CANTO XIX

Refierese el asalto que los araucanos dieron a los españoles en el fuerte de Penco; la arremetida de Gracolano a la muralla; la batalla que los marineros y soldados, que habían quedado en guarda de los navíos, tuvieron en la marina con los enemigos.

ERMOSAS damas, si mi débil canto

no comienza a esparcir vuestros loores

y si mis bajos versos no levanto

a concetos de amor y obras de amores,

mi prisa es grande, y que decir hay tanto,

que a mil desocupados escritores,

que en ello trabajasen noche y día,

para todos materia y campo habría.

Y, aunque apartado a mi pesar me veo

de esta materia y presupuesto nuevo,

me sacará al camino el gran deseo

que tengo de cumplir con lo que os debo;

y si el adorno y conveniente arreo

me faltan, baste la intención que llevo,

que es hacer lo que puedo de mi parte,

supliendo vos lo que faltare en la arte.

Mas la española gente, que se queja

con causa justa y con razón bastante,

dándome mucha prisa, no me deja

lugar para que de otras cosas cante:

que el ejército bárbaro la aqueja,

cercando en torno el fuerte en un instante

con terrible amenaza y alarido,

como en el canto atrás lo habéis oído.

Luego que en la montaña en lo más alto

tres gruesos escuadrones parecieron,

juntos a un mismo tiempo hicieron alto

y el sitio desde allí reconocieron;

visto el foso y el muro, el fiero asalto,

dada la seña, todos tres movieron,

esgrimiendo las armas de tal suerte

que a nadie reservaban de la muerte.

El mozo Gracolano, no olvidado

de la arrogante oferta y gran promesa,

de varias y altas plumas rodeado,

blandiendo una tostada pica gruesa,

venía de ellos gran trecho adelantado,

rompiendo por el humo y lluvia espesa

de las balas y tiros arrojados

por brazos y cañones reforzados.

Llegado al justo término, terciando

la larga pica, arremetió furioso,

y en tierra el firme regatón fijando,

atravesó de un salto el ancho foso,

y por la misma pica gateando,

arriba sobre el muro victorioso,

a pesar de las armas contrapuestas,

lanzas, picas, espadas y ballestas.

No agarrochado toro embravecido

la barrera embistió tan impaciente,

ni fue con tanta fuerza resistido

de espesas armas y apiñada gente,

como el gallardo bárbaro atrevido,

que temeraria y venturosamente,

rompiendo al parecer lo más seguro,

sube por fuerza al defendido muro.

Donde sueltas las armas empachadas,

que aprovecharse de ellas no podía,

a bocados, a coces y a puñadas

ganar la plaza el solo pretendía;

los tiros, golpes, botes y estocadas

con gran destreza y maña rebatía

poniendo pecho y hombro suficiente

al ímpetu y furor de tanta gente.

En medio de las armas, a pie quedo,

sin ellas su promesa sustentaba,

y con gran pertinacia y poco miedo,

de morir más adentro procuraba;

y en el vano propósito y denuedo,

herido ya en mil partes, porfiaba,

que su loca fortuna y diestra suerte

tenían suspenso el golpe de la muerte.

Así que en la demanda necia instando,

se arroja entre los hierros, y se mete

cual perro espumajoso, que, rabiando,

adonde más le hieren arremete;

y el peligro y la vida despreciando

lo más dudoso y áspero acomete,

desbaratando en torno mil espadas

al obstinado pecho encaminadas.

Viéndose en tal lugar solo, y tratado

según la temeraria confianza,

no de su pretensión desconfiado,

mas con alguna menos esperanza,

a los brazos cerró con un soldado

y de las manos le sacó la lanza,

sobre la cual, echándose, en un punto,

pensó salvar el foso y vida junto.

Mas la instable[46] Fortuna, ya cansada

de serle curadora de la vida,

dio paso en aquel tiempo a una pedrada

de algún gallardo brazo despedida,

que en la cóncava sien la arrebatada

piedra gran parte le quedó sumida,

trabucándole luego de lo alto,

yendo en el aire en la mitad del salto.

