Una oscura y sofocante noche de comienzos de verano, Biff Brannon se encontraba de pie tras la caja registradora del café Nueva York. Eran las doce. Afuera habían apagado ya las farolas, de modo que la luz procedente del café formaba un bien delimitado rectángulo amarillo en la acera. La calle estaba desierta, pero en el local había media docena de clientes tomando cerveza, vino de Santa Lucía o whisky. Biff permanecía imperturbable, con el codo descansando sobre el mostrador y el pulgar aplastando la punta de su larga nariz, los ojos atentos. Observaba especialmente a un hombre bajo y rechoncho, vestido con mono, que se había emborrachado y empezaba a mostrarse violento. De vez en cuando su mirada se desviaba hacia el mudo sentado cerca de él en una de las mesas del centro, o a los demás clientes de la barra. Pero sus ojos siempre volvían al borracho vestido con mono. Se hacía tarde, y Biff continuaba esperando silenciosamente detrás del mostrador. Finalmente, echó una última ojeada al restaurante y se dirigió a la puerta del fondo que daba a la escalera.
Entró sin hacer ruido en la habitación de arriba. Estaba a oscuras, y Biff caminó con precaución. Después de unos pocos pasos su pie tropezó con algo duro; alargó la mano y tocó el asa de una maleta depositada en el suelo. Llevaba sólo unos segundos en la habitación y se disponía a irse cuando se encendió la luz.
Alice se incorporó en la desordenada cama y le miró.
—¿Qué estás haciendo con esa maleta? —preguntó—. ¿No eres capaz de librarte de ese lunático sin devolverle el importe de lo que se ha bebido?
—Levántate y baja tú misma. Llama a la poli y haz que lo encierren a régimen de pan de maíz y guisantes. Anda, ocúpate tú, señora Brannon.
—Lo haré sin duda si sigue ahí mañana. Pero deja estar la maleta. Ya no pertenece a ese gorrón.
—Conozco a los gorrones, y Blount no es uno de ellos —replicó Biff—. De mí…, ya no estoy seguro. Pero lo que sí sé es que no soy un ladrón de esa clase.
Con toda calma, Biff depositó la maleta en la escalera. El aire no era tan viciado y sofocante en la habitación como abajo en el local. Decidió quedarse un ratito y mojarse la cara con agua fría antes de volver.
—Ya te he dicho lo que haré si no te libras de ese tipo esta misma noche. Durante el día duerme la siesta en la trastienda, y por la noche le das de cenar y cerveza. Hace una semana que no paga un centavo. Y sus maneras extravagantes de hablar y comportarse arruinarían cualquier negocio decente.
—No sabes nada de la gente ni de los verdaderos negocios —dijo Biff—. Ese tipo llegó hace doce días y era forastero en la ciudad. La primera semana se gastó veinte dólares. Veinte, como mínimo.
—Y desde entonces, a crédito —replicó Alice—. Cinco días a crédito, y tan borracho que es una vergüenza para el local. Y además, es un tipo inútil y estrafalario.
—Me gustan los tipos estrafalarios —señaló Biff.
—¡Imagino que sí! Me imagino que deberían gustarte, ya que tú eres uno de ellos, Mister Brannon.
Éste se frotó su azulada barbilla y no le prestó atención. Durante los primeros quince años de su vida matrimonial se habían llamado sólo Biff y Alice. Luego, en una de sus peleas, empezaron a llamarse mutuamente señor y señora, y desde entonces no se habían vuelto a reconciliar lo bastante para dejar de hacerlo.
—Te advierto que será mejor que no esté ahí cuando yo baje mañana.
Biff entró en el cuarto de baño y después de lavarse la cara decidió que tendría tiempo de afeitarse. Tenía la barba negra y espesa como si fuera de tres días. Se quedó de pie ante el espejo frotándose la mejilla con aire meditabundo. Lamentaba haber hablado con Alice. Con ella, lo mejor era el silencio. El estar cerca de aquella mujer siempre lo había apartado de su auténtico yo, volviéndose duro, insignificante, vulgar, como ella. Los ojos de Biff eran fríos y miraban fijamente, medio ocultos por la cínica caída de sus párpados. En el dedo meñique de su callosa mano lucía una sortija matrimonial de mujer. Tras él, la puerta estaba abierta, y en el espejo podía ver a Alice acostada.
—Escucha —dijo—. Lo malo en ti es que no hay bondad alguna. No he conocido más que una mujer con la bondad auténtica a que me refiero.
—Bueno, sé que has hecho cosas de las que ningún hombre se enorgullecería. Me he enterado de que tú…
—O quizá me refiero a la curiosidad. Nunca te das cuenta de las cosas importantes que suceden. No eres observadora, ni tratas de imaginarte nada. Quizás ésta sea la mayor diferencia entre ambos, a fin de cuentas.
Alice casi se había dormido otra vez, y por el espejo él la observó con indiferencia. No había en ella ningún detalle característico que pudiera llamar su atención, y su mirada se deslizó desde su claro cabello castaño hasta el regordete perfil de sus pies que se destacaba bajo la colcha. Las suaves curvas de su cara preparaban el camino para la redondez de sus caderas y muslos. Cuando se encontraba lejos de ella no había un solo rasgo que se le quedara grabado en la mente, y la recordaba como una figura incompleta, interrumpida.
