CANTO XX

Retíranse los araucanos con pérdida de mucha gente; escápase Tucapel muy herido, rompiendo por los enemigos. Cuenta Tegualda a don Alonso de Ercilla el extraño y lastimoso proceso de su historia.

ADIE prometa sin mirar primero

lo que de su caudal y fuerza siente,

que quien en prometer es muy ligero,

proverbio es que despacio se arrepiente,

la palabra es empeño verdadero

que habemos de quitar forzosamente,

y es derecho común y ley expresa

guardar al enemigo la promesa.

Bien fuera de estas leyes va la usanza

que en este tiempo mísero se tiene,

promesas que os ensanchan la esperanza

y ninguna se cumple ni mantiene;

así la vana y necia confianza,

que estribando en el aire nos sostiene,

se viene al suelo, y llega el desengaño

cuando es mayor que la esperanza el daño.

De mí sabré decir cuán trabajada

me tiene la memoria y con cuidado

la palabra que di bien excusada

de acabar este libro comenzado:

que la seca materia, desgustada[49],

tan desierta y estéril, que he tomado,

me promete hasta el fin trabajo sumo,

y es malo de sacar de un terrón zumo.

¿Quién me metió entre abrojos y por cuestas,

tras las roncas trompetas y atambores,

pudiendo ir por jardines y florestas

cogiendo varias y olorosas flores,

mezclando, en las empresas y recuestas,

cuentos, ficciones, fábulas y amores,

donde correr sin límite pudiera,

y, dando gusto, yo lo recibiera?

¿Todo ha de ser batallas y asperezas,

discordia, fuego, sangre, enemistades,

odios, rencores, sañas y bravezas,

desatino, furor, temeridades,

rabias, iras, venganzas y fierezas,

muertes, destrozos, rizas, crueldades,

que al mismo Marte ya pondrán hastío,

agotando un caudal mayor que el mío?

Mas a mí me es forzoso ser paciente,

pues de mi voluntad quise obligarme

y así os pido, señor, humildemente,

que no os dé pesadumbre el escucharme;

que el atrevido bárbaro valiente

aún no me da lugar de disculparme;

tal es la furia y prisa con que viene,

que apresurar la mano me conviene.

El cual, como encerrada bestia fiera,

ora de aquella y ora de esta parte

abre sangrienta y áspera carrera,

y por todas el daño igual reparte;

con un orgullo tal que acometiera,

allá en su quinto trono al fiero Marte,

si viera modo de subir al cielo,

según era gallardo de cerbelo[50]

Pero viéndose solo y mal herido

y el ejército bárbaro deshecho.

y todo el fiero hierro convertido

contra su fuerte y animoso pecho,

se retrujo a una parte, en la cual vido[51]

que el cerro era peinado y muy derecho,

sin muro de aquel lado, donde un salto

había de más de veinte brazas de alto.

Como si en tal sazón alas tuviera

más seguras que Dédalo las tuvo,

se arroja desde arriba, de manera

que parece que en ellas se sostuvo;

hizo prueba de sí fuerte y ligera,

que el salto, aunque mortal, en poco tuvo,

cayendo abajo el bárbaro gallardo

como una onza ligera o suelto pardo.

Mas, bien no se lanzó, que en seguimiento

infinidad de tiros le arrojaron,

que, aunque no le alcanzara el pensamiento,

antes que fuese abajo le alcanzaron,

fue tanto el descargar que, en un momento,

en más de diez lugares le llagaron;

pero no de manera que cayese,

ni sólo un paso y pie descompusiese.

Viéndose abajo y tan herido, luego

del propósito y salto arrepentido,

abrasado en rabioso y vivo fuego,

terrible y más que nunca embravecido

quisiera revolver de nuevo al juego

y vengarse del daño recebido;

mas era imaginarlo desatino,

que el cerro era tajado y sin camino.

Cinco o seis veces la difícil vía

y de fortuna el crédito tentaba,

que fácil lo imposible le hacía

el coraje y furor que le incitaba;

por un lado y por otro discurría,

todo de acá y de allá lo rodeaba,

como el hambriento lobo encarnizado

rodea de los corderos el cercado.

