CANTO XXIX

Entran los araucanos en nuevo consejo; tratan de quemar sus haciendas; Pide Tucapel que se cumpla el campo que tiene aplazado con Rengo; combaten los dos en estacada brava y animosamente.

H, cuánta fuerza tiene, oh, cuánto incita

el amor de la patria! Pues hallamos

que en razón nos obliga y necesita

a que todo por él lo pospongamos;

cualquier peligro y muerte facilita,

al padre, al hijo, a la mujer dejamos

cuando en trabajo nuestra patria vemos,

y como a más parienta la acorremos.

Buen testimonio de esto nos han sido

las hazañas de antiguos señaladas,

que por la cara patria han convertido

en sus mismas entrañas las espadas;

y su gloriosa fama han extendido

las plumas de escritores celebradas;

Mario, Casio, Filón, Codro Ateniense,

Régulo, Agesilao y el Uticense.

Entrar, pues, en el número merece

esta araucana gente, que con tanta

muestra de su valor y ánimo ofrece

por la patria al cuchillo la garganta;

y en el firme propósito parece

que ni rigor de hado, y toda cuanta

fuerza pone en sus golpes la Fortuna,

en los ánimos hace mella alguna.

Que habiendo en sólo tres meses perdido

cuatro grandes batallas de importancia,

no con ánimo triste ni abatido,

mas con valor grandísimo y constancia,

estaban, como atrás habéis oído,

en consejo de guerra, haciendo instancia

en darnos otro asalto, mas la mano

tomó, diciendo así Caupolicano:

«Conviene ¡oh gran senado religioso!,

que vencer o morir determinemos,

y en sólo nuestro brazo valeroso

como último remedio confiemos;

las casas, ropa y mueble infrutuoso,

que al descanso nos llaman, abrasemos,

que, habiendo de morir, todo nos sobra

y todo con vencer después se cobra.

»Es necesario y justo que se entienda

la grande utilidad que de esto viene,

que no es bien que haya asiento en la hacienda

cuando el honor aún su lugar no tiene;

ni es razón que soldado alguno atienda

a más de aquello que a vencer conviene,

ni entibie las ardientes voluntades

el amor de las casas y heredades.

»Así que en esta guerra tan reñida

quien pretende descanso, como digo,

piense que no hay más honra, hacienda y vida

de aquella que quitare al enemigo;

que la virtud del brazo conocida

será el rescate y verdadero amigo,

pues no ha de haber partido ni concierto,

sino sólo matar o quedar muerto».

Oído allí por los caciques esto,

muchos suspensos sin hablar quedaron,

y algunos de ellos con turbado gesto,

enarcando las cejas, se miraron;

pero, rompiendo aquel silencio puesto,

sobre ello un rato dieron y tomaron,

hallando en su favor tantas razones

que se llevó tras sí las opiniones.

Así el valiente Ongolmo, no esperando

que otro en tal ocasión le precediese,

aprueba a voces la demanda, instando

en que por obra luego se pusiese;

siguió este parecer Purén, jurando

de no entrar en poblado hasta que viese

sin medio, ni concierto, a fuerza pura,

su patria en libertad y paz segura.

Lincoya y Caniomangue, pues, no fueron

en jurar el decreto perezosos,

que aún más de lo posible prometieron,

según eran gallardos y animosos;

también Rengo y Gualemo se ofrecieron,

y los demás caciques orgullosos,

Talcaguán, Lemolemo y Orompello,

hasta el buen Colocolo vino en ello.

Resueltos, pues, en esto y decretado,

según que aquí lo habemos referido,

Tucapelo, que a todo había callado

con gran sosiego y con atento oído,

después del alboroto sosegado

y aquel arduo negocio difinido,

puesto en pie, levantó la voz ardiente,

que jamás hablar pudo blandamente.

Diciendo: «Capitanes, yo el primero

en lo que el general propone vengo,

por parecerme justo, y así quiero

que se abrase y asuele cuanto tengo;

en lo demás, al brazo me refiero,

que, si un mes en su fuerza le sostengo,

pienso escoger después a mi contento

el mayor y mejor repartimiento.

»Y si algún miserable no concede

lo que tan justamente le es pedido,

por enemigo de la patria quede

y del militar orden excluido;

que ya por nuestra parte no se puede

venir a ningún medio ni partido,

sin dejar de perder, pues la contienda

es sobre nuestra libertad y hacienda.

