CANTO VIII

Júntanse los caciques y señores principales a consejo general en el valle de Arauco. Mata Tucapel al cacique Puchecalco, y Caupolicán viene, con poderoso ejército, sobre la ciudad Imperial, fundada en el valle de Cautén.

N limpio honor del ánimo ofendido

jamás puede olvidar aquella afrenta,

trayendo al hombre siempre así encogido,

que de ello sin hablar da larga cuenta,

y en el mayor contento desabrido

se le pone delante y representa

la dura y grave afrenta con un miedo

que todos le señalan con el dedo.

Si bien esto los nuestros lo miraran

y al temor con esfuerzo resistieran,

sus haciendas y casas sustentaran

y en la justa demanda fenecieran;

de mil desabrimientos no gustaran,

ni al terrero[11] del vulgo se pusieran;

del vulgo, que jamás dice lo bueno,

ni en decir los defectos tiene freno.

Pero de un bando y de otro contemplada

la diferencia en número de gentes,

la ciudad sin reparos, descercada,

con otra infinidad de inconvenientes,

y el ver puestas al filo de la espada

las gargantas de tantos inocentes,

niños, mujeres, vírgenes, sin culpa,

será bastante y lícita disculpa.

Si no es disculpa y causa lo que digo,

se puede atribuir este suceso

a que fue del Señor justo castigo,

visto de su soberbia el gran exceso,

permitiendo que el bárbaro enemigo,

aquel que fue su súbdito y opreso,

los eche de su tierra y posesiones

y les ponga el honor en opiniones.

Bien que en la Concepción copia de gente

estaba a la sazón, pero gran parte

de barba blanca y arrugada frente,

inútil en la dura y bélica arte,

y poca de la edad más suficiente

a resistir el gran rigor de Marte,

y a la parcial fortuna, que se muestra

en todos los sucesos ya siniestra.

¿Quién podrá con el bando lautarino,

viendo que su opinión tanto crecía,

y la Fortuna próspera el camino

en nuestro daño y su provecho abría?

No piensa reparar hasta el divino

cielo y arruinar su monarquía,

haciendo aquellos bárbaros bizarros,

grandes fieros, bravezas y desgarros.

Pues al pueblo de Penco desolado

y de la fiera llama consumido,

dije como a gran prisa había llegado

un indio mensajero, conocido,

que por Caupolicán era enviado;

y, habiendo de su parte encarecido

la gran batalla, digna de memoria,

las gracias les rindió de la victoria.

Dijo también, sin alargar razones,

que el general mandaba que partiese

Lautaro con los prestos escuadrones

y en el valle de Arauco se metiese,

donde el senado y junta de varones

tratasen lo que más les conviniese,

pues en el fértil valle hay aparejo

para la junta y general consejo.

En oyendo Lautaro aquel mandato,

levanta el campo, sin parar camina,

deja gran tierra atrás y, en poco rato,

al monte Andalicano se avecina;

y por llegar de súbito rebato,

el camino torció por la marina,

ganoso de burlar al bando amigo

tomando el nombre y voz del enemigo.

Tanto marchó, que al asomar del día

dio sobre las escuadras de repente

con una baraúnda y vocería

que puso en arma y alteró la gente;

mas vuelto el alboroto en alegría,

conocida la burla claramente,

los unos y los otros, sin firmarse,

sueltas las armas, corren a abrazarse.

Caupolicán alegre, humano y grave,

los recibe, abrazando al buen Lautaro,

y con regalo y plática süave

le da prendas y honor de hermano caro;

la gente, que de gozo en sí no cabe,

por la ribera de un arroyo claro

en juntas y corrillos derramada,

celebra de beber la fiesta usada.

Algún tiempo pasaron después de esto

antes que el gran senado fuese junto,

tratando en su jornada y presupuesto

desde el principio al fin, sin faltar punto;

pero al término justo y plazo puesto

llegó la demás gente, y todo a punto

los principales hombres de la tierra

entraron en consulta a uso de guerra.

Llevaba el general aquel vestido

con que Valdivia ante él fue presentado:

era de verde y púrpura tejido

con rica plata y oro recamado,

un peto fuerte, en buena guerra habido,

de fina pasta y temple relevado,

la celada de claro y limpio acero

y un mundo de esmeralda por cimero.

