CANTO XXXVII

En este último canto se trata cómo la guerra es de derecho de las gentes, y se declara el que el rey don Felipe tuvo al reino de Portugal, juntamente con los requerimientos que hizo a los portugueses para justificar más sus armas.

ANTO el furor del pueblo castellano

con ira justa y pretensión movido

y el derecho del reino lusitano

a las sangrientas armas remitido:

la paz, la unión, el vínculo cristiano,

en rabiosa discordia convertido,

las lanzas de una parte y otra airadas

a los parientes pechos arrojadas.

La guerra fue del cielo derivada

y en el linaje humano transferida,

cuando fue por la fruta reservada

nuestra naturaleza corrompida;

por la guerra la paz es conservada

y la insolencia humana reprimida;

por ella a veces Dios el mundo aflige,

le castiga, le emienda y le corrige.

Por ella a los rebeldes insolentes

oprime la soberbia y los inclina,

desbarata y derriba a los potentes,

y la ambición sin término termina;

la guerra es de derecho de las gentes

y el orden militar y disciplina

conserva la república y sostiene

y las leyes políticas mantiene.

Pero será la guerra injusta luego

que del fin de la paz se desviare,

o cuando por venganza o furor ciego,

o fin particular se comenzare;

pues ha de ser, si es público el sosiego,

pública la razón que le turbare:

no puede un miembro solo en ningún modo

romper la paz y unión del cuerpo todo.

Que así como tenemos profesada

una hermandad en Dios y ayuntamiento,

tanto del mismo Cristo encomendada

en el último eterno Testamento,

no puede ser de alguno desatada

esta paz general y ligamiento,

sino es por causa pública o querella

y autoridad del rey defensor de ella.

Entonces como un ángel sin pecado,

puesta en la causa universal la mira,

puede tomar las armas el soldado

y en su enemigo ejecutar la ira;

y cuando algún respeto o fin privado

le templa el brazo, encoge y le retira,

demás de que en peligro pone el hecho,

peca y ofende al público derecho.

Por donde en justa guerra permitida

puede la airada vencedora gente

herir, prender, matar en la rendida

y hacer al libre esclavo y obediente;

que el que es señor y dueño de la vida,

lo es ya de la persona, y justamente

hará lo que quisiere del vencido,

que todo al vencedor le es concedido.

Y pues en todos tiempos y ocasiones

por la causa común, sin cargo alguno,

en batallas formadas y escuadrones

puede usar de las armas cada uno,

por las mismas legítimas razones

es lícito el combate de uno a uno,

a pie, a caballo, armado, desarmado,

ora sea campo abierto, ora estacado.

En guerra justa es justo el desafío,

la autoridad del príncipe interpuesta,

bajo de cuya mano y señorío

la ordenada república está puesta;

mas, si por caso propio o albedrío,

se denuncia el combate y se protesta,

o sea provocador o provocado,

es ilícito, injusto y condenado.

Y los cristianos príncipes no deben

favorecer jamás ni dar licencia

a condenadas armas, que se mueven

por odio, por venganza o competencia:

ni decidan las causas, ni se prueben

remitiendo a las fuerzas la sentencia,

pues por razón oculta a veces veo

que sale vencedor el que fue reo.

Y el juicio de las armas sanguinoso

justa y derechamente se condena,

pues vemos el incierto fin dudoso,

según la Suma Providencia ordena,

que el suceso, ora triste, ora dichoso,

no es quien hace la causa mala o buena,

ni jamás la justicia en cosa alguna

está sujeta a caso ni a fortuna.

Digo también que obligación no tiene

de inquirir el soldado diligente

si es lícita la guerra y si conviene

o si se mueve injusta o justamente;

que sólo al rey, que por razón le viene

la obediencia y servicio de su gente,

como gobernador de la república,

le toca examinar la causa pública.