»Así que, yo también determinado

de seguir vuestros votos y opiniones,

aunque parece en tiempo tan turbado

que muevo nuevas causas y cuestiones,

del natural honor estimulado

y por otras legítimas razones,

no puedo ya dejar por ningún arte

de echar del todo un gran negocio aparte.

»Ya tendréis en memoria el desafío

que Rengo y yo tenemos aplazado;

asimismo el que tuve con su tío,

que quiso más morir desesperado;

viendo el gran deshonor y agravio mío,

y cuánto a mi pesar se ha dilatado,

quiero, sin esperar a más rodeo,

cumplir la obligación y mi deseo.

»Que asaz gloria y honor Rengo ha ganado

entre todas las gentes, pues se trata

que conmigo ha de entrar en estacado,

y así vanaglorioso lo dilata;

mas yo, de tanta dilación cansado,

pues que cada ocasión lo desbarata,

pido que nuestro campo se fenezca,

que no es bien que mi crédito padezca.

»Pues ya Peteguelén, astutamente,

con aparencia de ánimo engañosa,

a morir se arrojó entre tanta gente,

por parecerle muerte más piadosa;

y así se me escapó mañosamente,

que fue puro temor y no otra cosa;

pues si ambición de gloria le moviera,

de mi brazo la muerte pretendiera.

»También Rengo, de industria cauteloso,

anda en los enemigos muy metido,

buscando algún estorbo o modo honroso

que le excuse cumplir lo prometido;

y debajo de muestra de animoso

procura de quedar manco o tullido,

y para combatir no habilitado,

glorioso con me haber desafiado».

Así hablaba el bárbaro arrogante,

cuando el airado Rengo, echando fuego,

sin guardar atención, se hizo adelante,

diciendo: «La batalla quiero luego,

qui ni tu muestra y fanfarrón semblante

me puede a mí causar desasosiego;

las armas lo dirán, y no razones

que son de jactanciosos baladrones».

Arremetiera Tucapel, si en esto

Caupolicán, que a tiempo se previno,

con presta diligencia en medio puesto,

la voz no le atajara y el camino;

y con severa muestra y grave gesto

reprehendiendo el loco desatino,

por rematar entre ellos la porfía,

concedió a Tucapel lo que pedía.

Pues el campo y el plazo señalado,

que fue para de aquél en cuatro días,

nacieron en el pueblo alborozado

sobre el dudoso fin muchas porfías:

quién apostaba ropa, quién ganado,

quién tierras de labor, quién granjerías;

algunos, que ganar no deseaban,

las usadas mujeres apostaban.

Cercaron una plaza de tablones

en un exento y descubierto llano,

donde los dos indómitos varones

armados combatiesen mano a mano;

publicando en pregón las condiciones

por el estilo y término araucano,

para que a todos manifiesto fuese

y ninguno ignorancia pretendiese.

Llegado el plazo, al despuntar del día

con gran gozo de muchos esperado,

luego la bulliciosa compañía

comenzó a rodear el estacado.

Era tal el aprieto que no había

árbol, pared, ventana ni tejado

de donde descubrirse algo pudiese,

que cubierto de gente no estuviese.

El sol, algo encendido y perezoso

apenas del Oriente había salido,

cuando por una parte el animoso

Tucapel asomó con gran ruïdo;

por otra, pues, no menos orgulloso,

al mismo tiempo aparecer se vido

el fantástico Rengo muy gallardo,

ambos con fiera muestra y paso tardo.

Las robustas personas adornadas

de fuertes petos dobles relevados,

escarcelas, brazales y celadas,

hasta al empeine de los pies armados;

mazas cortas de acero barreadas,

gruesos escudos de metal herrados,

y al lado izquierdo cada cual ceñido

un corvo y ancho alfanje guarnecido.

Tenía, señor, la plaza a cada parte

puertas como palenque de torneo,

por las cuales el uno y otro Marte

entran en ancho círculo y rodeo.

Después que con vistoso y gentil arte

su término acabaron y paseo,

airoso cada cual quedó a su lado

dentro de la gran plaza y estacado.

