CANTO VII

Llegan los españoles a la ciudad de la Concepción hechos pedazos, cuentan el destrozo y pérdida de nuestra gente, y vista la poca que para resistir tan gran pujanza de enemigos en la ciudad había, y las muchas mujeres, niños y viejos que dentro estaban, se retiran en la ciudad de Santiago. Asimismo en este canto se contiene el saco, incendio y ruina de la ciudad de la Concepción.

ENER en mucho un pecho se debría[9]

a do el temor jamás halló posada,

temor que honrosa muerte nos desvía

por una vida infame y deshonrada;

en los peligros grandes, la osadía

merece ser de todos estimada:

el miedo es natural en el prudente,

y el saberlo vencer, es ser valiente.

Esto podrán decir los que picaban

los cansados caballos aguijando,

pues tanto de temor se apresuraban,

que les daremos crédito aún callando;

con los prestos calcaños lo afirmaban,

con piernas, brazos, cuerpo ijadeando[10];

también los araucanos sin aliento,

la furia iban perdiendo y movimiento.

Que del grande trabajo fatigados

en el largo y veloz curso aflojaron,

y por el gran tesón desalentados,

a seis leguas de alcance los dejaron;

los nuestros, del temor más aguijados,

al entrar de la noche se hallaron

en la extrema ribera de Biobío,

adonde pierde el nombre y ser de río.

Y a la orilla un gran barco asido vieron

de una gruesa cadena a un viejo pino;

los más heridos dentro se metieron,

abriendo por las aguas el camino,

y los demás con ánimo atendieron

hasta que el esperado barco vino,

y con la diligencia comenzada.

a la ciudad arriban deseada.

Puédese imaginar cual llegarían

del trabajo y heridas maltratados:

algunos casi rostros no traían,

otros los traen de golpes levantados:

del infierno parece que salían,

no hablan ni responden elevados;

a todos con los ojos rodeaban

y más callando el daño declaraban.

Después que dio el cansancio y torpe espanto

licencia de decir lo que pasaba,

dejando el pueblo atónito, y a cuanto

súbito en triste tono levantaba

un alboroto y doloroso llanto,

que el gran desastre más solenizaba;

y al son discorde y áspera armonía,

la casa más vecina respondía.

Quién llora el muerto padre, quién marido,

quién hijos, quién sobrino, quién hermanos,

mujeres, como locas sin sentido,

ansiosas tuercen las hermosas manos;

con el fresco dolor crece el gemido

y los protestos de accidentes vanos;

los niños abrazados con las madres

preguntaban llorando por sus padres.

De casa en casa corren, publicando

las voces y clamores esforzados

los muertos que murieron peleando

y aquellos infelices despeñados:

mozas, casadas, viudas lamentando,

puestas las manos y ojos levantados,

piden a Dios, para dolor tan fuerte

el último remedio de la muerte.

La amarga noche sin dormir pasaban

al son de dolorosos instrumentos,

mas el día venido, se atajaban

con otro mayor mal estos lamentos,

diciendo que a gran furia se acercaban

los araucanos bárbaros sangrientos,

en una mano hierro, en otra fuego,

sobre el pueblo español, de temor ciego.

Ya la parlera Fama pregonando

torpes y rudas lenguas desataba,

las cosas de Lautaro acrecentando:

los enemigos ánimos menguaba,

que ya cada español casi temblando,

dando fuerza a la Fama, levantaba

al más flaco araucano hasta el cielo,

derramando en los ánimos un hielo.

Levántase un rumor de retirarse

y la triste ciudad desamparalla,

diciendo que no pueden sustentarse

contra los enemigos en batalla;

corrillos comenzaban a formarse,

la voz común aprueba el despoblalla:

algunos con razones importantes

reprobaban las causas no bastantes.

Dos varias partes eran admitidas

del temor y el amor de la hacienda;

la poca gente, muertes y heridas

dicen que la ciudad no se defienda:

las haciendas y rentas adquiridas

al liberal temor cogen la rienda;

mas luego se esforzó y creció de modo

que al fin se apoderó de todo en todo.

