CANTO XXV

Asientan los españoles su campo en Millarapué; llega a desafiarlos un indio de parte de Caupolicán; vienen a la batalla muy reñida y sangrienta; señálanse Tucapel y Rengo; cuéntase también el valor que los españoles mostraron aquel día.

OSA es digna de ser considerada

y no pasar por ella fácilmente,

que gente tan ignota y desviada

de la frecuencia y trato de otra gente,

de innavegables golfos rodeada,

alcance lo que así difícilmente

alcanzaron por curso de la guerra

los más famosos hombres de la tierra.

Dejen de encarecer los escritores

a los que el arte militar hallaron,

ni más celebren ya a los inventores

que el duro acero y el metal forjaron,

pues los últimos indios moradores

del araucano estado así alcanzaron

el orden de la guerra y disciplina,

que podemos tomar de ellos dotrina.

¿Quién les mostró a formar los escuadrones,

representar en orden la batalla,

levantar caballeros y bastiones,

hacer defensas, fosos y muralla,

trincheas, nuevos reparos, invenciones

y cuanto en uso militar se halla?

Que todo es un bastante y claro indicio

del valor de esta gente y ejercicio.

Y sobre todo debe ser loado

el silencio en la guerra y obediencia,

que nunca fue secreto revelado

por dádiva, amenaza ni violencia,

como ya en lo que de ellos he contado

vemos abiertamente la experiencia,

pues por maña jamás ni por espías

de ellos tuvimos nueva en tantos días.

Aunque en los pueblos comarcanos fueron

presas de sobresalto muchas gentes,

que al rigor del tormento resistieron

con gran constancia y firmes continentes;

tanto, que muchas veces nos hicieron

andar en los discursos diferentes,

que pudiera causar notable daño

creciendo su cautela y nuestro engaño.

Pero, como ya dije arriba, estando

apenas nuestro ejército alojado,

vino un gallardo mozo preguntando

do estaba el capitán aposentado,

y a su presencia el bárbaro llegando,

con tono sin respeto levantado,

habiéndose juntado mucha gente,

soltó la voz, diciendo libremente:

«¡Oh capitán cristiano! Si ambicioso

eres de honor con título adquirido,

al oportuno tiempo venturoso

tu próspera fortuna te ha traído;

que el gran Caupolicano, deseoso

de probar tu valor encarecido,

si tal virtud y esfuerzo en ti se halla,

pide de solo a solo la batalla.

»Que siendo de personas informado

que eres mancebo noble, floreciente

en la arte militar ejercitado,

capitán y cabeza de esta gente,

dándote por ventaja de su grado

la elección de las armas, francamente,

sin excepción de condición alguna,

quiere probar tu fuerza y su fortuna.

»Y así, por entender que muestras gana

de encontrar el ejército araucano,

te avisa que al romper de la mañana

se vendrá a presentar en este llano,

do con firmeza de ambas partes llana,

en medio de los campos, mano a mano,

si quieres combatir sobre este hecho,

remitirá a las armas el derecho.

»Con pacto y condición que, si vencieres,

someterá la tierra a tu obediencia,

y de él podrás hacer lo que quisieres

sin usar de respeto ni clemencia;

y cuando tú por él vencido fueres,

libre te dejará en tu preeminencia,

que no quiere otro premio ni otra gloria

sino sólo el honor de la victoria.

»Mira que sólo que esta voz se extienda

consigues nombre y fama de valiente,

y en cuanto el claro sol sus rayos tienda

durará tu memoria entre la gente,

pues al fin se dirá que por contienda

entraste valerosa y dignamente

en campo con el gran Caupolicano,

persona por persona y mano a mano.

»Esto es a lo que vengo, y así pido

te resuelvas en breve a tu albedrío,

si quieres por el término ofrecido

rehusar o aceptar el desafío,

que, aunque el peligro es grande y conocido

de tu altiveza y ánimo confío,

que al fin satisfarás con osadía

a tu estimado honor y al que me envía».

Don García le responde: «Soy contento

de aceptar el combate, y le aseguro

que al plazo puesto y señalado asiento

podrá a su voluntad venir seguro».

