El sol despertó temprano a Mick, aunque la muchacha no había vuelto a casa hasta muy tarde, la noche anterior. Hacía demasiado calor para tomar café para desayunar, de modo que tomó un poco de jarabe con agua helada y galletas. Se entretuvo un ratito en la cocina y luego salió al porche delantero a leer las historias cómicas. Había pensado que quizá encontraría a Mister Singer leyendo el periódico en el porche como todos los domingos por la mañana. Pero Mister Singer no estaba allí, y más tarde el papá de Mick le dijo a ésta que el mudo había llegado muy tarde la noche anterior, y que tenía compañía en su habitación. La niña esperó a Mister Singer mucho tiempo. Todos los demás huéspedes fueron bajando. Finalmente, ella volvió a la cocina y sacó a Ralph de su sillita alta y le puso un vestido limpio y le secó la cara. Después, cuando Bubber volvió de la Escuela Dominical, la niña estaba lista para llevar a pasear a los pequeñines. Permitió que Bubber montara en el cochecito con Ralph porque iba descalzo y la ardiente acera le quemaba los pies. Empujó el cochecito durante ocho manzanas hasta llegar a la nueva casa grande que estaban construyendo. La escalera estaba aún apoyada contra el borde del tejado, y, armándose de valor, empezó a subir por ella.
—Cuida de Ralph —le gritó a Bubber—. Procura que no se le metan mosquitos en los párpados.
Cinco minutos más tarde, Mick se levantó y se mantuvo muy erguida. Extendió los brazos como si fueran alas. Aquel era el sitio en el que todo el mundo quería estar. La cima. Pero no había muchos niños que pudieran hacerlo. La mayoría se asustaban, porque si uno perdía pie y caía por el borde, se mataría. A su alrededor estaban los tejados de las demás casas y las verdes copas de los árboles. Al otro lado de la ciudad se distinguían las agujas de la iglesia y las chimeneas de las fábricas. El cielo era de un azul brillante y ardiente como el mismo fuego. El sol convertía todas las cosas del suelo en objetos de un blanco mareante o negro.
Mick deseaba cantar. Todas las canciones que conocía pugnaban por subir a su garganta, pero de ésta no brotaba el menor sonido. Uno de los chicos mayorcitos que había conseguido llegar a la parte más alta del tejado la semana anterior dejó escapar un grito y luego empezó a vociferar un discurso que había aprendido en la escuela secundaria: “¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oídos!” En el hecho de subir a la cima había algo que le hacía sentir a uno una emoción salvaje, así como el deseo de gritar o cantar o levantar los brazos y echar a volar.
Sintió cómo las suelas de sus zapatillas de tenis resbalaban, y fue aflojando las piernas hasta quedar montada a horcajadas sobre la arista del tejado. La casa estaba casi terminada. Sería uno de los mayores edificios de la vecindad: dos pisos, con techos muy altos y el tejado más inclinado que jamás había visto. Pero pronto la obra estaría terminada. Los carpinteros se marcharían, y los niños tendrían que buscar otro lugar para jugar.
Estaba sola. No había nadie por las inmediaciones, y todo estaba tranquilo, de modo que la niña podía dedicarse a pensar durante un rato. Sacó del bolsillo de los shorts el paquete de cigarrillos que había comprado la noche anterior. Aspiró el humo lentamente. El cigarrillo le daba una sensación de ebriedad de tal modo que le parecía pesar la cabeza al tiempo que no la sentía muy segura sobre sus hombros. Pero tenía que acabarlo.
“M. K.” Estas iniciales figurarían en todas sus cosas cuando tuviera diecisiete años y fuera muy famosa. Volvería a casa montada en un automóvil Packard rojo y blanco, con sus iniciales grabadas en las puertas. También sus pañuelos y ropa interior llevarían las iniciales. Quizá sería una gran inventora. Inventaría diminutas radios del tamaño de un guisante que la gente podría llevar a todas partes metidas en la oreja. Y también máquinas voladoras que la gente podría atarse a la espalda como si fueran mochilas y les llevarían en un abrir y cerrar de ojos a los confines de la Tierra. Después, ella sería la primera en construir un enorme túnel a través del mundo hasta China, y la gente podría dejarse caer por él en grandes globos. Éstas serían las primeras cosas que inventaría. Todo estaba ya planificado.
Cuando hubo llegado a la mitad del cigarrillo, Mick lo apagó aplastándolo y arrojó la colilla por la pendiente del tejado. Luego se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza en los brazos, iniciando un leve canturreo.
Era algo extraño, pero casi continuamente estaba oyendo en el fondo de su mente algo así como una pieza de piano u otra música. Hiciera lo que hiciera, o pensara lo que pensara, casi siempre estaba allí. Miss Brown, que se hospedaba con ellos, tenía una radio en su habitación, y durante todo el invierno último estuvo sentada en la escalera los domingos por la tarde, escuchando los programas. Probablemente se trataba de obras de música clásica, pero eran éstas las que ella recordaba mejor. Había un tipo especial de música que le encogía el corazón cada vez que la oía. A veces, esta música era como trocitos coloreados de caramelo, y otras era la cosa más suave y triste que jamás imaginara.