—Lo que nunca has sabido hacer es disfrutar de un espectáculo —sentenció.
La voz de la mujer sonaba cansada:
—Ese tipo de abajo es un espectáculo, sin duda, y también un circo. Pero no pienso soportarlo más.
—¡Demonios!, este hombre no significa nada para mí. No es ni un pariente, ni un compadre. Pero tú no sabes qué es acumular un montón de detalles y luego tropezar con algo real.
Abrió el grifo del agua caliente, y rápidamente empezó a afeitarse.
Fue la mañana del quince de mayo, sí, cuando Jake Blount apareció. Inmediatamente observó su presencia y se dedicó a vigilarlo. El hombre en cuestión era bajo, y con unos hombros fuertes como vigas. Tenía un bigotito recortado, y bajo éste su labio inferior daba la impresión de haber sido picado por una avispa. Había muchas cosas en aquel tipo que parecían contradictorias. La cabeza era grande y bien formada, pero el cuello era suave y delgado como el de un muchacho. El bigote parecía postizo, como destinado a un baile de disfraces, y daba la impresión de que iba a caerse si su propietario hablaba demasiado de prisa. Le hacía parecer casi de mediana edad, aunque aquel rostro, con su frente alta y suave y ojos abiertos de par en par, era joven. Tenía unas manos enormes, sucias y callosas, e iba vestido con un traje barato de hilo blanco. Había algo muy divertido en aquel personaje, aunque al mismo tiempo despertaba otra sensación que le impedía a uno reírse.
Pidió una jarra de cerveza y se la bebió en media hora. Luego se sentó en uno de los reservados y tomó una abundante comida a base de pollo. Más tarde se dedicó a leer un libro y a beber cerveza. Aquello fue el comienzo. Y aunque Biff había observado a Blount con mucho detenimiento, no llegó a imaginarse las absurdas cosas que sucederían después. Nunca había visto experimentar tantos cambios a un hombre en doce días. Jamás había visto a un tipo beber tanto, ni permanecer borracho tanto tiempo.
Biff se empujó hacia arriba la punta de la nariz con el pulgar y se afeitó el labio superior. Al concluir, tenía la cara más fresca. Alice se había dormido cuando él cruzó la habitación para bajar al local.
La maleta era pesada. La llevó a la parte delantera del restaurante, detrás de la caja registradora, donde solía permanecer todas las noches observando a los clientes. Metódicamente, paseó su mirada por el local. Algunos clientes se habían marchado, y el bar no estaba tan atestado, pero el ambiente era el mismo. El sordomudo seguía bebiendo café en una de las mesas del centro. El borracho no había cesado de hablar. No se dirigía a nadie en particular, ni tampoco nadie le escuchaba. Aquel día llevaba el mono azul en vez del traje de hilo blanco que luciera los otros doce días. No llevaba calcetines, y mostraba unos tobillos arañados y cubiertos de barro endurecido.
Biff consiguió captar algunos fragmentos de su monólogo. El individuo parecía estar hablando otra vez de alguna misteriosa clase de política. La noche anterior se la había pasado contando cosas sobre los lugares en que había estado: Texas, Oklahoma y ambas Carolinas. En una ocasión inició el tema de las casas de mala nota, y luego sus bromas se hicieron tan crudas que hubo que silenciarlo con cerveza. Pero la mayor parte del tiempo nadie sabía de qué estaba hablando. Hablar, y hablar, y hablar. Las palabras salían de su garganta como una catarata. Y lo extraño era que su acento iba cambiando, así como las palabras que empleaba. A veces hablaba como un botarate, y en otras ocasiones disertaba como un profesor. Usaba palabras kilométricas, y luego cometía garrafales errores gramaticales. Resultaba difícil adivinar qué clase de amigos tenía o de qué parte del país procedía. Cambiaba continuamente. Biff se acarició pensativamente la punta de la nariz. No había coherencia, aunque ésta va generalmente acompañada de inteligencia. Aquel hombre tenía una buena disposición, sin duda, pero iba de una cosa a otra sin razón alguna. Era como un hombre al que algo le hubiera despistado.
Biff se apoyó en el mostrador y empezó a leer atentamente el periódico de la noche. Los titulares hablaban de una decisión tomada por el Consejo de Aldermen, después de cuatro meses de deliberaciones, sobre la imposibilidad de financiar la instalación de semáforos en ciertos cruces peligrosos de la ciudad. La columna de la izquierda informaba sobre la guerra en Oriente. Biff leyó los dos temas con la misma atención. Y mientras sus ojos seguían las letras impresas, el resto de sus sentidos se mostraban atentos a las diversas conmociones que tenían lugar a su alrededor. Aun después de haber terminado la lectura de los artículos, siguió mirando fijamente el periódico con los ojos semicerrados. Se sentía nervioso. El hombre aquel era un problema y antes de que amaneciera tendría que llegar a alguna especie de arreglo con él. Igualmente, sin saber el motivo, tenía la sensación de que aquella noche iba a suceder algo importante. El individuo no podía quedarse allí eternamente.
Biff tuvo la impresión de que había alguien en la entrada, y levantó los ojos con rapidez. Una larguirucha y desgreñada jovenzuela, una niña de unos doce años, estaba de pie en la puerta, mirando. Iba vestida con unos shorts caqui, camisa azul y zapatillas de tenis, de modo que a primera vista parecía un muchachito. Biff apartó el periódico al verla, y sonrió cuando la niña se le acercó.