La gente principal claro pretende

desamparar el pueblo y propio nido,

el temeroso vulgo aún no lo entiende,

mas tiende oreja atenta a aquel ruïdo;

visto el público trato, más no atiende

que súbito, alterado y removido

de nuevo esfuerza el llanto y las querellas,

poniendo un alarido en las estrellas.

Quién a su casa corre pregonando

la venida del bárbaro guerrero;

quién aguija la silla, procurando

cincharla en el caballo más ligero;

las encerradas vírgenes, llorando,

por las calles, sin manto ni escudero,

atónitas, de acá y de allá perdidas,

a las madres buscaban desvalidas.

Como las corderillas temerosas

de las queridas madres apartadas,

balando van perdidas presurosas,

haciendo en poco espacio mil paradas,

ponen atenta oreja a todas cosas,

corren aquí y allí desatinadas

así las tiernas vírgenes llorando

a voces a las madres van llamando.

De rato en rato se renueva y crece

el llanto, la aflición y el alarido:

tal vez, ¡hay!, que de súbito enmudece,

reduciendo el sentir sólo al oído;

cualquier sombra Lautaro les parece,

su rigurosa voz cualquier ruïdo,

alzan la grita y corren, no sabiendo

mas de ver a los otros ir corriendo.

Era cosa de oír bien lastimosa

los suspiros, clamores y lamento,

haciéndoles mayores cualquier cosa

que trae de nuevo el miedo por el viento;

desampara la turba temerosa

sus casas, posesión y heredamiento,

sedas, tapices, camas, recamados,

tejos de oro y de plata atesorados.

Si alguno hace protestas requiriendo

que no sea la ciudad desamparada,

responde el principal: «Yo no lo entiendo

ni de mi voluntad soy parte en nada»;

pero el temor un viejo posponiendo,

les dice «Gente vil acobardada,

deshonra del honor y ser de España,

¿qué es esto, dónde vais, quién os engaña?».

No fue esta correción de algún provecho,

ni otras cosas que el viejo les decía;

muestran todos hacerse a su despecho

y van al que más corre ya la vía.

Es justo que la fama cante un hecho

digno de celebrarse hasta el día

que cese la memoria por la pluma

y todo pierda el ser y se consuma.

Doña Mencía de Nidos, una dama

noble, discreta, valerosa, osada,

es aquella que alcanza tanta fama

en tiempo que a los hombres es negada;

estando enferma y flaca en una cama,

siente el grande alboroto, y, esforzada,

asiendo de una espada y un escudo,

salió tras los vecinos como pudo.

Ya por el monte arriba caminaban,

volviendo atrás los rostros afligidos

a las casas y tierras que dejaban,

oyendo de gallinas mil graznidos;

los gatos con voz hórrida maullaban,

perros daban tristísimos aullidos;

Progne con la turbada Filomena

mostraban en sus cantos grave pena.

Pero con más dolor doña Mencía,

que de ello daba indicio y muestra clara

con la espada desnuda los guiaba,

y en medio de la cuesta y de ellos para,

el rostro a la ciudad vuelto, decía:

«¡Oh valiente nación, a quien tan cara

cuesta la tierra y opinión ganada

por el rigor y filo de la espada!

»Decidme: ¿qué es de aquella fortaleza

que contra los que así teméis mostrastes?

¿Qué es de aquel alto punto y la grandeza

de la inmortalidad a que aspiraste?

¿Qué es del esfuerzo, orgullo, la braveza

y el natural valor de que os preciastes?

¿Adónde vais, cuitados de vosotros,

que no viene ninguno tras nosotros?

»¡Oh, cuántas veces fuistes imputados

de impacientes, altivos, temerarios,

en los casos dudosos arrojados,

sin atender a medios necesarios,

y os vimos en el yugo traer domados

tan gran número y copia de adversarios

y emprender y acabar empresas tales,

que distes a entender ser inmortales!

»Volved a vuestro pueblo ojos piadosos,

por vos de sus cimientos levantado;

mirad los campos fértiles viciosos

que os tienen su tributo aparejado;

las ricas minas, y los caudalosos

ríos de arenas de oro, y el ganado

que ya de cerro en cerro anda perdido

buscando a su pastor desconocido.

