CANTO XXII

Entran los españoles en el estado de Arauco; traban los araucanos con ellos una reñida batalla; hace Rengo de su persona gran prueba; cortan las manos por justicia a Galvarino, indio valeroso.

ÉRFIDO amor tirano, ¿qué provecho

piensas sacar de mi desasosiego?

¿No estás de mi promesa satisfecho

qué quieres afligirme desde luego?

¡Ay!, que ya siento en mi cuidoso pecho

labrarme poco a poco un vivo fuego

y desde allí con movimiento blando

ir por venas y huesos penetrando.

¿Tanto, traidor, te va en que yo no siga

el duro estilo del sangriento Marte,

que así de tal manera me fatiga

tu importuna memoria en cada parte?

Déjame ya, no quieras que se diga

que, porque nadie quiere celebrarte,

al último rincón vas a buscarme,

y allí pones tu fuerza en aquejarme.

¿No ves que es mengua tuya y gran bajeza,

habiendo tantos célebres varones,

venir a mendigar a mi pobreza,

tan falta de concetos y razones,

y en medio de las armas y aspereza,

sumido en mil forzosas ocasiones,

me cargas por un sueño, quizá vano

con tanta pesadumbre ya la mano?

Déjame ya, que la trompeta horrenda

del enemigo bárbaro vecino

no da lugar a que otra cosa atienda,

que me tiene tomado ya el camino;

donde siento fraguada una contienda,

que al más fértil ingenio y peregrino,

en tal revolución embarazado,

no le diera lugar desocupado.

¿Qué puedo, pues, hacer, si ya metido

dentro en el campo y ocasión me veo,

sino al cabo cumplir lo prometido,

aunque tire a otra parte mi deseo?

Pero a término breve reducido,

por la más corta senda, sin rodeo,

pienso seguir el comenzado oficio

desnudo de ornamento y artificio.

Vuelto a la historia, digo que marchaba

nuestro ordenado campo de manera

que gran espacio en breve se alejaba

del Talcaguano término y ribera;

mas, cuando el alto sol ya declinaba,

cerca de un agua al pie de una ladera,

en cómodo lugar y llano asiento

hicimos el primero alojamiento.

Estábamos apenas alojados

en el tendido llano a la marina,

cuando se oyó gritar por todos lados,

«¡Arma, arma, enfrena, enfrena, aína, aína!»;

luego de acá y de allá los derramados,

siguiendo la ordenanza y disciplina,

corren a sus banderas y pendones

formando las hileras y escuadrones.

Nuestros descubridores, que la tierra

iban corriendo por el largo llano,

al remate del cual está una sierra

cerca del alto monte Andalicano,

vieron de allí calar gente de guerra,

cerrando el paso a la siniestra mano,

diciendo: «¡Espera, espera; tente, tente;

veremos quién es hoy aquí valiente!»

Los nuestros, al amparo de un repecho,

en forma de escuadrón se recogieron,

donde con muestra y animoso pecho

al ventajoso número atendieron;

pero los fieros bárbaros de hecho,

sin punto reparar, los embistieron,

haciéndoles tomar presto la vuelta

sin orden y camino, a rienda suelta.

Aunque a veces en partes recogidos,

haciendo cuerpo y rostro, revolvían

y con mayor valor que de vencidos

al vencedor soberbio acometían;

pero, de la gran furia compelidos,

el camino empezado proseguían,

dejando a veces muerta y tropellada

alguna de la gente desmandada.

Los presurosos indios desenvueltos,

siempre con mayor furia y crecimiento,

en una espesa polvoreda envueltos,

iban en el alcance y seguimiento;

los nuestros a calcaño y freno sueltos,

a la sazón con más temor que tiento,

ayudan los caballos desbocados,

arrimándoles hierro a los costados.

Pero por más que allí los aguijaban

con voces, cuerpo, brazos y talones,

los bárbaros por pies los alcanzaban,

haciéndoles bajar de los arzones;

al fin necesitados peleaban,

cual los heridos osos y leones

cuando de los lebreles aquejados

ven la guarida y pasos ocupados.

Como el airado viento repentino,

que en lóbrego turbión, con gran estruendo,

el polvoroso campo y el camino

va con violencia indómita barriendo,

y en ancho y presuroso remolino

todo lo coge, lleva y va esparciendo,

y arranca aquel furioso movimiento

los arraigados troncos de su asiento.