De repente se oyó un llanto. Mick se incorporó y aguzó el oído. El viento le agitaba el flequillo sobre la frente y el brillante sol le blanqueaba y humedecía la cara. Los lloriqueos continuaron, y Mick se movió lentamente por el afilado tejado apoyándose en manos y rodillas. Al llegar al extremo se inclinó hacia delante echándose sobre el estómago para que su cabeza asomara por el borde y pudiera ver el suelo.
Los niños estaban donde ella los había dejado. Bubber estaba en cuclillas sobre algo que había en el suelo, y a su lado había una negra sombra, de reducido tamaño. Ralph seguía atado en su cochecito. Apenas era lo bastante mayor para incorporarse, y se sujetaba a los bordes del cochecito, con la gorra torcida en su cabeza, llorando.
—¡Bubber! —gritó Mick—. Entérate de lo que quiere Ralph y dáselo.
Bubber se puso de pie y miró severamente el rostro del bebé.
—No quiere nada.
—Bueno, pues dale una buena sacudida, entonces.
Mick se encaramó de nuevo al lugar que había ocupado antes. Quería estar largo rato pensando en dos o tres determinadas personas, cantar para sí, y hacer planes, pero aquel maldito Ralph seguía chillando, y no conseguía tener paz.
Audazmente volvió a descolgarse hacia la escalera que estaba apoyada contra el borde del tejado. La pendiente era muy pronunciada, y tan sólo había unos tacos de madera clavados en el tejado, muy separados entre sí, que los obreros usaban para apoyar los pies. Sintió vértigo y su corazón empezó a latir tan fuertemente que la hizo temblar. En tono imperativo se dijo a sí misma en voz alta: “Sujétate fuerte con las manos y luego déjate ir hasta que tu dedo gordo del pie consiga un punto de apoyo; luego aguanta ahí y deslízate a la izquierda. Calma, Mick, tienes que conservar la calma.”
Bajar es siempre la parte más difícil de cualquier escalada. Le llevó mucho rato alcanzar la escalera y volver a sentirse a salvo. Cuando finalmente se encontró de pie en el suelo se sintió mucho más pequeña y como si sus piernas fueran a doblársele. Se subió los shorts y se ajustó otro ojal del cinturón. Ralph seguía llorando, pero ella no prestó ninguna atención al sonido y penetró en la nueva y desierta casa.
El mes anterior habían colgado un letrero en la parte delantera prohibiendo la entrada de niños en el lugar. Una pandilla de niños había estado correteando y peleándose por las habitaciones una noche, y una pequeña que no pudo ver en la oscuridad penetró en un cuarto que aún no tenía suelo y se cayó rompiéndose una pierna. Seguía en el hospital, escayolada. También, en otra ocasión algunos chicos bastante brutos se orinaron en una de las paredes y escribieron palabrotas en otra. Pero, por más que pusieran letreros de prohibida la entrada, no podrían apartar a los chicos de allí hasta que la casa estuviera pintada y terminada y hubiera ido a vivir gente a ella.
Las habitaciones olían a madera fresca, y al caminar, las suelas de sus zapatillas deportivas hacían un ruido sordo que resonaba por toda la casa. El aire era cálido y encalmado. La niña permaneció en medio de la habitación delantera durante un rato, y de repente se acordó de algo. Se metió la mano en el bolsillo y sacó dos trozos de tiza…, uno verde y el otro rojo.
Con mucha lentitud trazó las grandes letras de imprenta. En la parte superior escribió EDISON, y bajo esto los nombres de DICK TRACY y MUSSOLINI. Luego, en cada esquina, con las letras mayores de todas, de rojo y perfiladas de verde, escribió sus iniciales: M. K. Terminado esto, cruzó el cuarto hasta la pared opuesta y escribió una feísima palabra —COÑO— y bajo ella puso también sus iniciales.
Se quedó quieta en medio de la vacía habitación, contemplando su obra. La tiza seguía en su mano, y no se sentía realmente satisfecha de lo que había hecho. Estaba tratando de recordar el nombre del tipo que había escrito la música que ella oyera por la radio el invierno anterior. Se lo había preguntado a una niña de la escuela que tenía un piano y tomaba lecciones de música, y la niña por su parte se lo preguntó a la maestra. Al parecer, el tipo aquel era un chico que había vivido en algún país europeo mucho tiempo atrás. Pero aunque era sólo un niño, había escrito todas aquellas hermosas obras para piano y para violín, así como para banda y orquesta. En su cabeza Mick podía recordar unas seis melodías diferentes pertenecientes a obras suyas que había oído. Algunas eran rápidas y tintineantes, y había otras que eran como el perfume de la primavera después de la lluvia. Pero todas de algún modo la entristecían y excitaban al mismo tiempo.
Canturreó para sí una de las melodías, y al cabo de un rato, en la caliente y vacía casa, sola, sintió que las lágrimas afluían a sus ojos. Se le hizo un nudo en la garganta y ya no pudo seguir cantando. Rápidamente escribió el nombre de aquel individuo en el primer lugar de la lista: MOTSART.
