CANTO XXIV

Dase noticia de la gran batalla naval, del desbarate y rota[65] de la armada turquesca, con la huida de Ochalí.

A sazón, gran Felipe, es ya llegada

en que mi voz, de vos favorecida,

cante la universal y gran jornada

en las ausonias olas definida;

la soberbia otomana derrocada,

su marítima fuerza destruida,

los varios hados, diferentes suertes,

el sangriento destrozo y crudas muertes.

Abridme, ¡oh sacras blusas!, vuestra fuente

y dadme nuevo espíritu y aliento,

con estilo y lenguaje conveniente

a mi arrojado y grande atrevimiento.

para decir extensa y claramente

de este naval conflito el rompimiento,

y las gentes que están juntas a una

debajo de este golpe de fortuna.

¿Quién bastará a contar los escuadrones

y el número copioso de galeras,

la multitud y mezcla de naciones,

estandartes, enseñas y banderas;

las defensas, pertrechos, municiones,

las diferencias de armas y maneras,

máquinas, artificios, instrumentos,

aparatos, divisas y ornamentos?

Vi croatos, dalmacios, esclavones,

búlgaros, albaneses, transilvanos,

tártaros, tracios, griegos, macedones,

turcos, lidios, armenios, georgianos,

sirios, árabes, licios, licaones,

numidas, sarracenos, africanos,

genízaros, sanjacos, capitanes,

chauces, behelerveyes y bajanes.

Vi allí también de la nación de España

la flor de juventud y gallardía,

la nobleza de Italia y de Alemaña,

una audaz y bizarra compañía;

todos ornados de riqueza extraña,

con animosa muestra y lozanía;

y en las popas, carceses y trinquetes,

flámulas, banderolas, gallardetes.

Así las dos armadas, pues, venían,

en tal manera y orden navegando

que dos espesos bosques parecían

que poco a poco se iban allegando.

Las cicaladas armas relucían

en el inquieto mar reverberando,

ofendiendo la vista desde lejos

las agudas vislumbres y reflejos.

Por nuestra armada al uno y otro lado

una presta fragata discurría,

donde venía un mancebo levantado

de gallarda aparencia y bizarría,

un riquísimo y fuerte peto armado,

con tanta autoridad, que parecía

en su disposición, figura y arte,

hijo de la fortuna y del dios Marte.

Yo, codicioso de saber quién era,

aficionado al talle y apostura,

mirando atentamente la manera,

el aire, el ademán y compostura,

en la fuerte celada, en la testera,

vi escrito en el relieve y grabadura

de letras de oro, el campo en sangre tinto,

Don Juan, hijo del César Carlos Quinto.

El cual acá y allá a siempre corría

por medio del bullicio y alboroto,

y en la fragata cerca de él venía

el viejo secretario Juan de Soto,

de quien el mago anciano me decía

ser en todas las cosas de gran voto,

persona de discursos y experiencia,

de mucha expedición y suficiencia.

Don Juan, a la sazón, los exhortaba

a la batalla y trance peligroso

con ánimo y valor que aseguraba

por cierta la victoria y fin dudoso;

y su gran corazón facilitaba

lo que el temor hacía dificultoso,

derramando por toda aquella gente

un bélico furor y fuego ardiente,

Diciendo: «¡Oh valerosa compañía,

muralla de la Iglesia inexpugnable!,

llegada es la ocasión, éste es el día

que dejáis vuestro nombre memorable;

calad armas y remos a porfía,

y la invencible fuerza y fe inviolable

mostrad contra estos pérfidos paganos,

que vienen a morir a vuestras manos.

»Que quien volver de aquí vivo desea

al patrio nido y casa conocida,

por medio de esa armada gente crea

que ha de abrir con la espada la salida;

así cada cual mire que pelea

por su Dios, por su Rey y por la vida,

que no puede salvarla de otra suerte

si no es trayendo al enemigo a muerte.