»Hasta los animales, que carecen

de vuestro racional entendimiento,

usando de razón, se condolecen

y muestran doloroso sentimiento:

los duros corazones se enternecen

no usados a sentir, y por el viento

las fieras la gran lástima derraman

y en voz casi formada nos infaman.

»Dejáis quietud, hacienda y vida honrosa

de vuestro esfuerzo y brazos adquirida,

por ir a casa ajena embarazosa

a do tendremos mísera acogida.

¿Qué cosa puede haber más afrentosa

que ser huéspedes toda nuestra vida?

Volved, que a los honrados vida honrada

les conviene, o la muerte acelerada.

»Volved, no vais así, desa manera,

ni del temor os deis tan por amigos,

que yo me ofrezco aquí, que la primera

me arrojaré en los hierros enemigos;

haré yo esta palabra verdadera

y vosotros seréis de ello testigos.

¡Volved! ¡Volved!», gritaba, pero en vano,

que a nadie pareció el consejo sano.

Como el honrado padre recatado,

que piensa reducir con persuasiones

al hijo, del propósito dañado,

y está alegando en vano mil razones,

que el hijo incorregible y obstinado

le importunan y cansan los sermones,

así al temor la gente ya entregada

no sufre ser en esto aconsejada.

Ni a Pablo le pasó con tal presteza

por las sienes la Jáculo serpiente

sin perder de su vuelo ligereza,

llevándole la vida juntamente,

como la odiosa plática y braveza

de la dama de Nidos por la gente,

pues apenas entró por un oído

cuando ya por el otro había salido.

Sin escuchar la plática del todo,

llevados de su antojo caminaban,

mujeres sin chapines, por el lodo

a gran prisa las faldas arrastraban;

fueron doce jornadas de este modo,

y a Mapochó al fin de ellas arribaban.

Lautaro, que se siente descansado,

me da prisa, que mucho me he tardado.

No es bien que tanto de él nos descuidemos,

pues él no se descuida en nuestro daño,

y adonde le dejamos volveremos,

que fue donde dejó el alcance extraño;

en muy poco papel resumiremos

un gran proceso y término tamaño,

que fuera necesario larga historia

para ponerlo extenso por memoria.

Mas, con la brevedad ya profesada,

me detendré lo menos que pudiere,

y las cosas menudas, de pasada

tocaré lo mejor que yo supiere;

pido que atenta oreja me sea dada,

que el cuento es grave y atención requiere,

para que con curiosa y fácil pluma

los hechos de estos bárbaros resuma.

Que luego que el alcance hubo cesado,

volviendo al hijo de Pillán gozoso,

que atrás un largo trecho había quedado,

más por autoridad que de medroso;

al general despachan un soldado,

alojándose el campo en el gracioso

valle de Talcamávida importante,

de pastos y comidas abundante.

Un bárbaro valiente, que tenía

la estancia y heredad en aquel valle,

halló un indio cristiano por la vía;

pero no se preciando de matalle,

prisionero a su casa le traía,

y comienza en tal modo a razonalle:

«La vida, ¡oh miserable!, quiero darte,

aunque no la mereces por tu parte.

»Pues que ya que a la guerra tú venías,

gozando del honor de los guerreros,

¿por qué con las mujeres te escondías,

viendo a hierro morir tus compañeros?

Mujer debes de ser, pues que temías

tanto de alguna espada los aceros,

y así quiero que tengas el oficio

en todo lo que toca a mi servicio».

Mandó que del oficio se encargase

que a la mujer honesta es permitido,

y la posada y cena concertase,

en tanto que del sueño convencido,

los fatigados miembros recrease:

y, habiéndose a su cama recogido,

al mundo el Sol dos vueltas había dado

y no había el araucano despertado.

Sepultado en un sueño tan profundo,

como si de mil años fuera muerto,

hasta que el claro Sol dio luz al mundo

a la vuelta tercera, que despierto

pidió la usada ropa, y lo segundo

si estaba la comida ya en concierto:

el diligente siervo respondía

que después de guisada, estaba fría.