Ralph seguía atado al cochecito tal como le había dejado. Estaba incorporado y quieto y con sus gordas manitas se sujetaba a los costados. Ralph parecía un chinito con su negro flequillo cuadrado y sus negros ojos. El sol le daba en la cara, y eso era lo que le había hecho llorar. Bubber no aparecía por ninguna parte. Cuando Ralph la vio venir empezó a afinar su vocecita para iniciar nuevamente el llanto. Mick tiró del carrito para ponerlo a la sombra, al lado de la casa nueva, y se sacó del bolsillo de la blusa un caramelo de azúcar y gelatina de color azul. Metió el caramelo en la tibia y suave boca del niño.
—Chúpate ésta —le dijo. En cierto modo era un desperdicio, porque Ralph aún era demasiado pequeño para captar el buen sabor de un caramelo. Una piedrecita limpia hubiera servido para lo mismo, sólo que aquel pedazo de tonto hubiera podido tragársela. No entendía de sabor más de lo que entendía de hablar. Cuando le decías que estabas cansado de arrastrarlo por todas partes y que sentías la tentación de arrojarlo al río, era lo mismo que si le dijeras que le querías. No había nada que estableciera ninguna diferencia para él. Por eso era tan espantosamente aburrido llevarlo por ahí.
Mick ahuecó las manos, las unió, y sopló por la rendija que se formaba entre sus pulgares. Se le hincharon las mejillas, y al comienzo no oyó más que el aire escapándose por entre los dedos. Luego brotó un agudo y penetrante silbido, y al cabo de unos segundos apareció Bubber por la esquina de la casa.
Despeinó a Bubber para quitarle el serrín del cabello y enderezó la gorra de Ralph. Esta gorra era lo mejor que tenía Ralph. Estaba hecha de encaje y toda bordada. La cinta que se la sujetaba a la barbilla era azul de un lado y blanco del otro, y en cada oreja había grandes escarapelas. Su cabeza era demasiado grande para la gorra y el bordado se había rasgado, pero ella siempre se la ponía cuando lo sacaba a pasear. Ralph no tenía un auténtico cochecito de niños como los bebés de la mayor parte de la gente, ni calzado de punto de verano. Tenía que sacarlo en un viejo carrito destartalado que le habían regalado por Navidad tres años antes. Pero el gorrito le daba cierta apariencia.
No había nadie en la calle, porque era domingo, la mañana estaba avanzada y hacía mucho calor. El carrito chirriaba y crujía. Bubber iba descalzo y la acera estaba tan caliente que le quemaba los pies. Los verdes robles proyectaban negras y aparentemente frescas sombras sobre el suelo, pero esa sombra no era suficiente.
—Súbete al cochecito —le dijo a Bubber—. Y deja que Ralph se siente en tu regazo.
—Puedo andar.
A Bubber el largo verano siempre le producía cólicos. No llevaba camisa, y sus costillas aparecían blancas y aguzadas. El sol le daba un tono pálido a la piel, en vez de moreno, y las tetillas eran como pasas azules en su pecho.
—No me importa llevarte —dijo Mick—. Sube.
—Conforme…
Mick tiraba lentamente del cochecito porque no tenía prisa en llegar a casa. Empezó a hablar con los niños. Pero era como si se dijera cosas a sí misma.
—Es divertido…, los sueños que he tenido últimamente. Es como si estuviera nadando. Pero en vez de agua, estiro los brazos y nado a través de grandes multitudes de gente. Hay cientos de veces más gente que en los almacenes Kresses los sábados por la tarde. La mayor muchedumbre del mundo. Y a veces grito y nado a través de la gente derribándolos…; en otras ocasiones estoy en el suelo y todos me pisotean y se derraman mis tripas por la acera. Imagino que es más una pesadilla que un simple sueño…
Los domingos, la casa estaba llena de gente porque los huéspedes tenían visitas. Se oía crujir de periódicos y todo estaba lleno de humo, en tanto que continuamente sonaban pisadas en la escalera.
—Hay cosas que uno quiere mantener en privado. No porque sean malas, sino sólo porque quiere guardarlas en secreto. Hay dos o tres cosas que no querría que supierais ni siquiera vosotros.
Bubber bajó cuando llegaron a la esquina y ayudó a bajar el cochecito por el bordillo de la acera y a subirlo en la otra.
—Pero hay algo por lo que lo daría todo. Y es un piano. Si tuviera un piano, practicaría todas las noches y me aprendería todas las canciones del mundo. Eso es lo que más deseo.
Habían llegado ya a su manzana. Su casa estaba sólo a unas pocas puertas de distancia. Era una de las mayores de toda la parte norte de la ciudad…, de tres pisos. Pero en la familia había catorce personas. No todos formaban parte realmente de la familia Kelly…, pero comían y dormían allí a cinco dólares por cabeza, y bien podía contárselos como si lo fueran. Mister Singer no entraba en la cuenta porque sólo tenía alquilada una habitación, y él mismo se encargaba de arreglarla.
La casa era estrecha y llevaba muchos años sin pintar. No parecía sólidamente construida como para sostener los tres pisos. Se inclinaba hacia un costado.
Mick desató a Ralph y lo levantó del cochecito. Cruzó rápidamente el vestíbulo y por el rabillo del ojo vio que el cuarto de estar estaba lleno de gente. Su papá estaba allí, también. Mamá estaría en la cocina. Todos andaban haraganeando, a la espera de la hora de comer.
