CANTO IV

Vienen catorce españoles por concierto a juntarse con Valdivia en la fuerza de Tucapel: hallan los indios en una emboscada, con los cuales tuvieron un porfiado recuentro; llega Lautaro con gente de refresco; mueren siete españoles y todos los amigos que llevaban; escápanse los otros por una gran ventura.

UÁN buena es la justicia y qué importante!

Por ella son mil males atajados,

que si el rebelde Arauco está pujante,

con todos sus vecinos alterados,

y pasa su furor tan adelante,

fue por no ser a tiempo castigados:

la llaga que al principio no se cura,

requiere al fin más áspera la cura.

Que no es virtud, mas vicio y negligencia,

cuando de un daño otro mayor se espera,

el no curar con hierro la dolencia,

si del mal lo requiere la manera;

mas no con tal rigor que la clemencia

pierda su fuerza y la virtud entera;

clemente es y piadoso el que sin miedo,

por escapar el brazo corta el dedo.

No quiero yo decir que a cada paso

traiga el hierro en la mano la justicia,

sino según la gravedad del caso

y la importancia y fin de la malicia,

pues vemos claro en el presente paso

que, al cabo, corrompida de avaricia,

dio a la maldad lugar que se arraigase

y en los ánimos más se apoderase.

Mas no se ha de entender, como el liviano

que se entrega al primero movimiento,

que por ser justiciero es inhumano

y por alcanzar crédito es sangriento;

y como aquel que con injusta mano,

sin término, sin causa y fundamento,

por sólo liviandad y vanagloria,

quiere dejar de su maldad memoria.

No faltará materia y coyuntura

para mostrar la pluma aquí curiosa;

mas no quiero meterme en tal hondura,

que es cosa no importante y peligrosa;

el tiempo lo dirá, y no mi escritura,

que quizá la tendrán por sospechosa;

sólo diré que es opinión de sabios

que adonde falta el rey, sobran agravios.

Pero a nuestro propósito tornando,

dejaré de tratar de sinrazones,

que es trabajar en vano, derramando

al viento en el desierto las razones:

de los nuestros diré, que peleando

estaban con los fieros escuadrones,

ganando fama y prez, honor y gloria,

haciendo cosas dignas de memoria.

Fue hecho tan notable que requiere

mucha atención, y autorizada pluma,

y así digo que aquel que lo leyere,

en que fue de los grandes se resuma:

diré cuanto en mi estilo yo pudiere,

aunque todo será una breve suma;

y los nombres también de los soldados

que con razón merecen ser loados.

Almagro, Cortés, Córdoba, Nereda,

Morán, Gonzalo Hernández, Maldonado,

Peñalosa, Vergara, Castañeda,

Diego García, Herrero el arriscado,

Pero Niño, Escalona y otro queda

con el cual es el número acabado:

don Leonardo Manrique es el postrero,

igual en el valor siempre al primero.

Estos catorce son los que venían

a verse con Valdivia en el concierto,

que del pueblo Imperial partido habían

sin saber que Valdivia fuese muerto;

por la alta cuesta de Purén subían,

y en el más alto asiento y descubierto

los caminos de ramas ven sembrados,

señal de paga y junta de soldados.

Conocen que la tierra está alterada,

y que de gentes hacen llamamiento;

no torcieron por esto la jornada,

ni les mudó el temor el firme intento;

la fresca y nueva aurora colorada

daba con su venida gran contento,

y las sombras del Sol se retraían

cuando el Licúreo valle descubrían.

Aquí estaban los indios emboscados

esperando a los nuestros si viniesen,

por cogerlos sin orden descuidados

antes que del peligro se advirtiesen,

de un bosque a mano hecho rodeados,

para que más cubiertos estuviesen,

hasta que, inadvertidos del engaño,

pudiesen a su salvo hacer el daño.