El indio, que escuchando estaba atento,

muy alegre le dijo: «Yo te juro

que esta osada respuesta eternamente

te dejará famoso entre la gente».

Con esto, sin pasar más adelante,

las espaldas volvió y tomó la vía,

mostrando por su término arrogante

en la poca opinión que nos tenía;

algunos hubo allí que en el semblante

juzgaron ser mañosa y doble espía,

que iba a reconocer bajo de trato

la gente, alojamiento y aparato.

Venida, pues, la noche, los soldados

en orden de batalla nos pusimos,

y a las derechas picas arrimados

contando las estrellas estuvimos

del sueño y graves armas fatigados,

Aunque crédito entero nunca dimos

al indio, por pensar que sólo vino

a tomar lengua y descubrir camino.

Ya la espaciosa noche declinando

trastornaba al ocaso sus estrellas

y la Aurora al oriente despuntando

deslustraba la luz de todas ellas,

las flores con su fresco humor rociando,

restituyendo en su color aquellas

que la tiniebla lóbrega importuna

las había reducido a sola una.

Cuando con alto y súbito alarido

apareció por uno y otro lado,

en tres distintas partes dividido

el ejército bárbaro ordenado,

cada escuadrón de gente muy fornido,

que con gran muestra y paso apresurado

iban en igual orden, como cuento,

cercando nuestro estrecho alojamiento.

La gente de caballo aparejada,

sobre las riendas, la enemiga espera;

mas, antes que llegase, anticipada

se arroja por una áspera ladera,

y al escuadrón siniestro encaminada

le acomete furiosa, de manera

que un terrapleno y muro poderoso

no resistiera el ímpetu furioso.

Pero Caupolicán, que gobernando

iba aquel escuadrón algo delante,

el paso hasta su gente retirando

hizo calar las picas a un instante;

donde, los pies y brazos afirmando

en las agudas puntas de diamante,

reciben el furor y encuentro extraño

haciendo en los primeros mucho daño.

Unos, sin alas, con ligero vuelo

desocupan atónitos las sillas;

otros, vueltas las plantas hacia el cielo,

imprimen en la tierra las costillas;

y los que no probaron allí el suelo

por apretar más recio las rodillas,

aunque más se mostraron esforzados,

quedaron del encuentro maltratados.

De sus golpes los nuestros no faltaron,

que todos sin errar fueron derechos;

cuáles, de banda a banda atravesaron,

cuáles, atropellaron con los pechos;

todos en un instante se mezclaron

viniendo a las espadas más estrechos

con tal prisa y rumor, que parecía

la espantosa vulcánea herrería.

El bravo general Caupolicano,

rota la pica, de la maza afierra,

y a la derecha y a la izquierda mano

hiere, destroza, mata y echa a tierra;

hallándose muy junto a Berzocano

los dientes y el furioso puño cierra,

descargándole encima tal puñada,

que le abolló en los cascos la celada

Tras éste otro derriba y otro mata,

que fue por su desdicha el más vecino;

abre, destroza, rompe y desbarata,

haciendo llano el áspero camino,

y al yanacona Tambo así arrebata,

que, como halcón a pollo o palomino,

sin poderle valer los más cercanos

le ahoga y despedaza entre las manos.

Bernal y Leucotón, que deseando

andaban de encontrarse en esta danza,

se acometen furiosos, descargando

los brazos con igual ira y pujanza,

y las altas cabezas inclinando,

a su pesar usaron de crianza,

hincando a un tiempo entre ambos las rodillas

con un batir de dientes y ternillas.

Mas, cada cual de presto se endereza,

comenzando un combate fiero y crudo;

ya tiran a los pies, ya a la cabeza,

ya abollan la celada, ya el escudo:

así, pues, anduvieron una pieza,

mas pasar adelante esto no pudo,

que un gran tropel de gentes que embistieron,

por fuerza, a su pesar, los despartieron.

Don Miguel y don Pedro de Avendaño,

Rodrigo de Quiroga, Aguirre, Aranda,

Cortés y Juan Jufré, con riesgo extraño,

sustentan todo el peso de su banda;

también hacen efecto y mucho daño

Reinoso, Peña, Córdoba, Miranda,

Monguía, Lasarte, Castañeda, Ulloa,

Martín Ruiz y Juan López de Gamboa.

