CANTO IX

Llegan los araucanos a tres leguas de la Imperial con grueso ejército; no ha efecto su intención por permisión divina. Dan la vuelta a sus tierras, adonde les vino nueva que los españoles estaban en el asiento de Penco reedificando la ciudad de la Concepción; vienen sobre los españoles, y hubo entre ellos una recia batalla.

I los hombres no ven milagros tantos

como se vieron en la edad pasada,

es causa haber ahora pocos santos

y estar la ley cristiana autorizada;

y así de cualquier cosa hacen espantos

que sobre el natural uso es obrada;

y no sólo al autor no dan creencia,

mas ponen en su crédito dolencia.

Que si al enfermo quiere Dios sanarle,

por su costumbre y tiempo prevalece;

si al bajo miserable levantarle,

por modos ordinarios le engrandece;

si al soberbio hinchado derribarle,

por naturales términos se ofrece,

de suerte que las cosas de esta vida

van por su natural curso y medida.

Por do vemos que Dios quiere y procura

hacer su voluntad naturalmente,

sirviendo de instrumento la Natura,

sobre la cual él sólo es el potente:

y así, los que creyeren por fe pura

merecen más que si palpablemente

viesen lo que, después de ya visible

sacarlos de que fue, sería imposible.

En contar una cosa estoy dudoso,

que soy de poner dudas enemigo,

y es un extraño caso milagroso

que fue todo un ejército testigo;

aunque yo soy en esto escrupuloso,

por lo que de ello arriba, Señor, digo,

no dejaré, en efecto, de contarlo,

pues los indios no dejan de afirmarlo.

Y manifiesto vemos hoy en día

que, porque la ley sacra se extendiese,

nuestro Dios los milagros permitía

y que el natural orden se excediese,

presumirse podrá por esta vía

que, para que a la fe se redujese

la bárbara costumbre y ciega gente,

usase de milagros claramente.

Ya dije que el ejército araucano

de la Imperial tres leguas se alojaba

en un dispuesto asiento y campo llano,

y que Caupolicán determinaba

entrar el pueblo con armada mano;

también cómo el castigo dilataba

Dios a su pueblo ingrato y sin emienda,

usando de clemencia y larga rienda.

Estaba la Imperial desbastecida

de armas, de munición y vitualla,

bien que la gente de ella era escogida,

pero muy poco para dar batalla;

fuera por los cimientos destruida,

cualquier fuerza bastara arruinalla

y persona de dentro no escapara,

si a vista el pueblo bárbaro llegara.

Cuando el campo de allí quería mudarse,

que ya la trompa a caminar tocaba

súbito comenzó el aire a turbarse

y de prodigios tristes se espesaba:

nubes con nubes vienen a cerrarse,

turbulento rumor se levantaba,

que con airados ímpetus violentos

mostraban su furor los cuatro vientos.

Agua recia, granizo, piedra espesa

las intricadas nubes despedían;

rayos, truenos, relámpagos apriesa

rompen los cielos y la tierra abrían;

hacen los vientos áspera represa,

que en su entera violencia competían;

cuanto topa arrebata el torbellino,

alzándolo en furioso remolino.

Un miedo igual a todos atormenta:

no hay corazón, no hay ánimo así entero,

que en tanta confusión, furia y tormenta,

no temblase, aunque más fuese de acero.

En esto, Eponamón se les presenta

en forma de un dragón horrible y fiero,

con enroscada cola, envuelto en fuego,

y en ronca y torpe voz les habló luego,

Diciéndoles que a prisa caminasen

sobre el pueblo español amedrentado;

que por cualquiera banda que llegasen

con gran facilidad sería tomado,

y que al cuchillo y fuego le entregasen,

sin dejar hombre a vida y muro alzado;

esto dicho, que todos lo entendieron,

en humo se deshizo, y no lo vieron.

Al punto los confusos elementos

fueron sus movimientos aplacando,

y los desenfrenados cuatro vientos

se van a sus cavernas retirando;

las nubes se retraen a sus asientos,

el cielo y claro sol desocupando:

sólo el miedo en el pecho más osado

no dejó su lugar desocupado.

La tempestad cesó y el raso cielo

vistió el húmedo campo de alegría,

cuando con claro y presuroso vuelo

en una nube una mujer venía

cubierta de un hermoso y limpio velo

con tanto resplandor, que, al medio día,

la claridad del sol delante de ella

es la que cerca de él tiene una estrella.

