CANTO XIV

Llega Francisco de Villagra de noche sobre el fuerte de los enemigos sin ser de ellos sentido; da, al amanecer, súbito en ellos y a la primera refriega muere Lautaro. Trábase la batalla con harta sangre de una parte y de otra.

UÁL será aquella lengua desmandada

que a ofender las mujeres ya se atreva,

pues vemos que es pasión averiguada

la que a bajeza tal y error las lleva,

si una bárbara moza no obligada

hace de puro amor tan alta prueba,

con razones y lágrimas salidas

de las vivas entrañas encendidas?

Que ni la confianza, ni el seguro,

de su amigo le daba algún consuelo,

ni el fuerte sitio, ni el fosado muro

le basta asegurar de su recelo;

que el gran temor nacido de amor puro

todo lo allana y pone por el suelo;

sólo halla el reparo de su suerte

en el mismo peligro de la muerte.

Así los dos unidos corazones,

conformes en amor, desconformaban,

y dando de ello allí demostraciones,

más el dulce veneno alimentaban;

los soldados en torno los tizones,

ya de parlar cansados reposaban,

teniendo centinelas, como digo,

y el cerro a las espaldas por abrigo.

Villagrán, con silencio y paso presto,

había el áspero monte atravesado,

no sin grave trabajo, que sin esto

hacer mucha labor es excusado;

llegado junto al fuerte, en un buen puesto,

viendo que el cielo estaba aún estrellado,

paró, esperando el claro y nuevo día,

que ya por el Oriente descubría.

De ninguno fue visto ni sentido:

la causa era la noche ser oscura

y haber las centinelas desmentido

por parte descuidada por segura;

caballo no relincha, ni hay ruïdo,

que está ya de su parte la ventura;

esta hace las bestias avisadas

y a las personas bestias descuidadas.

Cuando ya las tinieblas y aire oscuro

con la esperada luz se adelgazaban,

las centinelas puestas por el muro

al nuevo día de lejos saludaban;

y, pensando tener campo seguro,

también a descansar se retiraban,

quedando mudo el fuerte, y los soldados

en vino y dulce sueño sepultados.

Era llegada al mundo aquella hora

que la oscura tiniebla, no pudiendo

sufrir la clara vista de la Aurora,

se va en el Occidente retrayendo;

cuando la mustia Clicie se mejora,

el rostro al rojo Oriente revolviendo,

mirando tras las sombras ir la estrella

y al rubio Apolo Délfico tras ella.

El español, que ve tiempo oportuno,

se acerca poco a poco más al fuerte,

sin estorbo de bárbaro ninguno,

que sordos los tenía su triste suerte;

bien descuidado duerme cada uno

de la cercana inexorable muerte:

cierta señal, que cerca de ella estamos

cuando, más apartados nos juzgamos,

No esperaron los nuestros más, que en viendo

ser ya tiempo de darles el asalto,

de súbito levantan un estruendo

con soberbio alarido horrendo y alto;

y, en tropel ordenado arremetiendo,

al fuerte van a dar de sobresalto;

al fuerte más de sueño bastecido

que al presente peligro apercebido.

Como los malhechores que en su oficio

jamás pueden hallar parte segura

por ser la condición propia del vicio

temer cualquier fortuna y desventura;

que no sienten tan presto algún bullicio

cuando el castigo y mal se les figura,

y corren a las armas y defensa,

según que cada cual valerse piensa.

Así, medio dormidos y despiertos,

saltan los araucanos alterados,

y del peligro y sobresalto ciertos,

baten toldos y ranchos levantados;

por verse de corazas descubiertos,

no dejan de mostrar pechos airados;

mas, con presteza y ánimo seguro,

acuden al reparo de su muro.

Sacudiendo el pesado y torpe sueño,

y cobrando la furia acostumbrada,

quién el arco arrebata, quién un leño,

quién del fuego un tizón, y quién la espada;

quién aguija al bastón de ajeno dueño,

quién por salir más presto va sin nada,

pensando averiguarlo desarmados,

si no pueden a puños, a bocados.

