4

A última hora de la tarde, Jake Blount se despertó con la sensación de haber dormido bastante. La habitación en que yacía era pequeña y limpia, amueblada con una cómoda, una mesa, la cama y unas pocas sillas. Encima de la cómoda un ventilador giraba a uno y otro lado, y cuando la brisa le acariciaba la cara, Jake se acordaba del agua fría. Junto a la ventana había un hombre sentado delante de la mesa, mirando fijamente el tablero de ajedrez que tenía ante sí. A la luz del día la habitación no le resultaba familiar a Jake, pero reconoció instantáneamente la cara de aquel hombre, y fue como si le hubiera conocido desde hacía mucho tiempo.

Los recuerdos se confundían en la mente de Jake. Yacía inmóvil con los ojos abiertos y con las palmas de las manos vueltas hacia arriba. Sus manos eran enormes y su morenez destacaba contra la blanca sábana. Cuando las levantó hacia su cara vio que estaban arañadas y magulladas…, y las venas hinchadas como si hubiera estado agarrando algo con fuerza durante mucho rato. Tenía una expresión cansada en la cara e iba despeinado. Su castaño cabello le caía por la frente y tenía el bigote torcido. Hasta sus cejas, que tenían forma de alas, estaban desgreñadas. Mientras yacía allí, sus labios se movieron un par de veces y el bigote se le estremeció con una nerviosa sacudida.

Al cabo de un rato se incorporó y se dio un porrazo en la sien con uno de sus grandes puños para despejarse. Al moverse, el hombre que jugaba al ajedrez levantó la mirada rápidamente y le sonrió.

—Dios, estoy muerto de sed —dijo Jake—. Siento como si todo el ejército ruso estuviera marchando por mi boca en calcetines.

El hombre le miraba, sin dejar de sonreír, y entonces de repente alargó la mano hacia el otro lado de la mesa y cogió una jarra de agua helada y un vaso. Jake bebió a grandes tragos, jadeando…, de pie, semidesnudo en medio de la habitación, la cabeza echada hacia atrás y una de sus manos cerrada con crispación. Se bebió cuatro vasos de agua antes de tomarse un respiro y relajarse un poco.

Instantáneamente afloraron algunos recuerdos. No podía acordarse de cómo había llegado hasta allí con aquel hombre, pero las cosas que habían ocurrido después estaban más claras. Se había despertado al meterle el otro en una bañera con agua fría, y posteriormente bebieron café y charlaron. Había soltado muchas cosas, y aquel hombre le había escuchado. Había enronquecido a fuerza de hablar, pero podía recordar las expresiones de la cara del hombre mejor que todo lo que le había dicho. Se habían ido a la cama ya de mañana, tras bajar las cortinas para que no pudiera entrar ninguna luz. Al principio se había despertado víctima de pesadillas, viéndose obligado a encender la luz para despejarse. La luz también despertó al otro, pero el hombre no se quejó en absoluto.

—¿Cómo es que no me echó a patadas anoche?

El hombre se limitó a sonreír. Jake se preguntó por qué estaba tan callado. Buscó con la mirada sus ropas, y vio que su maleta estaba en el suelo junto a la cama. No era capaz de recordar cómo había conseguido sacarla del restaurante, en el que debía las bebidas. Sus libros, un traje blanco y algunas camisas estaban todos allí tal como él los había empaquetado. Rápidamente empezó a vestirse.

Para cuando terminaba de ponerse la ropa, una cafetera eléctrica aguardaba alegremente en la mesa. El hombre se metió la mano en el bolsillo del chaleco que colgaba del respaldo de una silla. Sacó una tarjeta y Jake la tomó interrogadoramente. En su centro estaba grabado el nombre del individuo —John Singer—, y bajo él, con tinta y escrito con la misma delicada precisión que las letras impresas, había un breve mensaje:

Soy sordomudo pero puedo leer en los labios y entiendo lo que me dicen. Por favor, no grite.

La sorpresa hizo sentir a Jake vacío y alelado. Él y John Singer se limitaron a mirarse mutuamente.

—No sé cuánto tiempo me hubiera llevado averiguarlo —dijo.