—Hola, Mick. ¿Has estado con las scouts?
—No —repuso ella—. No pertenezco a las scouts.
Por el rabillo del ojo, Biff notó que el borracho descargaba el puño sobre la mesa y daba la espalda a los hombres con quienes había estado hablando. La voz de Biff se endureció al hablar con la muchacha que tenía ante sí.
—¿Saben tus padres que estás fuera de casa pasada la medianoche?
—Pues claro. Hay una pandilla de chicos jugando en la calle en nuestra misma manzana, esta noche.
Nunca la había visto entrar en el local, con alguien de su misma edad. Años antes, siempre andaba pisándole los talones a su hermano mayor. Los Kelly eran una familia muy numerosa. Más tarde, solía venir con un par de críos en un cochecito. Pero si no estaba cuidando a niños o intentando mezclarse con los mayores, siempre estaba sola. Ahora, la niña permaneció inmóvil allí, al parecer incapaz de decidir qué quería. No dejaba de alisarse su húmedo y blanquecino cabello con la palma de la mano.
—Quisiera un paquete de cigarrillos, por favor. De los más baratos.
Biff abrió la boca con intención de hablar, vaciló y luego metió la mano debajo del mostrador. Mick sacó un pañuelo y empezó a desanudarlo por uno de sus extremos, donde guardaba el dinero. Al dar un tirón del nudo, las monedas cayeron al suelo con estrépito y algunas rodaron hacia Blount, el cual seguía murmurando para sí. Por un momento, el hombre miró aturdido el dinero, pero antes de que la niña lo hiciera, el hombre se agachó con aspecto concentrado y las recogió. Se dirigió pesadamente al mostrador y se quedó allí sacudiendo en su palma los dos centavos, la moneda de diez y la de cinco centavos.
—¿Diecisiete centavos para cigarrillos?
Biff esperó, y Mick pasó su mirada de un hombre al otro. El borracho formó una pila con las monedas en el mostrador, sin dejar de protegerlas con su enorme y sucia mano. Lentamente, cogió un centavo y lo echó al suelo.
—Cinco milésimos para los chiflados que cultivaron el tabaco y cinco para los primeros que lo enrollaron —dijo—. Y un centavo para ti, Biff.
Luego intentó fijar la mirada para poder leer el lema inscrito en las monedas de diez y de cinco centavos. Siguió manoseando las dos monedas, haciéndolas girar en forma de círculo. Finalmente, las apartó.
—He aquí un humilde homenaje a la libertad. A la democracia y a la tiranía. A la libertad y la piratería.
Calmosamente, Biff recogió el dinero y lo depositó en la caja. Mick parecía como si quisiera quedarse un rato más. Echó una larga mirada al borracho, y luego volvió sus ojos hacia el centro de la sala, donde el mudo estaba sentado a una mesa, solo. Al cabo de un momento Blount desvió su mirada en la misma dirección. El mudo estaba sentado silenciosamente ante su jarra de cerveza, haciendo dibujos sobre la mesa con el extremo de un fósforo quemado.
Jake Blount fue el primero en hablar.
—Es extraño, pero llevo viendo a ese tipo en sueños las últimas tres o cuatro noches. No me deja en paz. Se habrá dado usted cuenta de que jamás dice nada.
Raras veces Biff hablaba de un cliente con otro.
—No, es verdad; nunca —respondió sin comprometerse.
—Es extraño.
Mick desplazó el peso de su cuerpo de un pie al otro, y se metió el paquete de cigarrillos en el bolsillo de sus shorts.
—No es extraño si uno sabe algo de él —dijo la niña—. Mister Singer vive con nosotros. Se aloja en nuestra casa.
—¿De verdad? —preguntó Biff—. Confieso que no lo sabía.
Mick se dirigió a la puerta y le respondió sin volverse:
—Claro. Lleva con nosotros tres meses.
Biff se bajó las mangas de la camisa y luego se las volvió a doblar cuidadosamente. No apartó sus ojos de Mick mientras la niña salía del restaurante. E incluso varios minutos después de que ella se hubo ido, siguió manoseando las mangas de su camisa sin dejar de mirar fijamente la vacía puerta de entrada. Luego cruzó los brazos sobre el pecho y se volvió nuevamente hacia el borracho.
Blount se apoyaba pesadamente sobre el mostrador. Sus castaños ojos tenían un brillo acuoso y estaban abiertos de par en par con una expresión aturdida. Necesitaba desesperadamente un baño: emitía un apestoso olor de macho cabrío. Tenía el cuello perlado de sucias gotas de sudor, y una mancha de aceite en la cara. Los labios eran gruesos y rojos, y el cabello le caía enmarañado sobre la frente. El mono le resultaba demasiado pequeño, y no dejaba de tironeárselo por la parte de la entrepierna.