Diciéndole también como había estado

cincuenta horas de término en el lecho,

del trabajo y manjares olvidado,

con todo lo demás que se había hecho,

y que el comer estaba aparejado

si del sueño se hallaba satisfecho.

El bárbaro responde: «No me espanto

de haber, sin despertar, dormido tanto.

»Que el cuidoso Lautaro, apercebido,

por hacer desear vuestra llegada,

la gente en escuadrones ha tenido

con tanta disciplina castigada,

que aún el sentarnos era defendido

en acabando Apolo su jornada,

hasta que ya los rayos de su lumbre

nos daban de la vuelta certidumbre.

»Si alguno de su puesto se movía,

sin esperar descargo le empalaba,

y aquel que de cansado se dormía,

en medio de dos picas le colgaba;

quien cortaba una espiga, allí moría,

de más de la ración que se le daba;

con órdenes estrechas y precetos

nos tuvo, como digo, así sujetos.

»De esta suerte estuvimos los soldados

más de catorce noches aguardando,

las picas altas, a ellas arrimados,

vuestra tarda venida deseando,

del sueño y del cansancio quebrantados,

pasando gran trabajo, hasta cuando

supimos que llegábades ya junto,

que nos quitó el cansancio en aquel punto».

Viendo el silencio que en el valle había,

le pregunta si el campo era partido,

el mozo dice: «Ayer antes del día

salió de aquí con súbito ruïdo;

afirmarte la causa no sabría,

aunque por claras muestras he entendido

que la ciudad de Penco torreada

era del español desamparada».

Así era la verdad, que caminado

habían los escuadrones vencedores

hacia el pueblo español desamparado

de los inadvertidos moradores;

la codicia del robo y el cuidado

les puso espuelas y ánimos mayores,

siete leguas del valle a Penco había,

y arribaron en sólo medio día,

A vista de las casas, ya la gente

se reparte por todos los caminos,

porque el saco del pueblo sea igualmente

lleno de ropa y falto de vecinos;

apenas la señal del partir siente,

cuando, cual negra banda de estorninos

que se abate al montón del blanco trigo,

baja al pueblo el ejército enemigo.

La ciudad yerma en gran silencio atiende

el presto asalto y fiera arremetida

de la bárbara furia, que deciende

con alto estruendo y con veloz corrida;

el menos codicioso allí pretende

la casa más copiosa y bastecida;

vienen de gran tropel hacia las puertas,

todas de par en par francas y abiertas.

Corren toda la casa en el momento,

y en un punto escudriñan los rincones;

muchos, por no engañarse por el tiento,

rompen y descerrajan los cajones,

baten tapices, rimas y ornamento,

camas de seda y ricos pabellones,

y cuanto descubrir pueden de vista,

que no hay quien los impida ni resista.

No con tanto rigor el pueblo griego,

entró por el troyano alojamiento,

sembrando frigia sangre y vivo fuego,

talando hasta en el último cimiento,

cuanto de ira, venganza y furor ciego

el bárbaro, del robo no contento,

arruïna, destruye, desperdicia,

y aún no puede cumplir con su malicia.

Quién sube la escalera y quién abaja,

quién a la ropa y quién al cofre aguija,

quién abre, quién desquicia y desencaja,

quién no deja fardel ni baratija,

quién contiende, quién riñe, quién baraja,

quién alega y se mete a la partija;

por las torres, desvanes y tejados

aparecen los bárbaros cargados.

No en colmenas de abejas la frecuencia,

priesa y solicitud, cuando fabrican

en el panal la miel con providencia,

que a los hombres jamás lo comunican;

ni aquel salir, entrar y diligencia

con que las tiernas flores melifican,

se pueden comparar, ni ser figura

de lo que aquella gente se apresura

Alguno de robar no se contenta

la casa que le da cierta ventura,

que la insaciable voluntad sedienta

otra de mayor presa le figura;

haciendo codiciosa y necia cuenta,

busca la incierta y deja la segura,

y, llegando, el Sol puesto, a la posada,

se queda por buscar mucho sin nada.