Se sentaron a la mesa y bebieron café en tazas azules. La habitación estaba fresca y las persianas medio bajadas suavizaban el intenso resplandor que penetraba por la ventana. Singer sacó de su armario una caja de hojalata que contenía una hogaza de pan, algunas naranjas y un poco de queso. No comió mucho, pero se sentó recostándose en la silla con una mano en el bolsillo. Jake comió vorazmente. Tendría que irse de allí en seguida y examinar detenidamente su situación. Mientras estuviera encallado debía buscar alguna clase de trabajo apresuradamente. La silenciosa habitación era demasiado tranquila y confortable pera pensar en nada… Saldría a la calle y caminaría un rato.

—¿Hay más sordomudos por aquí? —preguntó—. ¿Tiene usted muchos amigos?

Singer seguía sonriendo. No captó las palabras al principio, y Jake tuvo que repetirlas. Singer levantó sus puntiagudas y negras cejas y movió negativamente la cabeza.

—¿Y no se encuentra solo?

El hombre movió la cabeza con un gesto que lo mismo podía significar afirmación que negación. Siguieron sentados silenciosamente durante un rato y luego Jake se levantó para marcharse. Dio las gracias varias veces a Singer por haberle alojado durante la noche, moviendo cuidadosamente los labios para asegurarse de que le entendía. El mudo se limitó a sonreír nuevamente y se encogió de hombros. Cuando Jake le preguntó si podía dejarle la maleta bajo la cama unos días, el mudo le respondió afirmativamente con la cabeza.

Después Singer sacó las manos del bolsillo y escribió con cuidado en un trozo de papel con un lápiz plateado. Y empujó el trozo de papel hacia Jake.

Puedo poner un colchón en el suelo y quedarse usted aquí hasta que encuentre un sitio. Yo estoy fuera la mayor parte del día. No habría ningún problema.

Jake sintió que le temblaban los labios con un repentino sentimiento de gratitud. Pero no podía aceptar.

—Gracias —dijo—. Ya tengo un sitio.

Al salir el mudo le entregó un mono azul, enrollado en un apretado bulto, y setenta y cinco centavos. El mono estaba sucio y al reconocerlo Jake sintió que se despertaban en su interior un torbellino de recuerdos de la última semana. El dinero, le hizo entender Singer, estaba en los bolsillos.

—Adiós[2] —dijo Jake—. Volveré uno de estos días.

Dejó al mudo de pie en el marco de la puerta con las manos todavía en los bolsillos y aquella semisonrisa en la cara. Tras bajar algunos escalones se paró y dio la vuelta, agitando la mano. El mundo le devolvió el saludo y cerró la puerta.

Afuera, el resplandor le hirió repentina y dolorosamente en los ojos. Permaneció en la acera delante de la casa, demasiado deslumbrado por el sol para poder ver bien. Una muchachita estaba sentada en el balaustre de la casa. La había visto en algún lugar anteriormente. Recordaba los pantalones cortos de muchacho que llevaba y la manera como entrecerraba los ojos.

Levantó el sucio atado del mono.

—Quiero tirar esto. ¿Sabes de algún sitio donde haya un cubo de basura?

La muchacha saltó de la balaustrada.

—Está en el patio trasero. Se lo mostraré.

La siguió por el largo y húmedo callejón que corría por el costado de la casa. Cuando llegaron al patio posterior, Jake vio que había dos negros sentados en las escaleras traseras. Ambos vestían trajes blancos y zapatos del mismo color. Uno de los negros era muy alto, y su corbata y calcetines eran de un color verde brillante. El otro era un mulato de tez clara y estatura mediana. Se frotaba una armónica de hojalata en la rodilla. En contraste con su alto compañero, los calcetines y la corbata eran de un rojo vivo.

La muchacha señaló el cubo de basura situado junto a la valla trasera, y luego se volvió hacia la ventana de la cocina.

—¡Portia! —gritó—. Highboy y Willie están aquí esperándote.

Una voz suave le respondió desde la cocina.

—No hace falta que grites tanto. Sé perfectamente que están aquí. Me estoy poniendo el sombrero.

Jake desenrolló el mono antes de tirarlo. Estaba rígido a causa del barro. Tenía una pernera rasgada y algunas manchas de sangre en la pechera. Lo arrojó al cubo. Una muchacha negra salió de la casa y se unió a los dos jóvenes vestidos de blanco en la escalera. Jake notó que la muchachita de los shorts le estaba mirando con gran atención. Se apoyaba, ora en una pierna, ora en la otra, y parecía excitada.