Y pues del rey como cabeza pende

el peso dé la guerra y grave carga;

y cuanto daño y mal de ella depende,

todo sobre sus hombros sólo carga;

debe mucho mirar lo que pretende,

y antes que dé al furor la rienda larga,

justificar sus armas prevenidas,

no por codicia y ambición movidas.

Como Felipe en la ocasión presente,

que, de precisa obligación forzado,

en favor de las leyes justamente

las permitidas armas ha tomado,

no fundando el derecho en ser potente,

ni de codicia de reinar llevado,

pues se extiende su cetro y monarquía

hasta donde remata el sol su vía.

Mas de ambición desnudo y avaricia

que a los sanos corrompe y inficiona,

llamado del derecho y la justicia,

contra el rebelde reino va en persona;

y a despecho y pesar de la malicia

que le niega y le impide la corona,

quiere abrir y allanar con mano armada

a la razón la defendida entrada.

Y aunque con justa indignación movido,

sus fuerzas y poder disimulando,

detiene el brazo en alto suspendido,

el remedio de sangre dilatando;

y con prudencia y ánimo sufrido,

su espada y pretensión justificando,

quebrantará después con aspereza

del contumaz rebelde la dureza.

Oprimirá con fuerza y mano airada

la soberbia cerviz de los traidores,

despedazando la pujante armada

de los galos piratas valedores;

y con rigor y, furia disculpada,

como hombres de la paz perturbadores,

muerto Felipe Strozzi su caudillo,

serán todos pasados a cuchillo.

No manchará esta sangre su clemencia,

sangre de gente pérfida enemiga,

que, si el delito es grave y la insolencia

clemente es y piadoso el que castiga;

perdonar la maldad es dar licencia

para que luego otra mayor se siga,

cruel es quien perdona a todos todo,

como el que no perdona en ningún modo.

Que no está en perdonar el ser clemente

si conviene el rigor y es importante,

que el que ataja y castiga el mal presente,

huye de ser cruel para adelante;

quien la maldad no evita, la consiente

y se puede llamar participante,

y el que a los malos públicos perdona

la república estraga y inficiona.

No quiero yo decir que no es gran cosa

la clemencia, virtud inestimable,

que el perdonar victoria es glorïosa

y en el más poderoso más loable:

pero la paz común tan provechosa

no puede sin justicia ser durable,

que el premio y el castigo a tiempo usados,

sustentan las repúblicas y estados.

Y no todo el exceso y mal que hubiere

se puede remediar, ni se castiga,

que el tiempo a veces y ocasión requiere

que todo no se apure ni se siga;

príncipe que saberlo todo quiere,

sepa que a perdonar mucho se obliga,

que es medicina fuerte y rigurosa

descarnar hasta el hueso cualquier cosa.

La clemencia a los mismos enemigos

aplaca el odio y ánimo indignado,

engendra devoción, produce amigos

y atrae el amor del pueblo aficionado;

que el continuo rigor en los castigos

hace al príncipe odioso y desamado.

Oficio es propio y propio de los reyes

embotar el cuchillo de las leyes.

Y se puede decir que no importara

disimular los males ya pasados,

si de ello ánimo el malo no tomara

para nuevos insultos y pecados;

el miedo del castigo es cosa clara

que reprime los ánimos dañados

y el ver al malhechor puesto en el palo

corrige la maldad y emienda al malo.

Mas también el castigo no se haga

como el indocto y crudo cirujano,

que, siendo leve el mal, poca la llaga,

mete los filos mucho por lo sano

y con el enconoso hierro estraga

lo que sanara sin tocar la mano:

que no es buena la cura y experiencia,

si es más recia y peor que la dolencia.

Quiérome declarar, que algún curioso

dirá que aquí y allí me contradigo:

virtud es castigar cuando es forzoso

y necesario el público castigo;

virtud es perdonar el poderoso

la ofensa del ingrato y enemigo

cuando es particular, o que se entienda

que puede sin castigo haber emienda.