Lautaro, a la sazón, según se entiende,

con la gentil Guacolda razonaba,

asegúrala, esfuerza y reprehende

de la desconfianza que mostraba;

ella razón no admite y más se ofende,

que aquello mayor pena le causaba,

rompiendo el tierno punto en sus amores

el duro son de trompas y atambores.

Mas no salta con tanta ligereza

el mísero avariento enriquecido,

que siempre está pensando en su riqueza,

si siente de ladrón algún ruïdo;

ni madre así acudió con tal presteza

al grito de su hijo muy querido,

temiéndole de alguna bestia fiera,

como Lautaro al son y voz primera.

Revuelto el manto al brazo, en el instante,

con un desnudo estoque, y él desnudo

corre a la puerta el bárbaro arrogante,

que armarse así tan súbito no pudo.

¡Oh pérfida fortuna!, ¡oh inconstante!,

cómo llevas tu fin por punto crudo,

que el bien de tantos años en un punto

de un golpe lo arrebatas todo junto.

Cuatrocientos amigos comarcanos

por un lado la fuerza acometieron,

que en ayuda y favor de los cristianos

con sus pintados arcos acudieron,

que, con extrema fuerza y prestas manos,

gran número de tiros despidieron;

del toldo el hijo de Pillán salía,

y una flecha a buscarle que venía.

Por el siniestro lado (¡oh dura suerte!),

rompe la cruda punta, y tan derecho,

que pasa el corazón más bravo y fuerte

que jamás se encerró en humano pecho;

de tal tiro quedó ufana la muerte,

viendo de un sólo golpe tan gran hecho,

y, usurpando la gloria al homicida

se atribuye a la muerte esta herida.

Tanto rigor la aguda flecha trajo,

que al bárbaro tendió sobre la arena,

abriendo puerta a un abundante flujo

de negra sangre por copiosa vena;

del rostro la color se le retrujo,

los ojos tuerce y, con rabiosa pena,

la alma, del mortal cuerpo desatada

bajó furiosa a la infernal morada.

Ganan los nuestros foso y baluarte,

que nadie los impide ni embaraza,

y así por veinte lados la más parte

pisaba de la fuerza ya la plaza;

los bárbaros, con ánimo y sin arte,

sin celada, ni escudo, y sin coraza,

comienzan la batalla peligrosa,

cruda, fiera, reñida y sanguinosa.

En oyendo los indios extranjeros

que con Lautaro estaban recogidos

el súbito rumor, salen ligeros

del miedo y sobresalto apercebidos;

mas, sintiendo los golpes carniceros,

el ánimo turbado y los sentidos

con atentas orejas acechaban

a dónde con menor rigor sonaban.

Como tímidos gamos que el ruïdo

sienten del cazador, y atentamente

altos los cuellos, tienden el oído

hacia la parte que el rumor se siente,

y el balar de la gama conocido,

que apedazan los perros, y la gente,

con furioso tropel toman la vía,

que más de aquel peligro se desvía.

La baja y vil canalla, acostumbrada

a rendirse al temor de aquella suerte

por ciega senda, inculta y desusada,

rompe el camino y desampara el fuerte,

acá y allá corriendo derramada,

y era tan grande el miedo de la muerte,

que al más valiente y bravo se le antoja

ver un fiero español tras cada hoja.

Pero aquellos que nunca el miedo pudo

hacerlos con peligros de su bando,

poniendo osado pecho por escudo,

están la antigua riña averiguando;

la desnuda cabeza del agudo

cuchillo no se ve estar rehusando,

ni rehúsa la espada la siniestra

ejercitando el uso de la diestra.

Que el joven Corpillán no desmayado,

porque su espada y mano vino a tierra,

antes en ira súbita abrasado

contra la parte del contrario cierra;

y habiendo la espada recobrado,

la diestra, que aún bullendo el puño afierra,

lejos con gran desdén y furia lanza,

ofreciendo la izquierda a la venganza.