Mas viendo, al fin, que era designio vano

y de tiros sobre él la lluvia espesa,

retirándose a un lado, vio en el llano

la trabada batalla y fiera prisa;

y como el levantado halcón lozano,

que, yendo alta la garza, se atraviesa

el cobarde milano, y desde el cielo

cala a la presa con furioso vuelo:

así el gallardo Tucapel, dejado

el temerario intento infrutuoso,

revuelve a la otra banda, encaminado

al reñido combate sanguinoso;

en esto el bando infiel desconfiado,

de mucha gente y sangre perdidoso,

se retiró, siguiendo las banderas,

que iban marchando ya por las laderas.

No por eso torció de su demanda

un sólo paso el bárbaro valiente,

antes recio embistió por una banda,

tropellando de golpe mucha gente;

y dándoles terrible escurribanda[52],

pasó de un cabo a otro francamente,

hiriendo y derribando de manera

que dejó bien abierta la carrera.

Quién queda allí estropeado, quién tullido,

quién se duele, quién gime, quién se queja,

quién cae acá, quién cae allá, aturdido,

quién, haciéndole plaza, de él se aleja,

y en el largo escuadrón de armas tejido

un gran portillo y ancha calle deja,

con el furor que el fiero rayo apriesa

rompe el aire apretado y nube espesa.

De tal manera Tucapel, abriendo

de parte a parte el escuadrón cristiano,

arriba a los amigos, que siguiendo

iban la retirada a paso llano,

con el concierto y orden procediendo

que vemos ir las grullas el verano,

cuando de su tendida y negra banda

ninguna se adelanta ni desmanda.

Nosotros, aunque pocos, cuando vimos

que a espaldas vueltas iban ya marchando,

de nuestro fuerte en gran tropel salimos,

en la campaña un escuadrón formando,

y a paso moderado los seguimos,

de la victoria enteramente usando;

pero dimos la vuelta apresurada

temiendo alguna bárbara emboscada.

Duró, pues, el reñido asalto tanto,

que el sol en lo más alto levantado,

distaba del Poniente en punto cuanto

estaba del oriente desviado;

nosotros ya seguros, entre tanto

que remataba el curso acostumbrado,

dando lugar a las nocturnas horas

del personal trabajo aliviadoras.

El ciego foso alrededor limpiamos,

sin descansar un punto diligentes,

y en muchas partes de el desbaratamos

anchas traviesas y formadas puentes;

los lugares más flacos reparamos

con industria y defensas suficientes,

fortificando el sitio de manera

que resistir un gran furor pudiera.

La negra noche a más andar cubriendo

la tierra, que la luz desamparaba,

se fue toda la gente recogiendo,

según y en el lugar que le tocaba,

la guardia y centinelas repartiendo,

que el tiempo estrecho a nadie reservaba,

me cupo el cuarto de la prima en suerte

en un bajo recuesto junto al fuerte.

Donde con el trabajo de aquel día

y no me haber en quince desarmado,

el importuno sueño me afligía,

hallándome molido y quebrantado;

mas con nuevo ejercicio resistía,

paseándome de este y de aquel lado,

sin parar un momento: tal estaba,

que de mis propios pies no me fiaba.

No el manjar de sustancia vaporoso,

ni vino muchas veces trasegado,

ni el hábito y costumbre de reposo

me habían el grave sueño acarreado;

que bizcocho negrísimo y mohoso,

por medida de escasa mano dado,

y la agua llovediza desabrida

era el mantenimiento de mi vida.

Y a veces la ración se convertía

en dos tasados puños de cebada,

que, cocida con yerbas, nos servía

por la falta de sal la agua salada;

la regalada cama en que dormía

era la húmeda tierra empantanada,

armado siempre y siempre en ordenanza,

la pluma ora en la mano, ora la lanza.

Andando, pues, así con el molesto

sueño que me aquejaba porfiando,

y en gran silencio el encargado puesto

de un canto al otro canto paseando,

vi que estaba el un lado del recuesto

lleno de cuerpos muertos blanqueando,

que nuestros arcabuces aquel día

habían hecho gran riza y batería.

No mucho después de esto, yo, que estaba

con ojo alerto y con atento oído,

sentí de rato en rato que sonaba

hacia los cuerpos muertos un ruïdo

que siempre al acabar se remataba

con un triste sospiro sostenido,

y tornaba a sentirse, pareciendo

que iba de cuerpo en cuerpo discurriendo.