Entró en la primera de las tres habitaciones que la familia conservaba para sí. Dejó a Ralph en la cama donde dormían papá y mamá y le dio un collar para que jugara con él. Pudo oír voces a través de la puerta de comunicación con la habitación de al lado, y decidió entrar.
Hazel y Etta dejaron de hablar al verla. Etta estaba sentada en la silla junto a la ventana, pintándose las uñas de los pies con laca roja. Llevaba el cabello recogido y sujeto con rulos de acero, y, en la cara, una manchita blanca de crema facial indicaba el lugar donde le había salido una espinilla, debajo de la barbilla. Hazel estaba echada perezosamente en la cama como de costumbre.
—¿De qué estabais hablando?
—No te importa —dijo Etta—. Cállate y déjanos en paz.
—Es mi habitación tanto como la vuestra. Tengo el mismo derecho que vosotras a estar aquí —Mick anduvo pavoneándose de un extremo al otro del cuarto—. Pero no tengo ganas de pelea. Todo lo que quiero es hacer constar mis derechos.
Mick se echó hacia atrás su desgreñado flequillo con la palma de la mano. Hacía esto tan a menudo que se le habían formado pequeños mechones sobre la frente. Arrugó la nariz e hizo muecas ante el espejo. Luego empezó a pasear otra vez por la habitación.
Hazel y Etta no estaban mal como hermanas. Pero Etta parecía tener el cuerpo lleno de gusanos. No pensaba más que en las estrellas de la pantalla y en entrar ella misma en el cine. En una ocasión había escrito una carta a Jeannette MacDonald, y recibió como respuesta una carta escrita a máquina en la que le decían que si alguna vez iba a Hollywood podía ir a bañarse en su piscina. Y desde entonces aquella piscina no se había apartado de la mente de Etta. Sólo pensaba en ir a Hollywood cuando hubiera ahorrado lo bastante para el billete del autobús, y conseguir un empleo de secretaria y hacerse amiga de Jeannette MacDonald y convertirse en estrella de cine.
Estaba todo el día acicalándose. Y ésa era la parte mala. Etta no era naturalmente bonita como Hazel. Lo principal era que carecía de barbilla. Sacaba la mandíbula todo lo que podía y hacía un montón de ejercicios que había leído en una revista de cine. Siempre se estaba contemplando el perfil en el espejo y tratando de mantener la boca en una cierta postura. Pero no servía de nada. A veces Etta se llevaba las manos a la cara y se pasaba toda la noche llorando.
Hazel era una perezosa completa. Era bonita pero estúpida. Tenía dieciocho años, y junto con Bill era la mayor de todos los chicos de la familia. Tal vez ahí residía el problema. Siempre conseguía la parte mejor de todas las cosas. Los vestidos más nuevos y los mejores regalos. Hazel nunca tenía que pelear por las cosas, y era blanda.
—¿Te vas a pasar todo el día paseando por la habitación? Me pone enferma verte con esas ropas de chico estúpido. Alguien tendría que apretarte los tornillos, Mick Kelly, y hacer que te comportaras —dijo Etta.
—Cierra la boca —repuso Mick—. Llevo shorts porque no quiero ponerme tu ropa usada. No quiero ser como ninguna de vosotras dos; no quiero parecerme a ninguna. Y no lo haré. Por eso llevo shorts. Me gustaría convertirme en un chico e irme a vivir con Bill.
Mick hurgó bajo la cama y sacó una gran caja de sombreros. Mientras se la llevaba a la puerta, las dos le gritaron:
—¡Anda con viento fresco!
Bill tenía la habitación más bonita de toda la familia. Era como una madriguera, y no la compartía con nadie, excepto con Bubber. Tenía fotografías sacadas de revistas fijadas en las paredes con chinchetas, en su mayor parte rostros de hermosas mujeres, y en otro rincón algunos cuadros que Mick había pintado el año anterior en la clase de arte. En la habitación había sólo una cama y una mesa.
Bill estaba sentado, encorvado sobre la mesa, leyendo Mecánica Popular. Ella se le acercó por detrás y le rodeó los hombros con los brazos.
—Hola, viejo pillastre.
Bill no empezó a pelear con ella como solía hacer. En lugar de ello dijo “Hola”, y sacudió un poco los hombros.
—¿Te importa si me quedo un ratito?
—Qué va… No me importa. Quédate.
Mick se arrodilló en el suelo y deshizo los nudos de la cuerda que sujetaba la gran caja de sombreros. Sus manos se pasearon por el borde de la tapa, pero por alguna razón no se decidía a abrirla.
—He estado pensando lo que he hecho ya con esto —dijo—. Y puede que funcione, o que no.
Bill seguía leyendo. Ella continuaba arrodillada junto a la caja, pero sin abrirla. Sus ojos observaron a Bill, que estaba sentado de espaldas a ella. Con uno de sus grandes pies se pisaba el otro mientras leía. Sus zapatos estaban estropeados. En una ocasión su papá había dicho que todas las comidas de Bill iban a parar a sus pies, y el desayuno a una oreja y la cena a la otra. Ciertamente había sido una observación ruin, y Bill estuvo amargado durante un mes, pero era divertida. Tenías las orejas muy anchas y muy rojas, y aunque acababa tan sólo de terminar la escuela secundaria, calzaba zapatos del cuarenta y cinco. Cuando estaba de pie, trataba de esconder sus pies restregando el uno contra el otro, pero esto no hacía más que empeorar las cosas.
