Contiénese la reñida batalla que entre los españoles y los araucanos hubo en la cuesta de Andalicán, donde, por la astucia de Lautaro y el demasiado trabajo de los españoles, fueron los nuestros desbaratados, y muertos más de la mitad de ellos, juntamente con tres mil indios amigos.
IEMPRE el benigno Dios, por su clemencia,
nos dilata el castigo merecido,
hasta ver sin enmienda la insolencia
y el corazón rebelde endurecido;
y es tanta la dañosa inadvertencia,
que, aunque vemos el término cumplido
y ejemplo del castigo en el vecino,
no queremos dejar el mal camino.
Dígolo, porque viene muy contenta
nuestra gente española a las espadas,
que en el fin de Valdivia no escarmienta,
ni mira haber seguido sus pisadas;
presto la veréis dar estrecha cuenta
de las culpas presentes y pasadas,
que el verdugo Lautaro ardiendo en saña,
se muestra con su gente en la campaña.
Villagrán con la suya a punto puesto,
en el estrecho llano se detiene;
plantando seis cañones en buen puesto,
ordena aquí y allí lo que conviene;
estuvo sin moverse un rato en esto
por ver el orden que Lautaro tiene,
que ocupaba su gente tanto trecho,
que mitigó el ardor de más de un pecho.
De muchos fue esta guerra deseada,
pero sabe ora Dios sus intenciones;
viendo toda la cuesta rodeada
de gente en concertados escuadrones,
la sangre, del temor ya resfriada
con presteza acudió a los corazones,
los miembros, del calor desamparados
fueron luego de esfuerzo reformados.
Con nuevo encendimiento están bramando
porque la trompa del partir no suena,
tanto el trance y batalla deseando,
que cualquiera tardanza les da pena:
de la otra parte el araucano bando,
sujeto a lo que su caudillo ordena,
rabiaba por cerrar; mas la obediencia
le pone duro freno y resistencia.
Como el feroz caballo que, impaciente,
cuando el competidor ve ya cercano,
bufa, relincha y, con soberbia frente,
hiere la tierra de una y otra mano,
así el bárbaro ejército obediente,
viendo tan cerca el campo castellano,
gime por ver el juego comenzado;
mas no pasa del término asignado.
De esta manera, pues, la cosa estaba,
ganosos de ambas partes por juntarse;
pero ya Villagrán consideraba
que era dalles más ánimo el tardarse:
tres bandas de jinetes apartaba
de aquellos codiciosos de probarse,
que a la seña, sin más amonestallos
ponen las piernas recio a los caballos.
El campo con ligeros pies batiendo,
salen con gran tropel y movimiento;
Rauco se estremeció del son horrendo
y la mar hizo extraño sentimiento;
los corregidos bárbaros, temiendo
de Lautaro el expreso mandamiento,
aunque por los herir se deshacían,
el paso hacia delante no movían.
Con el concierto y orden que en Castilla
juegan las cañas en solene fiesta,
que parte y desembraza una cuadrilla
revolviendo la darga al pecho puesta,
así los nuestros, firmes en la silla,
llegan hasta el remate de la cuesta
y vuelven casi en cerco a retirarse
por no poder romper sin despeñarse.
Toman al retirar la vuelta larga,
y de esta suerte muchas vueltas prueban;
pero todas las veces una carga
de flecha, dardo y piedra espesa llevan:
a algunos vale allí la buena adarga,
las celadas y grebas bien aprueban,
que no pueden venir al corto hierro
por ser peinado en torno el alto cerro.
Firme estaba Lautaro sin mudarse
y cercada de gente la montaña;
algunos que pretenden señalarse
salen con su licencia a la campaña:
quieren uno por uno ejercitarse
de la pica y bastón con los de España,
o dos a dos, o tres a tres soldados,
a la franca eleción de los llamados.
Usando de mudanzas y ademanes,
vienen con muestra airosa y contoneo,
más bizarros que bravos alemanes,
haciendo aquí y allí gentil paseo;
como los diestros y ágiles galanes
en público ejercicio del torneo,
así llegan gallardos a juntarse
y con las duras puntas a tentarse.