Con tal facilidad, arrebatados

de aquel furor y bárbara violencia

iban los españoles fatigados,

sin poderse poner en resistencia;

algunos, del honor avergonzados,

vuelven haciendo rostro y aparencia;

mas otra ola de gente que llegaba,

con más presteza y daño los llevaba.

Así los iban siempre maltratando,

siguiendo el hado y próspera fortuna,

el rabioso furor ejecutando

en los rendidos, sin clemencia alguna;

por el tendido valle resonando

la trulla[58] y grita bárbara importuna,

que, arrebatada de ligero viento,

llevó presto la nueva a nuestro asiento.

En esto, por la parte del Poniente,

con gran presteza y no menor ruïdo,

Juan Ramón arribó con mucha gente,

que el aviso primero había tenido;

y, en furioso tropel, gallardamente,

alzando un ferocísimo alarido,

embistió la enemiga gente airada,

en la victoria y sangre ya cebada.

Mas un cerrado muro y baluarte

de duras puntas al romper hallaron,

que con estrago de una y otra parte,

hecho un hermoso choque, repararon;

unos pasados van de parte a parte;

otros muy lejos del arzón volaron,

otros heridos, otros estropeados,

otros de los caballos tropellados.

No es bien pasar tan presto, ¡oh pluma mía!,

las memorables cosas señaladas

y los crudos efectos de este día

de valerosas lanzas y de espadas;

que, aunque ingenio mayor no bastaría

a poderlas llevar continuadas,

es justo se celebre alguna parte

de muchas en que puedes emplearte.

El gallardo Lincoya, que arrogante

el primero escuadrón iba guiando,

con muestra airada y con feroz semblante,

el firme y largo paso apresurando,

cala la gruesa pica en un instante,

y, el cuento entre la tierra y pie afirmando

recibe en el cruël hierro fornido

el cuerpo de Hernán Pérez atrevido.

Por el lado derecho encaminado

hizo el agudo hierro gran herida,

pasando el escaupil[59] doble estofado

y una cota de malla muy tejida;

el ancho y duro hierro ensangrentado

abrió por las espaldas la salida,

quedando el cuerpo ya descolorido

fuera de los arzones suspendido.

Tucapelo gallardo, que al camino

salió al valiente Osorio, que corriendo

venía con mayor ánimo que tino,

los herrados talones sacudiendo,

mostrando el cuerpo, al tiempo que convino

le dio lado, y, la maza revolviendo,

con tanta fuerza le cargó la mano,

que no le dejó miembro y hueso sano.

A Cáceres, que un poco atrás venía,

de otro golpe también le puso en tierra,

el cual, con gran esfuerzo y valentía

la adarga embraza y de la espada afierra,

y contra la enemiga compañía

se puso él solo a mantener la guerra,

haciendo rostro y pie con tal denuedo,

que a los más atrevidos puso miedo.

Y, aunque con gran esfuerzo se sustenta

la fuerza contra tantos no bastaba,

que ya la espesa turba alharaquienta

en confuso montón le rodeaba;

pero, en esta sazón, más de cincuenta

caballos que Reinoso gobernaba,

que de refresco a tiempo habían llegado,

vinieron a romper por aquel lado.

Tan recio se embistió, que aunque hallaron

de gruesas astas un tejido muro,

el cerrado escuadrón aportillaron,

probando más de diez el suelo duro:

y al esforzado Cáceres cobraron,

que, cercado de gente, mal seguro,

con ánimo feroz se sustentaba,

y, matando, la muerte dilataba.

Don Miguel y Don Pedro de Avendaño,

Escobar, Juan Jufré, Cortés y Aranda,

sin mirar al peligro y riesgo extraño,

sustentan todo el peso de su banda;

también hacen efecto y mucho daño

Losada, Peña, Córdoba, y Miranda,

Bernal, Lasarte, Castañeda, Ulloa,

Martín Ruiz y Juan López de Gamboa.

Pero muy presto la araucana gente,

en la española sangre ya cebada,

los hizo revolver forzosamente

y seguir la carrera comenzada;

tras éstos, otra escuadra de repente

en ellos se estrelló desatinada;

mas, sin ganar un paso de camino,

volver rostros y riendas les convino.

Y, aunque a veces con súbita represa,

Juan Ramón y los otros revolvían,

luego con nueva pérdida y más prisa

la primera derrota proseguían;

y en una polvorosa nube espesa

envueltos unos y otros ya venían,

cuando fue nuestro campo descubierto

en orden de batalla y buen concierto.