Mick abrió la caja unos centímetros y luego la cerró nuevamente. Estaba demasiado excitada para mirar en su interior ahora. Se levantó y paseó por la habitación hasta calmarse un poco. Al cabo de unos minutos se detuvo ante el cuadro que había pintado el invierno anterior en la clase de arte gratuita del gobierno para niños de la escuela. Era un cuadro de una tormenta en el océano en la que aparecía una gaviota volando con dificultades en medio del fuerte viento. Se titulaba Gaviota marina con el lomo roto en la tormenta. El maestro les había descrito el océano durante las dos o tres primeras lecciones, y casi todos habían tomado ese tema. La mayoría de chicos estaban como ella, sin embargo, jamás habían visto el océano con sus propios ojos.
Era el primer cuadro que ella había pintado, y Bill lo clavó con chinchetas en la pared de su cuarto. El resto de sus pinturas estaba lleno de gente. Había pintado algunas tormentas oceánicas más al comienzo: una con un avión estrellándose y gente saltando de él para salvarse, y otra con un trasatlántico que se hundía y toda la gente que se empujaba y apelotonaba para llegar a la única barca salvavidas.
Mick se dirigió al armario de Bill y sacó otras pinturas que había hecho en clase: algunos dibujos a lápiz, unas pocas acuarelas y una tela con óleos. Todos estaban llenos de gente. Había imaginado un gran incendio en Broad Street y pintado lo que ella creía que pasaría. Las llamas eran de un verde y anaranjado brillantes, y los únicos edificios que quedaban en pie eran el restaurante de Mister Brannon y el First National Bank. La gente yacía muerta en la calle; otros corrían para salvarse. Había un hombre en camisón, y una señora que trataba de llevarse consigo un racimo de plátanos. Otro de los cuadros se titulaba Explosión de una caldera en una fábrica, y se veía a hombres saltando por las ventanas y corriendo mientras un grupo de niños con guardapolvos estaban apretujados, sosteniendo las fiambreras con la comida que habían traído a sus padres. El óleo representaba a toda la ciudad peleándose en Broad Street. No sabía por qué lo había pintado, y no era capaz de encontrarle un nombre apropiado. No había ningún incendio o tormenta o razón alguna por la que se explicara la batalla que tenía lugar allí. Pero había en él más gente y más movimiento que en todos los demás cuadros. Era el mejor; lástima que no se le ocurriera un titulo. En el fondo de su mente, en algún lugar, ella sabía lo que la pintura representaba.
Mick devolvió las pinturas a la estantería del armario. Ninguna de ellas era muy buena. Las personas carecían de dedos, y algunas veces los brazos eran más largos que las piernas. En cualquier caso, la clase de arte había sido entretenida. Pero había pintado lo que se le ocurría sin razón alguna…, y en su corazón eso no le proporcionaba la misma sensación que la música. No había nada que fuera tan bueno como la música.
Mick se arrodilló en el suelo y rápidamente levantó la tapa de la caja de sombreros. En su interior había un ukelele agrietado, encordado con dos cuerdas de violín, una de guitarra y una de banjo. La grieta que había en la parte de atrás del ukelele había sido limpiamente reparada con esparadrapo y el agujero redondo del centro cubierto con un pedazo de madera. Un puente de violín mantenía tirantes las cuerdas a cada extremo y a cada lado se habían cincelado unas eses. Mick se estaba haciendo un violín. Sostenía el violín en el regazo. Tenía la impresión de no haberlo visto nunca. Tiempo atrás le había hecho a Bubber una pequeña mandolina de juguete con una caja de cigarros y unas gomas, y eso le dio la idea. Desde entonces se había dedicado a buscar afanosamente las diversas partes del instrumento, y cada día se dedicaba un poco a la tarea. Ahora le parecía que lo había hecho todo menos emplear la cabeza.
—Bill, esto no se parece a los violines de verdad que he visto.
El muchacho continuaba leyendo.
—¿Sí?…
—No tiene buen aspecto. No tiene…
Tenía previsto aquel día afinar el instrumento, apretando las clavijas. Pero al darse cuenta de repente de lo mal que estaba hecho todo el trabajo, no quería mirarlo. Lentamente, fue pulsando una cuerda tras otra. Todas hacían el mismo sonido metálico corto y hueco.
—¿Y cómo me las arreglaré para conseguir un arco? ¿Estás seguro de que tiene que ser de crin de caballo?
—Sí —replicó Bill con impaciencia.
—¿No serviría algo así como alambre o cabello humano encordado en un palo flexible?
Bill se frotó un pie contra el otro y no respondió.
La furia hizo brotar gotas de sudor de la frente de Mick. Su voz era áspera.
—Ni siquiera es un mal violín. Es sólo un cruce entre una mandolina y un ukelele. Los aborrezco. Los aborrezco… —Bill se dio la vuelta—. Todo ha resultado mal. No servirá. No sirve de nada.