»Mirad que del valor y espada vuestra

hoy el gran peso y ser del mundo pende,

y entienda cada cual que está en su diestra

toda la gloria y premio que pretende;

apresuremos la fortuna nuestra,

que la larga tardanza nos ofende;

pues no estáis de cumplir vuestro deseo,

mas del poco de mar que en medio veo.

»Vamos, pues, a vencer; no detengamos

nuestra buena Fortuna que nos llama;

del hado el curso próspero sigamos,

dando materia y fuerzas a la fama;

que sólo de este golpe derribamos

la bárbara arrogancia, y se derrama

el sonoroso estruendo de esta guerra

por todos los confines de la tierra.

»Mirad por ese mar alegremente,

cuanta gloria os está ya aparejada,

que Dios aquí ha juntado tanta gente

para que a nuestros pies sea derrocada,

y someta hoy aquí todo el Oriente

a nuestro yugo la cerviz domada,

y a sus potentes príncipes y reyes

les podamos quitar y poner leyes.

»Hoy con su perdición establecemos

en todo el mundo el crédito cristiano,

que quiere nuestro Dios que quebrantemos

el orgullo y furor mahometano;

¿qué peligro, ¡oh varones!, temeremos

militando debajo de tal mano?

¿Y quién resistirá vuestras espadas

por la divina mano gobernadas?

»Sólo os ruego que, en Cristo confiando,

que a la muerte de cruz por vos se ofrece,

combata cada cual por él, mostrando

que llamarse su milite merece;

con propósito firme protestando

de vencer o morir, que si parece

la victoria de premio y gloria llena,

la muerte por tal Dios no es menos buena.

»Y pues con este fin nos dispusimos

al peligro y rigor de esta jornada,

y en la defensa de su ley venimos

contra esa gente infiel y renegada,

la justísima causa que seguimos

nos tiene la victoria asegurada,

así que, ya del cielo prometido,

os puedo yo afirmar que habéis vencido».

Súbito allí los pechos más helados

de furor generoso se encendieron,

y de los torpes miembros resfriados

el temor vergonzoso sacudieron;

todos, los diestros brazos levantados,

la victoria o morir le prometieron,

teniendo en poco ya desde aquel punto

el contrario poder del mundo junto.

El valeroso joven, pues, loando

aquella voluntad asegurada,

con súbita presteza el mar cortando,

atravesó por medio de la armada,

de blanca espuma el rastro levantando,

cual luciente cometa arrebatada,

cuando veloz, rompiendo el aire espeso,

le suele así dejar gran rato impreso.

Así que, brevemente habiendo puesto

en orden las galeras y la gente,

a la suya real se acosta presto,

donde fue saludado alegremente;

y, señalando a cada cual su puesto,

con el concierto y modo conveniente,

zafa la artillería, y alistada,

iba la vuelta de la turca armada.

Llevaba el cuerno de la diestra mano

el sucesor del ínclito Andrea Doria,

de quien el largo mar Mediterrano

hará perpetua y célebre memoria;

y Augustín Barbarigo, veneciano,

proveedor de la armada senatoria,

llevaba el otro cuerno a la siniestra

con orden no menor y bella muestra.

Pues, los cuernos iguales y ordenados,

la batalla guiaba el hijo dino

del gran Carlos, cerrando los dos lados

las galeras de Malta y Lomelino;

la del Papa y Venecia a los costados

así continuaban su camino,

cargando con igual compás y extremos

las anchas palas de los largos remos.

Iban seis galeazas delanteras

bastecidas de gente y artilladas,

puestas de dos en dos en las fronteras

que a manera de luna iban cerradas;

seguían luego detrás treinta galeras,

al general socorro señaladas,

donde el Marqués de Santa Cruz venía

con una valerosa compañía.

Por el orden y término que cuento

la católica armada caminaba

la vuelta de la infiel que, a sobreviento,

ganándole la mar, se aventajaba;

pero luego a deshora calmó el viento

y el alto mar sus olas allanaba,

remitiendo fortuna la sentencia

al valor de los brazos y excelencia.