Pues don Luis de Toledo peleando,

Carranza, Aguayo, Zúñiga y Castillo,

resisten el furor del indio bando

con Diego Cano, Pérez y Ronquillo;

los primos Alvarado, Juan y Hernando,

Pedro de Olmo, Paredes y Carrillo,

derriban a sus pies gallardamente,

aunque a costa de sangre, mucha gente.

El escuadrón de en medio, viendo asida

por el cuerno derecho la contienda,

acelerando el tiempo y la corrida,

acude a socorrer con furia horrenda;

mas nuestra gente, en tercios repartida,

le sale a recibir a toda rienda,

y del terrible estruendo y fiero encuentro

la tierra se apretó contra su centro.

Hubo muchas caídas señaladas,

grandes golpes de mazas y picazos,

lanzas, gorguces[67] y armas enhastadas

volaron hasta el cielo en mil pedazos;

vienen en un momento a las espadas

y aún otros más coléricos a brazos,

dándose con las dagas y puñales

heridas penetrables y mortales.

El fiero Tucapel, habiendo hecho

su encuentro en lleno y muerto un buen soldado,

poco del diestro golpe satisfecho,

le arrebató un estoque acicalado,

con el cual barrenó a Guillermo el pecho

y de un revés y tajo arrebatado

arrojó dos cabezas con celadas

muy lejos de sus troncos apartadas.

Mata de un golpe a Torbo fácilmente

y dio a Juan Yanaruna tal herida,

que la armada cabeza por la frente

cayó sobre los hombros dividida;

tira una punta, y a Picol valiente

le echó fuera las tripas y la vida;

pero en esta sazón inadvertido,

de más de diez espadas fue herido.

Carga sobre él la gente forastera

al rumor del estrago que sonaba,

y cercándole en torno como fiera

en confuso montón le fatigaba;

más él con gran desprecio, de manera

el esforzado brazo rodeaba,

que a muchos con castigo y escarmiento

les reprimió el furor y atrevimiento.

Tanto en más ira y más furor se enciende,

cuanto el trabajo y el peligro crece,

que allí la gloria y el honor pretende

donde mayor dificultad se ofrece;

lo más dudoso y de más riesgo emprende

y poco lo posible le parece;

que el pecho grande y ánimo invencible

le allana y facilita lo imposible.

El último escuadrón y más copioso,

su derrota y designio prosiguiendo,

con paso aunque ordenado presuroso,

por la tendida loma iba subiendo;

y en el dispuesto llano y espacioso

nuestro escuadrón del todo descubriendo,

se detuvo algún tanto cautamente

reconociendo el sitio y nuestra gente.

Delante de esta escuadra, pues, venía

el mozo Galbarín sargenteando,

que sus troncados brazos descubría,

los troncos, aún sangrientos, amostrando;

de un canto al otro apriesa discurría

el daño general representando,

encendiendo en furor los corazones

con muestras eficaces y razones.

Diciendo: «¡Oh valentísimos soldados,

tan dignos de este nombre, en cuya mano

hoy la fortuna y favorables hados

han puesto el ser y crédito araucano!

estad de la victoria confiados,

que ese tumulto y aparato vano

es todo el remanente y son las heces

de los que habéis vencido tantas veces.

»Y esta postrer batalla fenecida

de vosotros así tan deseada,

no queda cosa ya que nos impida,

ni lanza enhiesta, ni contraria espada;

mirad la muerte infame o triste vida

que está para el vencido aparejada,

los ásperos tormentos excesivos

que el vencedor promete hoy a los vivos.

»Que, si en esta batalla sois vencidos,

la ley perece y libertad se atierra,

quedando al duro yugo sometidos

inhábiles del uso de la guerra,

pues con las brutas bestias siempre unidos

habéis de arar y cultivar la tierra,

haciendo los oficios más serviles

y bajos ejercicios mujeriles.

»Tened, varones, siempre en la memoria

que la deshonra eternamente dura

y que perpetuamente esta victoria,

todas vuestras hazañas asegura;

considerad, soldados, pues, la gloria

que os tiene aparejada la ventura

y el gran premio y honor que, como digo,

un tan breve trabajo trae consigo.