—Hombre, debería usted darse cuenta —exclamó Biff finalmente—. No puede andar por ahí con esta pinta. Vaya, si hasta me sorprende que no le hayan arrestado por vagabundeo. Tiene que desembriagarse. Necesita lavarse y un corte de pelo. ¡Madre de Dios! No está en condiciones de andar entre la gente —Blount frunció el ceño y se mordió el labio inferior—. Vamos, no se ofenda ni se salga de sus casillas. Haga lo que le digo. Vaya a la cocina y dígale al chico de color que le prepare una cacerola grande con agua caliente. Dígale a Willie que le dé una toalla y mucho jabón, y lávese bien. Luego tome un poco de leche con tostadas, y abra su maleta y póngase una camisa limpia y unos pantalones que le vayan bien. Mañana podrá empezar a hacer lo que le apetezca y a trabajar en lo que tenga intención de trabajar, y a andar derecho.
—¿Sabe lo que puede hacer? —dijo Blount con voz pastosa—. Váyase a…
—Conforme —replicó Biff con suma calma—. No, no puedo hacerlo. Y ahora, compórtese.
Biff se dirigió al extremo del mostrador y regresó con dos jarras de cerveza de barril. El borracho tomó la suya con tanta torpeza que la cerveza se le derramó sobre las manos y ensució el mostrador. Biff se bebió su parte con cuidadosa fruición. Miró a Blount fijamente con los ojos semicerrados. Blount no era un anormal, aunque cuando uno lo veía por primera vez, daba esa impresión. Era como si en él hubiera algo deformado…, aunque cuando uno le miraba detenidamente, cada parte de él aparecía como normal y tal como debía ser. Por lo tanto, si esta diferencia no estaba en el cuerpo, estaba probablemente en la mente. Era como un hombre que hubiera cumplido una condena en prisión o hubiera estudiado en la Universidad de Harvard, o vivido largo tiempo con extranjeros en Sudamérica. Parecía un individuo que hubiera estado en un lugar al que las personas normales no es probable que se acerquen, o que hubiera hecho algo que los otros no están dispuestos a hacer.
Biff ladeó la cabeza y dijo:
—¿De dónde viene usted?
—De ninguna parte.
—Vamos, tiene que haber nacido en algún sitio. Carolina del Norte… Tennessee… Alabama… De algún sitio ha de ser.
Los ojos de Blount tenían una expresión soñadora y perdida en el vacío.
—De Carolina —dijo.
—Me parece que ha corrido mundo —insinuó Biff delicadamente.
Pero el borracho no le escuchaba. Dando la espalda al mostrador, estaba contemplando fijamente la oscura y vacía calle. Al cabo de un momento se dirigió a la puerta con pasos poco firmes, inseguros.
—Adiós[1] —gritó como despedida.
Biff se encontró solo nuevamente y echó al restaurante una de sus escrutadoras miradas, rápidas y minuciosas. Era más de la una de la madrugada, y sólo quedaban cuatro o cinco clientes en el local. El mudo seguía sentado solo a la mesa del centro. Biff le lanzó una mirada fija e indolente y sacudió la jarra para reunir las últimas gotas de cerveza en el fondo del vaso. Terminó su bebida lentamente y dedicó de nuevo su atención al periódico desplegado sobre la barra.
Pero esta vez no pudo concentrarse en las palabras que tenía ante sus ojos. Se acordaba de Mick. Se preguntó si había hecho bien al venderle el paquete de cigarrillos y si realmente era perjudicial para los niños el fumar. Recordó la forma como Mick entrecerraba los ojos y se echaba hacia atrás el flequillo con la palma de la mano. Recordó su voz ronca y varonil y su costumbre de subirse los shorts de color caqui, así como su contoneante manera de caminar al estilo de las películas de vaqueros. Brotó en él un sentimiento de ternura. Estaba preocupado.
Inquieto, Biff dedicó otra vez su atención a Singer. El mudo estaba sentado con las manos en los bolsillos, y la jarra de cerveza a medio terminar ante él estaría ahora tibia y sin espuma. Antes de marchar invitaría a Singer a un trago de whisky. Lo que le había dicho Alice era cierto: le gustaban los anormales. Experimentaba un sentimiento amistoso especial hacia las personas enfermas y los tullidos. Siempre que entraba en el local alguien con labio leporino o aspecto tuberculoso, lo invitaba a una cerveza. O si el cliente era un jorobado o un lisiado grave, entonces lo que le ofrecía era whisky. Había un individuo al que la explosión de una caldera le había volado el pene y la pierna izquierda; pues bien, siempre que venía a la ciudad, el buen hombre tenía una pinta de licor gratis esperándole. Y, de haber sido bebedor, Singer hubiera podido conseguir allí licor a mitad de precio en cualquier momento. Biff hizo un gesto de asentimiento para sí mismo, y después doblo cuidadosamente el periódico y lo dejó bajo el mostrador con otros ejemplares. Al final de la semana los llevaría todos a la despensa que había detrás de la cocina, donde guardaba una colección completa del periódico de la noche, sin un solo fallo, de los últimos veintiún años.
A las dos en punto, Blount entró de nuevo en el restaurante. Le acompañaba un negro alto portador de una bolsa oscura. El borracho trató de llevarlo al mostrador a tomar una copa, pero el negro se marchó al darse cuenta del motivo por el que le había hecho entrar. Biff le reconoció como el médico de color que llevaba ejerciendo en la ciudad desde siempre. Estaba de algún modo emparentado con el joven Willie de la cocina. Antes de irse, Biff le vio lanzar a Blount una mirada de tembloroso odio.
El borracho se quedó allí inmóvil.