Opuesto al Barbarigo, al cuerno diestro

va Siroco, virrey de Alejandría,

con Mehemet, bey, cosario y gran maestro,

que a Negroponto a la sazón regía:

Ochalí, renegado, iba al siniestro

con Carabey, su hijo, en compañía,

y, en medio en la batalla bien cerrada

Alí, gran general de aquella armada.

El cual, reconociendo el duro hado

y de su perdición la hora postrera,

como prudente capitán y osado,

de la alta popa en la real galera,

con un semblante alegre y confiado

que mostraba fingido por de fuera,

el cristiano poder disminuyendo,

hizo esta breve plática, diciendo:

«No será menester, soldados, creo,

moveros ni incitaros con razones,

que ya por las señales que en vos veo

se muestran bien las fieras intenciones;

echad fuera la ira y el deseo

desos vuestros fogosos corazones,

y las armas tomad, en cuyo hecho

los hados ponen hoy nuestro derecho.

»Que jamás la Fortuna a nuestros ojos

se mostró tan alegre y descubierta,

pues cargada de gloria y de despojos

se viene ya a meter por nuestra puerta;

Rematad el trabajo y los enojos

de esta prolija guerra, haciendo cierta

la esperanza y el crédito estimado

que de vuestro valor siempre habéis dado.

»No os altere la muestra y el ruïdo

con que se acerca la enemiga armada,

que sabed que ese ejército movido

y gente de mil reinos allegada,

Fortuna a una cerviz la ha reducido,

porque pueda de un golpe ser cortada

y deis por vuestra mano en sólo un día

del mundo al Gran Señor la monarquía.

»Que esas gentes sin orden que allí vienen

en el valor y número inferiores,

son las que nos impiden y detienen

el ser de todo el mundo vencedores;

muestren las armas el poder que tienen,

tomad de esos indignos posesores

las provincias y reinos del Poniente

que os vienen a entregar tan ciegamente.

»Que ese su capitán envanecido

es de muy poca edad y suficiencia,

indignamente al cargo promovido,

sin curso, disciplina ni experiencia:

y así, presuntuoso y atrevido,

con ardor juvenil e inadvertencia,

trae toda esa gente condenada

a la furia y rigor de vuestra espada.

»No penséis que nos venden muy costosa

los hados la victoria de este día,

que lo más de esa armada temerosa

es de la Veneciana Señoría:

gente no ejercitada ni industriosa,

dada más al regalo y policía

y a las blandas delicias de su tierra

que al robusto ejercicio de la guerra.

»Y esa otra turbamulta congregada

es pueblo soez, bárbara canalla,

de diversas naciones amasada,

en quien conformidad jamás se halla:

gente que nunca supo qué es espada,

que antes que se comience la batalla

y el espantoso son de artillería,

la romperá su misma vocería.

»Mas vosotros, varones invencibles,

entre las armas ásperas criados

y en guerras y trabajos insufribles,

tantas y tantas veces aprobados,

¿qué peligros habrá ya tan terribles,

ni contrarios ejércitos ligados

que basten a poneros algún miedo,

ni a resfriar vuestro ánimo y denuedo?

»Ya me parece ver gloriosamente

la riza y mortandad de vuestra mano,

y ese interpuesto mar con más creciente,

teñido en roja sangre el color cano;

abrid, pues, y romped por esa gente,

echad a fondo ya el poder cristiano,

tomando posesión de un golpe sólo

del Gange a Chile, y de uno al otro polo».

Así el bajá en el limitado trecho

los dispuestos soldados animaba,

y de la heroica empresa y alto hecho,

el próspero suceso aseguraba;

pero, en lo hondo del secreto pecho,

siempre el negocio más dificultaba,

tomando por agüero ya contrario

la gran resolución del adversario.

Y más cuando un genízaro forzado,

que iba sobre la gata descubriendo,

después de haberse bien certificado,

las galeras de allí reconociendo,

dijo: «El cuerpo de en medio y diestro lado,

y el socorro que atrás viene siguiendo,

si mi vista de aquí no desatina,

es de la armada y gente ponentina».