»Que aquel que se mostrare buen soldado

tendrá en su mano ser lo que quisiere,

que todo lo que habernos deseado

la Fortuna con ello hoy nos requiere;

también piense que queda condenado

por rebelde y traidor quien no venciere,

que no hay vencido justo y sin castigo

quedando por jüez el enemigo».

De tal manera el bárbaro valiente

despertaba la ira y la esperanza,

que el escuadrón apenas obediente,

podía sufrir el orden y tardanza;

mas, ya que la señal última siente,

con gran resolución y confianza,

derribando las picas, bien cerrado

ir se dejó de su furor llevado.

En el exento y pedregoso llano

que más de un tiro de arco se extendía,

nuestro escuadrón a un tiempo mano a mano,

asimismo al encuentro le salía;

donde, con muestra y término inhumano

y el gran furor que cada cual traía,

se embisten los airados escuadrones

cayendo cuerpos muertos a montones.

No duraron las picas mucho enteras,

que en rajas por los aires discurrieron;

las extendidas mangas e hileras

de golpe unas con otras se rompieron:

hubo muertes allí de mil maneras,

que muchos sin heridas perecieron

del polvo y de las armas ahogados,

otros de encuentros fuertes estrellados.

Trábase entre ellos un combate horrendo,

con hervorosa prisa y rabia extraña,

todos en un tesón igual poniendo

la extrema industria, la pujanza y maña;

sube a los cielos el furioso estruendo,

retumba en torno toda la campaña,

cubriendo los lugares descubiertos

la espesa lluvia de los cuerpos muertos.

Hierve el coraje, crece la contienda

y el batir sin cesar, siempre más fuerte;

no hay malla y pasta fina que defienda

la entrada y paso a la furiosa muerte;

que con irreparable furia horrenda

todo ya en su figura lo convierte,

naciendo del mortal y fiero estrago

de espesa y negra sangre un ancho lago.

Rengo, orgulloso, que al siniestro lado

iba siempre avivando la pelea,

de la roedora afrenta estimulado

que en Mataquito recibió de Andrea,

el ronco tono y brazo levantado,

discurre todo el campo y le rodea,

acá y allá por una y otra mano

llamando el enemigo nombre en vano.

Andrea, pues, asimismo procurando

fenecer la cuestión, le deseaba;

mas lo que el uno y otro iba buscando

la dicha de los dos lo desviaba;

que el italiano mozo peleando

en el otro escuadrón, distante andaba,

haciendo por su extraña fuerza cosas

que, aunque lícitas, eran lastimosas.

Mata de un golpe a Trulo, y endereza

la dura punta y a Pinol barrena,

y sin brazo a Teguán una gran pieza

le arroja dando vueltas por la arena;

lleva de un golpe a Changle la cabeza

y por medio del cuerpo a Pon cercena,

hiende a Narpo hasta el pecho, y a Brancolo

como grulla le deja en un pie sólo.

Veis, pues, aquí Orompello, el cual haciendo

venía por esta parte mortal guerra,

que, al gran tumulto y voces acudiendo,

vio cubierta de muertos la ancha tierra;

y al ginovés gallardo conociendo,

como cebado tigre con él cierra,

alta la maza y encendido el gesto,

sobre las puntas de los pies enhiesto.

Fue de la maza el ginovés cogido

en el alto crestón de la celada,

que todo lo abolló y quedó sumido

sobre la estofa de algodón colchada;

estuvo el italiano adormecido,

vomita sangre, la color mudada,

y vio, dando de manos por el suelo,

vislumbres y relámpagos del cielo.

Redobla otro el gallardo mozo luego,

con más furor y menos bien guiado,

que, a no ser a soslayo, el fiero juego

del todo entre los dos fuera acabado:

el genovés, desatinado y ciego,

fue un poco de través, mas, recobrado,

se puso en pie con prisa no pensada

levantando a dos manos la ancha espada.

Y con la extrema rabia y fuerza rara

sobre el joven la cala de manera

que, si el ferrado leño no cruzara,

de arriba abajo en dos le dividiera;

tajó el tronco cual junco o tierna vara

y, si la espada el filo no torciera,

penetrara tan honda la herida

que privara al mancebo de la vida.