Voime de punto en punto divirtiendo

y el tiempo es corto y la materia larga,

en lugar de aliviarme, recibiendo

en mis cansados hombros mayor carga;

así, de aquí adelante resumiendo

lo que menos importa y más me carga,

quiero volver a Portugal la pluma,

haciendo aquí un compendio y breve suma.

¿Qué es esto ¡oh lusitanos!, que engañados

contraponéis el obstinado pecho

y con armas y brazos condenados

queréis violar las leyes y el derecho?

Que, ¿no mueve esos ánimos dañados

la paz común y público provecho,

el deudo, religión, naturaleza,

el poder de Felipe y la grandeza?

Mirad con qué largueza os ha ofrecido

hacienda, libertades y exenciones,

no a término forzoso reducido,

mas con formado campo y escuadrones;

y casi murmurado, ha detenido

las armas, convenciéndoos con razones,

cual padre que reduce por clemencia

al hijo inobediente a la obediencia.

¿Qué ciega pretensión, qué embaucamiento,

qué pasión pertinaz desatinada

saca así la razón tan de su asiento

y tiene vuestra mente trastornada?

¡Qué una unida nación por sacramento

y con la cruz de Cristo señalada,

envuelta en crueles armas homicidas,

dé en sus propias entrañas las heridas!

¡Y unas mismas divisas y banderas

salgan de alojamientos diferentes,

trayendo mil naciones extranjeras,

que derramen la sangre de inocentes!

E introducen errores y maneras

de pegajosos vicios insolentes,

dejando con su peste derramada

la católica España inficionada.

A Vos, Eterno Padre Soberano,

el favor necesario y gracia pido

y os suplico queráis mover mi mano,

pues en Vos y por Vos todo es movido,

para que al portugués y al castellano

dé justamente lo que le es debido,

sin que me tuerza y saque de lo justo

particular respeto ni otro gusto.

Y pues vos conocéis los corazones

y el justo celo con que el mío se mueve,

y en los buenos propósitos y acciones

el principio tenéis y el fin se os debe,

dadme espíritu igual, dadme razones

con que informe mi pluma que se atreve

a emprender temeraria y arrojada

con tan poco caudal tan gran jornada.

Queriendo Sebastián, rey lusitano,

con ardor juvenil y movimiento

romper el ancho término africano

y oprimir el pagano atrevimiento,

prometiéndole entrada y paso llano

su altivo y levantado pensamiento,

allegó de aquel reino brevemente

la riqueza, poder, la fuerza y gente.

Mas el rey don Felipe, que al sobrino

vio moverse a la empresa tan ligero,

al errado designio contravino

con consejo de padre verdadero:

y pensando apartarle del camino

que iba a dar a tan gran despeñadero,

hizo que en Guadalupe se juntasen

para que allí sobre ello platicasen.

No bastaron razones suficientes,

ni el ruego y persuasión del grave tío,

ni una gran multitud de inconvenientes

que pudieran volver atrás un río;

ni el poner la cerviz de tantas gentes

bajo de un sólo golpe al albedrío

de la inconstante y variable diosa,

de revolver el mundo deseosa.

Que el orgulloso mozo, prometiendo

lo que el justo temor dificultaba,

los prudentes discursos rebatiendo,

todos los contrapuestos tropellaba;

y tras la libre voluntad corriendo

su muerte y perdición apresuraba;

que no basta consejo ni advertencia

contra el decreto y la fatal sentencia.

¿Quién cantará el suceso lamentable,

aunque tenga la voz más expedida,

y aquel sangriento fin tan miserable

de la jornada y gente mal regida,

la ruïna de un reino irreparable,

la fama antigua en sólo un día perdida,

todo por voluntad de un mozo ardiente,

movido sin razón por accidente?

Otro refiera el acïago día,

que a los más tristes en miseria excede,

que, aunque sangrienta está la pluma mía,

correr por tantas lástimas no puede;

quiero seguir la comenzada vía

si el alto cielo aliento me concede,

que ya de aquesta parte también siento

armarse un gran nublado turbulento.

