CANTO XXX

Contiene este canto el fin que tuvo el combate de Tucapel y Rengo. Asimismo lo que Pran, araucano, pasó con el indio Andresillo, yanacona de los españoles.

UALQUIERA desafío es reprobado

por ley divina y natural derecho,

cuando no va el designio enderezado

al bien común y universal provecho;

y no por causa propia y fin privado,

mas por autoridad pública hecho,

que es la que en los combates y estacadas

justifica las armas condenadas.

Muchos querrán decir que el desafío

es de derecho y de costumbre usada,

pues con el ser del hombre y albedrío

juntamente la ira fue criada;

pero sujeta al freno y señorío

de la razón, a quien encomendada

quedó, para que así la corrigiese

que los términos justos no excediese.

Y el Profeta nos da por documento,

que en ocasión y a tiempo nos airemos;

pero con tal templanza y regimiento,

que de la raya y punto no pasemos;

pues, dejados llevar del movimiento,

el ser y la razón de hombres perdemos,

y es visto que difieren en muy poco

el hombre airado y el furioso loco.

Y aunque se diga y es verdad que sea

ímpetu natural el que nos lleva,

y por la alteración de ira se vea

que a combatir la voluntad se mueva,

la ejecución, el acto, la pelea

es lo que se condena y se reprueba,

cuando aquella pasión que nos induce

al yugo de razón no se reduce.

Por donde claramente, si se mira,

parece como parte conveniente

ser en el hombre natural la ira,

en cuanto a la razón fuere obediente;

y, en la causa común puesta la mira,

puede contra el campeón, el combatiente

usar de ella en el tiempo necesario,

como contra legítimo adversario.

Mas, si es el combatir por gallardía,

o por jatancia vana, o alabanza,

o por mostrar la fuerza y valentía,

o por rencor, por odio o por venganza;

si es por declaración de la porfía,

remitiendo a las armas la probanza,

es el combate injusto, es prohibido,

aunque esté en la costumbre recebido.

Tenemos hoy la prueba aquí en la mano

de Rengo y Tucapel, que, peleando

por sólo presunción y orgullo vano,

como fieras se están despedazando,

y, con protervia y ánimo inhumano

de llegarse a la muerte trabajando,

estaban ya los dos tan cerca de ella,

cuanto lejos de justa su querella.

Digo que los combates, aunque usados

por corrupción del tiempo introducidos,

son de todas las leyes condenados

y en razón militar no permitidos;

salvo en algunos casos reservados,

que serán a su tiempo referidos,

materia a los soldados importante,

según que lo veremos adelante.

Déjolo aquí indeciso, porque viendo

el brazo en alto a Tucapel alzado

me culpo, me castigo y reprehendo

de haberle tanto tiempo así dejado;

pero a la historia y narración volviendo,

me oístes ya gritar a Rengo airado

que bajaba sobre él la fiera espada,

por el gallardo brazo gobernada.

El cual, viéndose junto, y que no pudo

huir del grave golpe la caída,

alzó con ambas manos el escudo,

la persona debajo recogida;

no se detuvo en él el filo agudo,

ni bastó la celada, aunque fornida,

que todo lo cortó, y llegó a la frente,

abriendo una abundante y roja fuente.

Quedó por grande rato adormecido,

y en pie difícilmente se detuvo,

que, del recio dolor desvanecido,

fuera de acuerdo vacilando anduvo;

pero, volviendo a tiempo en su sentido,

visto el último término en que estuvo,

de manera cerró con Tucapelo

que estuvo en punto de batirle al suelo.

Hallole tan vecino y descompuesto

que por poco le hubiera trabucado,

que, de la gran pujanza que había puesto,

anduvo de los pies desbaratado;

pero, volviendo a recobrarse presto,

viéndose del contrario así aferrado,

le echó los fuertes y nudosos brazos,

pensando deshacerle en mil pedazos.