—Cállate —le dijo Bill—. ¿Sigues con ese viejo ukelele roto con el que has estado perdiendo el tiempo? Yo podía haberte dicho desde el comienzo que es absurdo pensar que puedes construir un violín. No es algo que uno simplemente se sienta y construye… Tienes que comprarlo. Creía que todo el mundo sabía una cosa como ésa. Pero supuse que no te haría daño averiguarlo por ti misma.
A veces odiaba a Bill más que a nadie en el mundo. Se mostraba enteramente distinto de su forma de ser habitual. Mick se sintió tentada de golpear el violín contra el suelo y patearlo, pero lo que hizo fue meterlo otra vez en la caja con violencia. Las lágrimas le quemaban en los ojos como fuego. Le dio un puntapié a la caja de sombreros y salió corriendo de la habitación sin mirar a Bill.
Cuando se escabullía por el vestíbulo para volver al patio trasero se tropezó con su mamá.
—¿Qué te pasa? ¿Qué has estado haciendo ahora?
Mick trató de soltarse, pero su madre la tenía sujeta por el brazo. Ceñudamente, se secó las lágrimas de la cara con el dorso de la mano. Su mamá venía de la cocina y llevaba puesto el delantal y las zapatillas. Como de costumbre, su aspecto era el de alguien que tiene muchas cosas en la cabeza y no tiene tiempo de hacer más preguntas.
—Mister Jackson ha traído a almorzar a sus dos hermanas, y no habrá sillas suficientes. Así que tú y Bubber tendréis que comer en la cocina.
—Me parece muy bien —dijo Mick.
Su mamá la soltó y fue a quitarse el delantal. Del comedor llegó el sonido de la campanilla llamando a comer, al tiempo que estallaba repentinamente una alegre charla. Oyó cómo su papá le contaba a alguien cuánto había perdido al no conservar su seguro de accidente hasta el momento en que se rompió la cadera. Eso era algo que su papá no se quitaba nunca de la cabeza: las oportunidades que había tenido de hacer dinero y no había sabido aprovechar. Los platos empezaron a entrechocar, y al cabo de un rato la charla se detuvo.
Mick se apoyó en la barandilla de la escalera. El repentino llanto le había provocado hipo. Al pensar en el mes que acababa de transcurrir, tuvo la impresión de que jamás había creído de veras que su violín funcionaría. Pero en su interior se había obligado a creerlo Y aún ahora le resultaba difícil no creer en ello un poquito. Estaba cansada. Bill ya no le servía de mucha ayuda. Solía pensar que Bill era la persona más fenomenal del mundo. Le seguía a todas partes adonde iba: a pescar en el bosque, a los clubes que fundaba con los otros chicos, a las máquinas tragaperras de la parte trasera del restaurante de Mister Brannon…, a todas partes. Quizá él no había tenido intención de defraudarla así. Pero en todo caso nunca volverían a ser buenos camaradas.
En el vestíbulo flotaba el olor de los cigarrillos mezclado con el del almuerzo del domingo. Mick aspiró con deleite y se encaminó nuevamente a la cocina. La comida empezaba a oler bien, y ella estaba hambrienta. Pudo oír la voz de Portia hablando con Bubber. No se sabía si le estaba cantando algo o contándole una historia.
—Y por esa razón soy mucho más afortunada que la mayoría de las muchachas de color —decía Portia cuando Mick abrió la puerta.
—¿Por qué? —preguntó Mick.
Portia y Bubber estaban sentados a la mesa de la cocina tomando su comida. El vestido verde estampado de Portia formaba un fresco contraste con su piel castaño oscuro. Llevaba pendientes verdes y el cabello muy bien peinado y pulcro.
—Llegas siempre al final de la frase y quieres saberlo todo —dijo Portia. Se levantó y se inclinó sobre la caliente cocina, sirviéndole la comida a Mick—. Bubber y yo estábamos hablando de la casa de mi abuelo en Old Sardis Road. Le contaba a Bubber que él y mis tíos son los dueños. Seis hectáreas y media. Siempre plantan una hectárea y media con algodón, algunos años ponen guisantes para mantener rica la tierra. Y hay media hectárea con una colina en la que sólo plantan melocotones. Tienen una mula y una cerda de cría, y siempre de veinte a veinticinco gallinas ponedoras y pollitos tomateros. Tienen una parcela para hortalizas y dos pacanas y muchos ciruelos, higueras y moras. Y ésa es la verdad. No hay muchos blancos que hayan hecho con su tierra lo que mi abuelo.
Mick apoyó los codos en la mesa y se inclinó sobre su plato. A Portia siempre le gustaba hablar de su granja, y lo hacía con preferencia a cualquier otra cosa, excepto cuando se trataba de su marido y su hermano. Al oírla, uno pensaría que aquella granja de negros era la mismísima Casa Blanca.
—La casa empezó sólo con una pequeña habitación. Y con los años fueron construyendo hasta que cupieron en ella mi abuelo, sus cuatro hijos y sus esposas y niños, y mi hermano Hamilton. En el salón tienen un órgano de verdad y un gramófono. Y en las paredes una gran fotografía de mi abuelo con su uniforme de la logia. Hacen conservas con todas las frutas y las verduras, y por más frío y lluvioso que sea el invierno ellos casi siempre tienen qué comer.
—¿Y por qué no te vas a vivir con ellos, entonces? —preguntó Mick.
Portia dejó de pelar patatas y sus largos y morenos dedos golpearon la mesa al compás de sus palabras.
