CANTO XXXVI

Sale el cacique de la barca a tierra, ofrece a los españoles todo lo necesario para su viaje y prosiguiendo ellos su derrota; les ataja el camino el desaguadero del archipiélago; atraviésale don Alonso en una piragua con diez soldados; vuelven al alojamiento, y de allí, por otro camino, a la ciudad Imperial.

UIEN muchas tierras ve, ve muchas cosas

que las juzga por fábulas la gente,

y tanto cuanto son maravillosas

el que menos las cuenta es más prudente;

y aunque es bien que se callen las dudosas

y no ponerme en riesgo así evidente,

digo que la verdad hallé en el suelo,

por más que afirmen que es subida al cielo.

Estaba retirada en esta parte,

de todas nuestras tierras excluida,

que la falsa cautela, engaño y arte

aún nunca habían hallado aquí acogida,

pero, dejada esta materia aparte,

volveré con la prisa prometida

a la barca de chusma y gente llena,

que bogando embistió recio en la arena.

Donde un gracioso mozo bien dispuesto

con hasta quince en número venía,

crespo, de pelo negro y blanco gesto,

que el principal de todos parecía,

el cual, con grave término modesto

junta nuestra esparcida compañía,

nos saludó cortés y alegremente,

diciendo en lengua extraña lo siguiente:

«Hombres o dioses rústicos, nacidos

en estos sacros bosques y montañas,

por celeste influencia producidos

de sus cerradas y ásperas entrañas,

¿por cual caso o fortuna sois venidos

por caminos y sendas tan extrañas

a nuestros pobres y últimos rincones,

libres de confusión y alteraciones?

»Si vuestra pretensión y pensamiento

es de buscar región más espaciosa,

y en la prosecución de vuestro intento

tenéis necesidad de alguna cosa,

toda comodidad y aviamiento

con mano larga y voluntad graciosa,

hallaréis francamente en el camino

por todo el rededor circunvecino.

»Y si queréis morar en esta tierra,

tierra donde moréis aquí os daremos;

si os aplace y os agrada más la sierra,

allá seguramente os llevaremos;

si queréis amistad, si queréis guerra

todo con ley igual os lo ofrecemos:

escoged lo mejor, que a elección mía

la paz y la amistad escogería».

Mucho agradó la suerte, el garbo, el traje

del gallardo mancebo floreciente,

el expedido término y lenguaje

con que así nos habló bizarramente,

el franco ofrecimiento y hospedaje,

la buena traza y talle de la gente,

blanca, dispuesta, en proporción fornida,

de manto y floja túnica vestida.

La cabeza cubierta y adornada

con un capelo en punta rematado,

pendiente atrás la punta y derribada,

a las ceñidas sienes ajustado

de fina lana de vellón rizada

y el rizo de colores variado,

que lozano y vistoso parecía,

señal de ser el clima y tierra fría.

Las gracias le rendimos de la oferta

y voluntad graciosa que mostraba,

ofreciendo también la nuestra cierta,

que a su provecho y bien se enderezaba;

pero al fin, nuestra falta descubierta

y lo mal que la hambre nos trataba,

le pedimos refresco y vitualla

debajo de promesa de pagalla.

Luego con voz y prisa diligente,

vista la gran necesidad que había,

mandó a su prevenida y pronta gente

sacar cuanto en la góndola traía,

repartiéndolo todo francamente

por aquella hambrienta compañía,

sin de nadie aceptar sólo un cabello,

ni aún querer recebir las gracias de ello.

Esforzados así de esta manera,

y también esforzada la esperanza,

se comenzó a marchar por la ribera,

según nuestra costumbre, en ordenanza;

y andada una gran legua, en la primera

tierra que pareció cómoda estanza,

cerca del agua, en reparado asiento

hicimos el primer alojamiento.

No estaba nuestro campo aún asentado,

ni puestas en lugar las demás cosas,

cuando de aquella parte y de este lado,

hendiendo por las aguas espumosas,

cargadas de maíz, fruta, pescado

arribaron piraguas presurosas,

refrescando la gente desvalida

sin rescate, sin cuenta ni medida.

La sincera bondad y la caricia

de la sencilla gente de estas tierras,

daban bien a entender que la codicia

aún no había penetrado aquellas sierras;

ni la maldad, el robo y la injusticia

alimento ordinario de las guerras,

entrada en esta parte habían hallado,

ni la ley natural inficionado.

Pero luego nosotros, destruyendo

todo lo que tocamos de pasada,

con la usada insolencia el paso abriendo

les dimos lugar ancho y ancha entrada;

y la antigua costumbre corrompiendo

de los nuevos insultos estragada,

plantó aquí la codicia su estandarte

con más seguridad que en otra parte.

Pasada aquella noche, el día siguiente

la nueva por las islas extendida,

llegaron dos caciques juntamente

a dar el parabién de la venida,

con un largo y espléndido presente

de refrescos y cosas de comida

y una lanuda oveja y dos vicuñas

cazadas en la sierra a puras uñas.