Quien piensa de la pica ser maestro
sale a probar la fuerza y el destino,
tentando el lado diestro y el siniestro,
buscando lo mejor con sabio tino;
cuál acomete, vanle y hurta presto,
hallando para entrar franco el camino;
cuál hace el golpe vano, y cuál tan cierto
que da con su enemigo en tierra muerto.
Otros, de estas posturas no se curan
ni paran en el aire y gentileza,
que el golpe sea mortal sólo procuran
y en el cuerpo y los pies llevar firmeza;
con ánimo arrojado se aventuran
llevados de la cólera y braveza;
ésta a veces los golpes hace vanos,
y ellos venir más juntos a las manos.
Pero por más veloz en la corrida
el mozo Curiomán se señalaba,
que con gallarda muestra y atrevida
larga carrera sin temor tomaba:
y blandiendo una lanza muy fornida
en medio de la furia la arrojaba,
que nunca de ballesta al torno armada
jara con tal presteza fue enviada.
Había siete españoles ya heridos,
mas nadie se atraviesa a la venganza,
que era el valiente bárbaro temido
por su esfuerzo, destreza y gran pujanza:
en esto Villagrán, algo corrido,
viéndole despedir la octava lanza,
dijo con voz airada: «¿No hay alguno
que castigue este bárbaro importuno?».
Diciendo esto miraba a Diego Cano,
el cual de osado crédito tenía,
que una asta gruesa en la derecha mano
su rabicán preciado apercebía,
y al tiempo cuando el bárbaro lozano
con fuerza extrema el brazo sacudía,
en la silla los muslos enclavados
hiere al caballo a un tiempo entre ambos lados.
Con menudo tropel y gran ruïdo
sale el presto caballo desenvuelto
hacia el gallardo bárbaro atrevido,
que en esto las espaldas había vuelto;
pero el fuerte español, embebecido
en que no se le fuese, el freno suelto,
bate al caballo a prisa los talones
hasta los enemigos escuadrones.
Ni el araucano y fiero ayuntamiento
con las espesas picas derribadas,
ni el presuroso y recio movimiento
de mazas y de bárbaras espadas,
pudieron resistir al duro intento,
del airado español, que las pisadas
del ligero araucano iba siguiendo,
la espesa turba y multitud rompiendo.
Donde a pesar de tantos y a despecho
con grande esfuerzo y valerosa mano,
rompe por ellos, y la lanza el pecho
de aquel que dilató su muerte en vano:
y glorioso del bravo y alto hecho
al caballo picó a la diestra mano,
abriendo con esfuerzo y diestro tino
por medio de las armas el camino.
Luego se arroja el escuadrón jinete
al araucano ejército llamando,
que a esperarle parece que acomete
y vase luego al borde retirando;
una, cuatro y diez veces arremete,
poco el arremeter aprovechando,
que en aquella sazón ninguna espada
había de sangre bárbara manchada.
Los cansados caballos trabajaban,
mas poco del trabajo se aprovecha,
que los nuestros en vano les picaban
heridos y hostigados de la flecha;
las bravezas de algunos aplacaban
viéndose en aquel punto y cuenta estrecha,
ellos laxos, los otros descansados,
los pasos y caminos ya cerrados.
La presta y temerosa artillería
a toda furia y prisa disparaba,
y así en el escuadrón indio batía,
que cuanto topa enhiesto lo allanaba;
de fuego y humo el cerro se cubría,
el aire cerca y lejos retumbaba,
parece con estruendo abrirse el suelo
y respirar un nuevo Mongibelo.
Visto Lautaro serle conveniente
quitar y deshacer aquel nublado
que lanzaba los rayos en su gente
y había gran parte de ella destrozado,
al escuadrón que a Leucotón valiente
por su valor le estaba encomendado,
le manda arremeter con furia presta,
y en alta voz diciendo le amonesta:
«¡Oh fieles compañeros victoriosos
a quien fortuna llama a tales hechos!
Ya es tiempo que los brazos valerosos
nuestras causas aprueben y derechos;
¡sus!, ¡sus!, calad las lanzas animosos,
rompan los hierros los contrarios pechos
y por ellos abrid roja corriente
sin respetar a amigo ni a pariente.