—Las cosas son así. Mira…; cada persona se construye su casa para los suyos. Todos han trabajado duro todos estos años. Y desde luego los tiempos son difíciles para todo el mundo ahora. Pero mira…, yo viví con el abuelo cuando era una niña. Pero no he vuelto a trabajar allí desde entonces. Sin embargo, en cualquier momento en que yo y Willie y Highboy tengamos problemas siempre podemos volver.
—¿Y no construyó tu padre una casa?
Portia dejó de masticar.
—¿El padre de quién? ¿Quieres decir mi padre?
—Claro —repuso Mick.
—Sabes perfectamente que mi padre es un médico de color que reside aquí en la ciudad.
Mick ya le había oído decir eso a Portia anteriormente, pero pensaba que se trataba de un cuento. ¿Cómo podía ser médico un hombre de color?
—Las cosas son así. Antes de casarse con papá, mamá no había conocido más que la verdadera bondad. Mi abuelo es la bondad en persona. Pero mi padre es diferente de él como la noche del día.
—¿Es malo? —preguntó Mick.
—No, no es un hombre malo —respondió Portia lentamente—. Lo que pasa es otra cosa. A mi padre no le gustan los otros hombres de color. Es difícil de explicar. Mi padre se pasó la vida estudiando solo. Y hace mucho tiempo aprendió estas nociones de cómo tiene que ser una familia. Le gustaba mandar en todo y por la noche trataba de enseñarnos a los niños unas lecciones.
—Pues eso no me parece tan mal —dijo Mick.
—Escucha. La mayor parte del tiempo era muy tranquilo. Pero algunas noches le daba una especie de ataque. Nunca he visto a un hombre tan furioso. Todo el mundo que conoce a mi padre dice que estaba medio loco. Hacía cosas absurdas, y nuestra mamá lo abandonó. Yo tenía diez años en aquella época. Nuestra mamá nos llevó a los niños con ella a la granja del abuelo, y allí nos criamos. Nuestro padre quería que volviéramos. Pero ni siquiera cuando murió nuestra mamá los hijos quisimos volver a casa con él. Y ahora mi padre vive solo —Mick se acercó al fogón y se llenó el plato otra vez. La voz de Portia subía y bajaba como una canción, y nada podía detenerla ahora—. No veo mucho a mi padre, quizá una vez por semana, pero pienso mucho en él. Siento más pena por él que nadie. Supongo que ha leído más libros que cualquier hombre blanco de esta ciudad. Ha leído más libros y se ha preocupado acerca de más cosas. Está lleno de libros y de preocupaciones. Ha perdido a Dios y ha vuelto la espalda a la religión. Todos sus problemas le vienen de eso —Portia estaba excitada. Siempre que se ponía a hablar de Dios (o de Willie, su hermano, o de Highboy, su marido), se excitaba—. Bueno, no me gusta gritar. Pertenezco a la Iglesia presbiteriana y a nosotros no nos va todo eso de rodar por el suelo y hablar lenguas. No nos santificamos cada semana ni nos revolcamos juntos. En nuestra iglesia cantamos y dejamos que el predicador predique. Y si quieres que te diga la verdad, no creo que un poquito de canto y un poquito de prédica te perjudicase, Mick. Deberías llevarte a tu hermanito a la Escuela Dominical, y tú también eres bastante mayor para sentarte en la iglesia. Por la forma como te estás comportando últimamente, diría que ya tienes un pie en el infierno.
—¡Estupideces! —exclamó Mick.
—Bueno, Highboy era un joven santón antes de casarnos. Le gustaba recibir el espíritu todos los domingos, y gritar y santificarse. Pero después de que nos casáramos conseguí que viniera conmigo, y aunque es difícil tenerlo quieto bastante rato, creo que se porta bastante bien.
—No creo en Dios más de lo que creo en Santa Claus —declaró Mick.
—¡Espera un momento! Por eso pienso a veces que te pareces a mi padre más que cualquier otro que haya conocido.
—¿Yo? ¿Qué me parezco a él?
—No me refiero a la cara o a nada del aspecto. Hablaba de la forma y el color de vuestra alma.
Bubber estaba sentado mirando a una y a otra. Tenía la servilleta atada alrededor del cuello y en su mano sostenía su vacía cuchara.
—¿Qué es lo que come Dios? —preguntó.
Mick se levantó de la mesa y se quedó de pie en la puerta, dispuesta a irse. A veces era divertido fastidiar a Portia. Ésta empezaba la misma melodía y decía lo mismo una y otra vez…, como si fuera todo lo que sabía.
—Las personas como tú y mi padre que no asisten a la iglesia nunca pueden tener paz. Mírame a mí: yo creo y tengo paz. Y Bubber, él tiene su paz también. Y mi Highboy y mi Willie, también. Y me parece a mí, con sólo mirarle, que este Mister Singer tiene también paz. Lo sentí la primera vez que lo vi.
—Piensa lo que quieras —dijo Mick—. Estás más loca que lo haya estado tu padre nunca.
