Entran los araucanos en nuevo consejo; tratan de quemar sus haciendas; Pide Tucapel que se cumpla el campo que tiene aplazado con Rengo; combaten los dos en estacada brava y animosamente.
H, cuánta fuerza tiene, oh, cuánto incita
el amor de la patria! Pues hallamos
que en razón nos obliga y necesita
a que todo por él lo pospongamos;
cualquier peligro y muerte facilita,
al padre, al hijo, a la mujer dejamos
cuando en trabajo nuestra patria vemos,
y como a más parienta la acorremos.
Buen testimonio de esto nos han sido
las hazañas de antiguos señaladas,
que por la cara patria han convertido
en sus mismas entrañas las espadas;
y su gloriosa fama han extendido
las plumas de escritores celebradas;
Mario, Casio, Filón, Codro Ateniense,
Régulo, Agesilao y el Uticense.
Entrar, pues, en el número merece
esta araucana gente, que con tanta
muestra de su valor y ánimo ofrece
por la patria al cuchillo la garganta;
y en el firme propósito parece
que ni rigor de hado, y toda cuanta
fuerza pone en sus golpes la Fortuna,
en los ánimos hace mella alguna.
Que habiendo en sólo tres meses perdido
cuatro grandes batallas de importancia,
no con ánimo triste ni abatido,
mas con valor grandísimo y constancia,
estaban, como atrás habéis oído,
en consejo de guerra, haciendo instancia
en darnos otro asalto, mas la mano
tomó, diciendo así Caupolicano:
«Conviene ¡oh gran senado religioso!,
que vencer o morir determinemos,
y en sólo nuestro brazo valeroso
como último remedio confiemos;
las casas, ropa y mueble infrutuoso,
que al descanso nos llaman, abrasemos,
que, habiendo de morir, todo nos sobra
y todo con vencer después se cobra.
»Es necesario y justo que se entienda
la grande utilidad que de esto viene,
que no es bien que haya asiento en la hacienda
cuando el honor aún su lugar no tiene;
ni es razón que soldado alguno atienda
a más de aquello que a vencer conviene,
ni entibie las ardientes voluntades
el amor de las casas y heredades.
»Así que en esta guerra tan reñida
quien pretende descanso, como digo,
piense que no hay más honra, hacienda y vida
de aquella que quitare al enemigo;
que la virtud del brazo conocida
será el rescate y verdadero amigo,
pues no ha de haber partido ni concierto,
sino sólo matar o quedar muerto».
Oído allí por los caciques esto,
muchos suspensos sin hablar quedaron,
y algunos de ellos con turbado gesto,
enarcando las cejas, se miraron;
pero, rompiendo aquel silencio puesto,
sobre ello un rato dieron y tomaron,
hallando en su favor tantas razones
que se llevó tras sí las opiniones.
Así el valiente Ongolmo, no esperando
que otro en tal ocasión le precediese,
aprueba a voces la demanda, instando
en que por obra luego se pusiese;
siguió este parecer Purén, jurando
de no entrar en poblado hasta que viese
sin medio, ni concierto, a fuerza pura,
su patria en libertad y paz segura.
Lincoya y Caniomangue, pues, no fueron
en jurar el decreto perezosos,
que aún más de lo posible prometieron,
según eran gallardos y animosos;
también Rengo y Gualemo se ofrecieron,
y los demás caciques orgullosos,
Talcaguán, Lemolemo y Orompello,
hasta el buen Colocolo vino en ello.
Resueltos, pues, en esto y decretado,
según que aquí lo habemos referido,
Tucapelo, que a todo había callado
con gran sosiego y con atento oído,
después del alboroto sosegado
y aquel arduo negocio difinido,
puesto en pie, levantó la voz ardiente,
que jamás hablar pudo blandamente.
Diciendo: «Capitanes, yo el primero
en lo que el general propone vengo,
por parecerme justo, y así quiero
que se abrase y asuele cuanto tengo;
en lo demás, al brazo me refiero,
que, si un mes en su fuerza le sostengo,
pienso escoger después a mi contento
el mayor y mejor repartimiento.
»Y si algún miserable no concede
lo que tan justamente le es pedido,
por enemigo de la patria quede
y del militar orden excluido;
que ya por nuestra parte no se puede
venir a ningún medio ni partido,
sin dejar de perder, pues la contienda
es sobre nuestra libertad y hacienda.