»A las piezas guiad, que si ganadas
por vuestro esfuerzo son, con tal victoria
célebres quedarán vuestras espadas,
y eterna al mundo de ellas la memoria:
el campo seguirá vuestras pisadas,
siendo vos los autores de esta gloria».
Y con esto la gente envanecida,
hizo la temeraria arremetida.
Por infame se tiene allí el postrero,
que es la cosa que entre ellos más se nota;
el más medroso quiere ser primero
al probar si la lanza lleva bota;
no espanta ver morir al compañero,
ni llevar quince o veinte una pelota,
volando por los aires hechos piezas,
ni el ver quedar los cuerpos sin cabezas.
No los perturba y pone allí embarazo,
ni punto los detiene el temor ciego;
antes, si el tiro a alguno lleva el brazo,
con el otro la espada esgrime luego:
llegan sin reparar hasta el ribazo
donde estaba la máquina del fuego;
viéranse allí las balas escupidas
por la bárbara furia detenidas.
Los demás arremeten luego en rueda
y de tiros la tierra y sol cubrían,
pluma no basta, lengua no hay que pueda
figurar el furor con que venían;
de voces, fuego, humo y polvareda
no se entienden allí, ni conocían;
mas poco aprovechó este impedimento,
que ciegos se juntaban por el tiento.
Tardaron poco espacio en concertarse,
las enemigas haces ya mezcladas;
lo que allí se vio más para notarse
era el presto batir de las espadas;
procuran ambas partes señalarse,
y así vieran cabezas y celada
en cantidad y número partidas
y piernas de sus troncos divididas.
Unos por defender la artillería,
con tal ímpetu y furia acometida;
otros por dar remate a su porfía,
traban una batalla bien reñida;
para un solo español cincuenta había:
la ventaja era fuera de medida;
mas cada cual por sí tanto trabaja,
que iguala con valor a la ventaja.
No quieren que atrás vuelva el estandarte
de Carlos Quinto Máximo glorioso;
mas que, a pesar del contrapuesto Marte,
vaya siempre adelante victorioso,
el cual, terrible y fiero, a cada parte
envuelto en ira y polvo sanguinoso,
daba nuevo vigor a las espadas,
de tanto combatir aún no cansadas.
Renuévase el furor y la braveza,
según es el herir apresurado,
con aquel mismo esfuerzo y entereza
que si entonces lo hubieran comenzado;
las muertes, el rigor y la crueza,
esto no puede ser significado,
que la espesa y menuda yerba verde
en sangre convertida, el color pierde.
Villagrán la batalla en peso tiene,
que no pierde una mínima su puesto;
de todo lo importante se previene;
aquí va, y allí acude, y vuelve presto;
hace de capitán lo que conviene
con osada experiencia, y fuera de esto,
como usado soldado y buen guerrero,
se arroja a los peligros el primero.
Andando envuelto en sangre a Torbo mira
que en los cristianos hace gran matanza,
lleva el caballo, y él, llevado de ira,
requiere en la derecha bien la lanza,
en los estribos firme al pecho tira;
mas la codicia y sobra de pujanza
desatentó la presurosa mano,
haciendo antes de tiempo el golpe en vano.
Hiende el caballo desapoderado
por la canalla bárbara enemiga,
revuelve a Torbo el español airado
y en bajo el brazo la jineta abriga;
pásale un fuerte peto tresdoblado
y el jubón de algodón, y en la barriga
le abrió una gran herida, por do al punto
vertió de sangre un lago y la alma junto.
Saca entera la lanza, y derribando
el brazo atrás, con ira la arrojaba;
vuela la furiosa asta rechinando
del ímpetu y pujanza que llevaba,
y a Corpillán, que estaba descansando,
por entre el brazo y cuerpo le pasaba,
y al suelo penetró sin dañar nada,
quedando media braza en él fijada.
Y luego Villagrán, la espada fuera,
por medio de la hueste va a gran priesa,
haciendo con rigor ancha carrera
adonde va la turba más espesa;
no menos Pedro de Olmos de Aguilera
en todos los peligros se atraviesa,
habiendo él solo muerto por su mano
a Guancho, Canio, Pillo y Titaguano.
