CANTO XXI

Halla Tegualda el cuerpo del marido, y haciendo un llanto sobre él, le lleva a su tierra; llegan a Penco los españoles y caballos que venían de Santiago y de la Imperial por tierra; hace Caupolicán muestra general de su gente.

UIÉN de amor hizo prueba tan bastante?

¿Quién vio tal muestra y obra tan piadosa

como la que tenemos hoy delante

de esta infelice bárbara hermosa?

La fama engrandeciéndola, levante

mi baja voz, y en alta y sonorosa;

dando noticia de ella, eternamente,

corra de lengua en lengua, y gente en gente.

Cese el uso dañoso y ejercicio

de las mordaces lenguas ponzoñosas,

que tienen de costumbre y por oficio

ofender las mujeres virtuosas;

pues, mirándolo bien, sólo este indicio,

sin haber en contrario tantas cosas,

confunde su malicia y las condena

a duro freno y vergonzosa pena.

Cuántas y cuántas vemos que han subido

a la difícil cumbre de la fama;

Judith, Camila, la fenicia Dido,

a quien Virgilio injustamente infama;

Penélope, Lucrecia, que al marido

lavó con sangre la violada cama;

Hipo, Tucia, Virginia, Fulvia, Cloelia,

Porcia, Sulpicia, Alcestes y Cornelia.

Bien puede ser entre éstas colocada

la hermosa Tegualda, pues parece

en la rara hazaña señalada

cuánto por el piadoso amor merece;

así, sobre sus obras levantada,

entre las más famosas resplandece

y el nombre será siempre celebrado,

a la inmortalidad ya consagrado.

Quedó, pues, como dije, recogida

en parte honesta y compañía segura,

del poco beneficio agradecida,

según lo que esperaba en su ventura;

pero la Aurora y nueva luz venida,

aunque el sabroso sueño con dulzura

me había los laxos miembros ya trabado,

me despertó el aquejador cuidado.

Viniendo a toda prisa adonde estaba

firme en el triste llanto y sentimiento,

que sólo un breve punto no aflojaba

la dolorosa pena y el lamento;

yo con gran compasión la consolaba,

haciéndole seguro ofrecimiento

de entregarle el marido y darle gente

con que salir pudiese libremente.

Ella, del bien incrédula, llorando,

los brazos extendidos, me pedía

firme seguridad, y así, llamando

los indios de servicio que tenía,

salí con ella acá y allá buscando;

al fin, entre los muertos que allí había,

hallamos el sangriento cuerpo helado,

de una redonda bala atravesado.

La mísera Tegualda, que delante

vio la marchita faz desfigurada,

con horrendo furor en un instante

sobre ella se arrojó desatinada,

y junta con la suya, en abundante

flujo de vivas lágrimas bañada,

la boca le besaba y la herida,

por ver si le podía infundir la vida.

«¡Ay cuitada de mí! —decía—. ¿Qué hago

entre tanto dolor y desventura?

¿Cómo al injusto amor no satisfago

en esta aparejada coyuntura?

¿Por qué ya, pusilánime, de un trago

no acabo de pasar tanta amargura?

¿Qué es esto, la injusticia adonde llega,

que aún el morir forzoso se me niega?».

Así, furiosa por morir, echaba

la rigurosa mano al blanco cuello;

y, no pudiendo más, no perdonaba

al afligido rostro, ni al cabello;

y aunque yo de estorbarlo procuraba,

apenas era parte a defendello,

tan grande era la basca y ansia fuerte

de la rabiosa gana de la muerte.

Después que algo las ansias aplacaron

por la gran persuasión y ruego mío,

y sus promesas ya me aseguraron

del gentílico intento y desvarío,

los prestos yanaconas levantaron

sobre un tablón el yerto cuerpo frío,

llevándole en los hombros suficientes

adonde le aguardaban sus sirvientes.

Mas, porque estando así rota la guerra,

no padeciese agravio y demasía,

hasta pasar una vecina sierra

le tuve con mi gente compañía;

pero llegando a la segura tierra

encaminada en la derecha vía,

se despidió de mí reconocida

del beneficio y obra recebida.

Vuelto al asiento, digo que estuvimos

toda aquella semana trabajando,

en la cual lo deshecho rehecimos

el foso y roto muro reparando;

de industria y fuerza al fin nos prevenimos

con buen ánimo y orden, aguardando

al enemigo campo cada día,

que era pública fama que venía.

También tuvimos nueva que partidos

eran de Mapochó nuestros guerreros,

de armas y municiones bastecidos,

con mil caballos y dos mil flecheros;

mas, del lluvioso invierno los crecidos

raudales y las ciénegas y esteros

llevándoles ganado, ropa y gente

los hacían detener forzosamente.

