CANTO XXXIV

Habla Caupolicán a Reinoso, y, sabiendo que ha de morir, se vuelve cristiano; muere de miserable muerte, aunque con ánimo esforzado; los araucanos se juntan a la elección del nuevo general; manda el Rey don Felipe levantar gente para entrar en Portugal.

H vida miserable y trabajosa

a tantas desventuras sometida!

Prosperidad humana sospechosa,

pues nunca hubo ninguna sin caída,

¿qué cosa habrá tan dulce y tan sabrosa

que no sea amarga al cabo y desabrida?

No hay gusto, no hay placer sin su descuento,

que el dejo del deleite es el tormento.

Hombres famosos en el siglo ha habido,

a quien la vida larga ha deslustrado,

que el mundo los hubiera preferido

si la muerte se hubiera anticipado:

Aníbal de esto buen ejemplo ha sido

y el cónsul que en Farsalia derrocado,

perdió por vivir mucho, no el segundo,

mas el lugar primero de este mundo.

Esto confirma bien Caupolicano,

famoso capitán y gran guerrero,

que en el término américo-indïano,

tuvo en las armas el lugar primero;

mas cargole Fortuna así la mano

dilatándole el término postrero,

que fue mucho mayor que la subida

la miserable y súbita caída.

El cual, reconociendo que su gente

vacilando en la fe titubeaba,

viendo que ya la próspera creciente

de su fortuna apriesa declinaba,

hablar quiso a Reinoso claramente;

que, venido a saber lo que pasaba,

presente el congregado pueblo todo

habló el bárbaro grave de este modo:

«Si a vergonzoso estado reducido

me hubiera el duro y áspero Destino

y si ésta mi caída hubiera sido

debajo de hombre y capitán indino,

no tuve el brazo así desfallecido,

que no abriera a la muerte yo camino

por este propio pecho con mi espada

cumpliendo el curso y mísera jornada.

»Mas, juzgándote digno y de quien puedo

recibir sin vergüenza yo la vida,

lo que de mí pretendes te concedo

luego que a mí me fuere concedida;

no pienses que a la muerte tengo miedo,

que aquesa es de los prósperos temida

y en mí por experiencias he probado

cuan mal le está el vivir al desdichado.

»Yo soy Caupolicán, que el hado mío

por tierra derrocó mi fundamento

y quien del araucano señorío

tiene el mando absoluto y regimiento;

la paz está en mi mano y albedrío

y el hacer y afirmar cualquier asiento,

pues tengo por mi cargo y providencia

toda la tierra en freno y obediencia.

»Soy quien mató a Valdivia en Tucapelo

y quien dejó a Purén desmantelado,

soy el que puso a Penco por el suelo

y el que tantas batallas ha ganado;

pero el revuelto ya contrario cielo,

de victorias y triunfos rodeado,

me ponen a tus pies a que te pida

por un muy breve término la vida.

»Cuando mi causa no sea justa, mira

que el que perdona más es más clemente

y si a venganza la pasión te tira,

pedirte yo la vida es suficiente;

aplaca el pecho airado, que la ira

es en el poderoso impertinente,

y si en darme la muerte estás ya puesto,

especie de piedad es darla presto.

»No pienses que aunque muera aquí a tus manos,

ha de faltar cabeza en el Estado,

que luego habrá otros mil Caupolicanos,

mas como yo ninguno desdichado;

y pues conoces ya a los araucanos,

que de ellos soy el mínimo soldado,

tentar nueva fortuna error sería

yendo tan cuesta abajo ya la mía.

»Mira que a muchos vences en vencerte,

frena el ímpetu y cólera dañosa,

que la ira examina al varón fuerte

y el perdonar, venganza es generosa,

la paz común destruyes con mi muerte;

suspende ahora la espada rigurosa

debajo de la cual están a una

mi desnuda garganta y tu fortuna.

»Aspira a más, y a mayor gloria atiende,

no quieras en poca agua así anegarte,

que lo que la fortuna aquí pretende

sólo es que quieras de ella aprovecharte;

conoce el tiempo y tu ventura entiende,

que estoy en tu poder, ya de tu parte

y muerto no tendrás de cuanto has hecho

sino un cuerpo de un hombre sin provecho.

