CANTO III

Valdivia con pocos españoles y algunos indios amigos camina a la casa de Tucapel para hacer el castigo. Mátanle los araucanos a los corredores en el camino en un paso estrecho y danle después la batalla, en la cual fue muerto él y toda su gente por el gran esfuerzo y valentía de Lautaro.

H incurable mal! ¡Oh gran fatiga,

con tanta diligencia alimentada,

vicio común y pegajosa liga,

voluntad sin razón desenfrenada,

del provecho y bien público enemiga;

sedienta bestia, hidrópica, hinchada,

principio y fin de todos nuestros males!

¡Oh insaciable codicia de mortales!

No en el pomposo estado a los señores

contentos en el alto asiento vemos,

ni a pobrecillos bajos labradores,

libres de esta dolencia conocemos;

ni el deseo y ambición de ser mayores

que tenga fin y límites sabemos:

el fausto, la riqueza y el estado

hincha, pero no harta, al más templado.

A Valdivia mirad, de pobre infante

si era poco el estado que tenía,

cincuenta mil vasallos que delante

le ofrecen doce marcos de oro al día:

esto y aún mucho más no era bastante,

y así la hambre allí lo detenía;

codicia fue ocasión de tanta guerra

y perdición total de aquesta tierra.

Ésta fue quien halló los apartados

indios de las antárticas regiones;

por ésta eran sin orden trabajados

con dura imposición y vejaciones:

pero rotas las cinchas, de apretados,

buscaron, modo y nuevas invenciones

de libertad, con áspera venganza,

levantando el trabajo la esperanza.

¡Cuán cierto es, cómo claro conocemos,

que al doliente en salud consejos damos,

y aprovecharnos de ellos no sabemos,

pero de predicarles nos preciamos!

Cuando en la sosegada paz nos vemos,

¡qué bien la dura guerra platicamos!

¡Qué bien damos consejos y razones

lejos de los peligros y ocasiones!

¡Cómo de los que yerran abominan

los que están libres en seguro puerto!

¡Qué bien de allí las cosas encaminan

y dan en todo un medio y buen concierto!

¡Con qué facilidad se determinan

visto el suceso y daño descubierto!

Dios sabe aquel que la derecha vía,

metido en la ocasión, acertaría.

Valdivia iba siguiendo su jornada,

y el duro disponer del hado duro,

no con la furia y prisa acostumbrada,

présago y con temor del mal futuro:

sospechoso de bárbara emboscada,

por hacer el camino más seguro,

echó algunos delante para prueba,

pero jamás volvieron con la nueva.

Viendo los nuestros ya que al plazo puesto

los tardos corredores no volvían,

unos juzgan el daño manifiesto,

otros impedimentos les ponían;

hubo consejo y parecer sobre esto;

al cabo, en caminar se resolvían,

ofreciéndose todos a una suerte,

un mismo caso y a una misma muerte.

Aunque el temor allí tras esto vino,

en sus valientes brazos se atrevieron,

y a su próspera suerte y buen destino

el dudoso suceso cometieron:

no dos leguas andadas del camino,

las amigas cabezas conocieron

de los sangrientos cuerpos apartadas,

y en empinados troncos levantadas.

No el horrendo espectáculo presente

causó en los firmes ánimos mudanza;

antes con ira y cólera impaciente

se encienden más, sedientos de venganza,

y, de rabia incitados nuevamente,

maldicen y murmuran la tardanza:

sólo Valdivia calla y teme el punto,

pero rompió el silencio y pena junto,

diciendo: «¡Oh compañeros, do se encierra

todo esfuerzo, valor y entendimiento!

Ya veis la desvergüenza de la tierra,

que en nuestro daño da bandera al viento;

veis quebrada la fe, rota la guerra,

los pactos van del todo en rompimiento;

siento la áspera trompa en el oído,

y veo un fuego diabólico encendido.

»Bien conocéis la fuerza del Estado,

con tanto daño nuestro autorizada;

mirad lo que Fortuna os ha ayudado,

guiando con su mano vuestra espada;

el trabajo y la sangre que ha costado,

que de ella está la tierra alimentada,

y pues tenemos tiempo y aparejo,

será bueno tomar nuevo consejo.