Como el troyano Euricio, que volando

la tímida paloma por el cielo,

con gran presteza el corvo arco flechando,

la atravesó en la furia de su vuelo,

que, retorciendo el cuerpo y revolando

como redondo ovillo vino al suelo,

así el herido mozo en descubierto,

dentro del hondo foso cayó muerto.

De treinta y seis heridas justamente

cayó el mísero cuerpo atravesado,

sin el último golpe de la frente

que el número cerró ya rematado;

y la pica, que el bárbaro valiente

de franca y buena guerra había ganado,

quedó arrimada al foso de manera

que un trozo descubierto estaba fuera.

Pero el joven Pinol, que prometido

había de acompañarle en el asalto

y con él hasta el foso arremetido,

aunque no se atrevió a tan grande salto

como al valiente amigo vio tendido

y descubrir la pica por lo alto,

la arrebató, tomando por remedio

poner con pies ligeros tierra en medio.

Mas como no haya maña ni destreza

contra el hado preciso y dura suerte,

ni bastan prestos pies, ni ligereza

a escapar de las manos de la muerte,

que al que piensa huir, con más presteza

le alcanza de su brazo el golpe fuerte,

como al ligero bárbaro le avino

en mudando propósito y camino.

Que apenas cuatro pasos había dado,

cuando dos gruesas balas le cogieron

y, de la espalda al pecho atravesado

a un tiempo por dos partes le tendieron;

no dio la alma tan presto, que un soldado

de dos que a socorrerle arremetieron,

de la costosa lanza no trabase

y con peligro suyo la salvase.

Luego, de trompas gran rumor sonando,

la gruesa pica en alto levantaron,

y a toda furia en hila igual cerrando,

al foso con gran ímpetu llegaron;

donde, forzosamente reparando,

la munición y flechas descargaron

en tanta multitud, que parecían

que la espaciosa tierra y sol cubrían.

Pues en esta sazón Martín de Elvira,

que así nuestro español era llamado,

de lejos la perdida lanza mira

que el muerto Gracolán le había ganado:

con loable vergüenza, ardiendo en ira,

de recobrar su honor deliberado,

por una angosta puerta que allí había

solo y sin lanza a combatir salía

Con un osado joven que delante

venía la tierra y cielo despreciando,

de proporción y miembros de gigante,

una asta de dos costas[47] blandeando,

que acá y allá con término galante

la gruesa y larga pica floreando,

ora de un lado y de otro, ora derecho,

quiso tentar del enemigo el pecho,

Tirando un recio bote, que cebado

le retrujo seis pasos, de tal suerte,

que el gallardo español desatinado

se vio casi en las manos de la muerte;

pero, como animoso y reportado,

haciendo recio pie, se tuvo fuerte

pensando asir la pica con la mano;

mas este pensamiento salió vano.

Que el indio con destreza y gran soltura,

saltó ligero atrás cobrando tierra

y blandiendo la gruesa picadura

quiso con otro rematar la guerra;

mas el pronto español, que entrar procura

dándole lado, de la pica afierra,

y aguijando por ella a su despecho

cerró presto con él, pecho con pecho.

Y habiendo con presteza arrebatado

una secreta daga que traía,

cinco veces o seis por el costado

del bravo corazón tentó la vía;

el bárbaro mortal, ya desangrado,

por todas la furiosa alma rendía,

cayendo el cuerpo inmenso en tierra frío,

ya de sangre y espíritu vacío.

El valiente español, que vio tendido

a su enemigo, y la victoria cierta,

cobró la pica y crédito perdido

retrayéndose ufano hacia la puerta;

donde, por los amigos conocido,

fue sin contraste en un momento abierta

y dentro recibido alegremente,

con grande aplauso y grita de la gente.

En este tiempo ya por todos lados

la plaza los contrarios expugnaban,

que, a vencer o morir determinados

por los fuegos y tiros se lanzaban;

y encima de los muertos hacinados

los vivos a tirar se levantaban,

de donde más la cierta puntería

el encubierto blanco descubría.

Unos, con ramas, tierra y con maderos

ciegan el hondo foso presurosos;

otros, que más presumen de ligeros,

hacen pruebas y saltos peligrosos;

y los que les tocaba ser postreros,

de llegar a las manos deseosos,

tanto el ir adelante procuraban,

que dentro a los primeros arrojaban.