Después que el mozo rey voluntarioso,

el africano ejército asaltando,

en el ciego tumulto polvoroso

murió en montón confuso peleando,

y la Fortuna de un vaivén furioso

derrocó cuatro reyes, ahogando

la fama y opinión de tanta gente,

revolviendo las armas del Poniente,

fue luego en Portugal por rey jurado

don Enrique, el hermano del abuelo,

cardenal y presbítero ordenado,

persona religiosa y de gran celo,

de años y enfermedades agravado,

más que para este mundo, para el cielo,

ofreciéndole el reino la Fortuna

con poca vida y sucesión ninguna.

El gran Felipe, en lo íntimo sintiendo

del reino y muerto rey la desventura,

y del enfermo don Enrique viendo

la mucha edad y vida mal segura,

como sobrino y sucesor, queriendo

aclarar su derecho en coyuntura,

que por la transversal propincua vía

a los reinos y títulos tenía,

con celosa y loable providencia

hizo juntar doctísimos varones

de grande cristiandad y suficiencia,

desnudos de interés y pretensiones,

que conforme a derecho y a conciencia,

no por torcidas vías y razones

mirasen en el grado que él estaba,

si el pretendido reino le tocaba.

Que doña Catalina, como parte,

duquesa de Braganza, pretendía,

por hija del infante don Duarte,

que de derecho el reino le venía;

y también don Antonio, de otra parte,

a la corona y cetro se oponía;

mas, aunque del común favorecido,

era por no legítimo excluido.

Y que, hecho el examen, cada uno

a tan arduo negocio conveniente,

sin miramiento ni respeto alguno

diesen sus pareceres libremente;

porque en tiempo quïeto y oportuno,

prevenido al mayor inconveniente,

si el reino a la razón no se allanase,

sus armas y poder justificase.

Todos los cuales claramente viendo

que el transversal por ley y fuero llano

no representa al padre, sucediendo

el legítimo deudo más cercano,

el varón a la hembra prefiriendo

y al de menos edad el más anciano,

yendo la sucesión y precedencia

por derecho de sangre y no de herencia.

Don Antonio excluido y apartado

por ley humana y por razón divina,

y el derecho igualmente examinado

de don Felipe y doña Catalina,

decendientes del tronco en igual grado,

él sobrino de Enrique, ella sobrina,

él varón, ella hembra, él rey temido,

mayor de edad y de mayor nacido.

Atento al fuero, a la costumbre, al hecho

y otras muchas razones que juntaron,

con recto, justo, igual y sano pecho,

sin discrepar, conformes declararon

ser don Felipe sucesor derecho,

y el reino por la ley le adjudicaron,

con tierras, mares, títulos y estados

bajo de la corona conquistados.

Vista, pues, don Felipe su justicia

por tan bastantes hombres declarada,

sospechoso del odio y la malicia

de la plebeya gente libertada,

y la intrínseca y vieja inimicicia[106]

en los pechos de muchos arraigada,

quiso tentar en estas novedades

el ánimo del pueblo y voluntades.

Y con piadoso celo, deseando

el bien del reino y público sosiego,

en la mente perpleja iba trazando

cómo echar agua al encendido fuego,

por todos los caminos procurando

aquietar el común desasosiego,

que ya con libertad, sin corregirse,

comenzaba en el pueblo a descubrirse.

Para lo cual fue del luego elegido

don Cristóbal de Mora, en quien había

tantas y tales partes conocido,

cuales el gran negocio requería,

de ilustre sangre, en Portugal nacido,

de quien como vasallo el Rey podría

con ánimo seguro y esperanza

hacer también la misma confianza.

Y enterarse del celo y sano intento

tantas veces por él representado,

entendiendo la fuerza y fundamento

de su causa y derecho declarado,

no traído por término violento,

ni deseo de reinar desordenado;

mas por rigor de la justicia pura,

por ley, razón, por fuero y por natura.