Los catorce españoles abajaban

por un repecho, al valle enderezando,

donde ocultos los bárbaros estaban,

cubiertos de los ramos aguardando;

los nuestros con el bosque aún no igualaban,

cuando los indios, súbito sonando

bárbaras trompas, roncos tamborinos,

los pasos ocuparon y caminos.

En cazador no entró tanta alegría,

cuando más sin pensar la liebre echada

de súbito por medio de la vía

salta dentre los pies alborotada,

cuanto causó la muestra y vocería

del vecino escuadrón de la emboscada

a nuestros españoles, que al instante

arrojan los caballos adelante.

En un punto los bárbaros formaron

de puntas de diamante una muralla;

pero los españoles no pararon

hasta de parte a parte atravesalla:

hombres, picas y mazas tropellaron,

revuelven por dar fin a la batalla,

con más valor y esfuerzo que esperanza,

vista de los contrarios la pujanza.

De tres, dos escuadrones desviados

el paso les cerraron y huida;

viéndose así de bárbaros cercados,

piensan abrir por ellos la salida;

otra vez arremeten apiñados,

y aunque una escuadra de ellos fue rompida,

volvieron a su puesto recogidos,

quedando de esta vuelta mal heridos.

Dos veces embistieron de esta suerte,

las cerradas escuadras tropellando;

mas viéndose cercanos a la muerte,

prosiguen su derrota, enderezando

al desolado sitio y casa fuerte,

a diestro y a siniestro derribando,

que los indios entrellos van mezclados

hiriéndolos también por todos lados.

Estréchase el camino de Elicura

por la pequeña falda de una sierra:

la causa y la razón de esta angostura

es un lago que el valle abajo cierra;

para los nuestros esto fue ventura,

pues siguen su jornada haciendo guerra,

que solo un español que atrás venía

la bárbara arrogancia resistía.

Ellos que iban así por una espesa

mata, al calar de un áspero collado,

ven un indio salir a toda priesa,

el vestido y el rostro demudado,

el cual en el camino se atraviesa,

y del seno sacó un papel cerrado

que Juan Gómez de Almagro, el propio día,

dando aviso a Valdivia, escrito había.

El mismo mensajero ven lloroso,

que de ellos adelante había partido:

de Valdivia el suceso lastimoso

les dijo, y lo demás acontecido,

y que el castillo el bárbaro furioso

le había por los cimientos destruido.

Viendo el remedio y presupuesto vano,

tomaron a la diestra un sitio llano.

Era el sitio de lomas rodeado,

aunque por esta senda y paso abierto,

de Este, Norte y Oeste, está abrigado,

y el Sur le hiere casi en descubierto,

por do seguido va el camino usado,

de los ligeros bárbaros cubierto

en espaciosa hila prolongada,

sedientos de la sangre bautizada.

Tras los nuestros los bárbaros saliendo,

en el llano asimismo repararon,

y la gente esparcida recogiendo

dos gruesos escuadrones reformaron:

los catorce españoles, conociendo

que era mejor romper, se aparejaron,

mueven los escuadrones concertados,

por el fuerte Lincoya gobernados.

Con flautas, cuernos, roncos instrumentos,

alto estruendo, alaridos desdeñosos,

salen los fieros bárbaros sangrientos

contra los españoles valerosos,

que convertir esperan en lamentos

los arrogantes gritos orgullosos;

tanto el esfuerzo y ánimo les crece,

que poca gente en contra les parece.

Aunque allí un español desfigurado,

que yo no digo aquí cuál de ellos era,

dijo, viendo tan poca gente al lado:

«¡Oh, si nuestro escuadrón de ciento fuera!»

Pero Gonzalo Hernández, animado,

vuelto al cielo, responde: «A Dios pluguiera

fuéramos solos doce, y dos faltaran,

que doce de la Fama nos llamaran».

Los caballos en esto apercibiendo,

firmes y recogidos en las sillas,

sueltan las riendas, y los pies batiendo,

parten contra las bárbaras cuadrillas;

las poderosas lanzas requiriendo,

afiladas en sangre las cuchillas,

llamando en alta voz a Dios del cielo,

hacen gemir y retemblar el suelo.