Desterrando el temor, la faz sagrada

todos confortó con su venida;

venía de un viejo cano acompañada,

al parecer de grave y santa vida;

con una blanda voz y delicada

les dice: «¿A dónde andáis, gente perdida?

volved, volved el paso a vuestra tierra,

no vais a la Imperial a mover guerra.

»Que Dios quiere ayudar a sus cristianos

y darles sobre vos mando y potencia,

pues, ingratos, rebeldes, inhumanos,

así le habéis negado la obediencia;

mirad, no vais allá, porque en sus manos

pondrá Dios el cuchillo y la sentencia».

Diciendo esto, y dejando el bajo suelo,

por el aire espacioso subió al cielo.

Los araucanos la visión gloriosa,

de aquel velo blanquísimo cubierta,

siguen con vista fija y codiciosa,

casi sin alentar, la boca abierta:

ya que despareció, fue extraña cosa,

que, como quien atónito despierta,

los unos a los otros se miraban

y ninguna palabra se hablaban.

Todos de un corazón y pensamiento,

sin esperar mandato ni otro ruego,

como si sólo aquél fuera su intento,

el camino de Arauco toman luego:

van sin orden, ligeros como el viento,

paréceles que de un sensible fuego

por detrás las espaldas se encendían

y así con mayor ímpetu corrían.

Heme, Señor, de muchos informado,

porque con más autoridad se cuente:

a veintitrés de abril, que hoy es mediado,

hará cuatro años, cierta y justamente,

que el caso milagroso aquí contado

aconteció, un ejército presente,

el año de quinientos y cincuenta

y cuatro sobre mil por cierta cuenta.

Va la verdad en suma declarada,

según que de los bárbaros se sabe,

y no de fingimientos adornada,

que es cosa que en materia tal no cabe;

tienen ellos por cosa averiguada

(que no es en prueba de esto poco grave)

que por esta visión hubo en dos años

hambres, dolencias, muertes y otros daños.

Que la mar, reprimiendo sus vapores,

faltó la agua y vertientes de la sierra,

talando el sol en tierna edad las flores,

ayudado del fuego de la guerra.

Como creció la seca y las calores

por falta de humedad la árida tierra,

rompió banco y alzose con los frutos,

dejando de acudir con sus tributos.

Causó que una maldad se introdujese

en el distrito y término araucano,

y fue que carne humana se comiese

(¡enorme introdución, caso inhumano!)

y en parricidio error se convirtiese

el hermano en sustancia del hermano;

tal madre hubo, que al hijo muy querido

al vientre le volvió, do había salido.

Digo, pues, que los bárbaros llegando

al valle de Purén, paterno suelo,

las armas por entonces arrimando

dieron lugar al tempestuoso cielo;

en este tiempo, en estas partes, cuando

el encogido invierno, con su hielo

del todo apoderándose en la tierra,

pone punto al discurso de la guerra.

Espárcese y derrámase la gente,

dejan el campo y buscan los poblados,

cesa el fiero ejercicio comúnmente,

la tierra cubren húmedos nublados.

Mas cuando enciende a Scorpio el sol ardiente,

y la frígida nieve los collados

sacuden de sus cimas levantadas,

ya de la nueva yerba coronadas;

en este tiempo el bullicioso Marte

saca su carro con horrible estruendo,

y, ardiendo en ira belicosa, parte

por el dispuesto Arauco discurriendo:

hace temblar la tierra a cada parte

los ferrados caballos impeliendo,

y en la diestra el sangriento hierro agudo,

bate con la siniestra el fuerte escudo.

Luego a furor movidos los guerreros

toman las armas, dejan el reposo,

acuden los remotos forasteros

al cebo de la guerra codicioso,

de los hierros renuevan los aceros,

tiemplan la cuerda al arco vigoroso,

el peso de las mazas acrecientan,

y el duro fresno de las astas tientan.

La gente andaba ya de esta manera,

con el son de las arreas y bullicio,

que codiciosa comenzar espera

el deseado bélico ejercicio;

juntáronse a la usada borrachera

(orden antigua y detestable vicio)

la más ilustre gente y señalada,

a dar definición en la jornada.

Tratando en general concilio estaban

del bien y aumentación de aquel estado,

cuando cuatro soldados arribaban

con triste muestra y paso apresurado,

haciéndoles saber cómo ya andaban

en el sitio de Penco arruïnado

cantidad de españoles trabajando,

un grueso y fuerte muro levantando.