Quedábanse suspensos y admirados

de ver hombres así no conocidos,

blancos, rubios, espesos y barbados,

de lenguas diferentes y vestidos;

miraban los caballos alentados

en medio de la furia corregidos

y más los espantaba el fiero estruendo

del tiro de la pólvora estupendo.

Llevábamos el rumbo al Sur derecho,

la torcida ribera costeando,

siguiendo la derrota del Estrecho,

por los grados la tierra demarcando;

pero cuanto ganábamos de trecho

iba el gran arcipiélago ensanchando,

descubriendo a distancias desviadas

islas en grande número pobladas.

Salían muchos caciques al camino

a vernos como a cosa milagrosa,

pero ninguno tan escaso vino

que no trujese en don alguna cosa:

quién, el vaso capaz de nácar fino;

quién, la piel del carnero vedijosa;

quién, el arco y carcaj; quién, la bocina;

quién, la pintada concha peregrina.

Yo, que fui siempre amigo e inclinado

a inquirir y saber lo no sabido,

que por tantos trabajos arrastrado

la fuerza de mi estrella me ha traído,

de alguna gente moza acompañado,

en una presta góndola metido,

pasé a la principal isla cercana

al parecer de tierra y gente llana.

Vi los indios, y casas fabricadas

de paredes humildes y techumbres,

los árboles y plantas cultivadas,

las frutas, las semillas y legumbres;

noté de ellos las cosas señaladas,

los ritos, ceremonias y costumbres,

el trato y ejercicio que tenían

y la ley y obediencia en que vivían.

Entré en otras dos islas, paseando

sus pobladas y fértiles orillas,

otras fui torno a torno rodeando

cercado de domésticas barquillas;

de quien me iba por puntos informando

de algunas nunca vistas maravillas,

hasta que ya la noche y fresco viento

me trajo a la ribera en salvamento.

Pues otro día que el campo caminaba,

que de nuestro viaje fue el tercero,

habiendo ya tres horas que marchaba,

hallamos por remate y fin postrero,

que el gran lago en el mar se desaguaba

por un hondo y veloz desaguadero,

que su corriente y ancha travesía

el paso por allí nos impedía.

Cayó una gran tristeza, un gran nublado

en el ánimo y rostro de la gente,

viendo nuestro camino así atajado

por el ancho raudal de la creciente;

que los caballos de cabestro a nado

no pudieran romper la gran corriente,

ni la angosta piragua era bastante

a comportar un peso semejante.

Y volver, pues atrás, visto el terrible

trabajo intolerable y excesivo,

tenían según razón por imposible

poder llegar en salvo un hombre vivo;

quedar allí era cosa incompatible,

y temerario el ánimo y motivo

de proseguir el comenzado curso

contra toda opinión y buen discurso.

Viendo nuestra congoja y agonía,

un joven indio, al parecer ladino,

alegre se ofreció que nos daría

para volver otro mejor camino;

fue excesiva en algunos la alegría,

y así dar vuelta luego nos convino,

que ya el rígido invierno a los australes

comenzaba a enviar recias señales.

Mas yo, que mis designios verdaderos

eran de ver el fin de esta jornada,

con hasta diez amigos compañeros,

gente gallarda, brava y arriscada,

reforzando una barca de remeros,

pasé el gran brazo y agua arrebatada,

llegando a zabordar hechos pedazos,

a puro remo y fuerza de los brazos.

Entramos en la tierra algo arenosa

sin lengua y sin noticia, a la ventura,

áspera al caminar y pedregosa,

a trechos ocupada de espesura;

mas, visto que la empresa era dudosa

y que pasar de allí sería locura,

dimos la vuelta luego a la piragua,

volviendo atravesar la furiosa agua,

Pero yo, por cumplir el apetito,

que era poner el pie más adelante,

fingiendo que marcaba aquel distrito,

cosa al descubridor siempre importante,

corrí una media milla, do un escrito

quise dejar para señal bastante;

y en el tronco que vi de más grandeza

escribí con un cuchillo en la corteza:

«Aquí llegó, donde otro no ha llegado,

don Alonso de Ercilla, que el primero,

en un pequeño barco deslastrado,

con sólo diez pasó el desaguadero,

el año de cincuenta y ocho entrado

sobre mil y quinientos, por febrero,

a las dos de la tarde, el postrer día,

volviendo a la dejada compañía».

Llegado, pues, al campo, que aguardando

para partir nuestra venida estaba,

que el riguroso invierno comenzando

la desierta campaña amenazaba;

el indio amigo prático guiando,

la gente alegre el paso apresuraba,

pareciendo el camino, aunque cerrado,

fácil con la memoria del pasado.

Cumplió el bárbaro isleño la promesa,

que siempre en su opinión estuvo fijo,

y por una encubierta selva espesa

nos sacó de la tierra como dijo.

Voy pasando por esto a toda priesa,

huyendo cuanto puedo el ser prolijo,

que, aunque lo fueron mucho los trabajos,

es menester echar por los atajos.