»Que si esta mi cabeza desdichada

pudiera, ¡oh capitán!, satisfacerte,

tendiera el cuello a que con esa espada

remataras aquí mi triste suerte;

pero deja la vida condenada

el que procura apresurar su muerte

y más en este tiempo que la mía

la paz universal perturbaría.

»Y, pues, por la experiencia claro has visto,

que libre y preso, en público y secreto,

de mis soldados soy temido y quisto,

y está a mi voluntad todo sujeto,

haré yo establecer la ley de Cristo,

y que, sueltas las armas, te prometo

vendrá toda la tierra en mi presencia

a dar al rey Felipe la obediencia.

»Tenme en prisión segura retirado

hasta que cumpla aquí lo que pusiere,

que yo sé que el ejército y senado

en todo aprobarán lo que hiciere,

y el plazo puesto y término pasado,

podré también morir si no cumpliere:

escoge lo que más te agrada de esto,

que para ambas fortunas estoy presto».

No dijo el indio más, y la respuesta

sin turbación mirándole atendía,

y la importante vida o muerte presta,

callando con igual rostro pedía;

que por más que fortuna contrapuesta

procuraba abatirle, no podía,

guardando, aunque vencido y preso en todo,

cierto término libre y grave modo.

Hecha la confesión como lo escribo,

con más rigor y prisa que advertencia,

luego a empalar y asaetearle vivo

fue condenado en pública sentencia;

no la muerte y el término excesivo

causó en su gran semblante diferencia,

que nunca por mudanzas vez alguna

pudo mudarle el rostro la Fortuna.

Pero mudole Dios en un momento

obrando en él su poderosa mano,

pues con lumbre de fe y conocimiento

se quiso bautizar y ser cristiano;

causó lástima y junto gran contento

al circunstante pueblo castellano,

con grande admiración de todas gentes

y espanto de los bárbaros presentes.

Luego, aquel triste, aunque felice día

que con solemnidad le bautizaron

y, en lo que el tiempo escaso permitía

en la fe verdadera le informaron

cercado de una gruesa compañía

de bien armada gente, le sacaron

a padecer la muerte consentida

con esperanza ya de mejor vida.

Descalzo, destocado, a pie, desnudo,

dos pesadas cadenas arrastrando,

con una soga al cuello y grueso nudo

de la cual el verdugo iba tirando,

cercado en torno de armas, y el menudo

pueblo detrás, mirando y remirando

si era posible aquello que pasaba,

que, visto por los ojos, aún dudada.

De esta manera, pues, llegó al tablado

que estaba un tiro de arco del asiento,

media pica del suelo levantado

de todas partes a la vista exento,

donde con el esfuerzo acostumbrado,

sin mudanza y señal de sentimiento,

por la escala subió tan desenvuelto

como si de prisiones fuera suelto.

Puesto ya en lo más alto, revolviendo

a un lado y otro la serena frente,

estuvo allí parado un rato, viendo

el gran concurso y multitud de gente,

que el increíble caso y estupendo

atónita miraba atentamente,

teniendo a maravilla y gran espanto

haber podido la fortuna tanto.

Llegose él mismo al palo, donde había

de ser la atroz sentencia ejecutada,

con un semblante tal, que parecía

tener aquel terrible trance en nada,

diciendo: «Pues el hado y suerte mía

me tienen esta muerte aparejada,

venga, que yo la pido, yo la quiero,

que ningún mal hay grande, si es postrero».

Luego llegó el verdugo, diligente,

que era un negro gelofo, mal vestido,

el cual, viéndole el bárbaro presente

para darle la muerte prevenido,

bien que con rostro y ánimo paciente

las afrentas demás había sufrido,

sufrir no pudo aquella, aunque postrera,

diciendo en alta voz de esta manera:

«¿Cómo? ¿Qué? ¿En cristiandad y pecho honrado

cabe cosa tan fuera de medida,

que aun hombre cómo yo, tan señalado,

le dé muerte una mano así abatida?

Basta, basta morir al más culpado,

que al fin todo se paga con la vida,

y es usar de este término conmigo

inhumana venganza y no castigo.

»¿No hubiera alguna espada aquí de cuantas

contra mí se arrancaron a porfía,

que, usada a nuestras míseras gargantas,

cercenara de un golpe aquesta mía?