»Así que, yo también determinado
de seguir vuestros votos y opiniones,
aunque parece en tiempo tan turbado
que muevo nuevas causas y cuestiones,
del natural honor estimulado
y por otras legítimas razones,
no puedo ya dejar por ningún arte
de echar del todo un gran negocio aparte.
»Ya tendréis en memoria el desafío
que Rengo y yo tenemos aplazado;
asimismo el que tuve con su tío,
que quiso más morir desesperado;
viendo el gran deshonor y agravio mío,
y cuánto a mi pesar se ha dilatado,
quiero, sin esperar a más rodeo,
cumplir la obligación y mi deseo.
»Que asaz gloria y honor Rengo ha ganado
entre todas las gentes, pues se trata
que conmigo ha de entrar en estacado,
y así vanaglorioso lo dilata;
mas yo, de tanta dilación cansado,
pues que cada ocasión lo desbarata,
pido que nuestro campo se fenezca,
que no es bien que mi crédito padezca.
»Pues ya Peteguelén, astutamente,
con aparencia de ánimo engañosa,
a morir se arrojó entre tanta gente,
por parecerle muerte más piadosa;
y así se me escapó mañosamente,
que fue puro temor y no otra cosa;
pues si ambición de gloria le moviera,
de mi brazo la muerte pretendiera.
»También Rengo, de industria cauteloso,
anda en los enemigos muy metido,
buscando algún estorbo o modo honroso
que le excuse cumplir lo prometido;
y debajo de muestra de animoso
procura de quedar manco o tullido,
y para combatir no habilitado,
glorioso con me haber desafiado».
Así hablaba el bárbaro arrogante,
cuando el airado Rengo, echando fuego,
sin guardar atención, se hizo adelante,
diciendo: «La batalla quiero luego,
qui ni tu muestra y fanfarrón semblante
me puede a mí causar desasosiego;
las armas lo dirán, y no razones
que son de jactanciosos baladrones».
Arremetiera Tucapel, si en esto
Caupolicán, que a tiempo se previno,
con presta diligencia en medio puesto,
la voz no le atajara y el camino;
y con severa muestra y grave gesto
reprehendiendo el loco desatino,
por rematar entre ellos la porfía,
concedió a Tucapel lo que pedía.
Pues el campo y el plazo señalado,
que fue para de aquél en cuatro días,
nacieron en el pueblo alborozado
sobre el dudoso fin muchas porfías:
quién apostaba ropa, quién ganado,
quién tierras de labor, quién granjerías;
algunos, que ganar no deseaban,
las usadas mujeres apostaban.
Cercaron una plaza de tablones
en un exento y descubierto llano,
donde los dos indómitos varones
armados combatiesen mano a mano;
publicando en pregón las condiciones
por el estilo y término araucano,
para que a todos manifiesto fuese
y ninguno ignorancia pretendiese.
Llegado el plazo, al despuntar del día
con gran gozo de muchos esperado,
luego la bulliciosa compañía
comenzó a rodear el estacado.
Era tal el aprieto que no había
árbol, pared, ventana ni tejado
de donde descubrirse algo pudiese,
que cubierto de gente no estuviese.
El sol, algo encendido y perezoso
apenas del Oriente había salido,
cuando por una parte el animoso
Tucapel asomó con gran ruïdo;
por otra, pues, no menos orgulloso,
al mismo tiempo aparecer se vido
el fantástico Rengo muy gallardo,
ambos con fiera muestra y paso tardo.
Las robustas personas adornadas
de fuertes petos dobles relevados,
escarcelas, brazales y celadas,
hasta al empeine de los pies armados;
mazas cortas de acero barreadas,
gruesos escudos de metal herrados,
y al lado izquierdo cada cual ceñido
un corvo y ancho alfanje guarnecido.
Tenía, señor, la plaza a cada parte
puertas como palenque de torneo,
por las cuales el uno y otro Marte
entran en ancho círculo y rodeo.
Después que con vistoso y gentil arte
su término acabaron y paseo,
airoso cada cual quedó a su lado
dentro de la gran plaza y estacado.