También se roba entre ellos lo robado,

que poca cuenta y amistad había,

si no se pone en salvo a buen recado,

que allí el mayor ladrón más adquiría;

cuál lo saca arrastrando, cuál cargado,

va, que del propio hermano no se fía;

más parte a ningún hombre se concede

de aquello que llevar consigo puede.

Como para el invierno se previenen

las guardosas hormigas avisadas

que a la abundante troje van y vienen

y andan en acarreos ocupadas,

no se impiden, estorban, ni detienen,

dan las vacías el paso a las cargadas;

así los araucanos codiciosos

entran, salen y vuelven presurosos.

Quien buena parte tiene, más no espera,

que presto pone fuego al aposento,

no aguarda que los otros salgan fuera,

ni tiene al edificio miramiento;

la codiciosa llama de manera

iba en tanto furor y crecimiento,

que todo el pueblo mísero se abrasa,

corriendo el fuego ya de casa en casa.

Por alto y bajo el fuego se derrama,

los cielos amenaza el son horrendo,

de negro humo espeso y viva llama

la infelice ciudad se va cubriendo;

treme la tierra en torno, el fuego brama,

de subir a su esfera presumiendo,

caen de rica labor maderamientos

resumidos en polvos cenicientos.

Piérdese la ciudad más fértil de oro

que estaba en lo poblado de la tierra,

y adonde más riquezas y tesoro,

según fama, en sus términos se encierra.

¡Oh, cuántos vivirán en triste lloro

que les fuera mejor continua guerra!

Pues es mayor miseria la pobreza

para quien se vio en próspera riqueza.

A quien diez, y a quien veinte, y a quien treinta

mil ducados por años les rentara

el más pobre tuviera mil de renta,

de aquí ninguno de ellos abajara:

la parte de Valdivia era sin cuenta

si la ciudad en paz se sustentara,

que en torno la cercaban ricas venas,

fáciles de labrar y de oro llenas.

Cien mil casados súbditos servían

a los de la ciudad desamparada,

sacar tanto oro en cantidad podían,

que a tenerse viniera casi en nada;

esto que digo y la opinión perdían

por aflojar el brazo de la espada,

ganados, heredades, ricas casas,

que ya se van tornando en vivas brasas.

La grita de los bárbaros se entona,

no cabe el gozo dentro de sus pechos,

viendo que el fuego horrible no perdona

hermosas cuadras ni labrados techos:

en tanta multitud no hay tal persona

que de verlos se duela así deshechos;

antes suspiran, gimen y se ofenden

porque tanto del fuego se defienden.

Paréceles que es lento y espacioso,

pues tanto en abrasarlos se tardaba,

y maldicen al Tracio proceloso

porque la flaca llama no esforzaba:

al caer de las casas sonoroso

un terrible alarido resonaba,

que junto con el humo y las centellas,

subiendo amenazaba las estrellas.

Crece la fiera llama en tanto grado,

que las más altas nubes encendía;

Tracio, con movimiento arrebatado,

sacudiendo los árboles venía,

y Vulcano al rumor, sucio y tiznado,

con los herreros fuelles acudía,

que ayudaron su parte al presto fuego,

y así se apoderó de todo luego.

Nunca fue de Nerón el gozo tanto

de ver en la gran Roma poderosa

prendido el fuego ya por cada canto,

vista sólo a tal hombre deleitosa;

ni aquello tan gran gusto le dio, cuanto

gusta la gente bárbara dañosa

de ver cómo la llama se extendía,

y la triste ciudad se consumía.

Era cosa de oír dura y terrible

los estallidos al son y grande estruendo;

el negro humo, espeso e insufrible,

cual nube en aire, así se va imprimiendo;

no hay cosa reservada al fuego horrible,

todo en sí lo convierte, resumiendo

los ricos edificios levantados

en antiguos corrales derribados.

Llegado al fin el último contento

de aquella fiera gente vengativa,

aún no parando en esto el mal intento,

ni planta en pie, ni cosa dejan viva;

el incendio acabado, como cuento,

un mensajero con gran prisa arriba

del hijo de Leocán, y su embajada

será en el otro canto declarada.