»Quien éstos son tendréis en la memoria,

pues hay tanta razón de conocellos,

que si de ellos no hubiésemos victoria

y en campo no pudiésemos vencellos,

será tal su arrogancia y vanagloria,

que el mundo no podrá después con ellos;

dudoso estoy, no sé, no sé qué haga

que a nuestro honor y causa satisfaga».

La poca edad y menos experiencia

de los mozos livianos que allí había,

descubrió con la usada inadvertencia

a tal tiempo no su necia valentía,

diciendo: «¡Oh capitán, danos licencia,

que solos diez, sin otra Compañía

el bando asolaremos araucano

y haremos el camino y paso llano!

»Lo que jamás hicimos en estrecho,

no es bien por nuestro honor que lo hagamos,

pues es cierto, que cuanto habemos hecho,

volviendo atrás un paso, lo manchamos:

mostremos al peligro osado pecho,

que en él está la gloria que buscamos».

Valdivia, de la réplica sentido,

enmudeció de rabia y de corrido.

¡Oh Valdivia, varón acreditado

cuánto la verde plática sentiste!

No solías tú temer como soldado,

mas de buen capitán ahora temiste;

vas a precisa muerte condenado

que, como diestro y sabio, lo entendiste;

pero quieres perder antes la vida,

que sea en ti una flaqueza conocida.

En esto a caso llega un indio amigo,

y a sus pies, en voz alta, arrodillado,

le dice: «¡Oh capitán, mira que digo

que no pases el término vedado:

veinte mil conjurados, yo testigo,

en Tucapel te esperan, protestado

de pasar sin temor la muerte honrosa

antes que vivir vida vergonzosa!»

Alguna turbación dio de repente

lo que el amigo bárbaro propuso,

discurre un miedo helado por la gente,

la triste muerte en medio se les puso;

pero el gobernador, osadamente,

que también hasta allí estaba confuso,

les dice: «Caballeros, ¿qué dudamos?

¿Sin ver los enemigos nos turbamos?».

Al caballo con ánimo hiriendo,

sin más les persuadir, rompe la vía;

de los miembros el miedo sacudiendo,

le sigue la esforzada compañía;

y, en breve espacio, el valle descubriendo

de Tucapel, bien lejos parecía

el muro, antes vistoso levantado,

por los anchos cimientos asolado.

Valdivia aquí paró, y dijo: «¡Oh constante

española nación de confianza,

por tierra está el castillo tan pujante,

que en él sólo estribaba mi esperanza!

El pérfido enemigo veis delante,

ya os amenaza la contraria lanza;

en esto más no tengo que avisaros,

pues sólo el pelear puede salvaros».

Estaba, como digo, así hablando,

que aún no acababa bien estas razones,

cuando por todas partes rodeando

los iban con espesos escuadrones,

las astas de anchos hierros blandeando,

gritando: «Engañadores y ladrones,

las tierras dejaréis hoy con la vida,

pagándonos la deuda tan debida».

Viendo Valdivia serle ya forzoso

que la fuerza y fortuna se probase,

mandó que al escuadrón menos copioso

y más vecino, a fin que no cerrase,

saliese Bobadilla, el cual furioso,

sin que Valdivia más le amonestase,

con poca gente y con esfuerzo grande,

asalta el escuadrón de Mareande.

La piquería del bárbaro calada

a los pocos soldados atendía;

pero al tiempo del golpe levantada,

abriendo un gran portillo, se desvía;

dales sin resistir franca la entrada,

y en medio el escuadrón los recogía,

las hileras abiertas se cerraron,

y dentro a los cristianos sepultaron.

Como el caimán hambriento cuando siente

el escuadrón de peces, que cortando

viene con gran bullicio la corriente,

el agua clara en torno alborotando:

que, abriendo la gran boca cautamente,

recoge allí el pescado, y apretando

las cóncavas quijadas lo deshace,

y al insaciable vientre satisface.

Pues de aquella manera recogido

fue el pequeño escuadrón del homicida,

y en un espacio breve consumido,

sin escapar cristiano con la vida.

Ya el araucano ejército movido

por la ronca trompeta obedecida,

con gran estruendo y pasos ordenados,

cerraba sin temor por todos lados.

La escuadra de Mareande, encarnizada,

tendía el paso con más atrevimiento;

viéndola así Valdivia adelantada,

no escarmentado, manda a su sargento,

que, escogiendo la gente más granada,

de sobre ella con recio movimiento;

pero diez españoles solamente

pusieron a la muerte osada frente.