—Pero tú nunca has amado a Dios ni a ninguna persona. Eres dura y correosa como el cuero. Pero te conozco. Esta tarde vas a andar por todas partes sin estar nunca satisfecha. Vas a caminar por ahí como si anduvieras buscando algo perdido. Te vas a excitar cada vez más. Tu corazón va a latir tan fuerte que casi te matará, porque no amas y no tienes paz. Y luego algún día vas a hacer algún disparate y te vas a perder. Nada te ayudará entonces.
—¿Qué, Portia? —preguntó Bubber—. ¿Qué cosas come?
Mick se rió y se fue de la habitación dando zapatazos.
Anduvo vagando por la casa durante la tarde porque no era capaz de estarse quieta. Algunos días eran así. En primer lugar, el recuerdo del violín seguía preocupándola. Nunca podría construir uno parecido a los de verdad…, y después de todas aquellas semanas de proyectar, eso la ponía enferma. ¿Pero cómo podía haber estado tan segura de que la idea funcionaría? ¿Cómo podía haber sido tan torpe? Quizá cuando la gente desea tan desesperadamente una cosa, esa misma ansia les hace creer en cualquier cosa que pueda proporcionársela.
Mick no quería volver a las habitaciones donde estaba la familia. Y no quería tener que charlar con ninguno de los huéspedes. No le quedaba más recurso que la calle…, y ahí el sol calentaba demasiado. Anduvo vagando sin rumbo por el vestíbulo sin dejar de aplastarse el desordenado cabello con la palma de la mano. “Demonios —se dijo a sí misma en voz alta—. Además de un piano, tendría que procurarme un lugar para mí misma”.
Aquella Portia era víctima de una locura propia de negros, pero no era mala. Nunca le haría nada malo a Bubber o a Ralph a hurtadillas, como algunas chicas de color. Pero Portia acababa de decir que jamás había amado a nadie. Mick dejó de pasear y se quedó muy quieta, frotándose la cabeza con el pañuelo. ¿Qué pensaría Portia si lo supiera? ¿Qué pensaría?
Ella siempre había mantenido sus cosas en secreto. Eso era seguro.
Mick subió lentamente por las escaleras. Pasó el primer rellano y subió al segundo. Había algunas puertas abiertas para formar corriente, y se percibían muchos ruidos en la casa. Mick se detuvo en el último tramo de la escalera y se sentó. Si Miss Brown ponía la radio, podría oír la música. Quizá dieran un buen programa.
Descansó la cabeza entre sus rodillas y se ató los cordones de las zapatillas de tenis. ¿Qué diría Portia si supiera que siempre había habido una persona tras otra? Y en cada ocasión era como si una parte de ella estallara en mil pedazos.
Pero siempre lo había mantenido en secreto, y nadie se había enterado.
Mick permaneció sentada largo rato en la escalera. Miss Brown no encendía la radio y no podía oír más que los ruidos que la gente hacía. Estuvo mucho rato meditando mientras se golpeaba los muslos con los puños. Sentía como si tuviera el rostro dividido en pedazos y no pudiera mantenerlo impávido. La sensación era mucho peor que sentir hambre frente a la comida, pero en cierto modo se parecía. Quiero…, quiero…, quiero… —era todo lo que podía pensar—, pero no conseguía averiguar cuál era su deseo.
Al cabo de una hora más o menos se oyó el sonido de un picaporte que giraba en el rellano de arriba. Mick levantó la mirada rápidamente: era Mister Singer. Éste se quedó parado en el corredor durante unos minutos, su cara era triste y tranquila. Luego se dirigió al cuarto de baño. Su acompañante no salió con él. Desde donde estaba sentada, Mick podía ver una parte de la habitación; el acompañante estaba durmiendo en la cama, cubierto con una sábana. La muchacha esperó a que Mister Singer saliera del cuarto de baño. Tenía las mejillas encendidas y se las tocó con las manos. Quizá la verdad era que había subido alguna vez por esta escalera para ver a Mister Singer mientras escuchaba la radio de Miss Brown del piso de abajo. Se preguntó qué clase de música oía él en su mente que sus oídos no podían captar. Nadie lo sabía. Y qué cosas diría si pudiera hablar. Tampoco eso lo sabía nadie.
Mick esperó, y al cabo de un rato el hombre volvió a salir al pasillo. Mick esperaba que él bajaría los ojos y le sonreiría. Entonces, al llegar a su puerta, él bajó la mirada e hizo un gesto con la cabeza. La sonrisa de Mick era amplia y temblorosa. Él entró en su habitación y cerró la puerta. Quizá había tenido intención de invitarla a pasar. Mick deseó de repente entrar en aquella habitación. En algún momento, pronto, cuando él no estuviera acompañado, ella entraría y le vería. Sin duda que lo haría.
La cálida tarde transcurrió lentamente, y Mick seguía sentada en la escalera, sola. La música de aquel tipo, Motsart, aparecía otra vez en su mente. Era extraño, pero Mister Singer le recordaba esta música. Deseó ardientemente encontrarse en algún lugar donde pudiera cantarla a voz en grito. Había músicas que eran demasiado íntimas para cantarlas en una casa atestada de gente. Era extraño, también, lo sola que podía sentirse una persona en una casa llena de gente. Mick trató de imaginarse un buen lugar íntimo al que poder ir y estar sola y estudiar aquella música. Pero aunque estuvo pensando en ello largo rato, sabía desde el inicio que no existía semejante sitio.