Todos los capitanes señalados

a la española usanza se vestían;

la gente del común y los soldados

se visten del despojo que traían:

calzas, jubones, cueros desgarrados,

en gran estima y precio se tenían;

por inútil y bajo se juzgaba

el que español despojo no llevaba.

A manera de triunfos, ordenaron

el venir a la junta así vestidos,

y en el consejo, como digo, entraron

ciento y treinta caciques escogidos;

por su costumbre antigua se sentaron,

según que por la espada eran tenidos.

Estando en gran silencio el pueblo ufano,

así soltó la voz Caupolicano:

«Bien entendido tengo yo, varones,

para que nuestra fama se acreciente,

que no es menester fuerza de razones;

mas sólo el apuntarlo brevemente;

que, según vuestros fuertes corazones,

entrar la España pienso fácilmente,

y al gran Emperador invicto Carlo

al dominio araucano sujetarlo.

»Los españoles vemos que ya entienden

el peso de las mazas barreadas,

pues ni en campo ni en muro nos atienden;

sabemos cómo cortan sus espadas

y cuán poco las mallas los defienden

del corte de las hachas aceradas;

si sus picas son largas y fornidas,

con las vuestras han sido ya medidas.

»De vuestro intento asegurarme quiero,

pues estoy del valor tan satisfecho,

que gruesos muros de templado acero

allanaréis poniéndoles el pecho;

con esta confianza, el delantero

seguiré vuestro bando y el derecho

que tenéis de ganar la fuerte España

y conquistar del mundo la campaña.

»La deidad de esta gente entenderemos,

y si del alto cielo cristalino,

deciende, como dicen, abriremos

a puro hierro anchísimo camino:

su género y linaje asolaremos,

que no bastará ejército divino,

ni divino poder, esfuerzo y arte,

si todos nos hacemos a una parte.

»En fin, fuertes guerreros, como digo,

no puede mi intención más declararse;

aquel que me quisiere por amigo

a tiempo está que puede señalarse;

téngame desde aquí por enemigo

el que quisiere a paces arrimarse».

Aquí dio fin y, su intención propuesta,

esperaba sereno la respuesta.

Ceja no se movió, y aún el aliento

apenas al espíritu halló vía

mientras duró el soberbio parlamento

que el gran Caupolicano les hacía;

hubo en el responder el cumplimiento

y ceremonia usada en cortesía.

a Lautaro tocaba y, excusado,

Lincoya así responde levantado:

«Señor, yo no me he visto tan gozoso

después que en este triste mundo vivo,

como en ver manifiesto el valeroso

ánimo de ese invicto pecho altivo;

y así, por pensamiento tan glorioso

me ofrezco por tu siervo y tu cautivo,

que no quiero ser rey del cielo y tierra

si hubiese de acabarse aquí la guerra.

»Y en testimonio de esto, yo te juro

de te seguir y acompañar de hecho,

ni por áspero caso, adverso y duro

a la patria volver jamás el pecho;

de esto puedes, señor, estar seguro,

y todo faltará y será deshecho

antes que la palabra acreditada

de un hombre como yo por prenda dada».

Así dijo; y tras él, aunque rogado,

el buen Peteguelén, curaca anciano,

de condición muy áspera, enojado,

pero afable en la paz, fácil y humano,

viejo, enjuto, dispuesto, bien trazado,

señor de aquel hermoso y fértil llano,

con espaciosa voz y grave gesto,

propuso en sus razones sabias esto:

«Fuerte varón y capitán perfecto,

no dejaré de ser el delantero

a probar la fineza de este peto,

y si mi hacha rompe el fino acero;

mas, como quien lo entiende, te prometo,

que falta por hacer mucho primero:

que salgan españoles de esta tierra,

cuanto más ir a España a mover guerra.

»Bien será que, señor, nos contentemos

con lo que nos dejaron los pasados,

y a nuestros enemigos desterremos

que están en lo más de ello apoderados:

después, por el suceso entenderemos

mejor el disponer de nuestros hados:

esto a mí me parece, y quien quisiere

proponga otra razón, si mejor fuere».

Callando este cacique, se adelanta

Tucapelo, de cólera encendido,

y sin respeto así la voz levanta

con un tono soberbio y atrevido,

diciendo: «A mí la España no me espanta,

y no quiero por hombre ser tenido

si solo no arruïno a los cristianos,

ahora sean divino, ahora humanos.