Contra el escuadrón bárbaro importuno

ir se dejan sin miedo a rienda floja,

y en el encuentro de los diez, ninguno

dejó allí de sacar la lanza roja:

desocupó la silla sólo uno,

que con la basca y última congoja,

de la rabiosa muerte el pecho abierto,

sobre la llaga en tierra cayó muerto.

Y los nueve después también cayeron

haciendo tales hechos señalados,

que digna y justamente merecieron

ser de la eterna fama levantados:

hechos pedazos todos diez murieron,

quedando de su muerte antes vengados.

En esto la española trompa oída,

dio la postrer señal de arremetida.

Salen los españoles de tal suerte,

los dientes y las lanzas apretando,

que de cuatro escuadrones, al más fuerte

le van un largo trecho retirando:

hieren, dañan, tropellan, dan la muerte;

piernas, brazos, cabezas cercenando;

los bárbaros, por esto, no se admiran,

antes cobran el campo y los retiran.

Sobre la vida y muerte se contiende,

perdone Dios a aquel que allí cayere,

del un bando y del otro así se ofende,

que de ambas partes mucha gente muere;

bien se estima la plaza se defiende,

volver un paso atrás ninguno quiere,

cubre la roja sangre todo el prado,

tornándole de verde colorado.

Del rigor de las armas homicidas

los templados arneses reteñían,

y las vivas entrañas escondidas

con carniceros golpes descubrían:

cabezas de los cuerpos divididas,

que aún el vital espíritu tenían,

por el sangriento campo iban rodando,

vueltos los ojos ya paladeando.

El enemigo hierro riguroso

todo en color de sangre lo convierte,

siempre el acometer es más furioso;

pero ya el combatir es menos fuerte:

ninguno allí pretende otro reposo

que el último reposo de la muerte;

el más medroso atiende con cuidado

a sólo procurar morir vengado.

La rabia de la muerte y fin presente

crió en los nuestros fuerza tan extraña,

que con deshonra y daño de la gente

pierden los araucanos la campaña;

al fin dan las espaldas claramente,

suenan voces: «¡Victoria! ¡España! ¡España!»

Mas el incontrastable y duro hado

dio un extraño principio a lo ordenado.

Un hijo de un cacique conocido,

que a Valdivia de paje le servía,

acariciado de él y favorido,

en su servicio a la sazón venía;

del amor de su patria conmovido,

viendo que a más andar se retraía,

comienza a grandes voces a animarla,

y con tales razones a incitarla:

»¡Oh ciega gente, del temor guiada!

¿A do volvéis los temerosos pechos?

Que la faena en mil años alcanzada

aquí perece y todos vuestros hechos.

La fuerza pierden hoy, jamás violada,

vuestras leyes, los fueros y derechos;

de señores, de libres, de temidos,

quedáis siervos, sujetos y abatidos.

»Mancháis la clara estirpe y decendencia,

y inferís en el tronco generoso

una incurable plaga, una dolencia,

un deshonor perpetuo, ignominioso;

mirad de los contrarios la impotencia,

la falta del aliento y el fogoso

latir de los caballos, las ijadas

llenas de sangre y de sudor bañadas.

»No os desnudéis del hábito y costumbre

que de nuestros abuelos mantenemos,

ni el araucano nombre de la cumbre

a estado tan infame derribemos:

huid el grave yugo y servidumbre;

al duro hierro osado pecho demos;

¿porqué mostráis espaldas esforzadas

que son de los peligros reservadas?

»Fijad esto que digo en la memoria

que el ciego y torpe miedo os va turbando;

dejad de vos al mundo eterna historia,

vuestra sujeta patria libertando;

volved, no rehuséis tan gran victoria,

que os está el hado próspero llamando;

a lo menos, firmad el pie ligero,

veréis cómo en defensa vuestra muero».

En esto, una nervosa y gruesa lanza

contra Valdivia, su señor, blandía;

dando de sí gran muestra y esperanza,

por más los persuadir, arremetía;

y entre el hierro español así se lanza,

como con gran calor en agua fría

se arroja el ciervo en el caliente estío

para templar el sol con algún frío.