Diciéndoles: «Venimos, ¡oh guerreros!,

de parte de los pueblos comarcanos

con facultad bastante a prometeros,

si desterráis de nuevo a los cristianos,

que pagarán con suma de dineros

el trabajo y labor de vuestras manos;

y no habiendo el efecto deseado,

la tercia parte hayáis de lo asentado.

»Viendo el poco reparo y resistencia

que sin vuestro favor todos tenemos,

les dimos llanamente la obediencia

que en el tiempo infelice dar solemos,

no fue por opresión, no fue violencia,

pues, aunque desdichados, entendemos

cuán breve es el suspiro de la muerte,

que pone fin y límite a la suerte.

»Mas, porque estando Arauco tan vecino,

y fija en su favor la instable rueda,

la paz nos pareció mejor camino

para que remediar todo se pueda,

ya que lo estrague el áspero destino,

tiempo para morir después nos queda,

pues no estarán los brazos tan cansados

que no puedan abrir nuestros costados.

»Y pues os es patente y manifiesta

la embajada y gran prisa que traemos,

en ella hora tratad, que la respuesta

con la resolución esperaremos;

brevedad os pedimos, que con ésta

podrá ser que sin riesgo derribemos

la soberbia española y confianza

antes que les dé esfuerzo la tardanza».

No se puede decir el gran contento

que les dio a los caciques la embajada;

de todos desde allí en el pensamiento

antes que se acabase fue aceptada;

pero tuvieron freno y sufrimiento,

que la primera voz estaba dada

al hijo de Leocán, que, consultado,

así responde en nombre del senado:

«Estamos con razón maravillados

de lo que en este caso hemos oído,

¿y es verdad que hay cristianos tan osados

que quieren con nosotros más ruïdo?

¡Sus, sus!, que estos varones esforzados

aceptan la promesa y el partido:

no dando entero fin a la jornada,

del trabajo no quieren llevar nada.

»Bien os podéis volver luego con esto

que sin duda en efecto lo pondremos,

y sobre los cristianos, lo más presto

que se pueda dar orden, llegaremos,

donde se mostrará bien manifiesto

lo poco en que nosotros los tenemos:

pero habéis de advertir con sabio modo

que aviso se nos dé siempre de todo».

Muy alegres los cuatro se partieron

por llevar tal respuesta, y, caminando,

en breve a sus señores se volvieron,

que estaban por momentos aguardando;

y visto el buen despacho que trajeron,

el contento y traición disimulando,

sufrían con discreción las vejaciones,

encubriendo las falsas intenciones.

Domésticos se muestran en el trato,

nadie toma la causa y la defiende,

conociendo que el medio más barato

del araucano ejército depende;

y con doble y solícito contrato

la esperada venganza se pretende

debajo de humildad y gran secreto,

para que su intención viniese a efecto.

De nuestra gente y pueblo destrozado

gran descuido en hablar he yo tenido:

mas, como es en el mundo acostumbrado

desamparar la parte del vencido,

así yo, tras el bando afortunado

he llevado camino tan seguido;

y si aquí la ocasión no me avisara,

jamás pienso que de ella me acordara.

Conté de la ciudad la despoblada,

y de sus ciudadanos el camino

púselos en el fin de la jornada,

do forzoso dejarlos me convino,

pues volviendo a la historia comenzada

y al duro proceder de su destino,

estuvieron el tiempo en Santïago

que yo de ellos mención aquí no hago.

Retirados de allí, se reformaron

de todo el aparato conveniente,

donde por los más votos acordaron

reedificar a Penco nuevamente:

con gran trabajo y gasto levantaron

pequeña copia y número de gente:

afirmar la ocasión de esto no puedo

si fue la poca paga o mucho miedo.

Al yermo Penco herboso habían llegado,

y un sitio que en mitad del pueblo había

le tenían de tapión fortificado

que en recogido cuadro le ceñía:

de dos fuertes bastiones abrigado,

fue cada uno dos frentes descubría

y a cada frente asiste una bombarda

que con maciza bala el paso guarda.

La gente comarcana, con fingida

muestra, la paz malvada aseguraba,

esperando la ayuda prometida

que a cencerros tapados caminaba;

pero no fue secreta esta partida,

pues entre los cristianos se trataba

que el valiente Lautaro había pasado

las lomas con ejército formado.