—¿Es usted pariente de Mister Singer? —preguntó.

—No. Qué va.

—¿Un buen amigo, quizá?

—Tanto como para pasar la noche con él.

—No sabía si…

—¿Hacia dónde queda Main Street?

La niña señaló a la derecha.

—Dos manzanas en esa dirección.

Jake se peinó el bigote con los dedos y se puso en marcha. Hizo tintinear los setenta y cinco centavos en su mano y se mordió el labio inferior hasta que estuvo veteado y escarlata. Los tres negros caminaban lentamente delante de él, hablando entre sí. Como se sentía solo en aquella ciudad tan poco familiar, se mantuvo cerca de ellos, escuchando. La chica iba colgada del brazo de ambos. Llevaba un vestido verde y sombrero y zapatos rojos. Los chicos caminaban pegados a ella.

—¿Qué plan tenemos para esta noche? —preguntó ella.

—Depende enteramente de ti, corazón —replicó el chico alto—. Willie y yo no tenemos ningún plan en especial.

Ella paseó su mirada del uno al otro.

—Vosotros tenéis que decidir.

—Bien… —dijo el chico más bajo de calcetines rojos—. Highboy y yo pensamos que quizá podríamos ir los tres a la iglesia.

La muchacha canturreó su respuesta en tres tonos diferentes:

—Con… for… me. Y después de la iglesia, tengo la impresión de que debería ir y estar con mi padre un ratito. Sólo un ratito.

Doblaron en la primera esquina y Jake se quedó observándolos un momento antes de seguir.

La calle principal estaba tranquila y calurosa, casi desierta. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de que era domingo… y la idea le deprimió. Los toldos de las tiendas cerradas estaban recogidos, y los edificios tenían aspecto desnudo bajo el brillante sol. Pasó por delante del café Nueva York. La puerta estaba abierta, pero el lugar parecía vacío y oscuro. No había encontrado calcetines que ponerse aquella mañana, y el caliente pavimento le quemaba a través de las delgadas suelas de sus zapatos. El sol quemaba como un hierro al rojo que le apretara la cabeza. La ciudad le parecía el lugar más solitario que jamás conociera. La quietud de la calle le daba una extraña sensación. Cuando estaba borracho, el lugar le había parecido violento y ruidoso. Y ahora era como si todo se hubiera detenido repentinamente.

Entró en una tienda de frutas y dulces a comprar un periódico. La columna de Demandas era muy corta. Había varios anuncios pidiendo jóvenes de veinticinco a cuarenta años con coche para vender productos a comisión. Se los saltó rápidamente. Un anuncio de chófer de camión retuvo su atención algunos minutos. Pero el último de la lista fue el que más le interesó. Rezaba así:

Se busca mecánico experimentado. Atracciones Sunny Dixie. Dirigirse a la esquina de Weavers Lane con Calle 15.

Sin saberlo, había vuelto ante el restaurante donde pasara sus últimas dos semanas. Era el único lugar de la manzana, además de la frutería, que no estaba cerrado. Jack decidió de pronto entrar y ver a Biff Brannon.

En contraste con el resplandor de la calle, el café estaba muy oscuro. Todo le pareció más sórdido y silencioso de lo que recordaba. Brannon estaba de pie junto a la caja registradora como de costumbre, los brazos cruzados sobre el pecho. Su bonita y regordeta mujer estaba sentada limándose las uñas al otro extremo del mostrador. Jack observó que se miraban mutuamente cuando él entró.

—…tardes —dijo Brannon.

Jake captó algo en la atmósfera. Quizá el tipo aquel se estaba riendo porque recordaba cosas sucedidas mientras estaba borracho. Jake se quedó tieso, con expresión resentida. “Un paquete de Target, por favor.” Mientras Brannon alargaba la mano bajo el mostrador en busca del tabaco, Jake decidió que no se estaba riendo. A la luz del día, la cara del tipo no tenía aspecto tan duro como de noche. Estaba pálido como si hubiera dormido mal, y sus ojos tenían la expresión de un buitre cansado.

—Diga —espetó Jake—. ¿Cuánto le debo?