Hecho por los padrinos el oficio
cual se requiere en actos semejantes,
quitando todo escrúpulo e indicio
de ventaja y cautelas importantes,
cesó luego el estrépito y bullicio
en todos los atentos circunstantes,
oyendo el son de la trompeta en esto,
que robó la color de más de un gesto.
Luego los dos famosos combatientes,
que la tarda señal sólo atendían,
con bizarros y airosos continentes
en paso igual a combatir movían;
y descargando a un tiempo los valientes
brazos, de tales golpes se herían
que estuvo cada cual por una pieza[94]
sobre el pecho inclinada la cabeza.
Redoblan los segundos, de manera
que aunque fueron pesados los primeros
si tal reparo y prevención no hubiera,
no llegara el combate a los terceros.
¿Quién por estilo igual decir pudiera
el furor de estos bárbaros guerreros,
viendo el valor del mundo en ellos junto,
y la encendida cólera en su punto?
Fue de tal golpe Tucapel cargado
sobre el escudo en medio de la frente,
que quedó por un rato embelesado,
suspensos los sentidos y la mente;
llegó Rengo con otro apresurado,
pero salió el efecto diferente,
que el estruendo del golpe y dolor fiero
le despertó del sueño del primero.
Serpiente no se vio tan venenoso
defendiendo a los hijos en su nido,
como el airado bárbaro furioso
más del honor que del dolor sentido;
así, fuera de término, rabioso,
de soberbia diabólica movido,
sobre el gallardo Rengo fue en un punto,
descargando la rabia y maza junto.
Saliole al fiero Rengo favorable
aquel furor y acelerado brío,
que la ferrada maza irreparable
el grueso extremo descargó en vacío;
fue el golpe, aunque furioso, tolerable,
quitándole la fuerza el desvarío,
que, a cogerle de lleno, yo creyera,
que con él el combate feneciera.
Mas aunque fue al soslayo, el araucano
se fue un poco al través desvaneciendo,
al fin puso en el suelo la una mano,
sostener la gran carga no pudiendo;
pero, viendo el peligro no liviano
sobre el fuerte contrario, revolviendo
con su desenvoltura y maza presta
le vuelve aún más pesada la respuesta.
Era cosa admirable la fiereza
de los dos en valor al mundo raros,
la providencia, el arte, la destreza,
las entradas, heridas y reparos;
tanto, que temo ya de mi torpeza
no poder por sus términos contaros
la más reñida y singular batalla
que en relación de bárbaros se halla.
Así el fiero combate igual andaba,
y el golpear de un lado y de otro espesó,
que el más templado golpe no dejaba
de magullar la carne o romper hueso;
el aire cerca y lejos retumbaba
lleno de estruendo y de un aliento grueso,
que era tanto el rumor y batería,
que un ejército grande parecía.
Dio el fuerte Rengo un golpe a Tucapelo
batiéndole de suerte la celada,
que vio lleno de estrellas todo el suelo
y la cabeza le quedó atronada;
pero en sí vuelto, blasfemando al cielo,
con aquella pujanza aventajada
hirió tan presto a Rengo al desviarse,
que no tuvo lugar de repararse.
Cayó el pesado golpe en descubierto,
cargando a Rengo tanto la cabeza,
que todos le tuvieron ya por muerto
y estuvo adormecido una gran pieza;
mas, del peligro y del dolor despierto
la abollada celada se endereza
y sobre Tucapel furioso aguija
que la maza rompió por la manija.
Mas, viéndole sin maza en esta guerra,
que en dos trozos saltó lejos quebrada,
la suya con desprecio arroja en tierra
poniendo mano a la fornida espada;
en esto Tucapel otra vez cierra
la suya fuera en alto levantada;
mas Rengo, hurtando el cuerpo a la una mano,
hizo que descargase el golpe en vano.
Llegó el cuchillo al suelo, y gran pedazo,
aunque era duro, en él quedó enterrado,
y en este impedimento y embarazo
fue Tucapel herido por un lado,
de suerte que el siniestro guardabrazo
con la carne al través cayó cortado
y procurando segundar no pudo,
que vio calar el gran cuchillo agudo.
Debajo del escudo recogido
Rengo el desaforado golpe espera,
el cual fue en dos pedazos dividido
con la cresta de acero y la mollera;
el bárbaro quedó desvanecido,
y por poco en el suelo se tendiera,
mas, el esfuerzo raro y ardimiento
venció al grave dolor y desatiento.