Calan de fuerte fresno como vigas

los bárbaros las picas al momento,

de la suerte que suelen las espigas

derribarse al furor del recio viento;

no bastaron las armas enemigas

al ímpetu español y movimiento,

que los nuestros rompieron por un lado

dejando el escuadrón aportillado.

A un tiempo los caballos volteando,

lejos las rotas lanzas arrojadas,

vuelven al enemigo y fiero bando

en alto ya desnudas las espadas;

otra vez arremeten, no bastando

infinidad de puntas enastadas

puestas en contra de la airada gente,

a que no se mezclasen igualmente.

Los unos, que no saben ser vencidos,

los otros a vencer acostumbrados,

son causa que se aumenten los heridos

y que bajen los brazos más pesados;

de llamas los arneses encendidos,

con gran fuerza y presteza golpeados,

formaban un rumor, que el alto cielo

del todo parecía venir al suelo.

El buen Gonzalo Hernández, presumiendo

imitar al de Córdoba famoso,

iba por el ejército rompiendo

no menos diestro y fuerte que animoso;

Peñalosa y Vergara, conociendo

que vencer o morir era forzoso,

hacen de sus personas arriscadas

de esfuerzo y fuerza pruebas señaladas.

El valiente soldado de Escalona,

la rigurosa espada ejercitando,

aventura y señala su persona

mil bárbaros valientes señalando;

don Leonardo Manrique no perdona

los golpes que recibe; antes doblando

los suyos con gran prisa y mayor ira,

los castiga, maltrata y los retira.

Otro, pues, que de Córdoba se llama,

mozo de grande esfuerzo y valentía,

tanta sangre araucana allí derrama,

que hizo más de cien viudas aquel día:

por una que venganza al cielo clama,

saltan todas las otras de alegría;

que al fin son las mujeres variables,

amigas de mudanzas y mudables.

Cortés y Pero Niño por un lado,

hacen un fiero estrago y cruda guerra:

Morán, Gómez de Almagro y Maldonado

siembran de cuerpos bárbaros la tierra;

el Herrero, como hombre acostumbrado

y diestro en golpear, mata y atierra;

pues Nereda también, queda maestro,

hiere, derriba a diestro y a siniestro.

Como si fueran a morir desnudos,

las rabiosas espadas así cortan,

con tanta fuerza bajan golpes crudos

que poco fuertes armas les importan:

lo que sufrir no pueden los escudos,

los insensibles cuerpos lo comportan;

en furor encendidos, de tal suerte,

que no sienten los golpes ni aún la muerte.

Antes de rabia y cólera abrasados,

con poderosos golpes los martillan,

y de muchos con fuerza redoblados

los cargados caballos arrodillan;

abollan los arneses relevados,

abren, desclavan, rompen, deshebillan,

ruedan las rotas piezas y celadas,

y el aire atruena el son de las espadas.

Lincoya, combatiendo y derribando,

anima con hervor los escuadrones,

contra su fuerza y maza no bastando

de crestas altas fuertes morriones;

Cortés, un golpe suyo reparando,

la cabeza inclinó entre los arzones,

llevándole el caballo medio muerto,

suelto el freno, corriendo a campo abierto.

Con el cuello inclinado, adormecido,

acá y allá el caballo le traía;

pero, tornando luego en su sentido,

vergonzoso las riendas recogía;

vuelve a buscar aquel que le ha herido,

y al punto que miró le conocía,

que al mayor araucano que allí andaba

de los hombros arriba le llevaba.

Conócelo también en la braveza

que mostraba, animando allí su gente,

y en la facilidad y ligereza

con que esgrime la maza diestramente;

como el suelto lebrel, por la maleza

se arroja al jabalí fiero y valiente,

así asalta Cortés al araucano,

la adarga al pecho, el duro hierro en mano.