—¿No sabe usted que no puede traer ningún negro a un bar donde hay hombres blancos bebiendo? —le preguntó alguien.
Biff observaba la escena a distancia. Blount estaba muy irritado, y ahora podía verse fácilmente lo borracho que estaba.
—Yo también soy negro en parte —gritó en son de desafío.
Biff lo miró atentamente; el lugar permaneció tranquilo. Con sus ventanillas de la nariz ensanchadas y sus ojos en blanco, el borracho daba la impresión de estar diciendo la verdad.
—Tengo algo de negro y de italiano, y de eslavo y de chino. De todos ellos —hubo algunas risas—. Y soy holandés, y turco, y japonés, y americano —añadió caminando en zigzag alrededor de la mesa donde el mudo se tomaba su café. Su voz era estentórea y cascada—. Soy el que sabe. Soy un extranjero en tierra extraña.
—Cálmese —le dijo Biff.
Blount no prestaba atención a nadie excepto al mudo. Ambos se miraron. Los ojos del mudo eran fríos y dulces como los de un gato y parecía estar escuchando con todo su cuerpo. El borracho estaba frenético.
—Tú eres el único de la ciudad que capta lo que quiero decir —dijo Blount—. Hace dos días que te estoy hablando mentalmente, porque sé que comprendes lo que quiero decir.
Algunas personas en un reservado se estaban riendo porque, sin saberlo, él borracho había escogido a un sordomudo para conversar. Biff lanzó a los dos hombres punzantes miradas y escuchó atentamente.
Blount se había sentado a la mesa y se inclinó hacia Singer.
—Están los que saben y los que no saben. Y por cada diez mil que no saben, hay sólo uno que sabe. Y éste es el milagro eterno…, el hecho de que estos millones de personas sepan tanto pero ignoren esto. Es como en el siglo quince, cuando todos creían que el mundo era plano y sólo Colón y algunos otros sabían la verdad. Pero eso es distinto en el sentido de que hace falta talento para imaginarse que la Tierra es redonda. Mientras que esta verdad es tan evidente que es un milagro histórico que la gente no lo sepa. ¿Entiendes?
Biff apoyó los codos en el mostrador y contempló a Blount con curiosidad.
—¿Saber qué? —preguntó.
—No le escuches —dijo Blount—. No hagas caso de este bastardo pies planos, narizotas. Porque, sabes, cuando las personas como nosotros, que saben, se encuentran, es un acontecimiento. Casi nunca sucede. A veces nos encontramos, y ninguno de los dos imagina que el otro es alguien que sabe. Eso es malo. Me ha sucedido muchas veces. Como verás, somos tan pocos…
—¿Masones? —preguntó Biff.
—¡Cállese! De lo contrario le arrancaré el brazo y le atizaré con él —chilló Blount. Se inclinó aún más hacia el mudo, y su voz fue bajando hasta convertirse en un murmullo de ebrio—. ¿Y cómo es esto? ¿Por qué ha perdurado este milagro de la ignorancia? Por una sola razón. Una conspiración. Una vasta e insidiosa conspiración. Oscurantismo.
Los hombres del reservado seguían riéndose del borracho que trataba de mantener una conversación con el mudo. Sólo Biff estaba serio. Quería asegurarse de si el mudo comprendía realmente lo que le decía el otro. El tipo asentía con frecuencia, y su rostro tenía una expresión contemplativa. Era un tipo lento…, nada más. Blount empezó a introducir algunos chistes en su charla sobre el saber. El mudo nunca sonreía hasta algunos segundos después de que se había hecho la observación divertida; luego, cuando la charla se volvía sombría, la sonrisa permanecía en su cara un poquito más. Aquel tipo era decididamente extraño. La gente se encontraba mirándolo atentamente aun antes de saber que había algo diferente en él. Sus ojos le hacían pensar a uno que era capaz de oír y saber cosas que nadie había podido oír o imaginar con anterioridad. No parecía del todo humano.
Jake Blount se apoyó en la mesa y las palabras brotaron de él como si en su interior se hubiera roto una presa. Biff ya no podía entenderle. La lengua de Blount estaba tan espesa a causa de la bebida y hablaba con tanta violencia que los sonidos que emitía se confundían. Biff se preguntó adónde iría aquel hombre cuando Alice lo echara de allí. Y por lo mañana lo haría…, tal como había dicho.
Biff bostezó débilmente, dándose golpecitos en su abierta boca con las puntas de los dedos hasta que la mandíbula se le relajó. Eran casi las tres, la hora de menos movimiento, tanto de día como de noche.
El mudo era paciente. Llevaba escuchando a Blount casi una hora. Empezó a mirar ahora el reloj de vez en cuando. Blount no se daba cuenta de esto y proseguía su arenga sin descanso. Finalmente, se detuvo para liar un cigarrillo, cosa que el mudo aprovechó para hacer un gesto con la cabeza hacia el reloj, y sonriendo con su enigmático estilo se levantó de la mesa. Sus manos permanecieron en los bolsillos, como siempre. Y se marchó rápidamente.
Blount estaba tan borracho que no comprendió lo sucedido. Ni siquiera se había dado cuenta del hecho de que el mudo no respondía nunca. Empezó a mirar a su alrededor con la boca abierta y los ojos dando vueltas en sus órbitas. Mientras una roja venilla le sobresalía de la frente, empezó a golpear la mesa furiosamente con los puños. Su ataque ya no podía durar mucho.