Y con aquella fuerza sin medida

le suspende, sacude y le rodea;

mas Rengo, la persona recogida,

la suya a tiempo y la destreza emplea;

no la falta de sangre allí vertida,

ni el largo y gran tesón en la pelea

les menguaba la fuerza y ardimiento,

antes iba el furor en crecimiento.

En esto, Rengo, a tiempo el pie trocado,

del firme Tucapel ciñó el derecho,

y entre los duros brazos apretado

cargó sobre él con fuerza el duro pecho;

fue tanto el forcejar, que ambos de lado,

sin poderlo excusar, a su despecho,

dieron a un tiempo en tierra, de manera

como si un muro o torreón cayera.

Pero con rabia nueva y mayor fuego

comienzan por el campo a revolcarse,

y con puños de tierra a un tiempo luego

procuran y trabajan por cegarse;

tanto que al fin el uno y otro ciego,

no pudiendo del hierro aprovecharse,

con las agudas uñas y los dientes

se muerden y apedazan impacientes.

Así fieros, sangrientos y furiosos,

cuál ya debajo, cuál ya encima andaban,

y los roncos aceros presurosos

del apretado pecho resonaban;

mas no por esto un punto vagorosos

en la rabia y el ímpetu aflojaban,

mostrando en el tesón y larga prueba

criar aliento nuevo y fuerza nueva.

Eran pasadas ya tres horas, cuando

los dos campiones, de valor iguales,

en la creciente furia declinando,

dieron muestra y señal de ser mortales,

que las últimas fuerzas apurando,

sin poderse vencer, quedaron tales,

que ya en parte ninguna se movían

y más muertos que vivos parecían.

Estaban par a par desacordados,

faltos de sangre, de vigor y aliento,

los pechos garleando levantados,

llenos de polvo y de sudor sangriento;

los brazos y los pies enclavijados,

sin muestra ni señal de sentimiento,

aunque de Tucapel pudo notarse

haber más porfiado a levantarse.

La pierna diestra y diestro brazo echado

sobre el contrario a la sazón tenía,

lo cual de sus amigos fue juzgado

ser notoria ventaja y mejoría;

y aunque esto es hoy de muchos disputado,

ninguno de los dos se rebullía,

mostrando ambos de vivos solamente

el ronco aliento y corazón latiente.

El gran Caupolicano, que asistiendo

como jüez de la batalla estaba,

el grave caso y pérdida sintiendo,

apriesa en la estacada plaza entraba,

el cual, sin detenerse un punto, viendo

que alguna sangre y vida les quedaba,

los hizo levantar en dos tablones

a doce los más ínclitos varones.

Y siguiendo detrás con todo el resto

de la nobleza y gente más preciada,

fue con honra solemne y pompa puesto

cada cual en su tienda señalada;

donde, acudiendo a los remedios presto

y la sangre con tiempo restañada,

la cura fue de suerte que la vida

les fue en breve sazón restituida.

Pasado el punto y término temido,

iban los dos a un tiempo mejorando,

aunque del caso Tucapel sentido

no dejaba curarse braveando;

pero el prudente general sufrido,

con blandura la cólera templando,

así de poco en poco le redujo,

que a la razón doméstico le trajo.

Quedó entre ellos la paz establecida

y con solemnidad capitulado,

que en todo lo restante de la vida

no se tratase más de lo pasado;

ni por cosa de nuevo sucedida,

en público lugar ni reservado

pudiesen combatir ni armar cuestiones,

ni atravesarse en dichos ni en razones.

Mas siempre como amigos generosos

en todas ocasiones se tratasen,

y en los casos y trances peligrosos

se acudiesen a tiempo y ayudasen;

contenidos así los dos famosos,

porque más los conciertos se afirmasen,

comieron y bebieron juntamente,

con grande aplauso y fiesta de la gente.

Dejárelos aquí de esta manera

en su conformidad y ayuntamiento,

que me importa volver a la ribera

del río, que muda nombre en cada asiento;

pues ha mucho que falto y ando fuera

de nuestro molestado alojamiento,

para decir el punto en que se halla

después del trance y última batalla.