Iban los araucanos tan cebados,

que por las picas nuestras se metieron;

pero, vueltos en sí, más reportados,

el suelto paso y furia detuvieron;

y al punto, recogidos y ordenados,

la campaña al través se retrujeron

al pie de un cerro, a la derecha mano,

cerca de una laguna y gran pantano.

Donde de nuestro cuerno arremetimos

un gran tropel a pie de gente armada,

que con presteza al arribar les dimos

espesa carga y súbita rociada;

y, al cieno retirados, nos metimos

tras ellos, por venir espada a espada,

probando allí las fuerzas y el denuedo

con rostro firme y ánimo, a pie quedo.

Jamás los alemanes combatieron

así de firme a firme y frente a frente,

ni mano a mano dando, recibieron

golpes sin descansar a manteniente;

cómo el un bando y otro, que vinieron

a estar así en el cieno estrechamente,

que echar atrás un paso no podían,

y dando aprisa, aprisa recibían.

Quién el húmedo cieno a la cintura,

con dos y tres a veces peleaba;

quién, por mostrar mayor desenvoltura,

queriéndose mover, mas atascaba;

quién, probando las fuerzas y ventura,

al vecino enemigo se aferraba,

mordiéndole y cegándole con lodo,

buscando de vencer cualquiera modo.

La furia del herirse y golpearse

andaba igual, y en duda la fortuna,

sin muestra ni señal de declararse

mínima de ventaja en parte alguna;

ya parecían aquéllos mejorarse,

ya ganaban aquéstos la laguna,

y la sangre de todos derramada

tornaba la agua turbia colorada.

Rengo, que el odio y encendida ira

le había llevado ciego tanto trecho,

luego que nuestro campo vio a la mira

y que a dar en la muerte iba derecho,

al vecino pantano se retira,

y el fiero rostro y animoso pecho

contra todo el ejército volvía,

y en voz amenazándole decía:

«Venid, venid a mí, gente plebea[60],

en mí sea vuestra saña convertida,

que soy quien os persigue y quien desea

más vuestra muerte que su propia vida;

no quiero ya descanso hasta que vea

la nación española destruida,

y en esa vuestra carne y sangre odiosa

pienso hartar mi hambre y sed rabiosa».

Así la tierra y cielo amenazando,

en medio del pantano se presenta,

y, la sangrienta maza floreando,

la gente de poco ánimo amedrenta;

no fue bien conocido en la voz, cuando,

haciendo de sus fieros poca cuenta,

algunos españoles más cercanos

aguijamos sobre él con prestas manos.

Mas a Juan, yanacona, que una pieza

de los otros osados se adelanta,

le machuca de un golpe la cabeza,

y de otro a Chilca el cuerpo le quebranta;

y contra el joven Zúñiga endereza

el tercero, con saña y furia tanta,

que, como clavo en húmedo terreno,

le sume hasta los pechos en el cieno.

Pero de tiros una lluvia espesa

al animoso pecho encaminados,

turbando el aire claro, a mucha prisa

descargaron sobre él de todos lados;

por esto el fiero bárbaro no cesa,

antes con furia y golpes redoblados,

el lodo a la cintura, osadamente

estaba por muralla de su gente.

Cual el cerdoso jabalí herido,

al cenagoso estrecho retirado,

de animosos sabuesos perseguido

y de diestros monteros rodeado,

ronca, bufa y rebufa embravecido,

vuelve y revuelve de este y de aquel lado,

rompe, encuentra, tropella, hiere y mata

y los espesos tiros desbarata.

El bárbaro esforzado, de aquel modo

ardiendo en ira y de furor insano,

cubierto de sudor, de sangre y lodo,

estaba solo en medio del pantano,

resistiendo la furia y golpe todo

de los tiros que, de una y otra mano,

cubriendo el sol, sin número salían

y como tempestad sobre él llovían.

Ya el esparcido ejército obediente,

que el porfiado alcance había seguido,

descubriendo en el llano a nuestra gente,

se había tirado atrás y recogido;

sólo Rengo, feroz y osadamente,

sustenta igual el desigual partido,

a causa que la ciénaga era honda

y llena de espesura a la redonda.

