dios, pero que su vida era sagrada y que existía para cada uno de ellos aquel claro y firme objetivo. Se lo decía una y otra vez, y ellos se sentaban juntos lejos de él y miraban con sus grandes ojos de negro a su madre. Y Daisy permanecía sentada sin escuchar, amable y obstinada.

Confiaba tanto en su objetivo para Hamilton, Karl Marx, William y Portia que sabía incluso cómo sería cada detalle. Cada año, al llegar el otoño, los llevaba a la ciudad y les compraba negros zapatos y negras medias y calcetines. A Portia le regalaba también género de punto negro y lino blanco para cuellos y puños. Para los chicos había género de lana negro para hacerse pantalones y fina tela blanca para camisas. No quería que sus hijos llevaran telas malas, de colores brillantes. Pero cuando iban a la escuela, eso era justamente lo que ellos deseaban llevar, y Daisy decía entonces que los muchachos se sentían cohibidos y que él era un padre duro. Pero él sabía cómo tenía que ser el hogar. Nada de fantasías —nada de calendarios chillones, ni de almohadones de encaje, ni chucherías—, sino que todo en la casa debía ser sencillo y austero, e indicativo de trabajo y de un objetivo firme.

Una noche descubrió que Daisy le había hecho perforar los lóbulos de las orejas a Portia para que pudiera llevar pendientes. En otra ocasión, encontró una muñeca regordeta con moño y faldas de plumas en la repisa de la chimenea al volver a casa, y Daisy se mostró amable y dura y no quiso quitarla de allí. Sabía, también, que Daisy les estaba enseñando a los niños el culto de la mansedumbre. Les hablaba del cielo y del infierno. Asimismo les hablaba de la existencia de fantasmas y de lugares encantados. Daisy acudía a la iglesia cada domingo, y llena de tristeza le hablaba sobre su marido al predicador. Con la obstinación que la caracterizaba, llevaba siempre a los niños a la iglesia, y ellos escuchaban lo que allí se decía.

La raza negra en su totalidad estaba enferma, y él estaba ocupado durante todo el día y a veces durante media noche. Después de la larga jornada le invadía una gran debilidad, pero al abrir la puerta de su casa la debilidad desaparecía. Al entrar en casa, William estaba tocando música con un peine envuelto en papel higiénico, Hamilton Y Karl Marx se estaban jugando a los dados el dinero del almuerzo, y Portia se estaba riendo con su madre.

Y comenzaba todo con ellos, pero de una manera diferente. Les tomaba las lecciones y charlaba con ellos. Los pequeños se sentaban juntos y miraban a su madre. Él hablaba y hablaba, pero ninguno de ellos quería comprender.

El sentimiento que le invadía entonces era un negro y terrible presagio. Trataba de sentarse en su despacho y leer y meditar hasta estar nuevamente tranquilo y poder volver a empezar. Bajaba las persianas de la habitación para poder estar solamente con la brillante luz eléctrica y los libros y el sentimiento de meditación. Pero a veces la calma no llegaba. Era joven, y la terrible sensación no desaparecía con el estudio.

Hamilton, Karl Marx, William y Portia le tenían miedo y miraban a su madre…, y a veces, cuando se daba cuenta de esto, el negro presagio le invadía por completo y no sabía lo que hacía.

No lograba impedir estas cosas terribles, y después nunca las comprendía.

—La verdad es que esta cena me huele muy bien —dijo Portia—. Me parece que es mejor que nos la comamos ahora porque Highboy y Willie pueden venir por aquí en cualquier momento.

El doctor Copeland dejó caer las gafas sobre la mesa y acercó su silla.

—¿Dónde han pasado la tarde tu marido y William?

—Habrán estado jugando a las herraduras. Raymond Jones tiene un campo de juego en el patio trasero. Ese Raymond y su hermana, Love Jones, juegan todas las noches. Love es una chica muy fea, y no me importa que Highboy o Willie ronden por su casa cuando lo deseen. Pero dijeron que vendrían hacia las diez menos cuarto, y supongo que pueden aparecer en cualquier momento.