La noche era tan lóbrega y oscura

qué divisar lo cierto no podía;

y así por ver el fin de esta aventura

(aunque más por cumplir lo que debía)

me vine, agazapado en la verdura

hacia la parte que el rumor se oía,

donde vi entre los muertos ir oculto

andando a cuatro pies, un negro bulto.

Yo, de aquella visión mal satisfecho,

con un temor que ahora aún no lo niego,

la espada en mano y la rodela al pecho,

llamando a Dios, sobre él aguijé luego:

mas el bulto se puso en pie derecho

y con medrosa voz y humilde ruego

dijo: «Señor, señor, merced te pido,

que soy mujer, y nunca te he ofendido.

»Si mi dolor y desventura extraña

a lástima y piedad no te inclinaren,

y tu sangrienta espada y fiera saña

de los términos lícitos pasaren,

¿qué gloria adquirirás de tal hazaña,

cuando los justos cielos publicaren

que se empleó en una mujer tu espada,

viuda, mísera, triste y desdichada?

»Ruégote, pues, señor, si por ventura

o desventura, como fue la mía,

con amor verdadero y fe pura

amaste tiernamente en algún día,

me dejes dar a un cuerpo sepultura,

que yace entre esta muerta compañía;

mira que aquel que niega lo que es justo,

lo malo aprueba ya y se hace injusto.

»No quieras impedir obra tan pía,

que aún en bárbara guerra se concede,

que es especie y señal de tiranía

usar de todo aquello que se puede;

deja buscar, su cuerpo a esta alma mía;

después furioso con rigor procede,

que ya el dolor me ha puesto en tal extremo,

que más la vida que la muerte temo.

»Que no sé mal que ya dañar me pueda,

ni hay bien mayor que no le haber tenido,

acábese y fenezca lo que queda,

pues que mi dulce amigo ha fenecido;

que, aunque el cielo cruel no me conceda

morir mi cuerpo con el suyo unido,

no estorbará, por más que me persiga,

que mi afligido espíritu le siga».

En esto con instancia me rogaba

que su dolor de un golpe rematase;

mas yo, que en duda y confusión estaba,

aún, teniendo temor que me engañase,

del verdadero indicio no fiaba

hasta que un poco más me asegurase,

sospechando que fuese alguna espía

que a saber cómo estábamos venía.

Bien que estuve dudoso, pero luego,

aunque la noche el rostro le encubría,

en su poco temor y gran sosiego

vi que verdad en todo me decía,

y que el pérfido amor, ingrato y ciego

en busca del marido la traía,

el cual en la primera arremetida,

queriendo señalarse, dio la vida.

Movido, pues, a compasión de vella,

firme en su casto y amoroso intento,

de allí salido, me volví con ella

a mi lugar y señalado asiento:

donde yo le rogué que su querella

con ánimo seguro y sufrimiento

desde el principio al cabo me contase

y deshogando[53] la ansia descansase.

Ella dijo: «¡Ay de mí!, que es imposible

tener jamás descanso hasta la muerte,

que es sin remedio mi pasión terrible,

y más que todo sufrimiento fuerte;

mas, aunque me será cosa insufrible,

diré el discurso de mi amarga suerte,

quizá que mi dolor, según es grave,

podrá ser que esforzándole me acabe.

»Yo soy Tegualda, hija desdichada

del cacique Brancol desventurado,

de muchos por hermosa en vano amada,

libre un tiempo de amor y de cuidado;

pero muy presto la Fortuna, airada

de ver mi libertad y alegre estado,

turbó de tal manera mi alegría,

que al fin muero del mal que no temía.

»De muchos fui pedida en casamiento,

y a todos igualmente despreciaba,

de lo cual mi buen padre descontento

que yo aceptase alguno me rogaba;

pero con franco y libre pensamiento

de su importuno ruego me excusaba,

que era pensar mudarme desvarío

y martillar sin fruto en hierro frío.

»No por mis libres y ásperas respuestas

los firmes pretensores aflojaron,

antes con nuevas pruebas y recuestas

en su vana demanda más instaron,

y con danzas, con juegos y otras fiestas

mudar mi firme intento procuraron,

no les bastando maña ni artificio

a sacar mi propósito de quicio.