—Vamos, venga aquí —le dijo Biff amablemente—. Su amigo se ha ido. —El tipo seguía buscando a Singer. Nunca había tenido tanta pinta de borracho como entonces. Tenía un aspecto deplorable—. Tengo algo para usted y quiero hablarle un momento —dijo Biff tratando de engatusarlo.
Blount se levantó de la mesa y se encaminó de nuevo con grandes e inseguros pasos a la calle.
Biff se recostó en la pared. Entrar y salir…, entrar y salir. A fin de cuentas, no era asunto de su incumbencia. El local estaba muy vacío y silencioso. Transcurrieron lentamente los minutos. Cansadamente, dejó caer la cabeza hacia delante. Daba la impresión de que todo movimiento estuviera abandonando lentamente la habitación. El mostrador, las caras, los reservados y las mesas, la radio del rincón, los ventiladores del techo con su incesante zumbido…, todo parecía ir perdiendo relieve, aquietarse.
Debía de haberse dormido. Una mano le estaba sacudiendo el codo. Fue recuperando lentamente la conciencia, y levantó los ojos para ver qué pasaba. Willie, el chico de color encargado de la cocina, estaba de pie ante él vestido con su gorro y su largo delantal blanco. Willie tartamudeaba porque estaba excitado a causa de lo que trataba de decir.
—Y allí estaba go-go-golpeando con el puño contra la pared de ladrillos.
—¿Qué dices?
—Allá, en uno de los callejones un p-par de puertas más abajo.
Biff enderezó los hombros y se arregló la corbata.
—¿Qué?
—Y tienen intención de traerlo aquí, y son capaces de venir en cualquier momento…
—Willie —cortó Biff pacientemente—. Empieza desde el principio, y deja que lo capte correctamente.
—Es ese hombre blanco, bajito, del bi-bigote.
—Mister Blount, sí.
—Bueno…, no vi cómo comenzó. Estaba yo en la puerta de atrás cuando oí la conmoción, Parecía una gran pelea en el callejón. Así que co-co-rrí a ver. Y allí estaba ese blanco que se había vuelto loco. Pegaba con la cabeza y los puños contra la pared de ladrillo. Maldecía y pe-peleaba como jamás he visto hacerlo a un blanco. Simplemente con la pared. Tal como pegaba, seguro que se rompió la cabeza. Luego, dos blancos que oyeron el ruido vinieron y se pararon a mirar…
—¿Y qué pasó?
—Bueno…, ya sabe usted, el caballero mudo…, el de las manos en los bolsillos…, aquel…
—Mister Singer.
—Vino y se quedó mirando lo que pasaba. Y Mister B-B-Blount le vio y comenzó a hablar y a gritar. Y de pronto se cayó al suelo. Quizá se había roto la cabeza de verdad. Vino un p-p-policía y alguien le dijo que Mister Blount había estado aquí.
Biff inclinó la cabeza y organizó la historia que acababa de oír en un esquema claro. Se restregó la nariz y permaneció pensativo durante un momento.
—Pueden venir en cualquier momento —advirtió Willie, dirigiéndose a la puerta y echando una mirada a la calle—. Ah, ya llegan. Y tienen que traerlo a rastras.
Una docena de curiosos y un policía trataron de irrumpir en el restaurante. Afuera, un par de prostitutas contemplaba el espectáculo por el escaparate. Siempre es divertido observar cuánta gente puede reunirse procedente de ninguna parte cuando sucede algo fuera de lo corriente.
—De nada sirve crear más alboroto del necesario —sentenció Biff. Miró al policía que sostenía al borracho—. Los demás bien podrían marcharse.
El policía dejó al borracho en una silla y empujó a la pequeña multitud nuevamente a la calle. Luego se volvió hacia Biff.
—Alguien dijo que este hombre se alojaba aquí con usted.
—No. Pero bien podría ser así —repuso Biff.
—¿Quiere que me lo lleve?
Biff consideró la cuestión.
—Esta noche no se meterá en más problemas. Naturalmente, no puedo hacerme responsable…, pero creo que esto le calmará.
—Conforme. Me dejaré caer por aquí otra vez antes de terminar el servicio.
Biff, Singer y Jake Blount se quedaron solos. Por primera vez desde que lo habían traído, Biff dedicó su atención al borracho. Al parecer, Blount se había herido seriamente en la mandíbula. Estaba derrumbado sobre la mesa con su manaza sobre la boca, balanceándose hacia atrás y hacia adelante. Tenía un corte en la frente y la sangre le corría por la sien. Tenía los nudillos despellejados y estaba tan sucio que parecía como si lo hubieran sacado de una alcantarilla tirándole del cogote. Estaba deshidratado y a punto de sufrir un colapso. El mudo se sentó a la mesa ante él, observándolo todo con sus grises ojos.
Entonces Biff descubrió que Blount no se había herido en la mandíbula, sino que se tapaba la boca con la mano porque le temblaban los labios. Por su mugrienta cara empezaron a correr las lágrimas. De vez en cuando echaba miradas de soslayo a Biff y a Singer, furioso de que le vieran llorar. Era una situación embarazosa. Biff se encogió de hombros en dirección al mudo y enarcó las cejas, en una expresión como de ¿qué hacer? Singer irguió la cabeza de un lado.