Al través le hirió por un costado,

no le valiendo el coselete duro:

mas de aquella manera le ha mudado

que mudara un peñasco o fuerte muro:

pasa recio el caballo espoleado,

y Cortés de Lincoya ya seguro,

por medio de la espesa escuadra hiende,

y al un lado y al otro muchos extiende.

Almagro cuerpo a cuerpo combatía

con el joven Guacón, soldado fuerte;

pero presto la lid se decidía,

que poco se mostró neutral la suerte:

de un golpe Almagro al bárbaro hería;

por donde una ancha puerta abrió a la muerte,

sale de ella de sangre roja un río,

y ocupa el desangrado cuerpo el frío.

Airado Castañeda en la batalla,

mata, tropella, daña, hiere, ofende;

acaso a Narpo a la derecha halla

y allí la rigurosa espada tiende;

no le valió el jubón de fina malla,

ni un peto de dos cueros le defiende,

que la furiosa punta no calase

y el cuerpo del espíritu privase.

La gente una con otra se embravece,

crece el hervor, coraje y la revuelta,

y el río de la corriente sangre crece,

bárbara y española toda envuelta:

del grueso aliento el aire se oscurece,

alguna infernal furia andaba suelta,

que por llevar a tantos en un día,

diabólico furor les infundía.

Tanto el tesón entre ellos ha durado,

que espanta cómo alzar pueden los brazos;

estaban por el uno y otro lado

de amontonados cuerpos los ribazos;

el Sol había en su curso declinado,

cuando ya sin vigor, hechos pedazos,

de manera igualmente enflaquecían,

que moverse adelante no podían.

Como el aliento y fuerza van faltando

a dos valientes toros animosos,

cuando en la fiera lucha porfiando

se muestran igualmente poderosos,

que se van poco a poco retirando,

rostro a rostro con pasos perezosos,

cubiertos de un humor y espeso aliento,

y esparcen con los pies la arena al viento.

Los dos puestos así se retiraron,

sin sangre y sin vigor, desalentados,

que jamás las espaldas se mostraron,

mas siempre frente a frente careados;

ambos a un mismo tiempo repararon,

a un punto hicieron alto, y desviados

los unos de los otros tanto estaban,

que aún un tiro de flecha no distaban.

Mirábanse del uno y otro bando

en el sitio y contrario alojamiento,

cubiertos de agua y sangre y jadeando,

que no pueden hartarse del aliento:

los fatigados miembros regalando,

el pecho y boca abierta al fresco viento,

que con templados soplos respiraba,

mitigando del Sol la fuerza brava.

Y desde allí con lenguas injuriosas,

a falta de las manos, se ofendían,

diciéndose palabras afrentosas

la muerte con rigor se prometían,

y a vueltas de esto, flechas peligrosas

los enemigos arcos despedían,

que aunque el aliento y fuerza les faltaba

el rabioso rencor las arrojaba.

Yo no sé de cual brazo descansado

una flecha con ímpetu saliendo,

a manera de rayo arrebatado,

el aire con rumor iba rompiendo,

tocó en soslayo a Córdoba en un lado,

y la furiosa punta no prendiendo,

torció a Morán el curso, y, encarnada,

por el ojo derecho abrió la entrada.

El buen Morán, con mano cruda y fuerte,

sacó la flecha y ojo en ella asido;

Gonzalo al duro paso de la muerte

le apercibe y esfuerza condolido;

pero Morán gritó: «No estoy de suerte

que me sienta de esfuerzo enflaquecido,

que solo, así herido, soy bastante

a vencer cuantos veis que están delante».

Pica el caballo temerariamente,

que galopar no puede de cansado,

contra todo aquel número de gente

que en escuadrón estaba reformado;

pero Gonzalo Hernández, diligente,

se le puso delante acelerado,

que ya Lincoya al paso le salía

y al puesto, aunque por fuerza, lo volvía.