De sólo el primer bote uno atraviesa,

otro apunta por medio del costado,

y aunque la dura lanza era muy gruesa,

salió el hierro sangriento al otro lado;

salta, vuelve, revuelve con gran priesa,

y, barrenando el muslo a otro soldado,

en él la fuerte pica fue rompida,

quedando un grueso trozo en la herida.

Rota la fiera asta, luego afierra

del suelo una pesada y dura maza;

mata, hiere, destronca y echa a tierra,

haciendo en breve espacio larga plaza;

en él se resumió toda la guerra,

cesa el alcance y dan en él la caza;

mas él, aquí y allí, va tan liviano,

que hieren por herirle el aire vano.

¿De quién prueba se oyó tan espantosa,

ni en antigua escritura se ha leído,

que estando de la parte victoriosa

se pase a la contraria del vencido?

¿Y que sólo valor, y no otra cosa,

de un bárbaro muchacho haya podido

arrebatar por fuerza a los cristianos

una tan gran victoria de las manos?

No los dos Publios Decios que las vidas

sacrificaron por la patria amada,

ni Curcio, Horacio, Escévola y Leonidas

dieron muestra de sí tan señalada;

ni aquellos que en las guerras más reñidas

alcanzaron gran fama por la espada,

Furio, Marcelo, Fulvio, Cincinato,

Marco Sergio, Filón, Sceva y Dentato.

Decidme: estos famosos, ¿qué hicieron

que al hecho de este bárbaro igual fuese?

¿Qué empresa, qué batalla acometieron

qué a lo menos en duda no estuviese?

¿A qué riesgo y peligro se pusieron

que la sed del reinar no los moviese?

¿Y de intereses grandes insistidos

que a los tímidos hacen atrevidos?

Muchos emprenden hechos hazañosos

y se ofrecen con ánimo a la muerte,

de fama y vanagloria codiciosos,

que no saben sufrir un golpe fuerte;

mostrándose constantes y animosos

hasta que ven ya declinar su suerte

faltándoles valor y esfuerzo a una,

roto el crédito frágil de fortuna.

Este el decreto y la fatal sentencia,

en contra de su patria declarada,

turbó y redujo a nueva diferencia

y al fin bastó a que fuese revocada;

hizo a Fortuna y Hados resistencia,

forzó su voluntad determinada,

y contrastó el furor del victorioso,

sacando vencedor al temeroso.

Estaba el suelo de armas ocupado

y el desigual combate más revuelto,

cuando Caupolicano, reportado,

a las amigas voces había vuelto;

también habían sus gentes reparado,

con vergonzoso ardor en ira envuelto,

de ver que un solo mozo resistía

a lo que tanta gente no podía.

Cual suele acontecer a los de honrosos

ánimos, de repente inadvertidos,

o cuando en los lugares sospechosos

piensan otros que van desconocidos,

que en pendencias y encuentros peligrosos

huyen; pero si ven que conocidos

fueron de quien los sigue, avergonzados,

vuelven furiosos, del honor forzados,

así los araucanos, revolviendo

contra los vencedores arremeten,

y las rendidas armas esgrimiendo,

a voces de morir todos prometen;

treme[3] y gime la tierra del horrendo

furor con que ambas partes se acometen,

derramando con rabia y fuerza brava

aquella poca sangre que quedaba.

Diego Oro allí derriba a Painaguala,

que de una punta le atraviesa el pecho;

pero Caupolicano le señala,

dejándole gozar poco del hecho;

al sesgo la ferrada maza cala,

aunque el furioso golpe fue al derecho,

pues quedó por de dentro la celada

de los bullentes sesos rociada.

Tras éste, otro tendió desfigurado,

tanto que nunca más fue conocido,

que la armada cabeza y todo el lado

donde el golpe alcanzó quedó molido;

Valdivia con Ongolmo se ha topado,

y hanse el uno y el otro acometido;

hiere Valdivia a Ongolmo en una mano,

haciendo el araucano el golpe en vano.

Pasó recio Valdivia, y va furioso,

que con Ongolmo más no se detiene,

y adonde Leucotón, mozo animoso,

estaba en una gran pendencia, viene,

que contra Juan de Lamas y Reinoso

solo su parte y opinión mantiene;

el cual con su destreza y mucho seso

la guerra sustentaba en igual peso.