Biff estaba en un dilema. No sabía cómo iba a resolver aquella situación. Y tenía aún sus dudas cuando el mudo cogió el menú, le dio la vuelta y empezó a escribir.
Si no se le ocurre ningún lugar para él, puedo llevármelo a mi casa. Aunque, primero, le sentaría bien un poco de sopa y un café.
Aliviado, Biff asintió enérgicamente.
Puso sobre la mesa tres platos especiales de la última comida de la noche, dos tazones de sopa, café y postre. Pero Blount no mostraba deseos de comer. No se quitaba la mano de la boca, como si sus labios fueran una parte muy secreta de sí mismo que corriera el peligro de ser desvelada. Respiraba con entrecortados sollozos y sacudía nerviosamente sus robustos hombros. Singer iba señalando un plato tras otro, pero Blount no hacía más que permanecer sentado con la mano sobre la boca y sacudiendo la cabeza.
Biff habló lentamente para que el mudo pudiera seguirle.
—Los nervios… —dijo en tono familiar.
El vapor de la sopa seguía flotando en dirección a la cara de Blount, y al cabo de un rato éste alargó una temblorosa mano hacia la cuchara. Se tomó la sopa y parte del postre. Sus gruesos labios seguían temblando, y el hombre inclinó exageradamente la cabeza sobre el plato.
Biff se dio cuenta. Estaba pensando que casi en cada persona hay alguna parte física especial que siempre tratamos de mantener oculta. Con el mudo, eran sus manos. La muchacha, Mick, se sujetaba la parte delantera de la blusa para impedir que la ropa le rozara los recién salidos y tiernos pezones que empezaban a insinuarse en sus pechos. En Alice era el cabello; no le dejaba dormir con ella cuando se frotaba el cuero cabelludo con petróleo. ¿Y en su caso?
Biff dio vueltas lentamente al anillo que llevaba en el meñique. En todo caso, sabía qué no era. No. Ya no. En su frente se dibujó una línea profunda. Movió la mano que tenía en el bolsillo nerviosamente hacia los genitales. Empezó a silbar una canción y se levantó de la mesa. Era divertido descubrirlo en los demás, sin embargo.
Ayudaron a Blount a ponerse de pie. El hombre se balanceaba débilmente. Ya no lloraba, pero parecía estar meditando sobre algo vergonzoso y lúgubre. Seguía caminando en la dirección que le marcaban. Biff sacó la maleta de detrás del mostrador y le explicó los detalles. Singer miraba como si ya nada pudiera sorprenderle.
Biff les acompañó a la entrada.
—Anímese y no se meta en líos —le dijo a Blount.
El negro cielo nocturno estaba empezando a iluminarse y tomaba un tono azul oscuro al iniciarse el nuevo amanecer. Quedaban sólo algunas débiles estrellas plateadas. La calle estaba vacía, silenciosa, casi fría. Singer llevaba la maleta con la mano izquierda, y con la otra sostenía a Blount. Hizo un ademán de despedida a Biff y los dos empezaron a caminar juntos por la acera. Biff se quedó observándolos con atención. Tras andar media manzana, sólo se distinguían sus negras formas en la azulada oscuridad: el mudo erguido y firme, y el tambaleante Blount con sus anchos hombros apoyándose en él. Cuando ya no pudo verlos, Biff aguardó durante un momento y estudió el cielo. La vasta profundidad de éste le fascinaba y al mismo tiempo oprimía. Se frotó la frente y regresó al iluminado restaurante.
Se quedó de pie tras la caja registradora, y su cara se contrajo y endureció a medida que trataba de recordar las cosas que habían sucedido durante la noche. Tenía la impresión de que quería explicarse algo a sí mismo. Recordaba los incidentes en todos sus aburridos detalles, y seguía aturdido.
La puerta se abrió y cerró varias veces cuando empezó a entrar un repentino chorro de clientes. La noche se terminaba. Willie colocó algunas sillas sobre las mesas y se dedicó luego a fregar el suelo. Era la hora del cierre para él, y cantaba de contento. Willie era un chico perezoso. En la cocina estaba siempre parando de trabajar para tocar un rato la armónica que llevaba a todas partes consigo. Ahora se dedicó a fregar el piso a golpes, en actitud soñolienta, mientras canturreaba sin cesar su música de negro solitario.
El lugar no estaba todavía atestado…; era la hora en que los hombres que han estado levantados toda la noche se encuentran con los que se acaban de levantar y están listos para iniciar un nuevo día. La soñolienta camarera servía al mismo tiempo cerveza y café. No había ruido ni conversaciones, porque cada persona parecía estar sola. La mutua desconfianza entre los que acababan de despertarse y los que estaban dando fin a una larga noche daba a todo el mundo una sensación de separación.
El edificio del banco situado al otro lado de la calle se dibujaba pálidamente a la luz del alba. Luego, poco a poco, sus blancas paredes de ladrillos se fueron aclarando. Cuando finalmente los primeros rayos del sol naciente empezaron a iluminar la calle, Biff echó una última mirada escrutadora al local y subió al piso.
Hizo sonar ruidosamente el picaporte al entrar para molestar a Alice.
—¡Madre de Dios! —exclamó—. ¡Qué noche!