Hecho por los padrinos el oficio

cual se requiere en actos semejantes,

quitando todo escrúpulo e indicio

de ventaja y cautelas importantes,

cesó luego el estrépito y bullicio

en todos los atentos circunstantes,

oyendo el son de la trompeta en esto,

que robó la color de más de un gesto.

Luego los dos famosos combatientes,

que la tarda señal sólo atendían,

con bizarros y airosos continentes

en paso igual a combatir movían;

y descargando a un tiempo los valientes

brazos, de tales golpes se herían

que estuvo cada cual por una pieza[94]

sobre el pecho inclinada la cabeza.

Redoblan los segundos, de manera

que aunque fueron pesados los primeros

si tal reparo y prevención no hubiera,

no llegara el combate a los terceros.

¿Quién por estilo igual decir pudiera

el furor de estos bárbaros guerreros,

viendo el valor del mundo en ellos junto,

y la encendida cólera en su punto?

Fue de tal golpe Tucapel cargado

sobre el escudo en medio de la frente,

que quedó por un rato embelesado,

suspensos los sentidos y la mente;

llegó Rengo con otro apresurado,

pero salió el efecto diferente,

que el estruendo del golpe y dolor fiero

le despertó del sueño del primero.

Serpiente no se vio tan venenoso

defendiendo a los hijos en su nido,

como el airado bárbaro furioso

más del honor que del dolor sentido;

así, fuera de término, rabioso,

de soberbia diabólica movido,

sobre el gallardo Rengo fue en un punto,

descargando la rabia y maza junto.

Saliole al fiero Rengo favorable

aquel furor y acelerado brío,

que la ferrada maza irreparable

el grueso extremo descargó en vacío;

fue el golpe, aunque furioso, tolerable,

quitándole la fuerza el desvarío,

que, a cogerle de lleno, yo creyera,

que con él el combate feneciera.

Mas aunque fue al soslayo, el araucano

se fue un poco al través desvaneciendo,

al fin puso en el suelo la una mano,

sostener la gran carga no pudiendo;

pero, viendo el peligro no liviano

sobre el fuerte contrario, revolviendo

con su desenvoltura y maza presta

le vuelve aún más pesada la respuesta.

Era cosa admirable la fiereza

de los dos en valor al mundo raros,

la providencia, el arte, la destreza,

las entradas, heridas y reparos;

tanto, que temo ya de mi torpeza

no poder por sus términos contaros

la más reñida y singular batalla

que en relación de bárbaros se halla.

Así el fiero combate igual andaba,

y el golpear de un lado y de otro espesó,

que el más templado golpe no dejaba

de magullar la carne o romper hueso;

el aire cerca y lejos retumbaba

lleno de estruendo y de un aliento grueso,

que era tanto el rumor y batería,

que un ejército grande parecía.

Dio el fuerte Rengo un golpe a Tucapelo

batiéndole de suerte la celada,

que vio lleno de estrellas todo el suelo

y la cabeza le quedó atronada;

pero en sí vuelto, blasfemando al cielo,

con aquella pujanza aventajada

hirió tan presto a Rengo al desviarse,

que no tuvo lugar de repararse.

Cayó el pesado golpe en descubierto,

cargando a Rengo tanto la cabeza,

que todos le tuvieron ya por muerto

y estuvo adormecido una gran pieza;

mas, del peligro y del dolor despierto

la abollada celada se endereza

y sobre Tucapel furioso aguija

que la maza rompió por la manija.

Mas, viéndole sin maza en esta guerra,

que en dos trozos saltó lejos quebrada,

la suya con desprecio arroja en tierra

poniendo mano a la fornida espada;

en esto Tucapel otra vez cierra

la suya fuera en alto levantada;

mas Rengo, hurtando el cuerpo a la una mano,

hizo que descargase el golpe en vano.

Llegó el cuchillo al suelo, y gran pedazo,

aunque era duro, en él quedó enterrado,

y en este impedimento y embarazo

fue Tucapel herido por un lado,

de suerte que el siniestro guardabrazo

con la carne al través cayó cortado

y procurando segundar no pudo,

que vio calar el gran cuchillo agudo.

Debajo del escudo recogido

Rengo el desaforado golpe espera,

el cual fue en dos pedazos dividido

con la cresta de acero y la mollera;

el bárbaro quedó desvanecido,

y por poco en el suelo se tendiera,

mas, el esfuerzo raro y ardimiento

venció al grave dolor y desatiento.