Partiose esta batalla porque, cuando

Valdivia llegó adonde combatía,

parte acudió del araucano bando

que en su ayuda y defensa se metía,

fuese el daño y destrozo renovando,

de un cabo y de otro gente concurría,

sube el alto rumor a las estrellas,

sacando de los hierros mil centellas.

Gran rato anduvo en término dudoso

la confusa victoria de esta guerra,

lleno el aire de estruendo sonoroso,

roja de sangre y húmeda la tierra;

quién busca y sólo quiere un fin honroso,

quién a los brazos con el otro cierra,

y por darle más presto cruda muerte,

tienta con el puñal lo menos fuerte.

A Juan de Gudïel no le fue sano

el tenerse en la lucha por maestro,

porque sin tiempo y con esfuerzo vano

cerró con Guaticol, no menos diestro;

y en aquella sazón, Purén, su hermano,

que estaba cerca de él, en el siniestro

lado, le abrió con daga una herida,

por do la muerte entró y salió la vida.

Andrés de Villarroel, ya enflaquecido

por la falta de sangre derramada,

andaba entre los bárbaros metido

procurando la muerte más honrada;

también Juan de las Peñas, mal herido,

rompiendo por la espesa gente armada,

se puso junto a él; y así la suerte

los hizo a un tiempo iguales en la muerte.

Era la diferencia incomparable

del número infïel al bautizado;

es él un escuadrón innumerable,

el otro hasta sesenta numerado.

Ya la incierta Fortuna varïable,

que dudosa hasta entonces había estado,

aprobó la maldad y dio por justa

la causa y opinión hasta allí injusta.

Dos mil amigos bárbaros soldados,

que el bando de Valdivia sustentaban,

en el flechar del arco ejercitados,

el sangriento destrozo acrecentaban;

derramando más sangre, y, esforzados,

en la muerte también acompañaban

a la española gente, no vencida

en cuanto sustentar pudo la vida.

Cuando de aqueste y cuando de aquel canto

mostraba el buen Valdivia esfuerzo y arte,

haciendo por la espada todo cuanto

pudiera hacer el poderoso Marte,

no basta a reparar él solo tanto,

que falta de los suyos la más parte;

los otros, aunque ven su fin tan cierto,

ningún medio pretenden ni concierto.

De dos en dos, de tres en tres cayendo,

iba la desangrada y poca gente,

siempre el ímpetu bárbaro creciendo

con el ya declarado fin presente;

fuese el número flaco resumiendo

en catorce soldados solamente,

que constantes rendir no se quisieron

hasta que al crudo hierro se rindieron.

Sólo quedó Valdivia, acompañado

de un clérigo, que a caso allí venía,

y viendo así su campo destrozado,

el mal remedio y poca compañía,

dijo: «Pues pelear es excusado,

procuremos vivir por otra vía».

Pica en esto el caballo, y a toda prisa,

tras él corriendo el clérigo de misa.

Cual suelen escapar de los monteros

dos grandes jabalís fieros, cerdosos,

seguidos de solícitos rastreros

de la campestre sangre codiciosos,

y salen en su alcance los ligeros

lebreles irlandeses generosos,

con no menor codicia y pies livianos

arrancan tras los míseros cristianos.

Tal tempestad de tiros, Señor, lanzan

cual el turbión que granizando viene,

en fin, a poco trecho, los alcanzan,

que un paso cenagoso los detiene:

los bárbaros sobre ellos se abalanzan,

por valiente el postrero no se detiene;

murió el clérigo luego, y, maltratado,

trujeron a Valdivia ante el senado.

Caupolicán, gozoso en verle vivo

y en el estado y término presente,

con voz de vencedor y gesto altivo

le amenaza y pregunta juntamente.

Valdivia, como mísero cautivo,

responde y pide, humilde y obediente

que no le dé la muerte, y que le jura

dejar libre la tierra, en paz segura.

Cuentan que estuvo de tomar, movido

del contrito Valdivia, aquel consejo;

mas un pariente suyo, empedernido,

a quien él respetaba por ser viejo,

le dice: «Por dar crédito a un rendido,

¿quieres perder el tiempo y aparejo?»

Y, apuntando a Valdivia en el cerebro,

descarga un gran bastón de duro enebro.