Suénase que Purén allí venía,

Tomé, Pillolco, Angol y Cayeguano,

Tucapel, que en orgullo y bizarría

no le igualaba bárbaro araucano;

Ongolmo, Lemolemo y Lebopía,

Caniomangue, Elicura, Mareguano,

Cayocupil, Lincoya, Lepomande,

Chilcano, Leucotón y Mareande.

Todos estos varones señalados

fueron para esta guerra apercebidos

con otros dos mil prácticos soldados;

en el copioso ejército escogidos

venían de fuertes petos arreados,

gruesas picas de hierros muy fornidos,

ferradas mazas, hachas aceradas,

armas arrojadizas y enastadas.

De esta manera el escuadrón camina

en la callada noche y sombra oscura,

debajo del gobierno y disciplina

del cuidoso[13] Lautaro, que procura

llegar cuando la estrella matutina

alegra el mustio campo y la verdura,

antes que por aviso y doble trato

de su venida hubiese algún recato.

Pero los españoles, de un amigo

bárbaro que con ellos contrataba,

saben cómo el ejército enemigo

con riguroso intento se acercaba:

pues avisados de esto, como digo,

y de cuanto en secreto se trataba,

al trance se aparejan y batalla,

requiriendo los fosos y muralla.

Era caudillo y capitán de España

el noble montañés Juan de Alvarado,

hombre sagaz, solícito y de maña,

de gran esfuerzo y discreción dotado,

el cual con orden y presteza extraña,

del presente peligro recatado,

sazón no pierde, tiempo y coyuntura;

antes las prevenciones apresura.

Que al punto, apercebidos los soldados,

en su lugar cada uno de ellos puesto,

manda a nueve guerreros más cursados

que salgan a correr la tierra presto,

y, en la cerrada noche confiados,

llegan al campo bárbaro, y en esto

del callado escuadrón fueron sentidos,

levantando terribles alaridos.

La grita, el sobresalto, los rumores,

el súbito alboroto de la guerra,

las sonorosas trompas y atambores

hacen gemir y estremecer la tierra;

en esto los astutos corredores,

atravesando una pequeña sierra,

toman la vuelta por más corta vía,

dando aviso a la amiga compañía.

Juan de Alvarado con ingenio y arte,

de la fuerza lo flaco fortifica,

y en lo más necesario, allí reparte

gente del arcabuz y de la pica;

proveído recaudo en toda parte,

a recebir al araucano pica

con la ligera escuadra de caballo,

por no mostrar temor en esperallo.

La nueva claridad del día siguiente

sobre el claro horizonte se mostraba,

y el sol por el dorado y fresco Oriente

de rojo ya las nubes coloraba[14];

a tal hora Alvarado con su gente,

del prevenido fuerte se alejaba

en busca de la escuadra lautarina,

que a más andar también se le avecina.

Los nuestros media legua aún no se habían

de aquel su muro lejos alongado,

cuando, al calar de un monte descubrían

el araucano ejército ordenado:

allí las limpias armas relucían

más que el claro cristal del sol tocado,

cubiertas de altas plumas las celadas,

verdes, azules, blancas, encarnadas.

¿Quién pintaros podrá el contento, cuando

sienten los araucanos el ruïdo

que, las diestras en alto levantando

pusieron en el cielo un alarido?

Mil instrumentos bárbaros tocando

con grande orgullo y paso más tendido

se vienen acercando a los de España,

sonando en torno toda la campaña.

Quieren los españoles responderlos

con el horrible son de armada mano:

calan el monte a fin de acometerlos,

teniendo por mejor el sitio llano:

bajas las lanzas vienen a romperlos,

pero la osada muestra salió en vano,

que los bárbaros ya disciplinados,

del todo se cerraron apiñados.

Tan espesas las picas derribaron

con pie y con rostro firme hacia delante,

que no sólo el encuentro repararon,

pero a desbaratarlos fue bastante;

los nuestros sin romper se retiraron,

y ellos gloriosos, con furor pujante,

por dar remate al venturoso lance,

siguen con pies ligeros el alcance.

Apretándolos iban reciamente,

los nuestros resistiendo y peleando

hasta el estrecho paso de una puente,

que allí Lautaro, al cuerno aliento dando,

el araucano ejército obediente

se va al son conocido reparando;

del fuerte tanto estrecho esto sería

cuanto tira un cañón de puntería.