No por esto medroso se retira,

antes hacer cruda venganza piensa,

y así, lleno de rabia, ardiendo en ira,

acrecentada por la nueva ofensa,

furioso de revés un golpe tira

con la extrema pujanza y fuerza inmensa,

que, a no topar tan fuerte la armadura

le dividiera en dos por la cintura.

Metiose tan adentro que no pudo

salir del enemigo ya vecino,

por lo cual, arrojando el roto escudo,

valerse de los brazos le convino;

Tucapel, que robusto era y membrudo,

al mismo tiempo le salió al camino,

echándole los suyos de manera

que un grueso y duro roble deshiciera.

Pero topó con Rengo, que ninguno

le llevaba ventaja en la braveza,

de diez, de seis, de dos él era el uno

de más agilidad y fortaleza;

llegados a las presas, cada uno,

con viva fuerza y con igual destreza,

tientan y buscan de una y de otra parte

el modo de vencer la industria y arte.

Así que pecho a pecho forcejando,

andaban en furioso movimiento,

tanto los duros brazos anudando,

que apenas recibir pueden aliento;

y al arte nuevas fuerzas ayuntando

aspira cada cual al vencimiento,

procurando por fuerza, como digo,

de poner en el suelo al enemigo.

Era cierto espectáculo espantoso

verlos tan recia y duramente asidos,

llenos de sangre y de un sudor copioso

los rostros, y los ojos encendidos,

el aliento ya grueso y presuroso,

el forcejar, gemir y los ronquidos,

sin descansar un punto en todo el día,

ni haber ventaja alguna o mejoría.

Mas Tucapel, ardiendo en viva saña,

teniéndose por flojo y afrentado,

ara y revuelve toda la campaña

cargando recio de este y de aquel lado;

Rengo, con gran destreza y cauta maña,

recogido en su fuerza y reportado,

su opinión y propósito sostiene

y en igual esperanza se mantiene.

Viendo, pues, al contrario algo metido

le quiso rebatir el pie derecho;

mas Tucapel, a tiempo recogido,

lo suspende de tierra sobre el pecho,

y entre los duros músculos ceñido

le estremece, sacude y tiene estrecho,

tanto, que con el recio apretamiento

no le deja tomar tierra ni aliento.

Creyendo de aquel modo fácilmente

dar fin al hecho y rematar la guerra,

Rengo, que era diestrísimo y valiente,

hizo con fuerza pie, cobrando tierra,

y de rabiosa cólera impaciente,

de un fuerte rodeón se desaferra,

llevándose en las manos apretado

cuanto en la dura presa había agarrado.

Fue Tucapel un rato descompuesto

dando al un lado y otro zancadillas,

y Rengo, de la fuerza que había puesto,

hincó en el suelo entrambas las rodillas;

ambos corrieron a las armas presto,

rajando los escudos en astillas,

con tempestad de golpes presurosos,

más fuertes que al principio y más furiosos.

Estaban los presentes admirados

de aquel duro tesón y valentía,

viéndolos, en mil partes ya llagados

y la sangre que el suelo humedecía;

los arneses y escudos destrozados

y que ningún partido y medio había,

sino sólo quedar el uno muerto,

aunque morir los dos era más cierto.

Dio Rengo a Tucapel una herida

cogiéndole al soslayo la rodela,

que, aunque de gruesos cercos guarnecida

entró como si fuera blanda suela;

no quedó allí la espada detenida,

que gran parte cortó de la escarcela

y un doble zaragüel de nudo grueso

penetrando la carne hasta el hüeso.

No se vio corazón tan sosegado

que no diese en el pecho algún latido,

viendo la horrenda muestra y rostro airado

del impaciente bárbaro ofendido,

que, el roto escudo lejos arrojado,

de un furor infernal ya poseído,

de suerte alzó la espada, que yo os juro

que nadie allí pensó quedar seguro.

¡Guarte[95], Rengo, que baja, guarda, guarda!,

con gran rigor y furia acelerada

el golpe de la mano más gallarda

que jamás gobernó bárbara espada;

mas, quien el fin de este combate aguarda

me perdone si dejo destroncada

la historia en este punto, porque creo

que así me esperará con más deseo.