Brannon abrió un cajón y sacó un bloc escolar que puso sobre el mostrador. Lentamente volvió las páginas, y Jake lo observó. El bloc parecía más una libreta de notas privadas que un lugar donde se llevaran unas cuentas regularmente. Había largas filas de cifras, sumadas, divididas, y restadas, y algunos dibujitos. Se detuvo en una página, y Jake vio su apellido escrito en el ángulo. En aquella página no había cifras…, sólo marcas y cruces. En toda la página, al azar, había dibujados unos gatos pequeños y redondos, con largas líneas curvadas a manera de cola. Jake miró aquello fijamente. Las caras de los gatitos eran humanas y de mujer. Las caras de los gatitos eran la señora Brannon.

—Aquí tengo marcas para las cervezas —dijo Brannon—. Y cruces para las comidas y líneas rectas para los whiskies. Deje que vea… —Brannon se frotó la nariz y cerró los párpados. Luego se guardó el bloc—. Aproximadamente veinte dólares.

—Me llevará mucho tiempo —dijo Jake—. Pero quizá le pague.

—No tengo prisa.

Jake se apoyó en el mostrador.

—Dígame, ¿qué clase de sitio es esta ciudad?

—Corriente —replicó Brannon—. Más o menos como cualquier otro lugar del mismo tamaño.

—¿Qué población tiene?

—Unos treinta mil.

Jake abrió el paquete de tabaco y se lió un cigarrillo. Le temblaban las manos.

—¿Muchas fábricas?

—Así es. Cuatro hilanderías de algodón…, las principales. Una fábrica de calcetines. Algunas desmotadoras y aserraderos.

—¿Qué sueldos pagan?

—Diría que un promedio de diez a once a la semana… pero, claro, los despiden de vez en cuando. ¿Por qué pregunta eso? ¿Quiere trabajar en una hilandería?

Jake se frotó el ojo soñolientamente con el puño.

—Quién sabe. Quizá sí, quizá no —dejó el periódico en el mostrador y señaló el anuncio que acababa de leer—. Creo que iré a echar una mirada a éste.

Brannon leyó y consideró la cuestión.

—Ya —dijo finalmente—. He visto esa feria. No es gran cosa… Un par de aparatos, solamente, como un tiovivo y balancines. Atrae a la gente de color y obreros de las hilanderías, y a los chicos. Se van trasladando a las parcelas vacantes de la ciudad.

—Muéstreme cómo llegar allí.

Brannon fue con él hasta la puerta y le señaló la dirección.

—¿Volvió a casa con Singer esta madrugada?

Jake asintió.

—¿Qué piensa de él?

Jake se mordió los labios. Tenía bien fija en su mente la cara del mudo. Era como la cara de alguien a quien hiciera mucho tiempo que conociera. No había dejado de pensar en él desde que saliera de su habitación.

—Ni siquiera sabía que fuera mudo —dijo finalmente.

Empezó a caminar por la calurosa y desierta calle. No lo hacía como un forastero en una ciudad extraña. Parecía estar buscando algo. Pronto penetró en uno de los distritos fabriles que bordean el río. Las calles eran ahora estrechas y sin pavimentar y ya no estaban vacías. Grupos de niños sucios y con aspecto hambriento se llamaban mutuamente y jugaban. Las chozas de dos piezas, todas iguales, estaban carcomidas y despintadas. El olor de la comida se mezclaba con el hedor de las cloacas y el polvo que flotaba en el aire. Hasta allí llegaba el ruido producido por el río al salvar sus desniveles. La gente permanecía de pie silenciosamente en las puertas o repantigados en las escaleras. Miraron a Jake con rostros inexpresivos, amarillentos. Y él les devolvió la mirada con sus anchos ojos castaños. Caminaba a sacudidas y de vez en cuando se secaba la boca con el velludo dorso de la mano.

Al final de Weavers Lane había una parcela vacía. Tiempo atrás había sido usada como depósito de chatarra de coches viejos. El terreno estaba atestado de piezas de maquinaria oxidada y cámaras de neumáticos rasgadas. En un rincón de la parcela había aparcado un remolque, y cerca de él un tiovivo parcialmente cubierto por una lona.

Jake se acercó con lentitud. Dos muchachitos vestidos con mono se encontraban de pie ante el tiovivo. Cerca de ellos, sentado en una caja, un negro dormitaba al sol de última hora de la tarde, las rodillas juntas como desplomadas. Una mano sostenía una bolsa de chocolate derretido. Jake vio cómo metía los dedos en la pastosa gelatina y luego se los lamía lentamente.