Con grande alarde, estruendo y movimiento,

sobre la cumbre de una verde loma,

tendidas las banderas por el viento,

Lautaro con la presta gente asoma:

como cuando de lejos el hambriento

león, viendo la presa, placer toma,

y mira acá y allá, feroz rugiendo,

el vedijoso cuello sacudiendo.

Lautaro así veloz por un repecho

bajaba, enderezando a los de España,

pensando él solo dar fin a aquel hecho,

si no le desamparan la campaña;

delante de su gente va gran trecho,

digna es de celebrarse tal hazaña,

solos catorce esperan, hechos piezas,

rotos los brazos, piernas y cabezas.

Cuatro mil sobrevienen victoriosos,

apiñados los nuestros los esperan,

no de ver tanta gente temerosos,

porque aún morir con más honor quisieran;

los fieros enemigos orgullosos

en alta voz gritaban: «¡Mueran! ¡Mueran!»

Y el lincoyano ejército animado,

también acometió por otro lado.

Lanzaron los caballos los cristianos,

batiendo bien de espacio el hueco suelo,

contra los descansados araucanos,

que fieros amenazan tierra y cielo;

vienen con tardos pies a prestas manos,

y del primer encuentro, hecho un hielo,

pero Niño tocó la blanca arena,

bañándola de sangre, en larga vena.

Atravesole el cuerpo la herida,

aunque en atribuirla hay desconcierto:

unos dicen que Angol fue el homicida,

otros que Leocotón, y esto es más cierto;

cualquier de ellos que fue, de gran caída

Pero Niño quedó en el campo muerto,

con un trozo de pica atravesado,

donde fue del tropel despedazado.

También el de Manrique, volteando

a los pies de Lautaro muerto vino;

rompen los otros doce, enderezando

por las espesas armas al camino;

pero Ongolmo, los pies apresurando,

de un golpe derribó fuera de tino

a Nereda, que en guerra era experto;

Cortés, de muy herido, cayó muerto.

Tras él al suelo fue Diego García,

de una llaga mortal abierto el pecho;

de otro golpe Escalona se tendía,

que Tucapel le acierta por derecho;

los demás españoles en la vía

(considere quien ya se vio en estrecho)

con cuánta prisa baten las ijadas

de los laxos caballos desangradas.

El fiero Tucapel, haciendo guerra,

a todos con audacia los asalta,

y en viendo que estos dos baten la tierra,

gallardo por encima de ellos salta;

topa a Almagro y con él ligero cierra,

en los pies levantado y la maza alta,

que sobre él derribándola venía

con toda la pujanza que tenía.

O fue mal tiento, o furia que llevaba,

o que el Sumo Señor quiso librallo,

que el tiro a la cabeza señalaba

y a dar vino en las ancas del caballo,

con tanta fuerza el golpe le cargaba

que Almagro más no pudo meneallo,

quedando derrengado de manera

que si fuera de masa o blanda cera.

Almagro con presteza por un lado,

viendo el caballo cojo, se derriba,

ora fue su ventura y diestro hado,

ora siniestro del que tras él iba;

el cual era el valiente Maldonado

que, envuelto en sangre y polvo, al punto arriba,

que el golpe segundaba Tucapelo,

y por poco con él diera en el suelo.

Con el jinete estribo en el derecho

lado al bárbaro encuentra de pasada,

y cuanto cinco pasos o más trecho

lo lleva hacia delante por la estrada:

brama el bárbaro ardiendo de despecho,

víbora no se vio más enconada,

ni pisado escorpión vuelve tan presto

como el indio volvió el airado gesto.

Muda el intento, muda la sentencia

que contra Juan de Almagro dado había,

y la furiosa maza e impaciencia

al triste Maldonado revolvía;

cala un golpe con toda su potencia,

mas el presto caballo se desvía;

Tucapel, de furioso, el tiro yerra

y el ferrado troncón metió por tierra.