Viendo el fruto dudoso y daño cierto,

según la mucha gente que cargaba,

que a grande prisa, en orden y concierto,

de esta y de aquella parte le cercaba,

por un inculto paso y encubierto,

que la fragosa sierra le amparaba,

le pareció con tiempo retirarse

y salvar sus soldados y él salvarse.

Diciéndoles: «Amigos, no gastemos

la fuerza en tiempo y acto infrutuoso;

la sangre que nos queda conservemos

para venderla en precio más costoso;

conviene quede aquí nos retiremos

antes que en este sitio cenagoso,

del enemigo puestos en aprieto,

perdamos la opinión y él el respeto».

Luego, la voz de Rengo obedecida,

los presurosos brazos detuvieron,

y por la parte estrecha y más tejida

al son del atambor se retrujeron;

era áspero el lugar y la salida,

y así seguir los nuestros no pudieron,

quedando algunos de ellos tan sumidos,

que fue bien menester ser socorridos.

Por la falda del monte levantado

iban los fieros bárbaros saliendo.

Rengo, bruto, sangriento y enlodado,

los lleva en retaguardia recogiendo;

como el celoso toro madrigado

que la tarda vacada va siguiendo,

volviendo acá y allá espaciosamente

el duro cerviguillo y alta frente.

Nuestro campo por orden recogido,

retirado del todo el enemigo,

fue entre algunos un bárbaro cogido,

que mucho se alargó del bando amigo;

el cual acaso a mi cuartel traído

hubo de ser para ejemplar castigo

de los rebeldes pueblos comarcanos,

mandándole cortar ambas las manos.

Donde sobre una rama destroncada

puso la diestra mano (yo presente),

la cual de un golpe con rigor cortada,

sacó luego la izquierda alegremente,

que del tronco también saltó apartada,

sin torcer ceja ni arrugar la frente,

y con desdén y menosprecio de ello,

alargó la cabeza y tendió el cuello.

Diciendo así: «Segad esa garganta

siempre sedienta de la sangre vuestra,

que no temo la muerte, ni me espanta

vuestra amenaza y rigurosa muestra;

y la importancia y pérdida no es tanta

que haga falta mi cortada diestra,

pues quedan otras muchas esforzadas

que saben gobernar bien las espadas.

»Y si pensáis sacar algún provecho

de no llegar mi vida al fin postrero,

aquí, pues, moriré a vuestro despecho,

que, si queréis que viva, yo no quiero;

y al fin iré algún tanto satisfecho

de que a vuestro pesar alegre muero,

qué quiero con mi muerte desplaceros,

pues sólo en esto puedo ya ofenderos».

Así que, contumaz y porfiado,

la muerte con injurias procuraba,

y siempre más rabioso y obstinado

sobre el sangriento suelo se arrojaba;

donde en su misma sangre revolcado

acabar ya la vida deseaba,

mordiéndose con muestras impacientes

los desangrados troncos con los dientes.

Estando pertinaz de esta manera,

templándonos la lástima el enojo,

vio un esclavo bajar por la ladera

cargado con un bárbaro despojo,

y como encarnizada bestia fiera

que ve la desmandada presa al ojo,

así con una furia arrebatada

le sale de través a la parada.

Y en él los pies y brazos anudados

sobre el húmedo suelo le tendía,

y con los duros troncos desangrados

en las narices y ojos le batía;

al fin, junto a nosotros, a bocados,

sin poderse valer, se le comía,

sino fuera con tiempo socorrido,

quedando (aunque fue presto) mal herido.

El bárbaro infernal, con atrevida

voz, en pie puesto, dijo: «Pues me queda

alguna fuerza y sangre retenida

con que ofender a los cristianos pueda

quiero aceptar, a mi pesar, la vida,

aunque por modo vil se me conceda,

que yo espero, sin manos, desquitarme,

que no me faltarán para vengarme.

»Quedaos, quedaos malditos, que yo os digo

que en mí tendréis con odio y sed rabiosa

torcedor y solícito enemigo,

cuando dañar no pueda en otra cosa;

muy presto entenderéis cómo os persigo

y que os fuera mi muerte provechosa».

Diciendo así otras cosas que no cuento,

partió de allí ligero como el viento.

No es bien que así dejemos en olvido

el nombre de este bárbaro obstinado,

que por ser animoso y atrevido

el audaz Galbarino era llamado.

Mas, por tanta aspereza he discurrido,

que la fuerza y la voz se me ha acabado

y así habré de parar, porque me siento

ya sin fuerza, sin voz y sin aliento.