Hernando y Juan, entre ambos de Alvarado,
daban de su valor notoria muestra,
y el viejo gran jinete Maldonado
voltea el caballo allí con mano diestra,
ejercitando con valor usado
la espada, que en herir era maestra,
aunque la débil fuerza envejecida
hace pequeño el golpe y la herida.
Diego Cano, a dos manos, sin escudo,
no deja lanza enhiesta ni armadura,
que todo por rigor de filo agudo
hecho pedazos viene a la llanura;
pues Peña, aunque de lengua tartamudo,
se revuelve con tal desenvoltura,
cual Cesio entre las armas de Pompeo,
o en Troya el fiero hijo de Peleo.
Por otra parte, el español Reinoso,
de ponzoñosa rabia estimulado,
con la espada sangrienta va furioso
hiriendo por el uno y otro lado;
mata de un golpe a Palta y, riguroso,
la punta enderezó contra el costado
del fuerte Ron, y así acertó la vena,
que la espada de sangre sacó llena.
Bernal, Pedro de Aguayo, Castañeda,
Ruiz, Gonzalo Hernández y Pantoja
tienen hecha de muertos una rueda,
y la tierra de sangre toda roja;
no hay quien ganar del campo un paso pueda,
ni el espeso herir un punto afloja,
haciendo los cristianos tales cosas
que las harán los tiempos milagrosas.
Mas eran los contrarios tanta gente,
y tan poco el remedio y confianza,
que a muchos les faltaban juntamente
la sangre, aliento, fuerza y la esperanza;
llevados, pues, al fin de la corriente
sin poder resistir la gran pujanza,
pierden un largo trecho la montaña
con todas las seis piezas de campaña.
Del antiguo valor y fortaleza
sin aflojar los nuestros siempre usaron;
no se vio en español jamás flaqueza
hasta que el campo y sitio les ganaron,
mas viéndose a tal hora en estrecheza
que pasaba de cinco que empezaron,
comienzan a dudar ya la batalla,
perdiendo la esperanza de ganalla.
Dudan por ver al bárbaro tan fuerte,
cuando ellos en la fuerza iban menguando,
representoles el temor la muerte,
las heridas y sangre resfriando;
algunos desaniman de tal suerte,
que se van al camino retirando,
no del todo, Señor, desbaratados,
mas haciéndoles rostro y ordenados.
Pero el buen Villagrán, haciendo fuerza,
se arroja y contrapone al paso airado
y con sabias razones los esfuerza,
como de capitán escarmentado,
diciendo: «Caballeros, nadie tuerza
de aquello que a su honor es obligado;
no os entreguéis al miedo, que es, yo os digo,
de todo nuestro bien gran enemigo.
»Sacudilde de vos, y veréis luego
la deshonra y afrenta manifiesta;
mirad que el miedo infame, torpe y ciego
más que el hierro enemigo aquí os molesta;
no os turbéis, reportaos, tened sosiego,
que en este solo punto tenéis puesta
vuestra fama, el honor, vida y hacienda,
y es cosa que después no tiene enmienda.
»¿A do volvéis sin orden y sin tiento,
que los pasos tenemos impedidos?
¿Con cuanto deshonor y abatimiento
seremos de los nuestros acogidos?
La vida y honra está en el vencimiento;
la muerte y deshonor en ser vencidos;
mirad esto, y veréis huyendo cierta
vuestra deshonra y más la vida incierta».
De la plaza no ganan cuanto un dedo
por esto y otras cosas que decía,
según era el terror y extraño miedo
en que el peligro puesto los había.
«¿Dónde quedar mejor que aquí yo puedo?»,
diciendo Villagrán, con osadía
temeraria arremete a tanta gente,
sólo para morir honradamente.
La vida ofrece, de acabar contenta,
por no estar al rigor de ser juzgado;
teme más que a la muerte alguna afrenta
y el verse con el dedo señalado;
no quiere andar a todos dando cuenta
si volver las espaldas fue forzado,
que por dolencia o mancha se reputa
tener puesto el honor hombre en disputa.
Cuán bien de esto salió, que del caballo
al suelo le trujeron aturdido;
cuál procura prendello, cuál matallo
pero las buenas armas le han valido;
otros dicen a voces: «¡Desarmallo!»;
acude allí la gente y el ruïdo;
mas quien saber el fin de esto quisiere,
al otro canto pido que me espere.