Luego que la victoria conseguimos

con más pérdida y daño que ganancia,

al fuerte a más andar nos recogimos,

que estaba del lugar larga distancia;

y, aunque poco después, Señor, tuvimos

otros muchos rencuentros de importancia,

no sin costa de sangre y gran trabajo,

iré, por no cansaros, al atajo.

Y, pasando en silencio otra batalla,

sangrienta de ambas partes y reñida,

que, aunque por no ser largo, aquí se calla,

será de otro escritor encarecida.

Vista de munición y vitualla

la plaza por dos meses bastecida,

pareció por entonces provechoso

dejar por capitán allí a Reinoso.

Que las demás ciudades, trabajadas

de las pasadas guerras, nos llamaban,

y las leyes sin fuerza arrinconadas,

aunque mudas, de lejos voceaban;

las cosas de su asiento desquiciadas,

todos sin gobernarse gobernaban,

estando de perderse el reino a canto

por falta de gobierno habiendo tanto.

Mas viendo la comarca tan poblada,

fértil de todas cosas y abundante,

para fundar un pueblo aparejada

y el sitio a la sazón muy importante,

quedó primero la ciudad trazada,

de la cual hablaremos adelante,

que, aunque de buen principio y fundamento

mudó después el nombre y el asiento.

Dejando, pues, en guarda de la tierra

los más diestros y prácticos soldados,

en orden de batalla y son de guerra

rompimos por los términos vedados

y atravesando de Purén la sierra,

de la hambre y las armas fatigados,

a la Imperial llegamos salvamente,

donde hospedada fue toda la gente.

Puso el gobernador luego en llegando,

en libertad las leyes oprimidas,

la justicia y costumbres reformando,

por los turbados tiempos corrompidas,

y el exceso y desórdenes quitando

de la nueva codicia introducidas,

en todo lo demás por buen camino

dio la traza y asiento que convino.

No habíamos aún los cuerpos satisfecho

del sueño, y hambre mísera transida,

cuando tuvimos nueva que de hecho

toda la tierra en torno removida,

rota la tregua y el contrato hecho,

viendo así nuestra fuerza dividida,

ayuntaban la suya, con motivo

de no dejar presidio ni hombre vivo.

Luego, pues, hasta treinta apercebidos

de los que más en orden nos hallamos,

por la espesura de Tirú metidos,

la barrancosa tierra atravesamos

y los tomados pasos desmentidos,

no con pocos rebatos arribamos

sin parar ni dormir noche ni día

al presidio español y compañía.

Donde ya nuestra gente había tenido

nueva del trato y tierra rebelada,

que por extraño caso acontecido

de la junta y designio fue avisada,

y, habiendo alegremente agradecido

el socorro y ayuda no pensada,

nos dio del caso relación entera,

el cual pasa, Señor, de esta manera:

El araucano ejército, entendiendo

que su próspera suerte declinaba

y que Caupolicán iba perdiendo

la gran figura en que primero estaba,

en secretos concilios discurriendo,

del capitán ya odioso murmuraba,

diciendo que la guerra iba a lo largo

por conservar la dignidad del cargo.

No con tan suelta voz y atrevimiento

que el más libre y osado no temiese,

y del menor edicto y mandamiento

cuanto una sola mínima excediese;

que era tanto el castigo y escarmiento

que no se vio jamás quien se atreviese

a reprobar el orden por él dado,

según era temido y respetado.

Pero temiendo al fin como prudente

el revolver del hado incontrastable

y la poca obediencia de su gente,

viéndole ya en estado miserable,

que la buena Fortuna fácilmente

lleva siempre tras sí la fe mudable,

y un mal suceso y otro cada día

la más ardiente devoción resfría.

Quiso, dando otro tiento a la Fortuna,

que del todo con él se declarase

y no dejar remedio y cosa alguna

que para su descargo no intentase;

entre muchas, al fin, resuelto en una,

antes que su intención comunicase,

con la presteza y orden que convino

de municiones y armas se previno.