»Muy presto, pues, llegó el postrero día

de esta mi libertad y señorío,

¡oh, si lo fuera de la vida mía!,

pero no pudo ser, que era bien mío.

En un lugar que junto al pueblo había,

donde el claro Gualebo, manso río,

después que sus viciosos campos riega,

el nombre y agua al ancho Itata entrega.

»Allí, para castigo de mi engaño,

que fuese a ver sus fiestas me rogaron,

y, como había de ser para mi daño,

fácilmente comigo lo acabaron;

luego, por orden y artificio extraño,

la larga senda y pasos enramaron,

pareciéndoles malo el buen camino,

y que el sol de tocarme no era dino.

»Llegué por varios arcos donde estaba

un bien compuesto y levantando asiento,

hecho por tal manera que ayudaba

la maestra natura al ornamento;

el agua clara entorno murmuraba,

los árboles movidos por el viento

hacían un movimiento y un ruïdo

que alegraban la vista y el oído.

»Apenas, pues, en él me había asentado,

cuando un alto y solene bando echaron,

y del ancho palenque y estacado

la embarazosa gente despejaron,

cada cual a su puesto retirado;

la acostumbrada lucha comenzaron,

con un silencio tal, que los presentes

juzgaran ser pinturas más que gentes.

»Aunque había muchos jóvenes lucidos,

todos al parecer competidores,

de diferentes suertes y vestidos

y de un fin engañoso pretensores;

no estaba en cuáles eran los vencidos,

ni cuáles habían sido vencedores,

buscando acá y allá entretenimiento

con un ocioso y libre pensamiento.

»Yo que en cosa de aquellas no paraba,

el fin de sus contiendas deseando;

ora los altos árboles miraba,

de natura las obras contemplando,

ora la agua que el prado atravesaba,

las varias pedrezuelas numerando,

libre a mi parecer y muy segura

de cuidado, de amor y desventura.

»Cuando un gran alboroto y vocería

(cosa muy cierta en semejante juego)

se levantó entre aquella compañía,

que me sacó de seso y mi sosiego;

yo, queriendo entender lo que sería,

al más cerca de mí pregunté luego

la causa de la grita ocasionada,

que me fuera mejor no saber nada.

»El cual dijo: "Señora, ¿no has mirado

cómo el robusto joven Mareguano

con todos cuantos mozos ha luchado

los ha puesto de espaldas en el llano?

Y cuando ya esperaba, confiado,

que la bella guirnalda de tu mano

le ciñera la ufana y leda frente

en premio y por señal del más valiente,

»aquel gallardo mozo, bien dispuesto,

del vestido de verde y encarnado,

con gran facilidad le ha en tierra puesto,

llevándole el honor que había ganado;

y el fácil y liviano pueblo, de esto

como de novedad maravillado,

ha levantado aquel confuso estruendo,

la fuerza del mancebo encareciendo.

»Y también Mareguano, que procura

devolver a luchar, el cual alega

que fue siniestro caso y desventura,

que en fuerza y maña el otro no le llega;

pero la condición y la postura

del expreso cartel se lo deniega,

aunque el joven con ánimo valiente

da voces, que es contento y lo consiente.

»Pero los jueces, por razón, no admiten

del uno ni del otro el pedimiento[54],

ni en modo alguno quieren ni permiten

inovación en esto y movimiento;

mas que de su propósito se quiten,

si entre ambos de común consentimiento

pareciendo primero en tu presencia

no alcanzaren de ti franca licencia".

»En esto, a mi lugar enderezando

de aquella gente un gran tropel venía,

que como junto a mí llegó, cesando

el discorde alboroto y vocería,

el mozo vencedor la voz alzando,

con una humilde y baja cortesía,

dijo: "Señora, una merced te pido,

sin haberla mis obras merecido:

»Que si soy extranjero y no merezco

hagas por mí lo que es tan de tu oficio,

como tu siervo natural me ofrezco

de vivir y morir en tu servicio;

que, aunque el agravio aquí yo le padezco,

por dar de esta mi oferta algún indicio,

quiero, si de ello fueres tú servida,

luchar con Mareguano otra caída.