Sintió el bajá no menos que la muerte

lo que el cristiano cierto le afirmaba;

pero, mostrando esfuerzo y pecho fuerte,

el secreto dolor disimulaba;

y así al cuerpo de en medio, que por suerte,

según orden de guerra le tocaba,

enderezó su escuadra aventajada,

de sus tendidos cuernos abrigada.

Llegado el punto ya del rompimiento

que los precisos hados señalaron,

con una furia igual y movimiento

las potentes armadas se juntaron;

donde por todas partes a un momento

los cargados cañones dispararon

con un terrible estrépito, de modo

que parecía temblar el mundo todo.

El humo, el fuego, el espantoso estruendo

de los furiosos tiros escupidos,

el recio destroncar y encuentro horrendo

de las proas y mástiles rompidos,

el rumor de las armas estupendo,

las varias voces, gritos y apellidos,

todo en revuelta confusión hacía

espectáculo horrible y armonía.

No la ciudad de Príamo asolada

por tantas partes sin cesar ardía,

ni el crudo efecto de la griega espada

con tal rigor y estrépito se oía

como la turca y la cristiana armada,

que, envuelta en humo y fuego, parecía,

no sólo arder el mar, hundirse el suelo,

pero venirse abajo el alto cielo.

El gallardo don Juan, reconocida

la enemiga real que iba en la frente,

hendiendo recio el agua rebatida,

rompe por medio de la llama ardiente;

mas la turca, con ímpetu impelida,

le sale a recebir, donde igualmente

se embisten con furiosos encontrones

rompiendo los herrados espolones.

No estaban las reales aferradas,

cuando de gran tropel sobrevinieron

siete galeras turcas bien armadas,

que en la cristiana súbito embistieron;

pero, de no menor furia llevadas,

al socorro sobre ellas acudieron

de la derecha y de la izquierda mano

la general del Papa y veneciano.

Do con segunda autoridad venía

por general del sumo Quinto Pío,

Marco Antonio Colona, a quien seguía

una escuadra de mozos de gran brío;

tras la cual al socorro arremetía

por el camino y paso más vacío,

la patrona de España y capitana

rompiendo el golpe y multitud pagana.

El príncipe de Parma, valeroso,

que iba en la capitana ginovesa,

hendiendo el mar revuelto y espumoso,

se arroja en medio de la escuadra apriesa;

la confusión y revólver furioso,

y del humo la negra nube espesa

la codiciosa vista me impedía,

y así a muchos allí desconocía.

Mons de Leñí, con su galera presto,

por su parte embistió y cerró el camino,

donde llegó de los primeros puesto

el valeroso príncipe de Urbino,

que, a la bárbara furia contrapuesto,

con ánimo y esfuerzo peregrino,

gallarda y singular prueba hacía

de su valor, virtud y valentía.

Luego con igual ímpetu y denuedo

llegan unas con otras abordarse,

cerrándose tan juntas, que a pie quedo

pueden con las espadas golpearse,

no bastaba la muerte a poner miedo,

ni allí se vio peligro rehusarse,

aunque al arremeter viesen derechos

disparar los calzones a los pechos.

Así la airada gente, deseosa,

de ejecutar sus golpes, se juntaban

y cual violenta tempestad furiosa

los tiros y altos brazos descargaban;

era de ver la prisa hervorosa

con que las fieras armas meneaban;

la mar de sangre de súbito cubierta

comenzó a recebir la gente muerta.

Por las proas, por popas y costados

se acometen y ofenden sin sosiego,

unos cayendo mueren ahogados,

otros a puro hierro, otros a fuego;

no faltando en los puestos desdichados

quien a los muertos sucediese luego,

que muerte ni rigor de artillería jamás

bastó a dejar plaza vacía.

Quién por saltar en el bajel contrario

era en medio del salto atravesado,

quién por herir sin tiempo al adversario

caía en el mar de su furor llevado,

quién con bestial designio temerario,

en su nadar y fuerzas confiado,

al odioso enemigo se abrazaba

y en las revueltas olas se arrojaba.