Así que, esto por él reconocido,

como de rey tan justo se esperaba,

mirase el gran peligro en que metido

el patrio reino y cristiandad estaba,

y tuviese por bien fuese servido

de sosegar la alteración que andaba,

declarándole en forma conveniente

por sucesor derecha y justamente.

Con que en el suelto pueblo cesaría

el tumulto y escándalos extraños,

y su declaración atajaría

grandes insultos y esperados daños;

haciendo que en la forma que solía,

para después de sus felices años,

el reino le jurase según fuero

por legítimo príncipe heredero.

Hecha por don Cristóbal la embajada,

y de Felipe la intención propuesta,

tibiamente de Enrique fue escuchada,

dando una ambigua y frívola respuesta,

que, por más que le fue representada

la justicia del rey tan manifiesta,

procuraba con causas excusarse,

sin querella aclarar ni declararse.

Visto, pues, dilatar el cumplimiento

de negocio tan arduo e importante,

por donde el popular atrevimiento

iba cobrando fuerzas adelante,

don Felipe envió con nuevo asiento,

largo poder y comisión bastante

para sacar resolución alguna

a don Pedro Girón, duque de Osuna.

Y al docto Guardïola juntamente,

porque con más instancia y diligencia,

vista de la tardanza el daño urgente,

contra la paz común y convenencia

diesen claro a entender cuán conveniente

era en tan gran discordia y diferencia

que el rey se declarase por decreto

cortando a mil designios el sujeto.

Y porque cosa alguna no quedase

por hacer, y tentar todos los vados,

y la ciega pasión no perturbase

el sosiego y quietud de los estados,

antes que el odio oculto reventase,

dos eminentes hombres señalados

de los que en su Real Consejo había

últimamente a don Enrique envía.

Uno Rodrigo Vázquez, que en prudencia,

en rectitud, estudio y disciplina

era de grande prueba y experiencia,

de claro juicio y singular dotrina:

el otro, de no menos suficiencia,

famoso en letras, el doctor Molina,

ambos varones raros, escogidos,

en gran figura y opinión tenidos.

Para que Enrique, de ellos informado

y de todas las dudas satisfecho,

a las cortes que ya se habían juntado

informasen también de su derecho,

y al pueblo contumaz y apasionado,

puesto delante el general provecho,

fueros y libertades prometiesen

con que a su devoción le redujesen.

Y aunque entendiese el viejo rey prudente

ser esto lo que a todos convenía,

pues por la expresa ley derechamente

el reino a su sobrino le venía;

con larga dilación impertinente

el negocio suspenso entretenía,

a fin que aquellos súbditos y estados

fuesen con más ventaja aprovechados.

Pues como hubiese el tardo rey dudoso

el término y respuesta diferido,

llegó aquel de la muerte presuroso,

del Autor de la vida estatuido:

por donde al sucesor le fue forzoso,

viendo al rebelde pueblo endurecido,

juntar contra sus fines y malicia

las armas y el poder con la justicia.

Habiendo antes con todos procurado

muchos medios de paz por él movidos,

provocando al temoso[107] y porfiado

con dádivas, promesas y partidos;

mas, el poblacho terco y obstinado,

no estimando los bienes ofrecidos,

la enemistad del todo descubierta

al derecho y razón cerró la puerta.

¿Quién pudiera deciros tantas cosas

como aquí se me van representando,

tanto rumor de trompas sonorosas,

tanto estandarte al viento tremolando,

las prevenidas armas sanguinosas

del portugués y castellano bando,

el aparato y máquinas de guerra,

las batallas de mar y las de tierra?

Viéranse entre las armas y fiereza

materias de derecho y de justicia,

ejemplos de clemencia y de grandeza,

proterva y contumaz enimicicia,

liberal y magnánima largueza,

que los sacos hinchó de la codicia,

y otros matices vivos y colores

que felices harán los escritores.