No escapó Maldonado de la muerte,

que al punto llega el bravo Lemolemo

con un largo bastón nudoso y fuerte,

a manera de corvo y grueso remo;

y un golpe le señala de tal suerte,

que no le erró el ferrado y duro extremo,

ni celada prestó de estofa llena,

que los sesos saltaron por la arena.

En esto una gran nube tenebrosa,

el aire y cielo súbito turbando,

con una oscuridad triste y medrosa,

del Sol la luz escasa fue ocupando:

salta Aquilón, con furia procelosa

los árboles y plantas inclinando,

envuelto en raras gotas de agua gruesas

que luego descargaron más espesas.

Como el diestro atambor, que apercibiendo

al duro asalto y fiera batería,

va con los tardos golpes previniendo

la presta y animosa compañía;

pero el punto y señal última oyendo,

suena la horrenda y áspera armonía,

así el negro nublado turbulento

lanza un diluvio súbito y violento.

En oscura tiniebla el cielo vuelto

la furiosa tormenta se esforzaba,

agua, piedras y rayos, todo envuelto

en espesos relámpagos lanzaba;

el araucano ejército revuelto

por acá y por allá se derramaba;

crece la tempestad horrenda, tanto,

que a los más esforzados puso espanto.

De Juan Gómez la próspera ventura

hizo que al punto el cielo se cerrase,

y la tiniebla de la noche oscura

gran rato en su favor se anticipase;

turbado se metió en una espesura

hasta tanto que el ímpetu pasase

de aquella gente bárbara furiosa,

de la española sangre codiciosa.

Cuando vio en su violencia el torbellino

y que él podía salir más encubierto,

el bosque deja y toma su camino

que el temor se le muestra bien abierto;

cayendo y levantando al cabo vino,

de sangre, lodo y de sudor cubierto,

junto donde los nuestros esperaban

si las furiosas aguas aplacaban.

Estaban del camino desviados,

y uno de los caballos relinchando,

el español, con pasos sosegados,

al alegre rumor se fue acercando;

llegó adonde los seis amedrentados

con baja voz estaban de él tratando,

y en aquella sazón se les presenta,

dándoles del suceso entera cuenta.

Con espanto fue luego conocido

que entre ellos ya por muerto se tenía,

y cada uno de lástima movido

a morir en su ayuda se ofrecía;

mas él, como animoso y entendido,

viendo que aprovechar no le podía,

dice: «De mí, señores, nadie cure,

la vida el que pudiere la asegure».

Esto no dijo bien, cuando esforzado

por el bosque tomó una senda incierta,

y aquella más usada deja a un lado,

de gente y pueblos bárbaros cubierta;

otro trance mayor le está guardado,

pero, pues hay de Chile historia cierta,

allí lo podrá ver el que quisiere,

si gana de saberlo le viniere.

El coronista[4] Estrella escribe al justo

de Chile y del Pirú en latín la historia,

con tanta erudición, que será justo

que dure eternamente su memoria,

y la vida de Carlos Quinto Augusto,

y en versos los encomios y la gloria

de varones ilustres en milicia,

gobernación, en letras y justicia.

Vuelvo a los seis guerreros, que sintiendo

la desgracia de Almagro, lo mostraban;

pero ayudalle en ella no pudiendo,

a la Imperial ciudad enderezaban:

la tempestad furiosa iba creciendo,

relámpagos y truenos no cesaban,

hasta que salió el Sol y el claro día

la plaza de Purén les descubría.

Era un castillo, el cual con poca gente

le había Juan Gómez antes sustentado,

hallándose una noche de repente

de multitud de bárbaros cercado:

repelidos al fin gallardamente,

fue por su industria el cerco levantado;

no escribo esta batalla, aunque famosa,

por no tardarme tanto en cada cosa.

Allí los seis guerreros arribados

fueron con tierna muestra recebidos

de los caros amigos, admirados

de verlos a tal término traídos,

míseros, afligidos, demudados,

flacos, roncos, deshechos, consumidos,

corriendo sangre y lodo, sin celadas,

las armas con las carnes destrozadas.