—Antes de que se me olvide —dijo el doctor Copeland—. Me imagino que tienes noticias frecuentes de Hamilton y de Karl Marx.

—De Hamilton, sí. Prácticamente se ha hecho cargo de todo el trabajo en la granja del abuelo. Pero Buddy está en Mobile… y ya sabes que nunca tuvo buena mano para escribir cartas. Sin embargo, Buddy tiene esas maneras tan dulces con la gente que no me preocupo por él. Es de esa clase de hombres a los que siempre les va bien.

Se sentaron silenciosamente a la mesa ante la cena. Portia miraba continuamente el reloj de la alacena porque ya era hora de que Willie y Highboy llegaran. El doctor Copeland inclinó la cabeza sobre el plato. Sostenía su tenedor como si le pesara, y le temblaban los dedos. Sólo probaba la comida y le costaba mucho tragar cada bocado. Reinaba una sensación de tirantez, y parecía como si ambos quisieran entablar alguna conversación.

El doctor Copeland no sabía cómo empezar. A veces se le ocurría que durante todos aquellos años había hablado tanto a sus hijos, y éstos le habían comprendido tan poco, que ya no quedaba nada por decir. Al cabo de un rato se secó la boca con el pañuelo y habló con voz insegura.

—Apenas has hablado de ti. Cuéntame cómo te va con el trabajo y qué has estado haciendo últimamente.

—Naturalmente, sigo con los Kelly —informó Portia—. Pero, te lo digo, padre, no sé cuánto tiempo voy a ser capaz de aguantar con ellos. El trabajo es duro, y siempre me lleva mucho tiempo hacerlo. Sin embargo, eso no me preocupa en absoluto. Lo que me preocupa es la paga. Yo debo ganar tres dólares por semana…, pero a veces la señora Kelly sólo tiene un dólar o cincuenta centavos para pagarme. Claro que pronto consigo el resto. Pero me hace pasar apuros.

—Eso no está bien —dijo el doctor Copeland—. ¿Por qué lo aguantas?

—No es culpa suya. No puede evitarlo —dijo Portia—. La mitad de la gente que vive en esa casa no paga la pensión a tiempo y cuesta mucho mantenerlo todo. Te digo la verdad: los Kelly están a punto de ser embargados. Lo están pasando muy mal.

—Debería haber otro empleo para ti.

—Lo sé. Pero los Kelly son unos blancos muy buenos para trabajar con ellos. Realmente les tengo afecto. Sus tres hijos se parecen mucho a algunos de mis propios parientes. Siento como si realmente yo misma hubiera criado a Bubber y al pequeño. Y aunque Mick y yo siempre estamos discutiendo por alguna cosa, la verdad es que también le tengo cariño.

—Pero tú debes pensar primero en tu propia vida.

—Mick ahora… —dijo Portia—. Es todo un caso. Nadie sabe cómo tratarla. Es orgullosa y terca como ella sola. Siempre se trae algo entre manos. Tengo un extraño presentimiento. Me parece que un día de éstos nos sorprenderá a todos. Pero si esa sorpresa será buena o mala, no lo sé. Mick me desconcierta algunas veces. Aun así, siento cariño por ella.

—Pero tú debes ocuparte primero de tu propio sustento.

—Como he dicho, no es culpa de la señora Kelly. Cuesta mucho dinero mantener aquella gran casa, sin cobrar la pensión. No hay más que una persona que pague una cantidad decente por habitación y la paga puntualmente sin fallar. Y ese hombre sólo vive ahí desde hace poco tiempo. Es uno de esos sordomudos. El primero de ellos que he visto de cerca…, pero es un blanco estupendo.

—¿Alto, delgado, con ojos grises y verdes? —preguntó el doctor Copeland repentinamente—. ¿Y siempre educado con todo el mundo y muy bien vestido? ¿Qué no parece de esta ciudad…, sino más bien un norteño, o un judío?

—Ése es —dijo Portia.

Una expresión de anhelo se dibujó en la cara del doctor Copeland. Desmenuzó su torta en el jugo de verdura de su plato y empezó a comer con renovado apetito.