¿Cuál será aquel que no temblase viendo

el fin del mundo y la total ruïna,

tantas gentes a un tiempo pereciendo,

tanto cañón, bombarda y culebrina?

El sol, los claros rayos recogiendo,

con faz turbada de color sanguina,

entre las negras nubes se escondía,

por no ver el destrozo de aquel día.

Acá y allá con pecho y rostro airado

sobre el rodante carro presuroso,

de Tesifón y Aleto acompañado,

discurre el fiero Marte sanguinoso;

ora sacude el fuerte brazo armado,

ora bate el escudo fulminoso,

infundiendo en la fiera y brava gente,

ira, saña, furor y rabia ardiente.

Quién faltándole tiros luego aferra

del pedazo del remo o de la entena;

quién trabuca al forzado y lo deshierra

arrebatando el grillo o la cadena;

no hay cosa de metal, de leño y tierra,

que allí para tirar no fuese buena:

rotos bancos, postizas, batayolas,

barriles, escotillas, portañolas.

Y las lanzas y tiros que arrojaban

(aunque del duro acero resurtiesen)

en las sangrientas olas ya hallaban

enemigos que en sí los recibiesen:

y ardiendo en la agua fría peleaban

sin que al adverso hado se rindiesen,

hasta el forzoso y postrimero punto

que faltaba la fuerza y vida junto.

Cuáles su propia sangre resorbiendo,

andan agonizando sobreaguados,

cuáles, tablas y gúmenas asiendo

quedan rindiendo el alma enclavijados;

cuáles hacen más daño no pudiendo

a los menos heridos abrazados,

se dejan ir al fondo forcejando,

contentos con morir allí matando.

No es posible contar la gran revuelta

y el confuso tumulto y son horrendo;

vuela la estopa en vivo fuego envuelta,

alquitrán y resina y pez ardiendo;

la presta llama con la brea revuelta

Por la seca madera discurriendo,

con fieros estallidos y centellas,

creciendo amenazaba las estrellas.

Unos al mar se arrojan por salvarse

del crudo hierro y llamas perseguidos,

otros, que habían probado el ahogarse,

se abrazan a los leños encendidos,

así que, con la gana de escaparse,

a cualquiera remedio vano asidos,

dentro del agua mueren abrasados

y en medio de las llamas ahogados.

Muchos, ya con la muerte porfiando,

su opinión aún muriendo sostenían,

los tiros y las lanzas apañando

que de las fuertes armas resurtían,

y en las huidoras olas estribando

los ya cansados brazos sacudían,

empleando en aquellos que topaban

la rabia y pocas fuerzas que quedaban.

Crece el furor y el áspero ruïdo

del contino batir apresurado,

el mar de todas partes rebatido

hierve y regüelda cuerpos de apretado,

y sangriento, alterado y removido,

cual de contrarios vientos arrojado,

todo revuelto en una espuma espesa

las herradas galeras bate apriesa.

En la alta popa, junto al estandarte,

el ínclito don Juan resplandecía,

más encendido que el airado Marte,

cercado de una ilustre compañía;

de allí provee remedio a toda parte,

acá da prisa; allá socorro envía,

asegurando a todos su persona

soberbio triunfo y la naval corona.

Don Luis de Requesenes, de la otra banda

provoca, exhorta, anima, mueve, incita,

corre, vuelve, revuelve, torna y anda

donde el peligro más le necesita;

provee, remedia, acude, ordena, manda,

insta, da prisa, induce y solicita

a la diestra, siniestra, a popa, a proa,

ganando estimación y eterna loa.

Pues el conde de Pliego don Fernando,

diligente, solícito y cuidoso,

acude a todas partes, remediando

lo de menos remedio y más dudoso;

así, pues, del cristiano y turco bando,

cada cual inquiriendo un fin honroso,

procuraban matando, como digo,

morir en el bajel del enemigo.