Que aunque ensaye su fuerza en mí de tantas

maneras la Fortuna en este día,

acabar no podrá, que bruta mano

toque al gran general Caupolicano».

Esto dicho, y alzando el pie derecho

aunque de las cadenas impedido,

dio tal coz al verdugo, que gran trecho

le echó rodando abajo mal herido;

reprehendido el impaciente hecho,

y él del súbito enojo reducido,

le sentaron después con poca ayuda

sobre la punta de la estaca aguda.

No el aguzado palo penetrante,

por más que las entrañas le rompiese

barrenándole el cuerpo, fue bastante

a que al dolor intenso se rindiese;

que con sereno término y semblante,

sin que labio ni ceja retorciese,

sosegado quedó de la manera

que si asentado en tálamo estuviera.

En esto, seis flecheros señalados,

que prevenidos para aquello estaban,

treinta pasos de trecho desviados

por orden y de espacio le tiraban;

y, aunque en toda maldad ejercitados,

al despedir la flecha vacilaban,

temiendo poner mano en un tal hombre

de tanta autoridad y tan gran nombre.

Mas, Fortuna crüel, que ya tenía

tan poco por hacer y tanto hecho,

si tiro alguno avieso allí salía,

forzando el curso le traía derecho,

y en breve, sin dejar parte vacía,

de cien flechas quedó pasado el pecho,

por do aquel grande espíritu echó fuera,

que por menos heridas no cupiera.

Paréceme que siento enternecido

al más cruel y endurecido oyente

de este bárbaro caso referido,

al cual, Señor, no estuve yo presente,

que a la nueva conquista había partido

de la remota y nunca vista gente;

que si yo a la sazón allí estuviera,

la cruda ejecución se suspendiera.

Quedó abiertos los ojos, y de suerte

que por vivo llegaban a mirarle,

que la amarilla y afeada muerte

no pudo aún puesto allí desfigurarle;

era el miedo en los bárbaros tan fuerte,

que no osaban dejar de respetarle,

ni allí se vio en alguno tal denuedo

que puesto cerca del no hubiese miedo.

La voladora Fama presurosa

derramó por la tierra en un momento

la no pensada muerte ignominosa

causando alteración y movimiento;

luego la turba, incrédula y dudosa,

con nueva turbación y desatiento

corre con prisa y corazón incierto

a ver si era verdad que fuese muerto.

Era el número tanto que bajaba

del contorno y distrito comarcano,

que en ancha y apiñada rueda estaba

siempre cubierto el espacioso llano;

crédito allí a la vista no se daba,

si ya no le tocaban con la mano,

y, aún tocado, después les parecía

que era cosa de sueño o fantasía.

No la afrentosa muerte impertinente

para temor del pueblo ejecutada,

ni la falta de un hombre así eminente,

en que nuestra esperanza iba fundada,

amedrentó ni acobardó la gente;

antes de aquella injuria provocada

a la crüel satisfacción aspira

llena de nueva rabia y mayor ira.

Unos con sed rabiosa de venganza

por la afrenta y oprobio recebido,

otros con la codicia y esperanza

del oficio y bastón ya pretendido,

antes que sosegase la tardanza

el ánimo del pueblo removido,

daban calor y fuerzas a la guerra,

incitando a furor toda la tierra.

Si hubiese de escribir la bravería

de Tucapel, de Rengo y Lepomande,

Orompello, Lincoya y Lebopía,

Purén y Cayocupil y Mareande,

en un espacio largo no podría,

y fuera menester libro más grande,

que cada cual con hervoroso afecto

pretende allí y aspira a ser electo.

Pero el cacique Colocolo, viendo

el daño de los muchos pretendientes,

como prudente y sabio, conociendo

pocos para el gran cargo suficientes,

su anciana autoridad interponiendo,

les hizo mensajeros diligentes

para que se juntasen a consulta

en lugar apartado y parte oculta.

Los que abreviar el tiempo deseaban,

luego para la junta se aprestaron,

y muchos, recelando que tardaban,

la diligencia y paso apresuraron;

otros, que a otro camino enderezaban,

por no se declarar no rehusaron,

siguiendo sin faltar un hombre solo

el sabio parecer de Colocolo.