Detúvose Lautaro, con intento

de esperar al caliente medio día,

porque de la mañana el fresco viento

los caballos y gente alentaría;

reforma su escuadrón, haciendo asiento

a vista de los nuestros, que, a porfía,

se habían al sitio fuerte recogido,

teniendo por mejor aquel partido.

Cuando el sol en el medio cielo estaba,

no declinando a parte un solo punto,

y la aguda chicharra se entonaba

con un desapacible contrapunto,

el astuto Lautaro levantaba

su campo en escuadrón cerrado y junto,

con grande estruendo y paso concertado

hacia el sitio español fortificado.

Con audacia, desdén y confianza,

Lautaro contra el fuerte caminaba;

síguele atrás la gente en ordenanza,

y él con gracioso término arrastraba

una larga, nudosa y gruesa lanza,

que airoso, poco a poco, la terciaba

y tanto por el cuento la blandía

que juntar los extremos parecía.

Los pocos españoles salen fuera,

que encerrados no quieren esperallos;

de arcabuces delante una hilera,

otra de picas luego, y los caballos

a los lados, y así de esta manera,

con fiera muestra vienen a buscallos,

llegados donde ya podían herirse,

los unos a los otros dejan irse.

Y de rencor intrínsico aguijados

los movidos ejércitos venían;

suenan los arcabuces asestados;

del humo, fuego y polvo se cubrían;

los corvos arcos con vigor flechados

gran número de tiros despedían;

vuelan nubadas de armas enastadas

por los valientes brazos arrojadas.

Cuales contrarias aguas a toparse

van con rauda corriente sonorosa,

que, resistiendo al tiempo del mezclarse

aquélla más violenta y poderosa

a la menos pujante sin pararse,

volverla contra el curso es cierta cosa,

así a nuestro escuadrón forzosamente

la arrebató la bárbara corriente.

No pudiendo sufrir la fuerza brava

del número de gente y movimiento,

al español el bárbaro llevaba

como a liviana paja el recio viento;

entran sin orden, que ya rota andaba

todos mezclados en el fuerte asiento,

y dentro del cuadrado y ancho muro

comienzan pie con pie un combate duro.

Algunos españoles castigados

recogerse en la fuerza[15] no quisieron

que eran de corazones congojados

y de verse en estrecho rehuyeron:

quieren el campo abierto, y por los lados

del turbado montón se dividieron;

pero los de más ser, con mano osada,

procuran amparar la plaza entrada.

Allí quieren morir o defenderse,

la carrera más larga otros tomaron,

que acordaron con tiempo guarecerse;

otros a la marina se llegaron,

metiéndose en un barco, sin poderse

sufrir, las corvas áncoras alzaron,

satisfaciendo al miedo y bajo intento,

las velas con presteza dan al viento.

Quien en llegar es algo perezoso,

viendo levar el áncora a la nave,

no duda en arrojarse al mar furioso,

teniendo aquel morir por menos grave;

quien antes no nadaba, de medroso,

las olas rompe ahora y nadar sabe.

Mirad, pues, el temor a qué ha llegado

que viene a ser de miedo el hombre osado.

Los que están en la fuerza retraídos,

como buenos guerreros se defienden,

muertos quieren quedar y no vencidos,

que ya sólo un honrado fin pretenden;

y, con tal presupuesto embravecidos,

sin esperanza de vivir ofenden,

haciendo en los contrarios tal estrago,

que la plaza de sangre era ya lago.

Lautaro, gente y armas contrastando,

en la fuerza el primero entrado había,

y muerto a dos soldados en entrando,

que en suerte le cupieron aquel día:

Lincoya iba hiriendo y derribando;

mas ¿quién podrá decir la bravería

de Tucapel, que el cielo acometiera

si hallará algún camino o escalera?

No entró el fuerte por puerta ni por puente,

antes con desenvuelto y diestro salto

libre el foso salvó ligeramente,

y estaba en un momento en lo más alto;

no le pudo seguir por allí gente,

él solo de aquel lado dio el asalto;

mas, como si de mil fuera guardado,

se arroja luego en medio del cercado.

Apenas puso el pie firme en la plaza,

cuando el furioso bárbaro, esgrimiendo

la ejercitada, dura y gruesa maza,

iba los enemigos esparciendo:

no vale malla fina ni coraza,

y las celadas fuertes, no pudiendo

sufrir los recios golpes que bajaban,

machucando los sesos se abollaban.