Era tanta la furia y tal la prisa

que el fin y día postrero parecía;

de los tiros la recia lluvia espesa

el aire claro y rojo mar cubría;

crece la rabia, el disparar no cesa

de la presta y continua batería,

atronando el rumor de las espadas

las marítimas costas apartadas.

El buen marqués de Santa Cruz, que estaba

al socorro común apercebido,

visto el trabado juego cual andaba

y desigual en partes el partido,

sin aguardar más tiempo, se arrojaba

en medio de la prisa y gran ruido,

embistiendo con ímpetu furioso

todo lo más revuelto y peligroso.

Viendo, pues, de enemigos rodeada

la galera real con gran porfía

y que otra de refresco, bien armada,

a embestirla con ímpetu venía

saltóle de través, boga arrancada,

y al encuentro y defensa se oponía,

atajando con presto movimiento

el bárbaro furor y fiero intento.

Después rabioso, sin parar, corriendo

por la áspera batalla discurría,

entra, sale y revuelve, socorriendo,

y a tres y a cuatro a veces resistía;

¿quién podrá punto a punto ir refiriendo

las gallardas espadas que este día

en medio del furor se señalaron

y el mar con turca sangre acrecentaron?

Don Juan, en esto, airado e impaciente,

la espaciosa fortuna apresuraba,

poniendo espuelas y ánimo a su gente,

que envuelta en sangre ajena y propia andaba;

Alí Bajá, no menos diligente,

con gran hervor los suyos esforzaba,

trayéndoles contino a la memoria

el gran premio y honor de la victoria.

Mas la rëal cristiana aventajada

por el grande valor de su caudillo,

a puros brazos y a rigor de espada,

abre recio en la turca un gran portillo,

por do un grueso tropel de gente armada,

sin poder los contrarios resistillo[66],

entra con un rumor y furia extraña,

gritando: «¡Cierra, cierra, España, España!».

Los turcos, viendo entrada su galera,

del temor y peligro competidos,

revuelven sobre sí de tal manera,

que fueron los cristianos rebatidos;

pero, añadiendo furia a la primera,

los fuertes españoles ofendidos,

venciendo el nuevo golpe de la gente,

los vuelven a llevar forzosamente

Hasta el árbol mayor, donde afirmando

el rostro y pie con nueva confianza,

renuevan la batalla, refrescando

el fiero estrago y bárbara matanza;

carga socorro de uno y otro bando,

fatígales y aqueja la tardanza,

de vencer o morir desesperados,

dando gran prisa a los dudosos hados.

La grande multitud de los heridos,

que a la batida proa recudían,

causaban que a las veces detenidos

los unos a los otros se impedían;

pero, de medicinas proveídos,

luego de nuevo a combatir volvían,

las enemigas fuerzas reprimiendo,

que iban, al parecer, convaleciendo.

En esta gran revuelta y desatino,

que allí cargaba más que en otro lado,

viniendo a socorrer don Bernardino

(más que de vista de ánimo dotado),

fue con súbita furia en el camino

de un fuerte esmerilazo derribado,

cortándole con golpe riguroso

los pasos y designio valeroso.

Fue el poderoso golpe de tal suerte,

demás de la pesada y gran caída,

que resistir no pudo el peto fuerte

ni la rodela a prueba guarnecida;

al fin el joven con honrada muerte

del todo aseguró la inquieta vida,

envainando en España mil espadas,

en contra y daño suyo declaradas.

En esto, por tres partes fue embestida

la famosa de Malta capitana,

y apretada de todas y batida

con vieja enemistad y furia insana;

mas la fuerza y virtud tan conocida

de aquella audaz caballería cristiana,

la multitud pagana contrastando,

iba de punto en punto mejorando.

Pero el virrey de Argel, cosario experto,

que a la mira hasta entonces había estado,

hallando al cuerno diestro el paso abierto,

que del todo no estaba bien cerrado,

antes que se pusiesen en concierto,

furioso se lanzó por aquel lado,

echándole de nuevo tres bajeles

con infinito número de infieles.