Casi veinticuatro horas sustentaron

las armas defendiendo su partido,

que nunca en este tiempo descansaron,

haciendo lo que habéis, señor, oído:

un rato en el castillo reposaron,

del cual la noche atrás habían salido,

no con poco temor de los de casa

y más cuando supieron lo que pasa.

La sangre les cuajó un temor helado,

gran turbación les puso a todos, cuando

el caso de Valdivia desastrado

les fueron por sus términos narrando:

y así, viendo el castillo mal parado,

de consejo común, considerando

la pujanza que el bárbaro traía,

le dejaron desierto el mismo día.

Hacia Cautén tomaron la jornada,

llevando a Almagro acaso de camino,

que por venir la noche tan cerrada,

libre salió del campo lautarino;

la fuerza fue por tierra derribada,

que luego el enemigo pueblo vino

talando municiones y comidas

que en el castillo estaban recogidas.

Dieron vuelta los bárbaros gozosos

hacia donde su ejército venía,

retumbando en los montes cavernosos

el alegre rumor y vocería,

y por aquellos prados espaciosos,

con la victoria y gozo de aquel día,

tales cantos y juegos inventaban

que el cansancio con ellos engañaban.

Juntos, el general con grave muestra

los habla y los recibe alegremente,

y asiendo blandamente de la diestra

al valiente Lautaro, su teniente,

una escuadra le entrega de maestra,

escogida, gallarda y buena gente,

en armas y trabajo ejercitada

para cualquier empresa y gran jornada.

A Lautaro dejemos, pues, en esto,

que mucho su proceso me detiene,

forzoso a tratar del volveré presto,

que llegar hasta Penco me conviene,

pues hace tanto a nuestro presupuesto

decir cómo a la guerra se previene,

que sangrienta y mortal se aparejaba,

y el justo sentimiento que mostraba.

Ya la Fama, ligera embajadora

de tristes nuevas y de grandes males,

a Penco atormentaba de hora en hora,

esforzando su voz ruines señales,

cuando llegan los indios a deshora,

los dos que ya conté que en los jarales,

viendo a Valdivia roto, se escondieron,

y éstos el triste caso refirieron.

Por mensajeros ciertos entendiendo

el duro y desdichado acaecimiento,

viejos, mujeres, niños concurriendo,

se forma un triste y general lamento;

el cielo con aguda voz rompiendo,

hinchen de tristes lástimas el viento:

nuevas viudas, huérfanas, doncellas,

era una dolorosa cosa vellas[5].

Los blancos rostros, más que flores bellos,

eran de crudos puños ofendidos,

y manojos dorados de cabellos

andaban por los suelos esparcidos;

vieran pechos de nieve y tersos cuellos

de sangre y vivas lágrimas teñidos,

y rotos por mil partes y arrojados

ricos vestidos, joyas y tocados.

No con menor estruendo los varones

de la edad más robusta juntamente

daban de su dolor demonstraciones,

pero con otro modo diferente:

suenan las armas, suenan municiones,

suena el nuevo aparato de la gente,

y la ronca trompeta del gran Marte

a guerra incita ya por toda parte.

Unas botas[6] espadas afilaban,

otros petos mohosos enlucían,

otros las viejas cotas remallaban,

hierros otros en astas inferían;

cañones reforzados apuntaban,

al viento las banderas descogían,

y en alardosa muestra los soldados

iban por todas partes ocupados.

Caudillo era y cabeza de la gente

Francisco Villagrán, varón tenido

por sabio en la milicia y suficiente,

con suma diligencia prevenido;

de Pedro de Valdivia fue teniente,

después de su persona obedecido;

sentido del suceso y caso fuerte,

brama por la venganza de su muerte.

Las mujeres, de nuevos alaridos

hieren el alto cóncavo del cielo,

viendo al peligro puestos los maridos

y ellas en tal trabajo y desconsuelo:

con lagrimosos ojos y gemidos,

echadas de rodillas por el suelo,

les ponen los hijuelos por delante;

pero cosa a moverlos no es bastante.