—¿Quién es el jefe aquí?

El negro se metió sus dos dedos empapados de dulce entre los labios y los rodeó con la lengua.

—Es un pelirrojo —dijo cuando hubo acabado de lamerse—. Es todo lo que sé, capitán.

—¿Y dónde está ahora?

—Allí, detrás del furgón más grande.

Jake se quitó la corbata mientras caminaba por la hierba y se la metió en el bolsillo. El sol estaba empezando a ponerse por el Oeste. Por encima de la negra línea de los tejados, el cielo tenía un cálido tono escarlata. El dueño del espectáculo estaba de pie, solo, fumándose un cigarrillo. Su rojo cabello se esparcía como una esponja por la cabeza. El hombre miró a Jake con fláccidos ojos grises.

—¿Es usted el gerente?

—Ajá. Me llamo Patterson.

—Vine por el empleo que anuncian en el periódico.

—Ya. No quiero ningún novato. Necesito un mecánico con experiencia.

—Tengo mucha experiencia —repuso Jake.

—¿Qué es lo que ha hecho usted?

—He trabajado como tejedor y ajustador de telares. He trabajado en garajes y en un taller de montaje de coches. Toda clase de cosas.

Patterson lo acompañó hasta el parcialmente cubierto tiovivo. Los inmóviles caballos de madera tenían un aspecto fantástico con el sol de la tarde. Se encabritaban estáticamente, atravesados por los barrotes de apagados tonos dorados. El que estaba más cerca de Jake mostraba una grieta astillada en su sucia grupa, y sus ojos no eran más que cuencas vacías de las que colgaban jirones de pintura desconchada. El inmóvil tiovivo le parecía a Jake algo escapado de un delirio de borracho.

—Quiero un mecánico experimentado que dirija esto y se ocupe del mantenimiento de la maquinaria —dijo Patterson.

—Puedo hacerlo perfectamente.

—Es un doble trabajo —explicó Patterson—. Está usted al frente de la atracción. Además de cuidar de la maquinaria, tiene que mantener el orden entre la gente. Debe estar seguro de que todo el mundo tiene billete. Ha de asegurarse de que los billetes son buenos, y no se trata de un ticket usado de sala de baile. Todo el mundo quiere montar en los caballitos, y se sorprenderá de lo que los negros intentan para subir a uno de ellos cuando no tienen dinero. Tiene que estar con cuatro ojos continuamente.

Patterson lo acompañó esta vez hasta la maquinaria que había en el interior del círculo de caballos, y señaló las distintas partes. Movió una palanca y se inició débilmente el cascabeleo de la música mecánica. La cabalgata de madera que los rodeaba parecía aislarlos del resto del mundo. Cuando los caballos se detuvieron, Jake hizo algunas preguntas y accionó por sí mismo el mecanismo.

—El tipo que tenía me dejó —dijo Patterson cuando se encontraron nuevamente en la parcela—. Siempre aborrezco empezar con gente nueva.

—¿Cuándo comienzo?

—Mañana por la tarde. El espectáculo está abierto durante seis días y seis noches por semana…; empieza a las cuatro y cierra a las doce. Usted tiene que estar aquí a las tres para ayudar a poner en marcha todo. Y hace falta quedarse una hora después del cierre para guardarlo todo.

—¿Qué hay del sueldo?

—Son doce dólares.

Jake asintió con la cabeza y Patterson alargó una mano mortalmente blanca, fláccida y de sucias uñas.

Ya era tarde cuando salió de la parcela. El intenso cielo azul se había blanqueado, y al Este aparecía una blanca luna. El crepúsculo difuminaba los perfiles de las casas a lo largo de la calle. Jake no regresó inmediatamente por Weavers Lane, sino que anduvo vagando por la vecindad. Algunos olores, algunas voces que llegaban de la lejanía, le hacían detenerse de vez en cuando un momento a un lado de la polvorienta calle. Vagó sin rumbo, cambiando de dirección al azar, sin ningún objetivo. Sentía la cabeza muy ligera, como si estuviera hecha de tenue cristal. En su interior estaba teniendo lugar un cambio químico. Las cervezas y el whisky que tan continuamente había almacenado en su organismo desencadenaron una reacción. Era como si le afectara todavía la embriaguez. Las calles que le habían parecido tan muertas antes rebosaban ahora de vida. Había una franja recortada de hierba que bordeaba la calle, y mientras Jake paseaba, el suelo parecía levantarse hasta su rostro. Se sentó en el borde de hierba apoyándose en un poste telefónico. Se instaló confortablemente, cruzando las piernas al estilo turco y se alisó las puntas de su bigote. A sus labios acudieron las palabras, y soñolientamente las pronunció en voz alta:

—El resentimiento es la flor más preciosa de la pobreza. Eso es.