Los fuertes caballeros peleando

resisten aquel ímpetu y motivo;

pero al cabo, señor, sobrepujando

a las fuerzas el número excesivo,

los entran con gran furia degollando,

sin tomar a rescate un hombre vivo,

vertiendo en el revuelto mar furioso

de bautizada sangre un río espumoso.

Las galeras de Malta, que miraron

con tal rigor su capitana entrada,

los fieros enemigos despreciaron

con quien tenían batalla comenzada;

y batiendo los remos se lanzaron

con nueva rabia y prisa acelerada

sobre la multitud de los paganos,

verdugos de los mártires cristianos.

Tanto fue el sentimiento en los soldados

y la sed de venganza de manera

que, embistiendo a los turcos por los lados,

entran haciendo riza carnicera;

así que, victoriosos y vengados,

recobraron su honor y la galera,

hallando sólo vivos los primeros

al general y cuatro caballeros.

Marco Antonio Colona, despreciando

el ímpetu enemigo y la braveza,

combate animosísimo, igualando

con la honrosa ambición la fortaleza;

pues Sebastián Veniero, contrastando

la turca fuerza y bárbara fiereza,

vengaba allí con ira y rabia justa

la injuria recebida en Famagusta.

La capitana de Sicilia en tanto

también Portau Bajá la combatía,

la cual ya por el uno y otro canto

cercada de galeras la tenía.

Era el valor de los cristianos tanto,

que la ventaja desigual suplía,

no sólo sustentando igual la guerra,

pero dentro del mar ganando tierra.

Que don Juan, de la sangre de Cardona,

ejercitando allí su viejo oficio,

ofrece a los peligros la persona

dando de su valor notable indicio;

y la fiera nación de Barcelona

hace en los enemigos sacrificio,

trayendo hasta los puños las espadas

todas en sangre bárbara bañadas.

No, pues, con menos ánimo y pujanza

el sabio Barbarigo combatía,

igualando el valor a la esperanza

que de su claro esfuerzo se tenía;

ora oprime la turca confianza,

ora a la misma muerte rebatía,

haciendo suspender la flecha airada

que ya derecho en él tenía asestada.

Bien que con muestra y ánimo esforzado

contrastaba la furia sarracina,

no pudo contrastar al duro hado,

o, por mejor decir, orden divina;

que ya el último término llegado,

de una furiosa flecha repentina

fue herido en el ojo en descubierto,

donde a poco de rato cayó muerto.

Aunque fue grande el daño y sentimiento

de ver tal capitán así caído,

no por eso turbó el osado intento

del veneciano pueblo embravecido;

antes con más furor y encendimiento,

a la venganza lícita movido,

hiere en los matadores de tal suerte,

que fue recompensada bien su muerte.

En este tiempo andaba la pelea

bien reñida del lado y cuerno diestro,

donde el sagaz y astuto Juan Andrea

se mostraba muy práctico maestro;

también Héctor Espínola pelea

con uno y otro a diestro y a siniestro,

señalándose en medio de la furia

la experta y diestra gente de Liguria.

Bien dos horas y media y más había

que duraba el combate porfiado,

sin conocer en parte mejoría

ni haberse la victoria declarado;

cuando el bravo don Juan, que en saña ardía,

casi quejoso del suspenso hado,

comenzó a mejorar sin duda alguna,

declarada del todo su fortuna

En esto con gran ímpetu y ruïdo,

por el valor de la cristiana espada

el furor mahomético oprimido,

fue la turca rëal del todo entrada,

do, el estandarte bárbaro abatido

la cruz del Redentor fue enarbolada

con un triunfo solemne y grande gloria,

cantando abiertamente la victoria.

Súbito un miedo helado discurriendo

por los míseros turcos ya turbados,

les fue los brazos luego entorpeciendo,

dejándolos sin fuerza desmayados;

y las espadas y ánimos rindiendo,

a su fortuna mísera entregados,

dieron la entrada franca, como cuento,

al ímpetu enemigo y movimiento.