Estando, como digo, una mañana

llegó un indio a gran prisa a nuestro fuerte

diciendo: «¡Oh temeraria gente insana!

Huid, huid la ya vecina muerte,

que la potencia indómita araucana

viene sobre vosotros, de tal suerte,

que no bastarán muros, ni reparos,

ni sé lugar donde podáis salvaros».

El mismo aviso trajo a medio día

un amigo cacique de la sierra,

afirmando por cierto que venía

todo el poder y fuerza de la tierra

con soberbio aparato, donde había,

instrumentos y máquinas de guerra,

puentes, traviesas, árboles, tablones

y otras artificiosas prevenciones.

No desmayó por esto nuestra gente;

antes venir al punto deseaba,

que el menos animoso osadamente

el lugar de más riesgo procuraba;

y con presteza y orden conveniente

todo lo necesario se aprestaba,

esperando con muestra apercebida

al día amenazador de tanta vida.

Fuimos también por indios avisados

de nuestros espiones, que sin duda

nos darían el asalto por tres lados,

al postrer cuarto de la noche muda;

así que, cuando más desconfiados

no de divina, mas de humana ayuda,

por la cumbre de un monte de repente

apareció en buen orden nuestra gente.

¿Quién pudiera pintar el gran contento,

el alborozo de una y otra parte,

el ordenado alarde, el movimiento,

el ronco estruendo del furioso Marte,

tanta bandera descogida al viento,

tanto pendón, divisa y estandarte,

trompas, clarines, voces, apellidos,

relinchos de caballos y bufidos?

Ya que los unos y otros con razones

de amor y cumplimiento nos hablamos,

y para los caballos y peones

lugar cómodo y sitio señalamos;

tiendas labradas, toldos, pabellones

en la estrecha campaña levantamos

en tanta multitud, que parecía

que una ciudad allí nacido había.

Fue causa la venida de esta gente

que el ejército bárbaro vecino,

con nuevo acuerdo y parecer prudente,

mudase de propósito y camino;

que Colocolo, astuta y sabiamente,

al consejo de muchos contravino,

discurriendo por términos y modos

que redujo a su voto los de todos.

Aunque, como ya digo, antes tuvieron

gran contienda sobre ello y diferencia;

pero, al fin, por entonces difirieron

la ejecución de la áspera sentencia;

y el poderoso campo retrujeron

hasta tener más cierta inteligencia

del español ejército arribado,

que ya le había la fama acrecentado.

Pero los nuestros, de mostrar ganosos

aquel valor que en la nación se encierra,

enemigos del ocio, y deseosos

de entrar talando la enemiga tierra,

procuran con afectos hervorosos

apresurar la deseada guerra,

haciendo diligencia y gran instancia

en prevenir las cosas de importancia.

Reformado el bagaje brevemente

de la jornada larga y desabrida,

la bulliciosa y esforzada gente,

ganosa de honra y de valor movida,

murmurando el reposo impertinente,

pide que se acelere la partida,

y el día tanto de todos deseado

que fue de aquél en cinco señalado.

Venido el aplazado alegre día,

al comenzar de la primer jornada,

llegó de la Imperial gran compañía

de caballeros y de gente armada,

que en aquella ocasión partido había

por tierra, aunque rebelde y alterada,

con gran chusma y bagaje, bastecida

de municiones, armas y comida.

Ya, pues, en aquel sitio recogidos

tantos soldados, armas, municiones,

todos los instrumentos prevenidos,

hechas las necesarias provisiones,

fueron por igual orden repartidos

los lugares, cuarteles y escuadrones,

para que en el rebato y voz primera

cada cual acudiese a su bandera.

Caupolicán también, por otra parte,

con no menor cuidado y providencia,

la gente de su ejército reparte

por los hombres de suerte y suficiencia;

que en el duro ejercicio y bélica arte

eran de mayor prueba y experiencia,

y todo puesto a punto, quiso un día

ver la gente y las armas que tenía.

Era el primero que empezó la muestra

el cacique Pillilco, el cual armado

iba de fuertes armas, en la diestra

un gran bastón de acero barreado,

delante de su escuadra, gran maestra

de arrojar el certero dardo usado,

procediendo en buen orden y manera,

de trece en trece iguales por hilera.

Luego pasó detrás de los postreros

el fuerte Leucotón, a quien siguiendo

iba una espesa banda de flecheros,

gran número de tiros esparciendo;

venía Rengo tras él con sus maceros,

en paso igual y grave, procediendo

arrogante, fantástico, lozano,

con un entero líbano en la mano.