No por esto medroso se retira,
antes hacer cruda venganza piensa,
y así, lleno de rabia, ardiendo en ira,
acrecentada por la nueva ofensa,
furioso de revés un golpe tira
con la extrema pujanza y fuerza inmensa,
que, a no topar tan fuerte la armadura
le dividiera en dos por la cintura.
Metiose tan adentro que no pudo
salir del enemigo ya vecino,
por lo cual, arrojando el roto escudo,
valerse de los brazos le convino;
Tucapel, que robusto era y membrudo,
al mismo tiempo le salió al camino,
echándole los suyos de manera
que un grueso y duro roble deshiciera.
Pero topó con Rengo, que ninguno
le llevaba ventaja en la braveza,
de diez, de seis, de dos él era el uno
de más agilidad y fortaleza;
llegados a las presas, cada uno,
con viva fuerza y con igual destreza,
tientan y buscan de una y de otra parte
el modo de vencer la industria y arte.
Así que pecho a pecho forcejando,
andaban en furioso movimiento,
tanto los duros brazos anudando,
que apenas recibir pueden aliento;
y al arte nuevas fuerzas ayuntando
aspira cada cual al vencimiento,
procurando por fuerza, como digo,
de poner en el suelo al enemigo.
Era cierto espectáculo espantoso
verlos tan recia y duramente asidos,
llenos de sangre y de un sudor copioso
los rostros, y los ojos encendidos,
el aliento ya grueso y presuroso,
el forcejar, gemir y los ronquidos,
sin descansar un punto en todo el día,
ni haber ventaja alguna o mejoría.
Mas Tucapel, ardiendo en viva saña,
teniéndose por flojo y afrentado,
ara y revuelve toda la campaña
cargando recio de este y de aquel lado;
Rengo, con gran destreza y cauta maña,
recogido en su fuerza y reportado,
su opinión y propósito sostiene
y en igual esperanza se mantiene.
Viendo, pues, al contrario algo metido
le quiso rebatir el pie derecho;
mas Tucapel, a tiempo recogido,
lo suspende de tierra sobre el pecho,
y entre los duros músculos ceñido
le estremece, sacude y tiene estrecho,
tanto, que con el recio apretamiento
no le deja tomar tierra ni aliento.
Creyendo de aquel modo fácilmente
dar fin al hecho y rematar la guerra,
Rengo, que era diestrísimo y valiente,
hizo con fuerza pie, cobrando tierra,
y de rabiosa cólera impaciente,
de un fuerte rodeón se desaferra,
llevándose en las manos apretado
cuanto en la dura presa había agarrado.
Fue Tucapel un rato descompuesto
dando al un lado y otro zancadillas,
y Rengo, de la fuerza que había puesto,
hincó en el suelo entrambas las rodillas;
ambos corrieron a las armas presto,
rajando los escudos en astillas,
con tempestad de golpes presurosos,
más fuertes que al principio y más furiosos.
Estaban los presentes admirados
de aquel duro tesón y valentía,
viéndolos, en mil partes ya llagados
y la sangre que el suelo humedecía;
los arneses y escudos destrozados
y que ningún partido y medio había,
sino sólo quedar el uno muerto,
aunque morir los dos era más cierto.
Dio Rengo a Tucapel una herida
cogiéndole al soslayo la rodela,
que, aunque de gruesos cercos guarnecida
entró como si fuera blanda suela;
no quedó allí la espada detenida,
que gran parte cortó de la escarcela
y un doble zaragüel de nudo grueso
penetrando la carne hasta el hüeso.
No se vio corazón tan sosegado
que no diese en el pecho algún latido,
viendo la horrenda muestra y rostro airado
del impaciente bárbaro ofendido,
que, el roto escudo lejos arrojado,
de un furor infernal ya poseído,
de suerte alzó la espada, que yo os juro
que nadie allí pensó quedar seguro.
¡Guarte[95], Rengo, que baja, guarda, guarda!,
con gran rigor y furia acelerada
el golpe de la mano más gallarda
que jamás gobernó bárbara espada;
mas, quien el fin de este combate aguarda
me perdone si dejo destroncada
la historia en este punto, porque creo
que así me esperará con más deseo.