Mas de los muchos muertos y heridos

de nuestros arcabuces de mampuesto

y de otros arrojados y caídos,

el foso se cegó y allanó presto;

por do los enemigos atrevidos

arremetieron, el temor pospuesto,

llegando por las partes más guardadas

a medir con nosotros las espadas.

Y prosiguiendo en el osado intento,

de nuevo empiezan un combate duro;

mas otros con mayor atrevimiento

trepaban por las picas sobre el muro,

que al bárbaro furor y molimiento

ningún alto lugar había seguro,

ni parte, por más áspera que fuese,

donde no se escalase y combatiese.

Los nuestros, sobre el muro amontonados,

los rebaten, impelen y maltratan,

y con lanzas y tiros arrojados

los derriban abajo y desbaratan;

mas poco los demás escarmentados

la difícil subida no dilatan,

antes procuran luego embravecidos

ocupar el lugar de los caídos.

Unos así tras otros procediendo,

ganosos de honra y de temor desnudos,

siempre la prisa y multitud creciendo

crece la furia de los golpes crudos;

los defendidos términos rompiendo,

cubiertos de sus cóncavos escudos,

nos pusieron en punto y apretura

que estuvo lo imposible en aventura.

En este tiempo Tucapel furioso

apareció gallardo en la muralla,

esgrimiendo un bastón fuerte y nudoso

todo cubierto de luciente malla,

como el león de Libia vedijoso,

que abriendo de la tímida canalla

el tejido escuadrón con furia horrenda

desembaraza la impedida senda.

Así el furioso bárbaro arrogante

discurre por el muro, derribando

cuanto allí se le opone y ve delante,

su misma gente y armas tropellando;

quisiera tener lengua y voz bastante

para poder en suma ir relatando

el singular esfuerzo y valentía

que el bravo Tucapel mostró aquel día.

No las espesas picas ni pertrechos

bastan puestas en contra a resistirle,

ni fuertes brazos, ni robustos pechos

pueden acometiéndole impedirle

que montones de gente y armas hechos

rompe y derriba sin poder sufrirle,

y aún, no contento de esto, osadamente

se arroja dentro, en medio de la gente.

Y al peligro las fuerzas añadiendo,

la poderosa maza rodeaba,

unos desbaratando, otros rompiendo;

siempre más tierra y opinión ganaba;

al fin, los duros golpes resistiendo,

por las armas y gente atravesaba,

hiriendo siempre a diestro y a siniestro

con grande riesgo suyo y daño nuestro.

También hacia la banda del Poniente

había Peteguelén arremetido,

y, a despecho y pesar de nuestra gente,

en lo más alto del bastión subido;

que el valeroso corazón ardiente

le había por las entrañas esparcido

un belicoso ardor, como si fuera

en la verde y robusta edad primera.

Mucho no le duró, que a poca pieza,

le arrebató una bala desmandada

de los dispuestos hombros la cabeza,

rematando su próspera jornada;

tras ésta disparó luego otra pieza,

hacia la misma parte encaminada,

llevando a Guampicol, que le seguía,

y a Surco, Longomilla y Lebopía.

La gente que en las naos había quedado

viendo el rumor y prisa repentina,

cuál salta luego arriba desarmado,

cuál con rodela, cuál con coracina;

quién se arroja al batel, y quién a nado

piensa arribar más presto a la marina,

llamando cada cual a quien debía

y ninguno aguardaba compañía.

Así, a nado y a remo, con gran pena

el molesto y prolijo mar cortaron,

y en la ribera y deseada arena

casi todos a un tiempo pie tomaron;

donde, con disciplina y orden buena,

un cerrado escuadrón luego formaron,

marchando a socorrer a los amigos

por medio de las armas y enemigos.

Del mar no habían sacado los pies, cuando,

por la parte de abajo, con ruïdo

les sale un escuadrón en contra, dando

una furiosa carga y alarido:

venía el primero, el paso apresurando,

el suelto Fenistón, mozo atrevido,

que de los otros quiso adelantarse

con gana y presunción de señalarse.