Tras él con fiero término seguía

el áspero y robusto Tulcomara,

que vestida en lugar de arnés traía

la piel de un fiero tigre que matara;

cuya espantosa boca le ceñía

por la frente y quijadas la ancha cara,

con dos espesas órdenes de dientes

blancos, agudos, lisos y lucientes.

Al cual en gran tropel acompañaban

su gente agreste y ásperos soldados,

que en apiñada muela le cercaban,

de pieles de animales rodeados;

luego los talcamávidas pasaban,

que son más aparentes que esforzados,

debajo del gobierno y del amparo

del jatancioso mozo Caniotaro.

Iba siguiendo la postrer hilera

Millalermo, mancebo floreciente,

con sus pintadas armas, el cual era

del famoso Picoldo decendiente,

rigiendo los que habitan la ribera

del gran Nibequetén, que su corriente

no deja a la pasada fuente y río,

que todos no los traiga al Biobío.

Pasó luego la muestra Mareande,

con una cimitarra y ancho escudo,

mozo de presunción y orgullo grande,

alto de cuerpo, en proporción membrudo;

iba con él su primo Lepomande,

desnudo, al hombro un gran cuchillo agudo,

ambos de una divisa, rodeados

de gente armada y practicos soldados.

Seguía el orden tras éstos Lemolemo,

arrastrando una pica poderosa,

delante de su escuadra, por extremo

lucida entre las otras y vistosa;

un poco atrás del cual iba Gualemo,

cubierto de una piel dura y pelosa

de un caballo marino, que su padre

había muerto en defensa de la madre.

Cuentan, no sé si es fábula, que estando

bañándose en la mar algo apartada,

un caballo marino allí arribando,

fue de él súbitamente arrebatada,

y el marido a las voces aguijando

de la cara mujer, del pez robada,

con el dolor y pena de perdella

al agua se arrojó luego tras ella.

Pudo tanto el amor, que el mozo osado

al pescado alcanzó, que se alargaba,

y, abrazado con él por maña a nado,

a la vecina orilla le acercaba,

donde el marino monstruo sobreaguado

(que también el amor ya le cegaba)

dio recio en seco, al tiempo que el reflujo

de las huidoras olas se retrujo.

Soltó la presa libre y, sacudiendo

la dura cola, el suelo deshacía,

y aquí y allí el gran cuerpo retorciendo,

contra el mozo animoso se volvía;

el cual, sazón y punto no perdiendo,

a las cercanas armas acudía,

comenzando los dos una batalla

que el mar calmó, y el sol paró a miralla[55].

Mas con destreza el bárbaro valiente,

de fuerza y ligereza acompañada,

al monstruo, de voraz hería en la frente

con una porra de metal herrada;

al cabo el indio valerosamente

dio felice remate a la jornada,

dejando al gran pescado allí tendido,

que más de treinta pies tenía medido.

Y en memoria del hecho hazañoso,

digno de le poner en escritura,

del pellejo del pez duro y peloso

hizo una fuerte y fácil armadura;

muerto Guacol, Gualemo valeroso

las armas heredó y a Quilacura,

que es un valle extendido y poblado

de gente rica, de oro y de ganado.

Pasó tras éste luego Talcaguano

que ciñe el mar su tierra y la rodea,

un mástil grueso en la derecha mano,

que como un tierno junco le blandea,

cubierto de altas plumas, muy lozano,

siguiéndole su gente de pelea,

por los pechos al sesgo atravesadas

bandas azules, blancas y encarnadas.

Venía tras él Tomé, que sus pisadas

seguían los puelches, gentes banderizas,

cuyas armas son puntas enhastadas

de una gran braza, largas y rollizas;

y los trulos también, que usan espadas,

de fe mudable y casas movedizas,

hombres de poco efecto, alharaquientos,

de fuerza grande y chicos pensamientos.

No faltó Andalicán con su lucida

y ejercitada gente en ordenanza,

una cota finísima vestida,

vibrando la fornida y gruesa lanza;

y Orompello, de edad aún no cumplida,

pero de grande muestra y esperanza,

otra escuadra de prácticos regía,

llevando al diestro Ongolmo en compañía.

Elicura pasó luego tras éstos,

armado ricamente, el cual traía

una banda de jóvenes dispuestos,

de grande presunción y gallardía;

seguían los llaucos de almagrados gestos,

robusta y esforzada compañía,

llevando en medio de ellos por caudillo

al sucesor del ínclito Ainavillo.

Seguía después Cayocupil, mostrando

la dispuesta persona y buen deseo,

su veterana gente gobernando

con paso grave y con vistoso arreo:

tras él venía Purén, también guiando

con no menor donaire y contoneo

una bizarra escuadra de soldados,

en la dura milicia ejercitados.