Era agradable hablar. El sonido de su voz le proporcionaba placer. Parecía resonar y quedar colgada en el aire. De modo que cada palabra sonaba dos veces. Tragó saliva y se humedeció la boca para volver a hablar. De repente deseó estar de vuelta en la silenciosa habitación del sordomudo y contarle los pensamientos que albergaba su mente. Resultaba extraño querer hablar con un sordomudo. Pero se sentía solo.

La calle ante él fue oscureciéndose con la llegada de la noche. De vez en cuando pasaban hombres por la calle, muy cerca de él, charlando en tono monótono, al tiempo que una nube de polvo se levantaba con cada paso. O pasaban varias muchachas juntas, o una madre con un niño en brazos. Jake permaneció sentado durante un rato, como paralizado, y finalmente se puso de pie y empezó a caminar.

Weavers Lane estaba oscuro. Los quinqués proyectaban amarillentas, temblorosas manchas de luz en puertas y ventanas. Algunas casas estaban enteramente a oscuras, y sus familias sentadas en los escalones delanteros, contando para verse sólo con el reflejo de la luz de los vecinos. Una mujer se asomó a una ventana y arrojó un cubo de agua sucia a la calle. Algunas gotas le salpicaron a Jake en la cara. Podían oírse voces agudas, irritadas, procedentes de la parte trasera de algunas casas. De otras partía el tranquilo sonido de una mecedora que se balanceaba suavemente.

Jake se detuvo ante una casa en la que había tres hombres sentados en la escalera. Sobre sus cabezas brillaba una pálida luz amarillenta procedente del interior. Dos de ellos llevaban mono, pero no camisa, e iban descalzos. Uno era alto y desgarbado. El otro era bajo y tenía una llaga supurante en la comisura de la boca. El tercero llevaba camisa y pantalones. Sobre su rodilla descansaba un sombrero de paja.

—Hola —dijo Jake.

Los tres le miraron fijamente con cetrinos rostros inexpresivos. Murmuraron algo pero no cambiaron de posición. Jake sacó el paquete de Target del bolsillo y lo hizo correr. Se sentó en el escalón inferior y se quitó los zapatos. El frío y húmedo suelo le sentó bien a sus pies.

—¿Están trabajando actualmente?

—Sí —repuso el hombre del sombrero de paja—. La mayor parte del tiempo.

Jake se tocó los dedos de los pies.

—Llevo el Evangelio conmigo —dijo—. Y quiero contárselo a alguien.

Los hombres sonrieron. Del otro lado de la estrecha calle llegaba el sonido de una mujer que cantaba. El humo de sus cigarrillos permanecía flotando a su alrededor en la quieta atmósfera. Un muchachito que pasaba por la calle se detuvo y se abrió la bragueta para orinar.

—Hay una carpa al volver la esquina, y hoy es domingo —dijo finalmente el hombre bajo—. Puede ir allí y contar todo el Evangelio que desee.

—No es de esa especie. Es mejor. Es la verdad.

—¿De qué clase?

Jake se chupó el bigote y no respondió. Al cabo de un rato dijo:

—¿Han tenido ustedes huelgas aquí?

—En una ocasión —respondió el alto—. Tuvieron una de esas huelgas hará unos seis años.

—¿Qué sucedió?

El hombre de la llaga en la boca arrastró los pies y dejó caer la colilla de su cigarrillo al suelo.

—Bueno…, abandonaron el trabajo porque querían veinte centavos a la hora. Tomaron parte en ellas unos trescientos obreros. Daban vueltas por la calles durante todo el día. Así que la hilandería envió camiones, y al cabo de una semana la ciudad entera hervía de gente que había llegado en busca de trabajo.

Jake se dio la vuelta para mirarles de frente. Los hombres estaban sentados un par de escalones por encima de él, de manera que tenía que levantar la cabeza para mirarlos a los ojos.