Viéndose el araucano, pues, sin maza,

no por eso amainó al furor la vela,

antes con gran presteza de la plaza

arrebata un pedazo de rodela;

y, al punto, sin perder tiempo, lo embraza

y, como aquel que daño no recela,

con sólo el trozo de bastón cortado

aguija al enemigo confiado.

Hiriole en la cabeza, y a una mano

saltó con ligereza y diestro brío,

hurtando el cuerpo, así que el italiano

con la espada azotó el aire vacío;

quiso hacerlo otra vez, mas salió en vano,

que entrando recio al tiempo del desvío,

fue el ginovés tan presto que no pudo

sino cubrirse con el roto escudo.

Echó por tierra la furiosa espada

del defensivo escudo una gran pieza,

bajando con rigor a la celada

que defender no pudo la cabeza:

hasta el casco caló la cuchillada,

quedando el mozo atónito una pieza,

pero, en sí vuelto, viéndose tan junto,

le echó los fuertes brazos en un punto.

El bravo genovés, que al fiero Marte

pensara desmembrar, recio le asía;

pero salió engañado, que en esta arte

ninguno al diestro joven le excedía;

revuélvense por una y otra parte,

el uno el pie del otro rebatía,

intricando las piernas y rodillas

con diestras y engañosas zancadillas.

Don García de Mendoza no paraba;

antes, como animoso y diligente,

unas veces airado peleaba,

otras iba esforzando allí la gente;

tampoco Juan Remón ocioso estaba,

que de soldado y capitán prudente

con igual disciplina y ejercicio

usaba en sus lugares el oficio.

Santillán, y don Pedro de Navarra,

Avalos, Biezma, Cáceres, Bastida,

Galdámez, don Francisco Ponce, Ibarra,

dando muerte defienden bien su vida;

el factor Vega, y contador Segarra,

habían echado aparte una partida,

siguiéndolos Velásquez y Cabrera,

Verdugo, Ruiz, Riberos y Ribera.

Pasáranlo, pues, mal al otro lado,

según la mucha gente que acudía,

si don Felipe, don Simón, y Prado,

don Francisco Arias, Pardo y Alegría,

Barrios, Diego de Lira, Coronado

y don Juan de Pineda en compañía,

con valeroso esfuerzo combatiendo,

no fueran los contrarios reprimiendo.

También acrecentaban el estrago

Florencio de Esquivel, y Altamirano,

Villarroel, Morán, Vergara, Lago,

Godoy, Gonzalo Hernández, y Andicano.

Si de todos aquí mención no hago,

no culpen la intención, sino la mano,

que no puede escribir lo que hacían

tantas como allí a un tiempo combatían.

Sonaba a la sazón un gran ruïdo

en el otro escuadrón de mediodía,

y era que el fiero Rengo, embravecido,

llevado de su esfuerzo y valentía,

se había por la batalla así metido,

que volver a los suyos no podía,

y, de menuda gente rodeado,

andaba muy herido y acosado.

Aunque se envuelve entre ellos de manera

al un lado y al otro golpeando,

que en rueda los hacía tener afuera,

muchos en daño ajeno escarmentando;

pero la turba acá y allá ligera

le va por todas partes aquejando

con tiros, palos y armas enhastadas,

como a fiera de lejos arrojadas.

Uno deja tullido y otro muerto,

sin valerles defensa ni armadura,

a quien acierta golpe en descubierto

del todo le deshace y desfigura,

y el de menos efecto y más incierto

quebranta brazo, pierna o coyuntura:

vieran arneses rotos y celadas

junto con las cabezas machucadas.

Mas, aunque, como digo, combatiendo

mostraba esfuerzo y ánimo invencible,

le van a tanto estrecho reduciendo

que poder escapar era imposible;

y por más que se esfuerza resistiendo,

al fin era de carne, era sensible,

y el furioso y continuo movimiento

la fuerza le ahogaba y el aliento.