Nuestra gente con orden y osadía,

siguiendo su derrota[48] y firme intento,

a la enemiga opuesta arremetía,

que aún de esperar no tuvo sufrimiento;

y a recebir a Fenistón salía,

con paso no menor y atrevimiento,

el dïestro Julián de Valenzuela,

la espada en mano, al pecho la rodela.

Fue allí el primero que empezó el asalto

el presto Fenistón anticipado

dando un ligero y no pensado salto,

con el cual descargó un bastón pesado;

mas Valenzuela, la rodela en alto,

a dos manos el golpe ha reparado,

dejándole atronado de manera

como si encima un monte le cayera.

Bajó la ancha rodela a la cabeza,

tanto fue el golpe recio y desmedido,

y el trasportado joven una pieza

fue rodando de manos aturdido;

mas luego, aunque atronado, se endereza,

y volviendo del todo en su sentido,

pudo al través, hurtándose de un salto,

huir la maza que calaba de alto.

Entró el leño por tierra un gran pedazo

con el gran peso y fuerza que traía,

que, visto Valenzuela el embarazo

del bárbaro y el tiempo que él tenía,

metiendo con presteza el pie y el brazo,

el pecho con la espalda le cosía,

y, al sacar la caliente y roja espada,

le llevó de revés media quijada.

El araucano ya con desatino

le echó los brazos sin saber por donde;

mas el joven, tentando otro camino,

arrancada la daga, le responde;

que con la prisa y fuerza que convino,

tres veces en el cuerpo se la esconde,

haciéndole extender, ya casi helados,

los pies y fuertes brazos anudados.

Ya en aquella sazón ninguno había

que sólo un punto allí estuviese ocioso;

mas cada cual solícito corría

a lo más necesario y peligroso;

era el estruendo tal, que parecía

el batir de las armas presuroso

que de sus fijos quicios todo el cielo

desencajado se viniese al suelo.

Por otra parte, arriba en la muralla,

siempre con rabia y prisa hervorosa

andaba muy reñida la batalla,

y la victoria en confusión dudosa;

vuela en el aire la cortada malla,

y de sangre caliente y espumosa

tantos arroyos en el foso entraban,

que los cuerpos en ella ya nadaban.

Así de acá y de allá gallardamente

por la plaza y honor se contendía;

quién sobre el muerto sube diligente,

quién muerto sobre el vivo allí caía;

don García de Mendoza, entre su gente,

su cuartel con esfuerzo defendía,

al gran furor y bárbara violencia

haciendo suficiente resistencia.

Don Felipe Hurtado a la otra mano,

don Francisco de Andía y Espinosa

y don Simón Pereira, lusitano,

don Alonso Pacheco y Ortigosa,

contrapuestos al ímpetu araucano,

hacían prueba de esfuerzo milagrosa,

resistiendo a gran número la entrada,

a pura fuerza y valerosa espada.

Vasco Juárez también por otra parte,

Carrillo y don Antonio de Cabrera,

Arias Pardo, Riberos y Lasarte,

Córdoba, y Pedro de Olmos de Aguilera,

subidos sobre el alto baluarte,

herían en los contrarios de manera

que, aunque eran infinitos, bien seguro

por toda aquella banda estaba el muro.

No menos se mostraba peleando

Juan de Torres, Garnica y Campo Frío,

don Martín de Guzmán y Don Hernando

Pacheco, Gutiérrez, Zúñiga, y Berrío,

Ronquillo, Lira, Osorio, Vaca, Ovando,

haciendo cosas que el ingenio mío,

aunque libre de estorbos estuviera,

contarlas por extenso no pudiera.

Tanto el daño creció, que, de aquel lado,

los fieros araucanos aflojaron,

y, rostro a rostro, en paso concertado,

quebrantado el furor, se retiraron;

los otros, visto el daño no pensado,

también del loco intento se apartaron,

quedando Tucapel dentro del fuerte

hiriendo, derribando y dando muerte.

No desmayó por esto, antes ardía

en cólera rabiosa y viva saña,

y aquí y allí furioso discurría,

haciendo en todas partes riza extraña;

tropella a Bustamante y a Mexía,

derriba a Diego Pérez y a Saldaña.

Mas ya es razón, pues he cantado tanto,

dar fin al gran destrozo y largo canto.