—¿No les enfureció eso a ustedes? —preguntó.

—¿Qué quiere decir con… enfurecer?

La vena de la frente de Jake estaba hinchada y escarlata.

—¡Santo Dios, hombre! Quiero decir enfurecer…, enfurecer…, enfurecer.

Miró ceñudamente sus aturdidos, cetrinos, rostros Tras ellos, a través de la abierta puerta, podía ver el interior de la casa. En la habitación delantera había tres camas y un lavabo. En el cuarto trasero una mujer descalza estaba sentada durmiendo en una silla. De uno de los oscuros porches de las cercanías venía el sonido de una guitarra.

—Yo fui uno de los que vinieron en los camiones —dijo el hombre alto.

—Eso no importa. Lo que trato de decirles es claro y sencillo. Los bastardos propietarios de estas hilanderías son millonarios. En tanto que los desmotadores y cardadores y toda la gente que está detrás de las máquinas que hilan y tejen el paño apenas ganan lo suficiente para mantener quietas sus tripas. ¿No lo ven? Así que cuando caminas por las calles y piensas en ello y ves a gente rendida y hambrienta y a niños de piernas raquíticas, ¿no te pones furioso? ¿No? —Jake tenía el rostro congestionado y sombrío, y le temblaban los labios. Los tres hombres le miraron con cautela. Luego el tipo del sombrero de paja empezó a reírse—. Ande y ríase, hombre. Quede ahí sentado y ríase hasta que reviente.

Los hombres se reían, de aquella manera suave y desenvuelta como tres hombres se ríen de uno. Jake se quitó la suciedad de las plantas de los pies y se puso los zapatos. Tenía los puños apretados y la boca retorcida en una furiosa sonrisa.

—Ríanse…, es para lo único que sirven. ¡Espero que se queden ahí sentados riendo hasta morirse!

Mientras caminaba rígidamente calle abajo, el sonido de sus risas y silbidos le siguió.

La calle principal estaba brillantemente iluminada. Jake se entretuvo en una esquina acariciando las monedas que llevaba en el bolsillo. Sintió una punzada de dolor en la cabeza, y aunque la noche era calurosa, un escalofrío recorrió su cuerpo. Pensó en el mudo, y deseó ardientemente regresar a sentarse con él un rato. En la tienda de frutas y dulces donde había comprado el periódico aquella tarde, eligió una cesta de fruta envuelta en celofán. El griego que estaba detrás del mostrador le dijo que su precio era de sesenta centavos, de manera que después de pagar le quedaba sólo una moneda de cinco centavos. En cuanto se vio fuera de la tienda el regalo le pareció un obsequio extraño para un hombre sano. Unas pocas uvas se escapaban por debajo del celofán, y se las comió ávidamente.

Singer estaba en casa cuando llegó él. Se encontraba sentado junto a la ventana con el tablero de ajedrez dispuesto ante él en la mesa. La habitación estaba tal como Jake la había dejado, con el ventilador en marcha y la jarra de agua fría junto a la mesa. Sobre la cama había un sombrero panamá y un pedazo de papel; parecía, pues, que el mudo acababa de llegar. Singer señaló con la cabeza la silla que estaba frente a él junto a la mesa, y apartó a un lado el tablero. Se echó hacia atrás con las manos en los bolsillos, y su cara pareció preguntar a Jake qué había sucedido desde que se fuera.

Jake dejó la fruta en la mesa.

—Para esta tarde —dijo— el lema ha sido: Ve y encuentra un pulpo, y ponle calcetines.

El mudo sonrió, pero Jake no podía saber si había entendido lo que acababa de decir. El mudo miró la fruta con sorpresa y luego deshizo la envoltura de celofán. Mientras tocaba las frutas había algo muy peculiar en la cara de aquel hombre. Jake trató de descifrar la expresión y se quedó perplejo. Luego Singer esbozó una sonrisa resplandeciente.

—Conseguí un trabajo esta tarde en una especie de atracciones. Tengo que hacerme cargo del tiovivo.