Ya de lo necesario aparejados,

en demanda del bárbaro salían,

de arneses lucidísimos armados,

que vistosos de lejos parecían;

las mujeres, por torres y tejados,

con fijos ojos tiernos los seguían,

y, echándoles de allí mil bendiciones,

vuelven a Dios el ruego y peticiones.

Del tropel se despiden ciudadano,

que del pueblo saliera a acompañallos,

y en busca del ejército araucano

pican a toda prisa los caballos:

dejan a la siniestra a Mareguano,

y a la diestra de Talca a los vasallos,

hijo de Talcaguano, que su tierra

la ciñe casi en torno el amar y sierra.

De los seguros límites pasando,

pisan de Andalicán la enjuta arena,

y el espacioso llano atravesando,

suben las lomas, y el rumor no suena;

y al pie del cerro andálico llegando,

sin entender lo que Lautaro ordena,

sólo el miedo de entrar por el estado

les mitigó el furor demasïado.

Un paso peligroso, agrio y estrecho,

de la banda del Norte está a la entrada

por un monte asperísimo y derecho,

la cumbre hasta los cielos levantada;

está tras éste un llano poco trecho,

y luego otra menor cuesta tajada,

que divide el distrito andalicano

del fértil valle y límite araucano.

Esta cuesta Lautaro había elegido

para dar la batalla, y por concierto

tenía todo su ejército tendido

en lo más alto de ella y descubierto;

viendo que a pie en lo llano es mal partido

seguir a los caballos campo abierto,

el alto y primer cerro deja esento,

pensando allí alcanzarlos por aliento.

Porque se tome bien del sitio el tino,

quiero aquí figurarle por entero.

La subida no es mala del camino,

mas todo es lo demás despeñadero;

tiene al Poniente al bravo mar vecino,

que bate al pie de un gran derrumbadero,

y en la cumbre y más alto de la cuesta

se allana cuanto un tiro de ballesta.

Estaba el alto cerro coronado

del poderoso ejército enemigo,

y el camino al entrar desocupado,

sin defensa ni estorbo, como digo;

pasando el primer monte, había llegado

al pie de este segundo el bando amigo;

pero aquí Villagrán confuso estuvo,

que el peligroso trance le detuvo.

Como el romano César, que, dudoso,

el pie en el Rubicón fijó a la entrada,

pensando allí de nuevo el peligroso

hecho que acometía y gran jornada,

al fin soltó las riendas animoso;

diciendo: «¡Sus! La suerte ya es echada»,

así nuestro español rompió el camino,

dando libre la rienda a su destino.

Apenas el primer paso había dado,

cuando luego, tras él osadamente,

por el fragoso monte levantado,

alegre comenzó a subir la gente.

Lautaro sin moverse, arrinconado,

franca les da la entrada llanamente;

diez mil hombres gobierna, gente usada

en el duro ejercicio de la espada.

Tenía su campo en torno de la cuesta

y mandado que nadie se moviese

un paso a comenzar la dura fiesta

hasta que el son de arremeter se oyese;

con una irremisible pena puesta

para aquel que del término saliese,

que estaban así quedos y callados,

cual si fueran en mármoles mudados.

Pues la española gente, deseando

ejercitar la vencedora diestra,

se va a los enemigos acercando

por la banda del bárbaro siniestra.

Lautaro, al puesto término llegando,

presenta la batalla en bella muestra,

con gran rumor de bárbaras trompetas,

atambores, bocinas y cornetas.

Paréceme, señor, que será justo

dar fin al largo canto en este paso,

porque el deseo del otro mueva el gusto,

y porque de cantar me siento laso[7];

suplícoos que el tardar no os dé disgusto,

pareciéndoos que voy tan paso a paso,

que aún de gentes agravio una gran suma,

atento a no llevar prolija pluma.