Canten de hoy más los que tuvieren vena

y enriquezcan su verso numeroso,

pues Felipe les da materia llena

y un campo abierto, fértil y espacioso;

que la ocasión dichosa y suerte buena

vale más que el trabajo infructuoso,

trabajo infructuoso como el mío,

que siempre ha dado en seco y en vacío.

¡Cuántas tierras corrí, cuántas naciones

hacia el helado norte atravesando

y en las bajas antárticas regiones

el antípoda ignoto conquistando!

Climas pasé, mudé constelaciones,

golfos innavegables navegando,

extendiendo, Señor, vuestra corona

hasta casi la austral frígida zona.

¿Qué jornadas también por mar y tierra

habéis hecho que deje de seguiros,

a Italia, Augusta, a Flandes, a Inglaterra,

cuando el reino por rey vino a pediros?

De allí el furioso estruendo de la guerra

al Pirú me llevó por más serviros,

do con suelto furor tantas espadas

estaban contra vos desenvainadas.

Y el rebelde indiano castigado

y el reino a la obediencia reducido,

pasé al remoto Arauco, que alterado,

había del cuello el yugo sacudido,

y con prolija guerra sojuzgado

y al odioso dominio sometido,

seguí luego adelante las conquistas

de las últimas tierras nunca vistas.

Dejo por no cansaros y ser míos,

los inmensos trabajos padecidos,

la sed, hambre, calores y los fríos,

la falta irremediable de vestidos,

los montes que pasé, los grandes ríos,

los yermos despoblados no rompidos,

riesgos, peligros, trances y fortunas,

que aún son para contadas importunas.

Ni digo cómo al fin, por accidente,

del mozo capitán acelerado

fui sacado a la plaza injustamente

a ser públicamente degollado,

ni la larga prisión impertinente,

do estuve tan sin culpa molestado,

ni mil otras miserias de otra suerte

de comportar más graves que la muerte.

Y aunque la voluntad nunca cansada

está para serviros hoy más viva,

desmaya la esperanza quebrantada

viéndome proejar[108] siempre agua arriba,

y, al cabo de tan larga y gran jornada,

hallo que mi cansado barco arriba

de la Fortuna adverso contrastado

lejos del fin y puerto deseado.

Mas ya que de mi estrella la porfía

me tenga así arrojado y abatido,

verán al fin que por derecha vía

la carrera difícil he corrido;

y aunque más inste la desdicha mía,

el premio está en haberle merecido

y las honras consisten, no en tenerlas,

sino en sólo arribar a merecerlas.

Que el disfavor cobarde, que me tiene

arrinconado en la miseria suma,

me suspende la mano y la detiene

haciéndome que pare aquí la pluma;

así, doy punto en esto, pues conviene

para la grande innumerable suma

de vuestros hechos y altos pensamientos

otro ingenio, otra voz y otros acentos.

Y pues del fin y término postrero

no puede andar muy lejos ya mi nave

y el temido y dudoso paradero

el más sabio piloto no le sabe;

considerando el corto plazo, quiero

acabar de vivir, antes que acabe

el curso incierto de la incierta vida,

tantos años errada y distraída.

Que, aunque esto haya tardado de mi parte

y a reducirme a lo postrero aguarde.

Sé bien que en todo tiempo y toda parte

para volverse a Dios jamás es tarde,

que nunca su clemencia usó de arte;

y así el gran pecador no se acobarde,

pues tiene un Dios tan bueno, cuyo oficio

es olvidar la ofensa y no el servicio.

Y yo que tan sin rienda al mundo he dado

el tiempo de mi vida más florido,

y siempre por camino despeñado

mis vanas esperanzas he seguido,

visto ya el poco fruto que he sacado,

y lo mucho que a Dios tengo ofendido,

conociendo mi error, de aquí adelante

será razón que llore y que no cante.

LA ARAUCANA