»Pues lanzarlos de Chile y destruirlos

no será para mí bastante guerra,

que pienso, si me esperan, confundirlos

en el profundo centro de la tierra;

y si huyen, mi maza ha de seguirlos,

que es la que de este mundo los destierra:

por eso, no nos ponga nadie miedo,

que aún no haré en hacerlo lo que puedo.

»Y por mi diestro brazo os aseguro,

si la maza dos años me sustenta,

a despecho del cielo, a hierro puro,

de dar de esto descargo y buena cuenta

y no dejar de España enhiesto muro,

y aún el ánimo a más se me acrecienta,

que, después que allanare el ancho suelo,

a guerra incitaré al supremo cielo.

»Que no son hados, es pura flaqueza

la que nos pone estorbos y embarazos:

pensar que haya fortuna, es gran simpleza

la fortuna es la fuerza de los brazos:

la máquina del cielo y fortaleza

vendrá primero abajo hecha pedazos

que Tucapel en esta y otra empresa

falte un mínimo punto en su promesa».

Peteguelén, la vieja sangre fría

se le encendió de rabia, y levantado

le dice: «¡Oh arrogante! La osadía

sin discreción jamás fue de esforzado».

Pero Caupolicán, que conocía

del viejo a tiempo el ánimo arrojado,

con discreción le ataja las razones,

haciendo proponer a otros varones.

Purén se ofrece allí, y Angol se ofrece

no con menor braveza y desatiento:

Ongolmo no quedó, según parece,

de mostrar su soberbio pensamiento;

del uno en otro multiplica y crece

el número en el mismo ofrecimiento;

Colocolo, que atento estaba a todo,

sacó la voz, diciendo de este modo:

«La verde edad os lleva a ser furiosos,

¡oh hijos!, y nosotros, los ancianos,

no somos en el mundo provechosos

mas de para decir consejos sanos,

que no nos ciegan humos vaporosos

del juvenil hervor y años lozanos,

y así, como más libres, entendemos

lo que siendo mancebos no podemos.

»Vosotros, capitanes esforzados,

de sola una victoria envanecidos,

estáis de tal manera levantados,

que os parecen ya pocos los nacidos;

templad, templad los pechos alterados

y esos vanos esfuerzos mal regidos,

no hagáis de españoles tal desprecio,

que no venden sus vidas a mal precio.

»Si dos veces, por dicha, los vencistes,

mirad cuando primero aquí vinieron

que resistir su fuerza no pudistes,

pues más de cinco veces os vencieron;

en el licúreo campo ya lo vistes

lo que solos catorce allí hicieron:

no será poco hecho y buen partido

cobrar la tierra y crédito perdido.

»Debemos procurar con seso y arte

redemir nuestra patria y libertarnos,

dando a vuestras bravezas menos parte,

pues más pueden dañar que aprovecharnos.

¡Oh hijo de Leocán!, quiero avisarte,

si quieres como sabio gobernarnos,

que temples esta furia y con maduro

seso pongas remedio en lo futuro.

»El consejo más sano y conveniente

es que el campo, en tres bandas repartido

a un tiempo, aunque por parte diferente,

dé sobre el Cautén, pueblo aborrecido:

bien que esté en su defensa buena gente,

es poca, y este asiento destruïdo,

Valdivia de allanar fácil sería,

pues no alcanza arcabuz ni artillería.

»Sólo a mí Santiago me da pena;

pero modo a su tiempo buscaremos

para poderla entrar, y la Serena

fácilmente después la allanaremos;

aunque sujeto a lo que el hado ordena,

es el mejor camino que tenemos».

Acabando con esto el sabio viejo,

a muchos pareció bien su consejo.

Tras este, otro curaca hechicero,

de la vejez decrépita impedido:

Puchecalco se llama el agorero,

por sabio en los pronósticos tenido;

con profundo suspiro, íntimo y fiero,

comienza así a decir entristecido:

«Al negro Eponamón doy por testigo

de lo que siempre he dicho y ahora digo.

»Por un término breve se os concede

la libertad, y habéis lo más gozado:

mudarse esta sentencia ya no puede,

que está por las estrellas ordenado

y que fortuna en vuestro daño ruede;

mirad que os llana ya el preciso hado

a dura sujeción y trances fuertes:

repárense a lo menos tantas muertes.