Fue entre ellos acordado que viniesen

solos, a la ligera, sin bullicio,

porque los enemigos no tuviesen

de aquella nueva junta algún indicio,

haciendo que de todas partes fuesen

indios que, con industria y artificio,

instasen en la paz siempre ofrecida

con muestra humilde y contrición fingida.

El plazo puesto y sitio señalado,

en un cómodo valle y escondido,

la convocada gente del senado

al término llegó constituido,

y entre ellos Tucapel, determinado

de por bien o por mal ser elegido

y otros que con menores fundamentos

mostraban sus preñados pensamientos.

Siento fraguarse nuevas disensiones,

moverse gran discordia y diferencia,

hervir con ambición los corazones,

brotar el odio antiguo y competencia,

varïar los designios y opiniones,

sin manera o señal de convenencia,

fundando cada cual su desvarío

en la fuerza del brazo y albedrío.

Entrados, como digo, en el consejo

los caciques y nobles congregados,

todos con sus insignias y aparejo,

según su antigua preeminencia armados,

Colocolo, sagaz y cauto viejo,

viéndolos en los rostros demudados,

aunque aguardaba a la sazón postrera,

adelantó la voz de esta manera…

Pero si no os cansáis, señor, primero

que os diga lo que dijo Colocolo,

tomar otro camino largo quiero

y volver el designio a nuestro polo;

que, aunque a deciros mucho me profiero,

el sujeto que tomo basta sólo

a levantar mi baja voz cansada,

de materia hasta aquí necesitada.

Mas, si me dais licencia, yo querría

para que más a tiempo esto refiera,

alcanzar, si pudiese, a don García,

aunque es diversa y larga la carrera:

el cual en el turbado reino había

reformado los pueblos, de manera

que puso con solícito cuidado

la justicia y gobierno en buen estado.

Pasó de Villarrica el fértil llano,

que tiene al sur el gran volcán vecino,

fragua, según afirman, de Vulcano,

que regoldando fuego está contino;

de allí, volviendo por la diestra mano

visitando la tierra, al cabo vino

al ancho lago y gran desaguadero

término de Valdivia y fin postrero.

Donde también llegué, que sus pisadas

sin descansar un punto voy siguiendo

y de las más ciudades convocadas

iban gentes en número acudiendo

prácticas en conquistas y jornadas;

y así, el tumulto bélico creciendo,

en sordo son confuso ribombaba

y el vecino contorno amedrentaba.

Que, arrebatado del ligero viento,

y por la fama lejos esparcido,

hirió el desapacible y duro acento

de los remotos indios el oído;

los cuales, con turbado sentimiento,

huyen del nuevo y fiero son temido,

cual medrosas ovejas derramadas,

del aullido del lobo amedrentadas.

Nunca el oscuro y tenebroso velo

de nubes congregadas de repente,

ni presto rayo que, rasgando el cielo,

baja tronando, envuelto en llama ardiente,

ni terremoto, cuando tiembla el suelo,

turba y atemoriza así la gente,

como el horrible estruendo de la guerra

turbó y amedrentó toda la tierra.

Quién, sin duda publica que ya entraban

destruyendo ganados y comidas;

quién, que la tierra y pueblos saqueaban,

privando a los caciques de las vidas;

quién, que a las nobles dueñas deshonraban

y forzaban las hijas recogidas,

haciendo otros insultos y maldades

sin reservar lugar, sexo ni edades.

Crece el desorden, crece el desconcierto

con cada cosa, que la fama aumenta,

teniendo y afirmando por muy cierto

cuanto el triste temor les representa;

sólo el salvarse les parece incierto,

y esto los atribula y atormenta;

allá corren gritando, acá revuelven,

todo lo creen y en nada se resuelven.

Mas luego que el temor desatinado,

que la gente llevaba derramada,

dejó en ella lugar desocupado

por donde la razón hallase entrada,

el atónito pueblo reportado,

su total perdición considerada,

se junta a consultar en este medio

las cosas importantes al remedio.