No dando, pues, lugar con la tardanza

a que el miedo el peligro examinase,

y algún suceso y súbita mudanza

los ánimos del todo resfriase,

con animosa muestra y confianza,

mandó que de la gente se aprestase

al tiempo y hora del silencio mudo

el más copioso número que pudo.

Hizo una larga plática al senado,

en la cual resolvió que convenía

dar el asalto al fuerte por el lado

de la posta de Ongolmo al medio día;

que de cierto espión era avisado

cómo la gente que en defensa había,

demás de estar segura y descuidada,

era poca, bisoña y desarmada.

Que el capitán ausente había llevado

la plática en la guerra y escogida,

de no volver atrás determinado,

hasta dejar la tierra reducida;

y en las nuevas conquistas ocupado,

sin poder ser la plaza socorrida,

en breve por asalto fácilmente

podían entrarla y degollar la gente.

Fue tan grave y severo en sus razones

y tal la autoridad de su presencia,

que se llevó los votos y opiniones

en gran conformidad sin diferencia;

y con ánimo y firmes intenciones

le juraron de nuevo la obediencia

y de seguir, hasta morir, de veras

en entrambas fortunas sus banderas.

Luego Caupolicano, resoluto,

habló con Pran, soldado artificioso,

simple en la muestra, en el aspecto bruto,

pero agudo, sutil y cauteloso,

prevenido, sagaz, mañoso, astuto,

falso, disimulado, malicioso,

lenguaz, ladino, prático, discreto,

cauto, pronto, solícito y secreto.

El cual en puridad bien instruido

en lo que el arduo caso requería,

de pobre ropa y parecer vestido,

del presidio español tomó la vía;

y fingiendo ser indio forajido

se entró por la cristiana ranchería

entre los indios mozos de servicio,

dando en la simple muestra de ello indicio.

Debajo de la cual miraba atento

sin mostrar atención, lo que pasaba,

y con disimulado advertimiento

los ocultos designios penetraba;

tal vez entrando en el guardado asiento,

en la figura rústica, notaba

la gente, armas, el orden, sitio y traza,

lo más fuerte y lo flaco de la plaza.

Por otra parte oyendo y preguntando

a las personas menos recatadas,

iba mañosamente escudriñando

los secretos y cosas reservadas;

y aquí y allí los ánimos tentando

buscaba con razones disfrazadas,

vaso capaz y suficiente seno

donde vaciar pudiese el pecho lleno.

Tentando, pues, los vados y el camino

por donde el trato fuese más cubierto,

de tiento en tiento y lance en lance, vino

a dar consigo en peligroso puerto;

que, engañado de un bárbaro ladino,

Andresillo llamado, de concierto

salieron juntos a robar comida,

cosa a los yanaconas permitida.

Y con dobles y equívocas razones,

que Pran a su propósito traía,

vino el otro a decir las vejaciones

que el araucano estado padecía,

los insultos, agravios, sinrazones,

las muertes, robos, fuerza y tiranía,

trayendo a la memoria lastimada

el bien perdido y libertad pasada.

Visto el crédulo Pran que había salido

tan presto el falso amigo a la parada

hallando voluntad y grato oído

y el tiempo y la ocasión aparejada,

de la engañosa muestra persuadido,

el disfrace y la máscara quitada,

abrió el secreto pecho y echó fuera

la encubierta intención de esta manera.

Diciéndole: «Si sientes, ¡oh soldado!,

la pérdida de Arauco lamentable

y el infelice término y estado

de nuestra opresa patria miserable,

hoy la Fortuna y poderoso hado

mostrándonos el rostro favorable,

ponen sólo en tu mano libremente

la vida y salvación de tanta gente.

»Que el gran Caupolicano que en la tierra

nunca ha sufrido igual ni competencia

y en paz ociosa y en sangrienta guerra

tiene el primer lugar y la obediencia,

quiere, viendo el valor que en ti se encierra,

tu industria grande y grande suficiencia,

fiar en ocasión tan oportuna

el estado común de tu fortuna.