Ya, pues, del cuerno izquierdo y del derecho

de la victoria sanguinosa usando,

con furia inexorable todo a hecho,

los van por todas partes degollando;

quién al agua se arroja, abierto el pecho,

quién se entrega a las llamas, rehusando

el agudo cuchillo riguroso,

teniendo el fuego allí por más piadoso.

El astuto Ochalí, viendo su gente

por la cristiana fuerza destruida

y la deshecha armada totalmente

al hierro, fuego y agua ya rendida,

la derrota tomó por el Poniente

siguiéndole con mísera huida

las bárbaras reliquias destrozadas,

del hierro y fuego apenas escapadas.

Pero el hijo de Carlos, conociendo

del traidor renegado el bajo intento,

con gran furia el movido mar rompiendo,

carga, dándole caza en seguimiento;

iban tras ellos al través saliendo,

el de Bazán y el de Oria a sotavento,

con una escuadra de galeras junta,

procurando ganarles una punta.

Mas la triste canalla, viendo angosta

la senda y ancho mar, según temía,

vuelta la proa a la vecina costa

en tierra con gran ímpetu embestía:

y cual se ve tal vez saltar langosta

en multitud confusa, así a porfía

salta la gente al mar embravecido,

huyendo del peligro más temido.

Cuál con brazos, con hombros, rostro y pecho

el gran reflujo de las olas hiende;

cuál, sin mirar al fondo y largo trecho,

no sabiendo nadar, allí lo aprende;

no hay parentesco, no hay amigo estrecho,

ni el mismo padre el caro hijo atiende;

que el miedo, de respetos enemigo

jamás en el peligro tuvo amigo.

Así que, del temor mismo esforzados

en la arenosa playa pie tomaron,

y por las peñas y árboles cerrados

a más correr huyendo se escaparon;

deshechos, pues, del todo y destrozados

los miserables bárbaros quedaron,

habiendo fuerza a fuerza y mano a mano

rendido el nombre de Austria al Otomano.

Estaba yo con gran contento viendo

el próspero suceso prometido,

cuando en el globo el mágico hiriendo

con el potente junco retorcido,

se fue el aire ofuscando y revolviendo

y cesó de repente el gran ruïdo,

quedando en gran quietud la mar segura

cubierta de una niebla y sombra oscura.

Luego Fitón, con plática sabrosa,

me llevó por la sala paseando

y, sin dejar figura, cada cosa,

me fue parte por parte declarando;

mas, teniendo temor que os sea enojosa

la relación prolija, iré dejando

todo aquello, aunque digno de memoria

que no importa ni toca a nuestra historia.

Sólo diré que con muy gran contento

del mago y Guaticolo despedido,

aunque tarde, llegué a mi alojamiento,

donde ya me juzgaban por perdido.

Volviendo, pues, la pluma a nuestro cuento

que en larga digresión me he divertido,

digo que allí estuvimos dos semanas

con falsas armas y esperanzas vanas.

Pero en resolución nunca supimos

de nuestros enemigos cautelosos,

ni su designio y ánimo entendimos,

que nos tuvo suspensos y dudosos;

lo cual considerado, nos partimos,

desmintiendo los pasos peligrosos,

en su demanda, entrando por la tierra

con gana y fin de rematar la guerra.

Una tarde que el sol ya declinaba,

arribamos a un valle muy poblado

por donde un grande arroyo atravesaba,

de cultivadas lomas rodeado;

y en la más llana, que a la entrada estaba,

por ser lugar y sitio acomodado,

la gente se alojó por escuadrones,

las tiendas levantando y pabellones.

Estaba el campo apenas alojado,

cuando de entre unos árboles salía

un bizarro araucano, bien armado,

buscando el pabellón de don García;

y a su presencia el bárbaro llegado,

sin muestra ni señal de cortesía

le comenzó a decir; pero, entre tanto,

será bien rematar mi largo canto.