»El aire de señales anda lleno,

y las nocturnas aves van turbando

con sordo vuelo el claro día sereno,

mil prodigios funestos anunciando;

las plantas con sobrado humor terreno,

se van, sin producir fruto, secando;

las estrellas, la luna, el sol lo afirman;

cien mil agüeros tristes lo confirman.

»Mírolo todo, y todo contemplado,

no sé en qué pueda yo esperar consuelo,

que de su espada el Orïon armado

con gran ruïna ya amenaza el suelo;

Júpiter se ha al Ocaso retirado;

sólo Marte sangriento posee el cielo,

que, denotando la futura guerra,

enciende un fuego bélico en la tierra.

»Ya la furiosa Muerte irreparable

viene a nosotros con airada diestra

y la amiga Fortuna favorable

con diferente rostro se nos muestra,

y Eponamón horrendo y espantable,

envuelto en la caliente sangre nuestra,

la corva garra tiende, el cetro yerto,

llevándonos al no sabido puerto».

Tucapel, que de rabia reventando

estaba oyendo al viejo, más no atiende,

que dice: «Yo veré, si adivinando,

de mi maza este necio se defiende».

Diciendo esto, y la maza levantando,

la derriba sobre él, y así lo tiende,

que jamás midió curso de planeta

ni fue más adivino ni profeta.

Quedole de esto el brazo tan sabroso,

según la muestra, que movido estuvo

de dar tras el senado religioso

y no sé la razón que lo detuvo.

Caupolicán, atónito y rabioso,

transportada la mente un rato estuvo:

mas vuelto en sí, con voz horrible y fiera

gritaba: «¡Capitanes! ¡Muera, muera!».

No le dio tanto gusto a aquella gente

lo que Caupolicano le decía,

cuanto al soberbio bárbaro impaciente,

viendo que ocasión tal se le ofrecía;

era alto el tribunal, pero él, valiente,

los hace saltar del tan a porfía,

que ciento y treinta que eran, en un punto

saltan los ciento y él tras ellos junto.

Los que en el alto tribunal quedaron

son los en esta historia señalados,

que jamás de su asiento se mudaron

de donde lo miraban sosegados,

que de ver uno solo no curaron

mostrarse por tan poco alborotados,

aunque los que saltaron de tan alto

en menos estimaron aquel salto.

Cubierto Tucapel de fina malla,

saltó como un ligero y suelto pardo[12]

en medio de la tímida canalla,

haciendo plaza el bárbaro gallardo,

con silbos, grita, en desigual batalla;

con piedra, palo, flecha, lanza y dardo

le persigue la gente de manera

como si fuera toro o brava fiera.

Según suele jugar por gran destreza

el liviano montante un buen maestro,

hiriendo con extraña ligereza

delante, atrás, a diestro y a siniestro,

con más desenvoltura y más presteza

mostrándose en los golpes fuerte y diestro

el fiero Tucapel en la pelea

con la pesada maza se rodea.

De tullir y mancar no se contenta,

ni para contentarse esto le basta;

sólo de aquellos tristes hace cuenta,

que su maza los hace torta o pasta:

rompe, magulla, muele y atormenta,

desgobierna, destroza, estropia y gasta;

tiros llueven sobre él arrojadizos

cual tempestad furiosa de granizos.

Pero sin miedo el bárbaro sangriento

por las espesas armas discurría,

brazos, cabezas y ánimos sin cuento,

soberbios quebrantó en sólo aquel día,

y, cual menuda lluvia por el viento,

la sangre y frescos sesos esparcía;

no discierne al pariente del extraño,

haciéndolos iguales en el daño.

Las armas eran sólo en defenderle

de la canalla bárbara araucana,

que en montón trabajaba de ofenderle;

mas el temor la ofensa hacía liviana;

era, cierto, admirable cosa verle

saltar y acometer con furia insana,

desmembrando la gente, sin poderse

de su maza y presteza defenderse.

Caupolicán del caso no pensado,

en tal furor y cólera se enciende,

que estaba de bajar determinado,

aunque su gravedad se lo defiende;

pero Lautaro, alegre y admirado,

miraba cómo solo así contiende

un hombre contra tanto barbarismo,

incrédulo y dudoso de sí mismo.

Y en esto al General, con el debido

respeto y ojos bajos en el suelo,

le dice: «Una merced, señor, te pido,

si algo merecen mi intención y celo,

y es, que el gran desacato cometido

perdones francamente a Tucapelo,

pues ha mostrado en campo claramente

valer él más que toda aquella gente».