»Y otra, y otra, y aún más, si él quiere, quiero,

hasta dejarle en todo sastifecho;

y consiento que al punto y ser primero

se reduzca la prueba y el derecho;

que siendo en tu presencia, cierto espero

salir con mayor gloria de este hecho;

danos licencia, rompe el estatuto

con tu poder sin límite absoluto".

»Esto dicho, con baja reverencia,

la respuesta, mirándome, esperaba;

mas yo, que sin recato y advertencia

(escuchándole atenta) le miraba,

no sólo concederle la licencia,

pero ya que venciese deseaba;

y así le respondí: "Si yo algo puedo,

libre y graciosamente lo concedo".

»Luego, con un gallardo continente

ambos juntos de mí se despidieron,

y con grande alborozo de la gente

en la cerrada plaza los metieron,

adonde los padrinos igualmente

el sol ya bajo y campo les partieron;

y, dejándolos solos en el puesto,

el uno para el otro movió presto.

»Juntáronse en un punto, y porfiando

por el campo anduvieron un gran trecho,

ora volviendo en torno y volteando,

ora yendo al través, ora al derecho,

ora alzándose en alto, ora bajando,

ora en sí recogidos, pecho a pecho,

tan estrechos, gimiendo se tenían

que recebir aliento aún no podían.

»Volvían a forcejar con un ruïdo,

que era de ver y oírlos cosa extraña;

pero el mozo extranjero, ya corrido

de su poca pujanza y mala maña,

alzó de tierra al otro y de un gemido

de espaldas le trabuca en la campaña,

con tal golpe que al triste Mareguano

no le quedó sentido y hueso sano.

»Luego, de mucha gente acompañado,

a mi asiento los jueces le trujeron,

el cual ante mis pies arrodillado,

que yo le diese el precio me dijeron:

no sé si fue su estrella o fue mi hado,

ni las causas que en esto concurrieron,

que comencé a temblar, y un fuego ardiendo

fue por todos mis huesos discurriendo.

»Halléme tan confusa y alterada

de aquella nueva causa y accidente,

que estuve un rato atónita y turbada

en medio del peligro y tanta gente;

pero volviendo en mí más reportada,

al vencedor en todo dignamente,

que estaba allí inclinado ya en mi falda,

le puse en la cabeza la guirnalda.

»Pero bajé los ojos al momento

de la honesta vergüenza reprimidos,

y el mozo con un largo ofrecimiento

inclinó a sus razones mis oídos;

al fin se fue, llevándome el contento

y dejando turbados mis sentidos,

pues que llegué de amor y pena junto

de sólo el primer paso al postrer punto.

»Sentí una novedad que me apremiaba

la libre fuerza y el rebelde brío,

a la cual sometida se entregaba

la razón, libertad y el albedrío;

yo, que, cuando acordé, ya me hallaba

ardiendo en vivo fuego el pecho frío,

alcé los ojos tímidos cebados

que la vergüenza allí tenía abajados.

»Roto con fuerza súbita y furiosa

de la vergüenza y continencia el freno,

le seguí con la vista deseosa,

cebando más la llaga y el veneno;

que sólo allí mirarle y no otra cosa

para mi mal hallaba que era bueno;

así que, adondequiera que pasaba

tras sí los ojos y alma me llevaba.

»Vile que a la sazón se apercebía

para correr el palio acostumbrado,

que una milla de trecho y más tenía

el término del curso señalado;

y al suelto vencedor se prometía

un anillo de esmaltes rodeado

y una gruesa esmeralda bien labrada,

dado por esta mano desdichada.

»Más de cuarenta mozos en el puesto

a pretender el precio parecieron,

donde, en la raya el pie cada cual puesto,

prontos y apercebidos atendieron;

que no sintieron la señal tan presto,

cuando todos en hila igual partieron

con tal velocidad, que casi apenas

señalaban la planta en las arenas.

»Pero Crepino, el joven extranjero,

que así de nombre propio se llamaba,

venía con tanta furia el delantero,

que al presuroso viento atrás dejaba;

el rojo palio al fin tocó el primero,

que la larga carrera remataba,

dejando con su término agraciado

el circunstante pueblo aficionado.

»Y con solene triunfo, rodeando

la llena y ancha plaza, le llevaron;

pero después a mi lugar tornando

que le diese el anillo me rogaron;

yo, un medroso temblor disimulando,

que atentamente todos me miraron,

del empacho y temor pasado el punto

le di mi libertad y anillo junto.