»Y que a ti, como causa, se atribuya

el principio y el fin de tan gran hecho,

siendo toda la gloria y honra tuya,

tuya la autoridad, tuyo el provecho;

sola una cosa quiere que sea suya,

con la cual queda ufano y satisfecho,

que es haber elegido tal sujeto

para tan grande y importante victoria.

»Pues a ti libremente cometido

puede suceso próspero esperarse

y a tu dichosa y buena suerte asido

quiere llevado de ella aventurarse;

y así en figura humilde travestido,

porque de mí no puedan recatarse,

vengo cual ves, para que de este modo,

te dé yo parte de ello y seas el todo.

»Haciéndote saber cómo querría

(si no es de algún oculto inconveniente)

dar el asalto al fuerte a medio día,

con furia grande y número de gente,

por haberle avisado cierta espía

que en aquella sazón seguramente

descansan en sus lechos los soldados

de la molesta noche trabajados.

»Y sin recato la ferrada puerta

(no siendo a nadie entonces reservada)

franca, de par en par siempre está abierta

y la gente durmiendo descuidada;

la cual, de salto fácilmente muerta

y la plaza después desmantelada,

en la región antártica no queda

quien resistir nuestra pujanza pueda.

»Así que de tu ayuda confiado

que todo se lo allana y asegura,

cerca de aquí tres leguas ha llegado,

cubierto de la noche y sombra oscura;

adonde, de su ejército apartado

debajo de palabra y fe segura,

quiere comunicar sólo contigo

lo que sumariamente aquí te digo.

»Ensancha, ensancha el pecho, que si quieres

gozar de esta ventura prometida,

demás del grande honor que consiguieres

siendo por ti la patria redimida,

sólo a ti deberás lo que tuvieres

y a ti te deberán todos la vida,

siendo siempre de nos reconocido

haberla de tu mano recebido.

»Mira, pues, lo que de esto te parece,

conoce el tiempo y la ocasión dichosa,

no seas ingrato al cielo que te ofrece

por sólo que la aceptes tan gran cosa;

da la mano a tu patria, que perece

en dura servidumbre vergonzosa,

y pide aquello que pedir se puede

que todo desde aquí, se te concede».

Dio fin con esto a su razón, atento

al semblante del indio sosegado,

que sin alteración y movimiento

hasta acabar la plática había estado;

el cual con rostro y parecer contento,

aunque con pecho y ánimo doblado,

a las ofertas y razón propuesta,

dio sin más detenerse esta respuesta:

«Quién pudiera aquí dar bastante indicio

de mi intrínseco gozo y alegría

de ver que esté en mi mano el beneficio

de la cara y amada patria mía,

que ni riqueza, honor, cargo ni oficio,

ni el gobierno del mundo y monarquía

podrán tanto conmigo en este hecho,

cuanto el común y general provecho.

»Que sufrir no se puede la insolencia

de esta ambiciosa gente desfrenada,

ni el disoluto imperio y la violencia

con que la libertad tiene usurpada;

por lo cual la Divina Providencia

tiene ya la sentencia declarada

y el ejemplar castigo merecido

al araucano brazo cometido.

»Vuelve a Caupolicán y de mi parte

mi pronta voluntad le ofrece cierta,

que, cuanto en esto quieras alargarte

te sacaré yo a salvo de la oferta;

y mañana, sin duda, por la parte

de la inculta marina más desierta,

seré con él, do trataremos largo

de esto que desde aquí tomo a mi cargo.

»Por la sospecha que nacer podría,

será bien que los dos nos apartemos

y deshecha por hoy la compañía

adonde nos aguardan arribemos;

que mañana de espacio a medio día,

con mayor libertad nos hablaremos,

y de mí quedarás más satisfecho;

adiós, que es tarde; adiós, que es largo el trecho».

Así, luego partieron el camino,

llevándole diverso y diferente,

que el uno al araucano campo vino

y el otro a donde estaba nuestra gente,

el cual con gozo y ánimo malino,

hablando al capitán secretamente,

le dijo punto a punto todo cuanto

oirá quien escuchare el otro canto.