Unos deja tullidos y contrechos,

otros para en su vida lastimados,

a quien hunde el pescuezo por los pechos,

a quien rompe los lomos y costados:

cual si fueran de blanda cera hechos,

magulla, muele y deja derrengados,

y en el mayor peligro osadamente

se arroja sin temor de armas y gente.

Contra Ortiz revolvió con muestra airada,

que había muerto a Torquín, mozo animoso;

la maza alta, y la vista en él clavada,

rompe por el tropel de armas furioso;

no sé cuál fue la espada señalada,

ni aquel brazo pujante y provechoso

que el mástil cercenó del araucano,

y dos dedos con el de la una mano.

Con el encendimiento que llevaba,

no sintió la herida de repente;

mas, cuando el brazo y golpe descargaba,

que los dedos y maza faltar siente,

herida tigre hircana no es tan brava,

ni acosado león tan impaciente

como el indio, que lleno de postema,

del cielo, infierno, tierra y mar blasfema.

Sobre las puntas de los pies estriba,

y en ellas la persona más levanta;

el brazo cuanto puede atrás derriba,

y el trozo impele con violencia tanta,

que a Ortiz, que alta la espada sobre él iba,

la celada y los cascos le quebranta,

y del grave dolor desvanecido

dio en el suelo de manos sin sentido.

El bárbaro, con esto no vengado,

viene sobre él con furia acelerada,

y con la diestra, aún no medrosa, airado

a Ortiz arrebató la aguda espada;

alzándole la cota por un lado,

le atravesó de la una a la otra hijada,

y la alma del corpóreo alojamiento

hizo el duro y forzoso apartamiento.

La espada a la siniestra el indio trueca,

sintiéndose tullido de la diestra,

y del golpe primero otro derrueca,

que también en herir era maestra.

Como suele segar la paja seca

el presto segador con mano diestra,

así aquel Tucapel, con fuerza brava,

brazos, piernas y cuellos cercenaba.

Dejándose guiar por do la ira

le llevaba furioso, discurriendo,

unos hiere, maltrata, otros retira,

la espesa selva de astas deshaciendo;

acaso al Padre Lobo un golpe tira,

que contra cuatro estaba combatiendo,

el cual, sin ver el fin de aquella guerra,

dio el alma a Dios y el cuerpo dio a la tierra.

El grave Leucotón, no menos fuerte,

con el valor que el cielo le concede,

hiere, aturde, derriba y da la muerte,

que nadie en fuerza y ánimo le excede;

no sé cómo a escribirlo todo acierte,

que mi cansada mano ya no puede

por tanta confusión llevar la pluma,

y así reduce mucho a breve suma.

También Angol, soberbio y esforzado,

su corvo y gran cuchillo en torno esgrime:

hiere al joven Diego Oro, y del pesado

golpe en la dura tierra el cuerpo imprime;

pero en esta sazón, Juan de Alvarado

la furia de una punta le reprime,

que, al tiempo que el furioso alfanje alzaba,

por debajo del brazo le calaba.

No halló defensa la enemiga espada

lanzándose por parte descubierta,

derecho al corazón hizo la entrada,

abriendo una sangrienta y ancha puerta:

la cara antes del joven colorada

se vio de amarillez mustia cubierta;

descoyuntole el brazo un mortal hielo,

batiendo el cuerpo helado el duro suelo.

El corpulento mozo Mareguano,

que, airado, a todas partes discurría,

llegó al tiempo que Angol, por diestra mano,

al riguroso hierro se rendía:

era su íntimo amigo y primo hermano,

de estrecho trato antiguo y compañía.

«Pues fue siempre en la vida igual la suerte,

quiero —dijo— también que sea en la muerte».

Y contra el matador, con repentina

rabia, que el pecho y venas le abrasaba,

un macizo y fornido tronco empina

y con fuerza sobre él lo derribaba;

mas, temiendo del golpe la ruïna,

Alvarado, que el ojo alerta estaba,

saca presto el caballo apercebido,

y en el suelo el troncón quedó metido.

Chilcán, Ongolmo, Cayeguán de un lado,

Lepomande y Purén en compañía,

habían así a los nuestros apretado,

que ganaron gran crédito aquel día;

Tomé, Cayocupil y el esforzado

Pillolco, Caniomangue y Lebopía,

Mareande, Elicura y Lemolemo

de su valor mostraron el extremo.

En esto un rumor súbito se siente,

que los cóncavos cielos atronaba,

y era que la victoria abiertamente

por el bárbaro infiel se declaraba:

ya la española destrozada gente

al camino de Itata enderezaba,

desamparando el suelo desdichado

de sangre y enemigos ocupado.