Perplejo el General, estaba en duda:

pero mirando, al fin, quien lo pedía,

luego el ejecutivo intento muda

y con el rostro alegre respondía:

«él ha tenido en vos bastante ayuda,

por la cual le perdono». Y más decía:

que fuese a las escuadras y mandase

que el combatirle más luego cesase.

Baja Lautaro al campo, y prestamente

el rico cuerno a retirar tocaba,

al son del cual se recogió la gente,

que recogerse a nadie le pesaba:

sólo lo siente el bárbaro valiente,

que satisfecho a su sabor no estaba;

y volviendo a Lautaro el fiero gesto,

en alta y libre voz le dijo aquesto:

«¿Cómo, buen capitán, has estorbado

el tomar de esta vil canalla enmienda,

y verme de estos rústicos vengado

para que mi valor mejor se entiendá?»

Lautaro le responde: «Es excusado

quien viniere contigo a la contienda

que se pueda valer contra tu diestra,

según que de ello has dado aquí la muestra,

»Conmigo puedes ir, que te aseguro

que ningún daño y mal te sobrevenga».

Tucapel le responde: «Yo te juro

que un paso ese temor no me detenga,

mi maza es la que a mí me da el seguro;

lo demás, como quiera, vaya y venga,

que el miedo es de los niños y mujeres.

¡Sus!, alto, vamos luego a do quisieres».

Juntos los dos al tribunal llegando,

Tucapel, de Lautaro adelantado,

subió por la escalera, no mostrando

punto de alteración por lo pasado:

el sagaz general, disimulando,

con graciosa aparencia le ha tratado,

y de la rota plática el estilo

Lautaro, así diciendo, anudó el hilo:

«Invicto capitán, yo he estado atento

a lo que estos varones han propuesto,

y no sé figurarte el gran contento

que me da ver su esfuerzo manifiesto:

si de servirte tengo sano intento,

mis obras por las tuyas dirán esto;

pues, para ser del todo agradecidas,

será poco perder por ti mil vidas.

»Estos fuertes guerreros ayudarte

quieren a restaurar la propia tierra,

porque en ello les va también su parte,

y por el vicio grande de la guerra;

no puedo yo dejar de aconsejarte

(aunque todo el consejo en ti se encierra)

aquello que mejor me pareciere

y más bien al bien público viniere.

»Es mi voto que debes atenerte

al consejo, con término discreto,

del sabio Colocolo, que por suerte

le cupo ser en todo tan perfeto,

así que, gran señor, sin detenerte,

cumple que esto se ponga por efecto

antes que los cristianos se aperciban,

porque más flacamente nos reciban.

»Y pues que Mapochó sólo es temido,

después que lo demás esté allanado,

por el potente Eponamón te pido

que el cargo de asolarle me sea dado:

la tierra palmo a palmo la he medido,

con españoles siempre he militado;

entiendo sus astucias e invenciones,

el modo, el arte, el tiempo y ocasiones.

»Quinientos araucanos solamente

quiero para la empresa que yo digo,

escogidos en toda nuestra gente:

un soldado demás no ha de ir conmigo.

Aquí lo digo, estando tú presente

y estos sabios caciques, que me obligo

de darte la ciudad puesta en las manos

con cien cabezas nobles de cristianos».

Aquí se cerró el bárbaro orgulloso

y gran rato sobre ello platicaron,

pareciéndoles modo provechoso,

todos en este acuerdo concordaron;

después, do estaba el pueblo deseoso

de saber novedades, se bajaron,

donde lo difinido y decretado

con general pregón fue declarado.

Estuvieron allí catorce días

en grande regocijo y mucha fiesta,

ocupados en juegos y alegrías,

y en quien más veces bebe sobre apuesta;

después, contra los pueblos del Mesías,

la alborozada gente en orden puesta,

marcha Caupolicán con la vanguardia,

quedando Lemolemo en retaguardia.

Cerca llegó el ejército furioso

de la Imperial, fundada en sitio fuerte,

donde el fiero enemigo victorioso

la pensaba entregar presto a la muerte;

mas el Eterno Padre poderoso

lo dispone y ordena de otra suerte,

dilatando el azote merecido,

como veréis, prestando atento oído.