—Tengo un paciente sordomudo —dijo.

—¿Y cómo conoció usted a Mister Singer? —preguntó Portia.

El doctor Copeland tosió y se cubrió la boca con el pañuelo.

—Le he visto varias veces —aclaró.

—Mejor será que lo limpie todo ya —señaló Portia—. Sin duda ya es hora de que vengan Willie y mi Highboy. Pero con este fregadero y esta estupenda agua corriente, lavar los platos no me llevará más que un par de minutos.

La tranquila insolencia de la raza blanca era una cosa que él había tratado de mantener apartada de su mente durante años. Cuando le invadía el resentimiento, se ponía a meditar y estudiar. En las calles y con la gente blanca, mantenía la dignidad en su rostro y siempre se mostraba silencioso. De joven, era “muchacho”…, pero ahora “tío”. “Tío, corre a aquella estación de servicio de la esquina y mándame un mecánico.” No hacía mucho que un blanco le había gritado esas palabras desde un coche. “Muchacho, échame una mano con esto”. “Tío, haz eso.” Pero él no escuchaba, sino que proseguía su camino envuelto en su dignificad y en su silencio.

Unas noches atrás, un blanco ebrio se le había acercado y comenzado a tirar de él calle abajo. Llevaba su maletín consigo, de modo que debía de tratarse de alguien herido que necesitaba cuidado. Pero el borracho le llevó a un restaurante de blancos, y los hombres del mostrador empezaron a gritar con su típica insolencia. El doctor sabía que el borracho se estaba burlando de él. Aun entones, conservó su dignidad.

Pero con aquel blanco alto y delgado de ojos verde-grisáceo había sucedido algo que jamás le ocurriera con ningún blanco anteriormente.

Sucedió una oscura y lluviosa noche, varias semanas atrás. Acababa de atender a un alumbramiento, y se hallaba bajo la lluvia en una esquina. Estaba tratando de encender un cigarrillo, y una a una las cerillas de la caja le iban fallando. Estaba allí de pie con el cigarrillo sin encender en la boca cuando el blanco se adelantó y le ofreció un fósforo encendido. En la oscuridad, con la llama entre ellos, pudieron verse la cara mutuamente. El hombre blanco sonrió y le encendió el cigarrillo. El doctor no sabía qué decir, porque nada igual le había sucedido nunca.

Permanecieron allí juntos, de pie uno al lado del otro, en la esquina de la calle, y entonces el hombre blanco le tendió su tarjeta. El deseaba hablar con aquel hombre y hacerle algunas preguntas, pero no estaba seguro de que realmente comprendiera. Debido a la insolencia de toda la raza blanca, tenía miedo de perder su dignidad en la amistad.

Pero el hombre blanco le encendió el cigarrillo y le sonrió y parecía querer estar con él. Desde entonces, el doctor había recordado la escena muchas veces.

—Tengo un paciente sordomudo —dijo el doctor Copeland a Portia—. El paciente es un niño de cinco años. Y no sé por qué, pero no puedo evitar la sensación de que yo tengo algo de culpa por su defecto. Le ayudé a venir al mundo, y después de las visitas postparto, naturalmente me olvidé de él. El pequeño tuvo trastornos del oído, pero la madre no prestó atención a las supuraciones y no me lo trajo. Cuando finalmente vinieron a visitarme, ya era demasiado tarde Por supuesto, no oye nada, y naturalmente, tampoco puede hablar. Pero le he observado atentamente y me parece que si fuera normal sería un niño muy inteligente.

—Siempre tuviste mucho interés por los niños pequeños —dijo Portia—. Te preocupas mucho más por ellos que por los adultos ¿no?

—Hay más esperanza en los niños —repuso el doctor Copeland—. Pero este pequeño sordo… He tratado de hacer averiguaciones para ver si alguna institución se haría cargo de él.

—Mister Singer te lo diría. Es un blanco muy amable y nada orgulloso.

—No lo sé —dijo el doctor Copeland—. Un par de veces he pensado en escribirle una nota y ver si puede darme información.