A la Imperial llegamos, do hospedados

fuimos de los vecinos generosos,

y de varios manjares regalados

hartamos los estómagos golosos.

Visto, pues, en el pueblo así ayuntados

tantos gallardos jóvenes briosos,

se concertó una justa y desafío,

donde mostrase cada cual su brío.

Turbó la fiesta un caso no pensado,

y la celeridad del juez fue tanta

que estuve en el tapete ya entregado

al agudo cuchillo la garganta;

el enorme delito exagerado

la voz y fama pública le canta,

que fue sólo poner mano a la espada,

nunca sin gran razón desenvainada.

Este acontecimiento, este suceso

fue forzosa ocasión de mi destierro,

teniéndome después, gran tiempo preso,

por remendar con este el primer yerro;

mas, aunque así agraviado, no por eso

(armado de paciencia y duro hierro)

falté en alguna acción y correría,

sirviendo en la frontera noche y día.

Hubo allí escaramuzas sanguinosas,

ordinarios rebatos y emboscadas,

encuentros y refriegas peligrosas,

asaltos y batallas aplazadas,

raras estratagemas engañosas,

astucias y cautelas nunca usadas,

que, aunque fueron en parte de provecho,

algunas nos pusieron en estrecho.

Mas, después del asalto y gran batalla

de la albarrada de Quipeo, temida,

donde fue destrozada tanta malla

y tanta sangre bárbara vertida;

fortificado el sitio y la muralla,

aceleré mi súbita partida,

que el agravio, más fresco cada día,

me estimulaba siempre y me roía.

Y en un grueso barcón, bajel de trato,

que velas altas de partida estaba,

salí de aquella tierra y reino ingrato,

que tanto afán y sangre me costaba;

y sin contraste alguno ni rebato

con el austro que en popa nos soplaba,

costa a costa y a veces engolfado

llegué al Callao de Lima celebrado.

Estuve allí hasta tanto que la entrada

por el gran Marañón hizo la gente,

donde Lope de Aguirre en la jornada,

más que Nerón y Herodes inclemente,

pasó tantos amigos por la espada

y a la querida hija juntamente,

no por otra razón y causa alguna,

mas de para morir juntos a una.

Y, aunque más de dos mil millas había

de camino, por partes despoblado,

luego de allí por mar tomé la vía,

a más larga carrera acostumbrado;

y a Panamá llegué, do el mismo día

la nueva por el aire había llegado

del desbarate y muerte del tirano,

saliendo mi trabajo y prisa en vano.

Estuve en tierra firme detenido

por una enfermedad larga y extraña;

mas, luego que me vi convalecido,

tocando en las Terceras, vine a España,

donde no mucho tiempo detenido

corrí la Francia, Italia y Alemana,

a Silesia y Moravia hasta Posonia,

ciudad sobre el Danubio, de Panonia.

Pasé y volví a pasar estas regiones,

y otras y otras por ásperos caminos,

traté y comuniqué varias naciones,

viendo cosas y casos peregrinos;

diferentes y extrañas condiciones,

animales terrestres y marinos,

tierras jamás del cielo rocïadas,

y otras a eterna lluvia condenadas.

¿Cómo me he divertido y voy apriesa

del camino primero desviado?

¿Por qué así me olvidé de la promesa

y discurso de Arauco comenzado?

Quiero volver a la dejada empresa,

si no tenéis el gusto ya estragado;

mas, yo procuraré deciros cosas

que valga por disculpa el ser gustosas.

Volveré a la consulta comenzada

de aquellos capitales señalados,

que, en la parte que dije diputada,

estaban diferentes y encontrados;

contaré la elección tan porfiada,

y cómo al fin quedaron conformados,

los asaltos, encuentros y batallas,

que es menester lugar para contallas…

¿Qué hago, en qué me ocupo, fatigando

la trabajada mente y los sentidos,

por las regiones últimas buscando

guerras de ignotos indios escondidos;

y voy aquí en las armas tropezando,

sintiendo retumbar en los oídos

un áspero rumor y son de guerra

y abrasarse en furor toda la tierra?

Veo toda la España alborotada,

envuelta entre sus armas victoriosas,

y la inquïeta Francia ocasionada

descoger sus banderas sospechosas;

en la Italia y Germania desviada

siento tocar las cajas sonorosas,

allegándose en todas las naciones

gentes, pertrechos, armas, municiones.

Para decir tan grande movimiento

y el estrépito bélico y ruïdo

es menester esfuerzo y nuevo aliento,

y ser de vos, Señor, favorecido:

mas, ya que el temerario atrevimiento

en este grande golfo me ha metido,

ayudado de vos, espero cierto

llegar con mi cansada nave al puerto.

Que si mi estilo humilde y compostura

me suspende la voz amedrentada,

la materia promete y me asegura

que con grata atención será escuchada:

y, entre tanto, señor, será cordura,

pues he de comenzar tan gran jornada,

recoger el espíritu inquïeto,

hasta que saque fuerzas del sujeto.