Lincoya iba tras él, casi gigante,

la cresta sobre todos levantada,

armado un fuerte peto rutilante,

de penachos cubierta la celada;

con desdeñoso término, delante

de su lustrosa escuadra bien cerrada,

el mozo Peicaví luego guiaba

otro espeso escuadrón de gente brava.

Venía en esta reseña en buen concierto

el grave Caniomangue, entristecido

por el insigne viejo padre muerto,

a quien había en el cargo sucedido,

todo de negro el blanco arnés cubierto

y su escuadrón de aquel color vestido,

al tardo son y paso los soldados

de roncos atambores destemplados.

Fue allí el postrero que pasó en la lista

(primero en todo) Tucapel gallardo,

cubierta una lucida sobrevista

de unos anchos escaques[56] de oro y pardo;

grande en el cuerpo y áspero en la vista,

con un huello lozano y paso tardo,

detrás del cual iba un tropel de gente

arrogante, fantástica y valiente.

El gran Caupolicán, con la otra parte

y resto del ejército araucano,

más encendido que el airado Marte,

iba con un bastón corto en la mano;

bajo de cuya sombra y estandarte

venía el valiente Curgo y Mareguano

y el grave y elocuente Colocolo,

Millo, Teguán, Lambecho y Guampicolo.

Seguían, luego, detrás sus pilmaiquenes,

tuncos, renoguelones y pencones,

los itatas, mauleses y cauquenes,

de pintadas divisas y pendones;

nibequetenes, puelches y cautenes

con una espesa escuadra de peones

y multitud confusa de guerreros,

amigos, comarcanos y extranjeros.

Según el mar las olas tiende y crece,

así crece la fiera gente armada;

tiembla en torno la tierra y se estremece

de tantos pies batida y golpeada;

lleno el aire de estruendo se oscurece

con la gran polvoreda levantada,

que en ancho remolino al cielo sube,

cual ciega niebla espesa o parda nube.

Pues nuestro campo en orden semejante,

según que dije arriba, don García

al tiempo del partir puesto delante

de aquella valerosa compañía,

con un alegre término y semblante

que dichoso suceso prometía,

moviendo los dispuestos corazones

comenzó de decir estas razones:

«Valientes caballeros, a quien sólo

el valor natural de la persona

os trajo a descubrir el austral polo,

pasando la solar tórrida zona

y los distantes trópicos, que Apolo

por más que cerca el cielo y le corona,

jamás en ningún tiempo pasar puede,

ni el soberano Autor se lo concede.

»Ya que con tanto afán habéis seguido

hasta aquí las católicas banderas

y al español dominio sometido

innumerables gentes extranjeras,

el fuerte pecho y ánimo sufrido

poned contra estos bárbaros de veras,

que, vencido esto poco, tenéis llano

todo el mundo debajo de la mano.

»Y en cuanto dilatamos este hecho

y de llegar al fin lo comenzado,

poco o ninguna cosa habemos hecho,

ni aún es vuestro el honor que habéis ganado;

que, la causa indecisa, igual derecho

tiene el fiero enemigo en campo armado

a todas vuestras glorias y fortuna,

pues las puede ganar con sola una.

»Lo que yo os pido de mi parte y digo

es, que en estas batallas y revueltas,

aunque os haya ofendido el enemigo,

jamás vos le ofendáis a espaldas vueltas;

antes le defended como al amigo,

si, volviéndose a vos, las armas sueltas

rehuyere el morir en la batalla,

pues es más dar la vida que quitalla[57].

»Poned a todo en la razón la mira

por quien las armas siempre habéis tomado,

que, pasando los términos la ira

pierde fuerza el derecho ya violado;

pues cuando la razón no frena y tira

el ímpetu y furor demasïado,

el rigor excesivo en el castigo

justifica la causa al enemigo.

»No sé ni tengo más acerca de esto

que decir, ni advertiros con razones,

que en detener ya tanto soy molesto

la furia desos vuestros corazones;

¡sus, sus!, pues, derribad y allanad presto

las palizadas, tiendas, pabellones,

y movamos de aquí todos a una

adonde ya nos llama la fortuna».

Súbito las escuadras presurosas,

con grande alarde y con gallardo brío,

marchan a las riberas arenosas

del ancho y caudaloso Biobío;

y, en esquifadas barcas espaciosas,

atravesaron luego el ancho río,

entrando con ejército formado

por el distrito y término vedado.

Mas, según el trabajo se me ofrece,

que tengo de pasar forzosamente,

reposar algún tanto me parece

para cobrar aliento suficiente;

que la cansada voz me desfallece,

y siento ya acabárseme el torrente;

mas yo me esforzaré, si puedo, tanto,

que os venga a contentar el otro canto.