Hallóse en este vario ayuntamiento

Tunconabala, práctico soldado,

persona de valor y entendimiento,

en la araucana escuela dotrinado

que por cierta cuestión y acaecimiento

de su tierra y parientes desterrado,

se redujo a doméstico ejercicio,

huyendo el trato bélico y bullicio.

El cual, viendo en el pueblo diferente

el miedo grande y confusión que había,

pues sin oír trompeta ni ver gente

le espantaba su misma vocería;

en un lugar capaz y conveniente

junta toda la noble compañía,

sosegado el rumor y alteraciones,

les comenzó a decir estas razones:

«Excusado es, amigos, que yo os diga

el peligroso punto en que nos vemos

por esta gente pérfida enemiga,

que ya cierto a las puertas la tenemos;

pues el temor, que a todos nos fatiga,

nos apremia y constriñe a que entreguemos

la libertad y casas al tirano,

dándole entrada libre y paso llano.

»¿A qué osado muro o antepecho,

a qué fuerza o ciudad, a qué castillo

os podéis retirar en este estrecho,

que baste sola un hora a resistillo?

Si queréis hacer rostro y mostrar pecho,

desnudos le ofrecemos al cuchillo,

pues nos coge esta furia repentina

sin armas, capitán ni disciplina.

»Que estos barbudos crueles y terribles,

del bien universal usurpadores,

son fuertes, poderosos, invencibles,

y en todas sus empresas vencedores;

arrojan rayos con estruendo horribles,

pelean sobre animales corredores,

grandes, bravos, feroces y alentados,

de sólo el pensamiento gobernados.

»Y pues contra sus armas y fiereza

defensa no tenéis de fuerza o muro,

la industria ha de suplir nuestra flaqueza,

y prevenir con fuerza al mal futuro:

que, mostrando doméstica llaneza

les podéis prometer paso seguro

como a nación vecina y gente amiga,

que la promesa en daño a nadie obliga.

»Haciendo, en este tiempo limitado,

retirar con silencio y buena maña

la ropa, provisiones y ganado

al último rincón de la montaña,

dejando el alimento tan tasado,

que vengan a entender que esta campaña

es estéril, es seca y mal templada,

de gente pobre y mísera habitada.

»Porque estos insaciables avarientos,

viendo la tierra pobre y poca presa,

sin duda mudarán los pensamientos,

dejando por inútil esta empresa,

y la falta de gente y bastimentos

los echará de este distrito apriesa,

guiados por la breña y gran recuesto,

de do quizá no volverán tan presto.

»Tenéis de Ancud el paso y estrecheza,

cerrado de peñascos y jarales,

por do quiso impedir naturaleza

el trato a los vecinos naturales,

cuya espesura grande y aspereza

aún no pueden romper los animales,

y las aves alígeras del cielo

sienten trabajo en el pasarle a vuelo.

»Llevados por aquí, sin duda creo

que, viendo el alto monte peligroso,

corregirán el ímpetu y deseo,

volviendo atrás el paso presuroso,

y si quieren buscar algún rodeo,

desviarse de aquí será forzoso,

dejando esta región por miserable,

libre de su insolencia intolerable.

»Y aunque la libertad y vida mía

sé que corre peligro en el viaje,

con rústica y desnuda compañía

salir quiero a encontrarlos al pasaje:

y fingiendo ignorancia y alegría,

vestido de grosero y pobre traje,

ofrecerles en don una miseria,

que arguya y dé a entender nuestra lacería.

»Quizá viendo el trabajo y poco fruto

que se puede esperar de la pobreza,

la estéril tierra y mísero tributo,

el linaje de gente y rustiqueza,

mudarán el intento resoluto,

que es de buscar haciendas y riqueza,

haciéndoles volver con maña y arte

las armas y designios a otra parte».

No acabó su razón el indio, cuando

se levantó un rumor entre la gente,

el parecer a voces aprobando,

sin mostrarse ninguno diferente;

y así, la ejecución apresurando

en lo ya consultado conveniente,

corrieron al efecto, retirados

los muebles, vituallas y ganados.

Ya el español con la presteza usada

al último confín había venido

dando remate a la postrer jornada

del límite hasta allí constituido;

y puesto el pie en la raya señalada,

el presuroso paso suspendido,

dijo, si ya escucharlo no os enoja,

lo que el canto dirá vuelta la hoja.