El mudo no dio en absoluto la impresión de quedarse sorprendido. Se dirigió al armario y sacó una botella de vino y un par de vasos. Bebieron en silencio. Jake tenía la sensación de no haber estado jamás en su vida en una habitación tan tranquila. La luz situada encima de su cabeza producía una extraña reflexión de su cara en el brillante vaso de vino que sostenía ante sí…; la misma caricatura de sí mismo que había observado muchas veces en el pasado sobre la curvada superficie de las jarras o vasos de metal: su cara ovoide y regordeta y su desordenado bigote que le llegaba casi hasta las orejas. Ante él, el mudo sostenía el vaso con ambas manos. El vino empezó a hervir en las venas de Jake, y éste sintió que entraba de nuevo en el caleidoscopio de la embriaguez. La excitación le hacía temblar el bigote violentamente. Se inclinó hacia delante con los codos sobre las rodillas y clavó en Singer una amplia y escrutadora mirada.

—Apuesto a que soy el único hombre de esta ciudad que lleva furioso…, me refiero a furioso de verdad, diez largos años. Casi me meto en una pelea hace un momento. A veces tengo la impresión de que podría estar loco. La verdad es que no lo sé.

Singer empujó el vino hacia su huésped. Jake bebió de la botella y se frotó la cabeza.

—Mire, es como si yo fuera dos personas al mismo tiempo. Una de ellas es un hombre instruido. He estado en algunas de las bibliotecas más importantes del país. Leo. Leo continuamente. Leo libros que hablan de la más pura verdad. Ahí en mi maleta, tengo libros de Karl Marx y Thorstein Veblen y escritores así. Los leo una y otra vez, y cuanto más los estudio, más furioso me pongo. Conozco todas y cada una de las palabras impresas en sus páginas. La verdad es que me gustan las palabras: Materialismo dialéctico… Tergiversación jesuítica… —Jake desgranaba las sílabas en su boca con amorosa solemnidad—. Propensión teleológica —el mudo se secó la frente con un pañuelo cuidadosamente doblado—. Pero lo que quiero decir es esto: cuando una persona sabe, y no puede conseguir que los demás comprendan, ¿qué puede hacer? —Singer se esforzó en coger un vaso de vino, lo llenó hasta el borde y lo puso firmemente en la magullada mano de Jake— emborracharme, ¿eh? —dijo Jake con una sacudida de su brazo que derramó gotas de vino sobre sus blancos pantalones—. ¡Pero escuche! Dondequiera que uno mire, hay mezquindad y corrupción. Esta habitación, esta botella de vino de uvas, estas frutas de la cesta, son todos productos de ganancias y pérdidas. Nadie puede vivir sin prestar su aceptación pasiva a la mezquindad. Alguien tiene que agotarse por completo por cada bocado que comemos y cada pedazo de tela que llevamos puesto… y nadie parece darse cuenta. Todo el mundo está ciego, mudo, obtuso…, estúpido y mezquino.

Jake se apretó las sienes con los puños. Sus ideas se habían desviado en varias direcciones, y no podía controlarlas. Quería volverse loco. Quería salir y pelearse violentamente con alguien en una calle atestada de gente.

Sin dejar de mirarle con paciente interés, el mudo sacó su lápiz de plata, y escribió con sumo cuidado en un trozo de papel: ¿Es usted demócrata o republicano?, y empujó el papel por encima de la mesa. Jake lo arrugó en su mano. La habitación había empezado a dar vueltas otra vez, y no podía siquiera leer.

Mantuvo sus ojos fijos en la cara del mudo para calmarse. Los ojos de Singer eran las únicas cosas de la habitación que parecían no moverse. Eran de varios colores: moteados de ámbar, grises y de un castaño suave. Los estuvo mirando tanto rato que casi se hipnotizó. Perdió su urgente necesidad de armar alboroto y se sintió nuevamente tranquilo. Aquellos ojos parecían comprender todo lo que él había querido decir, y tener algún mensaje para él. Al cabo de un rato, la habitación volvió a quedarse quieta.

—Lo entiende —dijo con voz confusa—. Usted sabe lo que quiero decir.

De la lejanía llegó el suave y argentino tañido de las campanas de una iglesia. La luz de la luna bañaba de blanco el tejado de la casa de al lado y el cielo tenía un suave tono azul veraniego. Se convino sin palabras que Jake se quedaría con Singer unos días hasta que encontrara una habitación. Cuando el vino se terminó, el mudo puso un colchón sobre el suelo al lado de la cama. Sin quitarse ninguna prenda de ropa, Jake se echó y se quedó instantáneamente dormido.