—Yo de ti lo haría. Escribes muy bien las cartas, y yo se la entregaría a Mister Singer de tu parte —dijo Portia—. Hace unas dos o tres semanas bajó a la cocina con algunas camisas que quería que le lavara. Aquellas camisas no estaban más sucias que si las hubiera llevado el propio san Juan Bautista. Todo lo que tuve que hacer fue humedecerlas en agua tibia y fregar un poco los cuellos y plancharlas. Pero por la noche cuando le llevé las cinco camisas limpias a su habitación, ¿sabes lo que me dio?

—No.

—Sonrió como sonríe siempre, y me alargó un dólar. Un dólar entero sólo por aquellas camisitas. Es un blanco realmente amable y agradable, y no me daría miedo hacerle alguna pregunta. Ni siquiera me importaría escribirle yo misma una carta a ese blanco tan simpático. Ve y hazlo, padre, si quieres.

—Quizás lo haga —replicó el doctor Copeland.

Portia se sentó de repente y empezó a arreglarse su apretado y oleoso cabello. Se oyó entonces el sonido de una armónica, y poco a poco la música fue haciéndose más audible.

—Aquí llegan Willie y Highboy —dijo Portia—. Voy a salir a recibirlos. Cuídate mucho, y envíame un aviso si me necesitas para algo. Disfruté mucho con la cena y con la charla.

La música de la armónica era muy clara ahora, y era evidente que Willie estaba tocando mientras esperaba delante de la puerta de la casa.

—Espera un momento —exclamó el doctor Copeland—. Sólo he visto a tu marido contigo un par de veces, y me parece que jamás nos hemos llegado a conocer de verdad. Y hace ya tres años desde la última vez que Willie visitó a su padre. ¿Por qué no les dices que entren un rato?

Portia estaba de pie en la puerta, arreglándose el cabello y los pendientes.

—La última vez que Willie estuvo aquí, heriste sus sentimientos. Mira, no pareces comprender cuánto…

—Muy bien —replicó el doctor Copeland—. Sólo era una sugerencia.

—Aguarda —exclamó Portia—. Voy a llamarlos. Voy a invitarlos a que pasen ahora.

El doctor Copeland encendió un cigarrillo y anduvo arriba y abajo por la habitación. No conseguía encajarse las gafas en la posición correcta, y los dedos no dejaban de temblarle. Del patio delantero le llegó sonido de voces bajas. Luego, de pesados pasos en el vestíbulo, y Portia, William y Highboy entraron en la cocina.

—Aquí están —dijo Portia—. Highboy, no creo que tú y mi padre hayáis sido presentados de verdad el uno al otro. Aunque ya sabéis cada uno quién es el otro.

El doctor Copeland estrechó las manos de ambos. Willie se echó hacia atrás apoyándose tímidamente contra la pared, pero Highboy se adelantó y se inclinó formalmente.

—He oído hablar mucho de usted —dijo—. Estoy encantado de conocerle.

Portia y el doctor Copeland trajeron sillas del vestíbulo, y los cuatro se sentaron alrededor de la estufa. Permanecieron en silencio, embargados por una sensación de incomodidad. Willie paseaba su mirada nerviosamente por la habitación, de los libros de la mesa de cocina al fregadero, y del catre colocado junto a la pared a su padre. Highboy sonreía y se tocaba la corbata. El doctor Copeland daba la impresión de ir a hablar, y luego se mordía los labios y guardaba silencio.

—Willie, estabas tocando muy bien la armónica —dijo Portia finalmente—. Me parece a mí que tú y Highboy debéis de haber hecho un traguito con la ginebra de alguien.

—No, señora —dijo Highboy muy cortésmente—. No hemos bebido nada desde el sábado. No hemos hecho más que disfrutar con nuestra partida de herraduras.

El doctor Copeland seguía sin hablar y todos le miraron, esperando. El ambiente estaba enrarecido, y aquella calma ponía nervioso a todo el mundo.