Estaba ya en el suelo una rodilla,

que aún apenas así se sustentaba,

y la gente solícita en cuadrilla

sin dejarle alentar le fatigaba;

cuando de la otra parte por la orilla

de la alta loma Tucapel llegaba,

haciendo con la usada y fuerte maza,

por dondequiera que iba, larga plaza,

como el toro feroz desjarretado,

cuando brama, la lengua ya sacada,

que de la turbamulta rodeado

procura cada cual probar su espada;

y, en esto, de repente al otro lado,

la cerviz yerta y frente levantada,

asoma otro famoso de Jarama,

que deshace la junta y la derrama,

así el famoso Rengo, ya en el suelo

hincada una rodilla, combatía

en medio del montón que sin recelo

poco a poco cerrándole venía;

cuando el sangriento y bravo Tucapelo,

que por allí la grita le traía,

viéndole así tratar, sin poner duda,

rompe por el tropel a darle ayuda.

Dejó por tierra cuatro ó seis tendidos,

que estrecha plaza y paso le dejaron,

y los otros en círculo esparcidos

del fatigado Rengo se arredraron,

y contra Tucapel embravecidos,

las armas y la grita enderezaron;

mas él daba de sí tan buen descargo

que los hacía tener bien a lo largo.

Llegose a Rengo y dijo: «Aunque enemigo

esfuerza, esfuerza, Rengo, y ten hoy fuerte,

que el impar Tucapel está contigo

y no puedes tener siniestra suerte;

que el favorable cielo y hado amigo

te tiene aparejada mejor muerte,

pues está cometida al brazo mío,

si cumples a su tiempo el desafío».

Rengo le respondió: «Si ya no fuera

por ingrato en tal tiempo reputado,

contigo y con mi débito cumpliera,

que no estoy, como piensas, tan cansado».

En esto, más ligero que si hubiera

diez horas en el lecho reposado

se puso en pie y a nuestra gente asalta

firme el membrudo cuerpo y la maza alta.

Tucapel replicó: «Sería bajeza

y cosa entre varones condenada

acometerte, vista tu flaqueza,

con fuerza y en sazón aventajada;

cobra, cobra tu fuerza y entereza,

que el tiempo llegará que esta ferrada

te dé la pena y muerte merecida,

como hoy te ha dado claro aquí la vida».

No se dijeron más; y por la vía

los dos competidores araucanos,

haciéndose amistad y compañía,

iban como si fueran dos hermanos;

guardaba el uno al otro y defendía;

y así con diligencia y prestas manos,

abriendo el escuadrón gallardamente,

llegaron a juntarse con su gente.

En esto, a todas partes la batalla

andaba muy reñida y sanguinosa,

con tal furia y rigor que no se halla

persona sin herida ni arma ociosa;

cubre la tierra la menuda malla,

y en la remota Turcia cavernosa,

por fuerza arrebatados de los vientos,

hieren los duros y ásperos acentos.

Era el rumor del uno y otro bando

y de golpes la furia apresurada,

como ventosa y negra nube, cuando

de Vulturno o del céfiro arrojada

lanza una piedra súbita, dejando

la rama de sus hojas despojada,

y los muros, los techos y tejados

son con prisa terrible golpeados.

Pues de aquella manera y más furiosas

las homicidas armas descargaban,

y con hondas heridas rigurosas

los sanguinosos cuerpos desangraban;

el gran rumor y voces espantosas

en los vecinos montes resonaban;

el mar confuso al fiero son retrujo

de sus hinchadas olas el reflujo.

Pero la parte que a la izquierda mano

la batalla primero había trabado,

donde por su valor Caupolicano

contrastaba al furor del duro hado,

a pura fuerza el escuadrón cristiano,

del contrario tesón sobrepujado,

Comenzó poco a poco a perder tierra

hacia la espesa falda de la sierra.

Fue tan grande la prisa de esta hora

y el ímpetu del bárbaro violento

que por el araucano en voz sonora

se cantó la victoria y vencimiento;

mas la misma fortuna burladora

dio la vuelta a la rueda en un momento

en contra de la parte mejorada,

barajando la suerte declarada.

Que el último escuadrón, donde estribaba

nuestro postrer remedio y esperanza,

metido en el contrario peleaba,

haciendo fiero estrago y gran matanza;

que ni el valor de Ongolmo allí bastaba,

ni del fuerte Lincoya la pujanza;

ni yo basto a contar de una vez tanto,

que es fuerza diferirlo al otro canto.