Del todo a toda furia comenzando

iban los españoles la huida,

siempre más el temor apresurando

con agudas espuelas la corrida;

sigue el alcance, y valos aquejando

la bárbara canalla embravecida,

envuelta en una espesa polvoreda,

matando al que por flojo atrás se queda.

Alvarado, con ánimo y cordura,

los anima y esfuerza, y no aprovecha,

que la turbada gente en tal rotura

huye la muerte y plaza tan estrecha:

cual encamina al monte y cual procura

de Mapochó la senda más derecha,

y cual, y cual, constante todavía,

animoso con Atropos porfía.

Éstos honrosa muerte deseando,

despreciaban la vida deshonrada,

aquel forzoso punto dilatando

con raro esfuerzo y valerosa espada:

presto quedó la plaza sin un bando,

de almas vacía y de cuerpos ocupada,

que animosos los pocos que quedaban

a las armas y muerte se entregaban.

Unos, por los costados caen abiertos;

otros, de parte a parte atravesados;

otros, que de su sangre están cubiertos,

se rinden a la muerte desangrados;

al fin, todos quedaron allí muertos,

del riguroso hierro apedazados.

Vamos tras los que aguijan los caballos,

que no haremos poco en alcanzallos.

Quien por camino incierto, quien por senda

áspera, peligrosa y desusada,

bate al caballo y dale suelta rienda,

que el miedo es grande y grande la jornada;

el bárbaro escuadrón, con grita horrenda,

por sierra, monte, llano y por cañada

las espaldas los iban calentando,

hiriendo, dando muerte y derribando.

Había de la comarca concurrido

gente armada por uno y otro lado,

que a la mira imparcial había asistido

hasta ver el derecho declarado;

en esto, alzando un súbito alarido

con el orgullo a vencedores dado,

baja las armas hasta allí neutrales

en daño de las señas imperiales.

Sale en el codicioso seguimiento,

de la española gente que corría

con furia y ligereza más que el viento,

sin hacerse uno a otro compañía;

la mucha turbación y desatiento

que a los nuestros el miedo les ponía,

los lleva sin caminos, esparcidos

por sierras, valles, montes, por ejidos.

Los que tienen caballos más ligeros

(¡oh, cuán de corazón son envidiados!),

qué poco se conocen compañeros

de largo tiempo y amistad tratados.

No aprovechan promesas de dineros,

ni de bienes allí representados;

tanto el miedo ocupado los había,

que lugar la codicia aún no tenía.

Antes, los intereses despreciando,

se muestran allí poco codiciosos,

tras las ricas celadas arrojando

petos de fina plata embarazosos:

y así de las promesas no curando,

jugaban los talones presurosos;

sólo las alas de Ícaro quisieran,

aunque pasando el amar se derritieran.

Juan y Hernando Alvarados la jornada

con el valiente Ibarra apresuraban,

animando la gente desmayada,

mas no por esto el paso moderaban;

abren por la carrera embarazada,

que ligeros caballos gobernaban,

y, aunque con viva espuela los batían,

alargarse de un indio no podían.

Delante largo trecho de la gente

a los tres les da caza y atormenta

un espaldudo bárbaro valiente,

Rengo llamado, mozo de gran cuenta;

éste solo los sigue osadamente,

y a voces con palabras los afrenta,

y los aprieta y corre a campo raso,

sin poderle ganar un solo paso.

«¡Xo, xo!», les va gritando: «¡Espera, espera!»,

que más en castellano no sabía;

pero, en su natural lengua primera,

atrevidas injurias les decía.

Tres leguas los corrió de esta manera,

que jamás de las colas se partía,

por mucho que aguijasen los rocines,

llamándolos infames y rüines.

Llevaba una arma en alto levantada,

que no hay quien su fación y forma diga:

era una gruesa haya mal labrada,

de la grandeza y peso de una viga,

de metal la cabeza barreada,

y esgrímela el garzón sin más fatiga

que el presto esgrimidor, suelto y liviano,

juega el fácil bastón con diestra mano.

Si alguna vez con el troncón pesado

los caballos el bárbaro alcanzaba,

era de fuerza el golpe tan cargado,

que casi derrengados los dejaba:

así cada caballo escarmentado

sin espuelas el curso apresuraba,

que jamás fue baqueta en la corrida

como el bastón del bárbaro temida.