Alice se despertó con precaución. Yacía en la arrugada cama como un gato malhumorado, desperezándose. La habitación tenía una tonalidad parda bajo el nuevo y cálido sol matutino, y un par de medias de seda colgaba fláccido y marchito del cordel de la persiana.
—¿Aún sigue ese estúpido borracho merodeando por ahí? —preguntó.
Biff se quitó la camisa y examinó el cuello con el fin de comprobar si estaba lo bastante limpio como para ser usada otra vez.
—Baja y compruébalo por ti misma. Ya te dije que nadie te impediría que lo echaras a patadas.
Soñolienta, Alice alargó la mano y cogió del suelo, junto a la cama, una Biblia, el dorso en blanco de un menú, y un libro de la escuela dominical. Pasó las crujientes y delicadas páginas de la Biblia hasta llegar a cierto pasaje, que empezó a leer, pronunciando las palabras en voz alta con penosa concentración. Era domingo, y ella estaba preparando la lección semanal para la catequesis de los muchachos en la iglesia.
—“…Y mientras caminaba junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, su hermano, que arrojaban las redes al mar; porque eran pescadores. Y Jesús les dijo: ‘Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.’ E inmediatamente ellos abandonaron sus redes y le siguieron.”
Biff entró en el cuarto de baño para lavarse. El suave murmullo continuó mientras Alice estudiaba en voz alta. Biff escuchó.
—“…Y por la mañana, levantándose mucho antes de que amaneciera, Él se marchó a un lugar solitario, y allí se puso a orar. Y Simón y los que estaban con Él se pusieron a seguirle. Y cuando lo hubieron hallado, le dijeron: Todos los hombres Te buscamos.”
Alice había terminado. Biff dejó que las palabras dieran vueltas lentamente en su interior. Intentaba separar los vocablos del sonido de la voz de Alice al pronunciarlos. Quería recordar el pasaje tal como su madre solía leerlo cuando él era un niño. Echó una nostálgica mirada al anillo de boda que llevaba en el meñique y que otrora había sido de la buena mujer. Una vez más se preguntó cómo le sentaría a su madre saber que él había abandonado la iglesia y la religión.
“La lección de hoy trata del modo como reunió a los discípulos”, dijo Alice para sí, preparándose. “Y el texto es ‘Todos los hombres Te buscamos’.”
Bruscamente, Biff cesó en su meditación y abrió completamente el grifo del agua. Se quitó la camiseta y empezó a lavarse. Siempre iba escrupulosamente limpio de la cintura para arriba. Cada mañana se enjabonaba el pecho y los brazos, así como el cuello y los pies, y un par de veces en cada estación se metía en el baño y se limpiaba todas las partes.
Biff permaneció de pie al lado de la cama, esperando impacientemente a que Alice se levantara. Desde la ventana vio que el día sería calurosísimo y sin viento. Alice había terminado de recitar la lección. Yacía aún perezosamente cruzada en la cama, aunque era bien consciente de que él aguardaba. Biff sintió crecer una fría cólera en su interior. Soltó una irónica risita y luego dijo con amargura:
—Si quieres, puedo sentarme y leer un rato el periódico. Pero desearía que me dejaras dormir ahora.
Alice empezó a vestirse, y Biff rehízo la cama. Con habilidad, invirtió las sábanas de todas las maneras posibles, poniendo la parte superior abajo y dándoles la vuelta de modo que donde estaba la cabeza estuvieran los pies. Cuando el lecho estuvo tersamente preparado esperó a que Alice hubiera salido de la habitación antes de quitarse los pantalones y deslizarse bajo las sábanas. Sus pies asomaban por debajo de la colcha, y su velludo pecho formaba un oscuro contraste con la almohada. Estaba contento de no haber contado a Alice nada de lo ocurrido con el borracho. Hubiera querido hablar de ello con alguien, porque quizá si contaba todos los hechos en voz alta podía llegar a descubrir lo que le desconcertaba. El pobre hijo de perra que hablaba y hablaba sin conseguir que nadie entendiera lo que decía. Y lo más probable es que ni él mismo lo supiera. Y el modo como daba vueltas alrededor del sordomudo y lo había elegido tratando de hacerle un regalo de todo lo que llevaba en su interior.
¿Por qué?
Porque forma parte de la naturaleza de ciertos hombres entregar en un momento dado todo lo que es personal, antes de que fermente y envenene…, arrojárselo a un ser humano o a alguna idea humana. Tienen que hacerlo. Está en su naturaleza… El texto rezaba: “Todos los hombres Te buscamos”. Quizá era éste el motivo…, quizá. Era chino, había dicho el individuo. Y negro, italiano y judío. Y si lo creía con bastante intensidad, tal vez fuera así. Todas las personas y todas las cosas que dijo ser…
Biff extendió ambos brazos y cruzó los desnudos pies. Su rostro tenía aspecto más avejentado a la luz matutina, con los párpados cerrados y encogidos y la espesa, férrea barba en las mejillas y la mandíbula. Poco a poco, su boca se aflojó y relajó. Los potentes y amarillos rayos del sol penetraron a través de la ventana calentando e iluminando la habitación. Biff se dio la vuelta con cansancio y se cubrió los ojos con las manos. Y no fue más que Bartholomew, el viejo Biff de dos puños y una lengua rápida, Mister Brannon, solo.