Como el dañoso toro, que apremiado

con fuerte amarra al palo, está bramando

de la tímida gente rodeado,

que con admiración le está mirando;

y el diestro carnicero ejercitado,

el grave y duro mazo levantando,

recio al cogote cóncavo desciende,

y, muerto, estremeciéndose le tiende;

así el determinado viejo cano

que a Valdivia escuchaba con mal ceño,

ayudándose de una y otra mano,

en alto levantó el ferrado leño;

no hizo el crudo viejo golpe en vano,

que a Valdivia entregó al eterno sueño,

y, en el suelo, con súbita caida,

estremeciendo el cuerpo dio la vida.

Llamábase este bárbaro Leocato,

y el gran Caupolicán, de ello enojado,

quiso emendar el libre desacato,

pero fue del ejército rogado;

salió el viejo de aquello al fin barato,

y el destrozo del todo fue acabado:

que no escapó cristiano de esta prueba

para poder llevar la triste nueva.

Dos bárbaros quedaron con la vida

solos de los tres mil; que, como vieron

la gente nuestra rota y de vencida,

en un jaral espeso se escondieron:

de allí vieron el fin de la reñida

guerra y, puestos en salvo, lo dijeron:

que como las estrellas se mostraron,

sin ser de nadie vistos se escaparon.

La oscura noche en esto se subía

a más andar a la mitad del cielo,

y con la alas lóbregas cubría

el orbe y redondez del ancho suelo,

cuando la vencedora compañía,

arrimadas las armas sin recelo,

danzas en anchos cercos ordenaban,

donde la gran victoria celebraban.

Fue la nueva en un punto discurriendo

por todo el araucano regimiento,

y antes que el sol se fuese descubriendo,

el campo se cubrió de bastimento:

gran multitud de gente concurriendo,

se forma un general ayuntamiento

de mozos, viejos, niños y mujeres,

partícipes en todos los placeres.

Cuando la luz las aves anunciaban

y alegres sus cantares repetían,

un sitio de altos árboles cercaban

que una espaciosa plaza contenían;

y en ellos las cabezas empalaban

que de españoles cuerpos dividían:

los troncos, de su rama despojados,

eran de los despojos adornados.

Y dentro de aquel círculo y asiento,

cercado de una amena y gran floresta,

en memoria y honor del vencimiento,

celebran de beber la alegre fiesta;

el vino así aumentó el atrevimiento,

que España en gran peligro estaba puesta;

pues que promete el mínimo soldado

de no dejar cimiento levantado.

Era allí la opinión generalmente

que sin tardar, doblando las jornadas,

partiese un grueso número de gente

a dar en las ciudades descuidadas,

que, tomadas de salto y de repente,

serían con sólo el miedo arruïnadas,

y la patria en su honor restituida

no dejando cristiano con la vida.

Y dado orden bastante y esto hecho,

para acabar de ejecutar su saña,

con gran poder y ejército de hecho,

querían pasar la vuelta de la España,

pensándola en poner en tanto estrecho,

por fuerza de armas, puestos en campaña,

que fuesen cultivadas las iberas

tierras de las naciones extranjeras.

El hijo de Leocano bien entiende

el vano intento, y quiere desvïarlo,

que, como diestro y sabio, otro pretende,

y por mejor camino enderezarlo;

el tiempo espera y la sazón atiende

que estén mejor dispuestos a tratarlo:

la fiesta era acabada y borrachera,

cuando a todos los habla en tal manera:

«Menos que vos, señores, no pretendo

la dulce libertad tan estimada,

ni que sea nuestra patria yo defiendo

en el sublime trono restaurada;

mas hase de atender a que, pudiendo

ganar, no se aventure a perder nada;

y así, con este celo y fin, procuro

no poner en peligro lo seguro.

»Tomad con discreción los pareceres

que van a la razón más arrimados,

pues cobrar vuestros hijos y mujeres

está en ir los principios acertados,

vuestra fama, el honor, tierra y haberes

a punto están de ser recuperados,

que el tiempo, que es el padre del consejo,

en las manos nos pone el aparejo.

»A Valdivia y los suyos habéis muerto,

y una importante plaza destruido;

venir a la venganza será cierto

luego que en las ciudades sea sabido;

demos al enemigo el paso abierto,

esto asegura más nuestro partido;

vengan, vengan con furia, a rienda suelta,

que difícil será después la vuelta.

»La victoria tenemos en las manos,

y pasos en la tierra mil seguros

de ciénegas, lagunas y pantanos,

espesos montes, ásperos y duros;

mejor pelean aquí los araucanos;

españoles, mejor dentro, de sus muros:

cualquier hombre, en su casa acometido,

es más sabio, más fuerte y atrevido.