Aunque gran trecho aquel follón se aleja

del seguro montón y amigo bando,

no por esto la dura empresa deja,

antes más los persigue y va afrentando:

con prestos pies y maza los aqueja,

la nación española profanando

en lenguaje araucano, que entendían

los tres, que a más correr de él se desvían.

Veinte veces revuelven los cristianos,

dando sobre él con súbita presteza,

a todos tres les da llenas las manos

con su diabólica arma y ligereza;

entre tanto, llegaban los ufanos

indios, en el alcance sin pereza,

y volviendo los tres a su carrera,

el bárbaro y bastón sobre ellos era.

No por áspero monte ni agria cuesta

afloja el curso y animoso brío,

antes, cual correr suele sobre apuesta

tras las fieras el Puelche en desafío,

los corre, aflige, aprieta y los molesta,

y a diez millas de alcance, por do un río

el camino atraviesa al mar corriendo,

se fue en la húmeda orilla deteniendo.

El bárbaro escuadrón parado había,

solo el contumaz Rengo porfïando,

desistir de la empresa no quería,

aunque no ve persona de su bando;

los tres laxos cristianos a porfía

iban el ancho vado atravesando,

cuando Rengo cargó de una pesada

piedra la presta honda de él usada.

El tronco en el suelo húmedo fijado,

rodea el brazo dos veces, despidiendo

el tosco y gran guijarro así arrojado,

que el monte retumbó del sordo estruendo;

las ninfas, por lo más sesgo del vado,

las cristalinas aguas revolviendo,

sus doradas cabezas levantaron

y a ver el caso atentas se pararon.

El importuno bárbaro no cesa

ni afloja de la empresa que pretende;

antes con silbos, grita y piedra espesa

la agua a más de la cinta, los ofende;

y, dándoles en esto mucha priesa,

el beber los caballos les defiende,

diciendo: «¡Sus!, salid, salid afuera,

que yo os manterné campo en la ribera».

Viendo Alvarado a Rengo así orgulloso

de la soberbia tema ya impaciente,

dice a los dos: «¡Oh caso vergonzoso,

que a tres nos siga un indio solamente

y triunfe de nosotros victorioso!

No es bien que de españoles tal se cuente:

volvamos, y de aquí jamás pasemos

si primero morir no le hacemos».

Así dijo, y, las riendas revolviendo,

segunda vez el vado atravesaban;

de morir o matarle proponiendo,

los cansados caballos aguijaban;

en esto, el araucano, conociendo

la cólera y furor con que tornaban,

olvidando la maza y presupuesto,

las voladoras plantas mueve presto.

Una larga carrera por la arena

los tres a toda furia le siguieron

aunque en balde tomaron esta pena,

que el indio más corrió que ellos corrieron:

faltos no de intención, pero de lena,

de cansados las riendas recogieron,

y en un áspero sitio y peligroso

les hizo rostro el bárbaro animoso.

Por espaldas tomó una gran quebrada,

revolviendo a los tres con osadía,

y, a falta de la maza acostumbrada,

a menudo la honda sacudía;

de allí con mofa, silbos y pedrada,

sin poderle ofender, los ofendía,

por ser aquel lugar despeñadero,

y más que ellos el bárbaro ligero.

Visto Alvarado serle así excusado

el fin de lo que tanto deseaba,

dejando libre al bárbaro esforzado,

que bien de mala gana se quedaba,

pasa otra vez el ya seguro vado

y al usado camino enderezaba,

triste en ver que Fortuna por tal modo

se le mostraba adversa y dura en todo.

Había dejado el campo lautarino

de seguir el alcance grande rato;

iban los españoles sin camino,

como ovejas que van fuera de rato.

De no seguirlos más me determino,

que por lo que adelante de ellos trato,

dejarlos por ahora me es forzado

donde otras veces ya los he dejado.

Con la gente araucana quiero andarme,

dichosa a la sazón y afortunada,

y como se acostumbra, desviarme

de la parte vencida y desdichada,

por donde tantos van quiero guiarme,

siguiendo la carrera tan usada,

pues la costumbre y tiempo me convence,

y todo el mundo es ya ¡Viva quien vence!

Cuán usado es huir los abatidos,

y seguir los soberbios levantados

de la instable[16] Fortuna favoridos

para sólo después ser derribados.

Al cabo estos favores reducidos

a su valor son bienes emprestados

que habemos de pagar con siete tanto,

como claro nos muestra el nuevo canto.