—La ropa de estos chicos me da mucho trabajo —manifestó Portia—. Les lavo sus trajes blancos todos los sábados, y los plancho dos veces por semana. Y mírales ahora. Naturalmente, no los llevan más que cuando vuelven a casa después del trabajo. Pero al cabo de dos días están más negros que el carbón. Anoche les planché los pantalones y ahora ya casi no les queda raya.

El doctor Copeland seguía guardando silencio. Mantenía sus ojos fijos en la cara de su hijo, pero cuando Willie se dio cuenta, empezó a morderse sus callosos dedos y a mirarse los pies. El doctor Copeland sentía que el pulso le martilleaba sus muñecas y sienes. Tosió y se apretó el pecho con el puño. Quería hablar con su hijo pero no se le ocurría nada. La vieja amargura le invadía, y no disponía de tiempo para meditar y alejarla. Le latía violentamente el corazón, y estaba confuso. Pero todos le miraban, y el silencio era tan tenso que tuvo que hablar.

Su voz sonó aguda, y parecía como si no brotara de él:

—William, no sé cuántas de las cosas que te dije cuando eras niño seguirán en tu mente.

—No sé qué quieres d-d-decir —respondió Willie.

Las palabras brotaron de la boda del doctor Copeland antes incluso de que éste se diera cuenta de lo que iba a decir.

—Me refiero a que os di a ti y a Hamilton y a Karl Marx todo lo que había en mí. Y que puse toda mi confianza y esperanza en ti. Y que todo lo que recibí a cambio fue incomprensión, holgazanería e indiferencia. Nada queda de lo que puse en ti. Todo me ha sido arrebatado. Todo lo que he tratado de hacer…

—Cállate —exclamó Portia—. Padre, me prometiste que no nos pelearíamos. Esto es absurdo. No podemos permitirnos reñir.

Portia se puso de pie y se dirigió a la puerta. Willie y Highboy la siguieron rápidamente. El doctor Copeland fue el último en acudir.

El doctor Copeland trató de hablar, pero su voz parecía perdida en algún lugar en lo más profundo de sí mismo. Willie y Highboy y Portia formaban un grupo.

Con un brazo, Portia retuvo a su marido y hermano, y con el otro trató de atraer al doctor Copeland.

—Hagamos las paces antes de separarnos. No puedo soportar que haya peleas entre nosotros. No debemos volver a discutir.

En silencio, el doctor Copeland estrechó la mano a cada uno de ellos.

—Lo siento —dijo.

—Por mí, no ha pasado nada —digo Highboy cortésmente.

—Y, por mí, tampoco —murmuró Willie.

Portia unió todas las manos.

No podemos permitirnos reñir.

Dijeron adiós, y el doctor Copeland les observó desde el oscuro porche delantero mientras ellos se alejaban por la calle. Sus pasos mientras se alejaban tenían un sonido solitario, y el doctor se sintió débil y cansado. Cuando estuvieron a una manzana de distancia, Willie empezó a tocar su armónica suavemente. La música era triste y vacía. El doctor se quedó en el porche delantero hasta que ya no pudo verlos ni oírlos.

El doctor Copeland apagó las luces de la casa y se sentó en la oscuridad delante de la estufa. Pero la paz había huido de él. Quería apartar a Hamilton y Karl Marx y William de su mente. Cada palabra que Portia había pronunciado volvía a su memoria con fuerza. Se levantó de repente y encendió la luz. Se instaló en la mesa con sus libros de Spinoza y William Shakespeare y Karl Marx. Al leer a Spinoza para sí mismo en voz alta las palabras tenían un rico y enigmático sonido.

Pensó en el hombre blanco de que habían hablado. Sería estupendo que el blanco le ayudara con Augustus Benedict Mady Lewis, el paciente sordo. Sería estupendo escribirse con blancos, aunque no tuviera este motivo ni preguntas que hacer. El doctor Copeland sostuvo la cabeza entre sus manos y de su garganta brotó aquel extraño sonido parecido a un gemido acompasado. Recordó la cara del blanco cuando le sonrió por encima de la amarillenta llama del fósforo aquella lluviosa noche… y la paz estuvo con él.