»Esto os vengo a decir, porque se entienda

cuanto con más seguro acertaremos,

para poder tomar la justa emienda,

que en sitios escogidos esperemos,

donde no habrá en el mundo quien defienda

la razón y derecho que tenemos;

cuando temor tuviesen de buscarnos,

a sus casas iremos a alojarnos».

Con atención de todos escuchada

fue la oración que el general hacía,

siendo de los más de ellos aprobada

por ver que a su remedio convenía;

la gente ya del todo sosegada,

Caupolicán al joven se volvía

por quien fue la victoria, ya perdida,

con milagrosa prueba conseguida.

Por darle más favor le tenía asido

con la siniestra de la diestra mano,

diciéndole: «¡Oh varón, que has extendido

el claro nombre y límite araucano!,

por ti ha sido el Estado redimido,

tú lo sacaste del poder tirano,

a ti solo se debe esta victoria,

digna de premio y de inmortal memoria.

»Y, señores, pues es tan manifiesto

(esto dijo volviéndose al senado)

el punto en que Lautaro nos ha puesto,

(que así el valiente mozo era llamado),

yo, por remuneralle en algo de esto,

con vuestra autoridad que me habéis dado,

por paga, aunque a tal deuda insuficiente,

le hago capitán y mi teniente.

»Con la gente de guerra que escogiere,

pues que ya de sus obras sois testigos,

en el sitio que más le pareciere

se ponga a recebir los enemigos,

adonde, hasta que vengan, los espere;

porque yo, con la resta y mis amigos,

ocuparé la entrada de Elicura,

aguardando la misma coyuntura».

Del grato mozo el cargo fue aceptado

con el favor que el general le daba;

aprobolo el común aficionado,

si a alguno le pesó, no lo mostraba;

y por el orden y uso acostumbrado,

el gran Caupolicán le trasquilaba,

dejándole el copete en trenza largo,

insignia verdadera de aquel cargo.

Fue Lautaro industrioso, sabio, presto,

de gran consejo, término y cordura,

manso de condición y hermoso gesto,

ni grande ni pequeño de estatura;

el ánimo en las cosas grandes puesto,

de fuerte trabazón y compostura,

duros los miembros, recios y nerviosos,

anchas espaldas, pechos espaciosos.

Por él las fiestas fueron alargadas,

ejercitando siempre nuevos juegos

de saltos, luchas, pruebas nunca usadas,

danzas de noche en torno de los fuegos:

había precios y joyas señaladas,

que nunca los troyanos ni los griegos,

cuando los juegos más continuaron,

tan ricas y estimadas las sacaron.

Llegó a Caupolicá, estando en esto

un bárbaro turbado, sin aliento,

perdida la color, mudado el gesto,

cubierto de sudor y polvoriento,

diciéndole: «Señor, socorre presto,

tu campo es roto y cierto el perdimiento,

que la gente que estaba en la emboscada

es muerta la más de ella y destrozada.

»Por tierra de Elicura son bajados

catorce valentísimos guerreros,

de corazas finísimas armados,

sobre caballos prestos y ligeros;

por estos solos son desbaratados

dos escuadrones tuyos de piqueros,

y, visto el grande estrago, al improviso,

partí corriendo a darte de ello aviso».

Caupolicán, con muestra no alterada,

hizo que del temor se asegurase,

diciendo que tan poca gente armada

al cabo era imposible que escapase;

y, con la diligencia acostumbrada,

mandó al nuevo teniente que guiase

con la más presta gente por la vía,

que luego con el resto le seguía.

Lautaro, en lo aceptar no perezoso,

escogiendo una escuadra suficiente,

marcha con toda priesa, codicioso

de ganar opinión entre la gente.

Mas de Marte el estruendo sonoroso

me llama, que me tardo injustamente:

de los catorce es tiempo que se trate,

y del sangriento y áspero combate.

Extiéndase su fama y sea notoria,

pues que tanto su espada resplandece,

y de ellos se eternice la memoria

si valor en las armas lo merece:

testimonio dará de ello la Historia;

pero acabar el canto me parece,

que a decir tan gran cosa no me atrevo,

si no es con nuevo aliento y canto nuevo.