»Él me dijo: "Señora, te suplico

le recibas de mí, que aunque parece

pobre y pequeño el don, te certifico

que es grande la afición con que se ofrece;

que con este favor quedaré rico

y así el ánimo y fuerzas me engrandece,

que no habrá empresa grande ni habrá cosa

que ya me pueda ser dificultosa".

»Yo, por usar de toda cortesía

que es lo que a las mujeres perficiona,

le dije que el anillo recebía

y más la voluntad de tal persona;

en esto toda aquella compañía,

hecha en torno de mí espesa corona,

del ya agradable asiento me bajaron

y a casa de mi padre me llevaron.

»No con pequeña fuerza y resistencia

por dar satisfación de mí a la gente,

encubrí tres semanas mi dolencia,

siempre creciendo el daño y fuego ardiente

y mostrando venir a la obediencia

de mi padre y señor, mañosamente

le di a entender por señas y rodeo

querer cumplir su ruego y mi deseo.

»Diciendo que, pues él me persuadía

que tomase parientes y marido

al parecer, según que convenía,

yo por le obedecer le había elegido,

el cual era Crepino, que tenía

valor, suerte y linaje conocido,

junto con ser discreto, honesto, afable,

de condición y término loable.

»Mi padre, que con sesgo y ledo gesto

hasta el fin escuchó el parecer mío,

besándome en la frente, dijo: "En esto

y en todo me remito a tu albedrío;

pues de tu discreción e intento honesto

que elegirás lo que conviene fío,

y bien muestra Crepino en su crianza

ser de buenos respetos y esperanza".

»Ya que con voluntad y mandamiento

a mi honor y deseo satisfizo,

y la vana contienda y fundamento

de los presentes jóvenes deshizo,

el infelice y triste casamiento

en forma y acto público se hizo,

hoy hace justo un mes, ¡oh suerte dura,

qué cerca está del bien la desventura!

»Ayer me vi contenta de mi suerte,

sin temor de contraste ni recelo;

hoy la sangrienta y rigurosa muerte,

todo lo ha derribado por el suelo.

¿Qué consuelo ha de haber a mal tan fuerte?

¿Qué recompensa puede darme el Cielo

adonde ya ningún remedio vale

ni hay bien que con tan grande mal se iguale?

»Éste es, pues, el proceso, ésta es la historia,

y el fin tan cierto de la dulce vida,

he aquí mi libertad y breve gloria

en eterna amargura convertida;

y pues que por tu causa, la memoria

mi llaga ha renovado encrudecida,

en recompensa del dolor te pido

me dejes enterrar a mi marido.

»Que no es bien que las aves carniceras

despedacen el cuerpo miserable,

ni los perros y brutas bestias fieras

satisfagan su estómago insaciable;

mas cuando empedernido ya no quieras

hacer cosa tan justa y razonable,

haznos con esa espada y mano dura

iguales en la muerte y sepultura».

Aquí acabó su historia y comenzaba

un llanto tal que el monte enternecía,

con una ansia y dolor que me obligaba

a tenerle en el duelo compañía;

que ya el asegurarle no bastaba

de cuanto prometer yo le podía:

sólo pedía la muerte y sacrificio

por último remedio y beneficio.

En gran congoja y confusión me viera

si don Simón Pereyra, que a otro lado

hacía también la guardia, no viniera

a decirme que el tiempo era acabado;

y espantado también de lo que oyera,

que un poco desde aparte había escuchado,

me ayudó a consolarla, haciendo ciertas

con nuevo ofrecimiento mis ofertas.

Ya el presuroso cielo volteando

en el mar las estrellas trastornaba

y el crucero las horas señalando

entre el sur y sudueste declinaba

en mitad del silencio y noche, cuando

visto cuánto la oferta la obligaba,

reprimiendo Tegualda su lamento,

la llevamos a nuestro alojamiento.

Donde en honesta guarda y compañía

de mujeres casadas quedó, en tanto

que el esperado ya vecino día

quitase de la noche el negro manto;

entretanto también razón sería,

pues que todos descansan y yo canto,

dejarlo hasta mañana en este estado,

que de reposo estoy necesitado.