Flaqueza en Millapol no fue sentida,

viéndose atravesado por la ijada

y la cabeza de un revés hendida,

ni por pasalle el pecho una lanzada;

que de espumosa sangre a la salida

vino la media lanza acompañada,

dejando aquel lugar de ella vacío,

aunque lleno de rabia y nuevo brío.

Que a dos manos la maza aprieta fuerte,

y con furia mayor la gobernaba,

bien se puede llamar de triste suerte

aquel que el fiero bárbaro alcanzaba;

con la rabia postrera de la muerte

una vez el ferrado leño alzaba;

mas faltole la vida en aquel punto,

cayendo cuerpo y maza todo junto.

Aunque la muerte en medio del camino

le quebrantó el furor con que venía,

un valiente español a tierra vino

del peso y movimiento que traía;

mas luego, puesto en pie, con desatino,

hacia el lugar del dañador volvía,

y viendo el cuerpo muerto dar en tierra,

pensando que era vivo, con él cierra.

Y encima del cadáver arrojado,

dudar la muerte al muerto deseoso,

recio por uno y por el otro lado

hiere y ofende el cuerpo sanguinoso,

hasta tanto que, ya desalentado

se firma recatado y sospechoso

y vio aquel que aferrado así tenía

vueltos los ojos y la cara fría.

Traía la espada en esto Diego Cano

tinta de sangre, y con Picol se junta,

haciendo atrás la rigurosa mano

el pecho le barrena de una punta;

turbado de la muerte el araucano,

cayó en tierra, la cara ya difunta,

bascoso, revolviéndose en el lodo,

hasta que la alma despidió del todo.

De dos golpes Hernando de Alvarado

dio con el suelto Talco en tierra muerto;

pero fue mal herido por un lado

del gallardo Guacoldo en descubierto;

estuvo el español algo atronado,

mas del atronamiento ya despierto,

corriendo al fuerte bárbaro derecho,

la espada le escondió dentro del pecho.

El viejo Villagrán con la sangrienta

espada por los bárbaros rompiendo,

mata, hiere, tropella y atormenta,

a tiempo a todas partes revolviendo;

un golpe a Nico en la cabeza asienta,

el cual los turbios ojos revolviendo

a tierra vino muerto; y de otro a Polo

le deja con el brazo izquierdo sólo.

Usadas las espadas, al acero,

topando la desnuda carne blanda,

ayudadas de un ímpetu ligero,

dan con piernas y brazos a la banda;

no rehusa el segundo ser primero,

antes todos, siguiendo una demanda,

como olas que creciendo van, crecían

y a la muerte animosos se ofrecían.

La gente una con otra así se cierra,

que aún no daban lugar a las espadas,

apenas los mortales van a tierra

cuando estaban sus plazas ocupadas;

unos por cima de otros se dan guerra,

enhiestas las personas y empinadas

y de modo a las veces se apretaban

que a meter por la espada se ayudaban.

Las armas con tal rabia y fuerza esgrimen

que los más de los golpes son mortales,

y los que no lo son, así se imprimen,

que dejan para siempre las señales;

todos al descargar los brazos gimen;

mas salen los efectos desiguales,

que los unos topaban duro acero,

los otros el desnudo y blando cuero.

Como parten la carne en los tajones

con los corvos cuchillos carniceros

y cual de fuerte hierro los planchones

baten en dura yunque los herreros,

así, es la diferencia de los sones

que forman con sus golpes los guerreros,

quién la carne y los huesos quebrantando,

quién templados arneses abollando.

Pues Juan de Villagrán firme en la silla,

contra Guarcondo a toda furia parte;

y la lanza le echó por la tetilla

con una braza de asta a la otra parte;

el bárbaro, la cara ya amarilla,

se arrima desmayado al baluarte;

dando en el suelo súbita caída,

el alma vomitó por la herida.

Pero Rengo, su hermano, que en el suelo

el cuerpo vio caer descolorido,

cuajósele la sangre, y hecho un hielo,

del súbito dolor perdió el sentido;

mas, vuelto en sí, se vuelve contra el cielo,

blasfemando el soberbio y descreído

y el nudoso bastón alzando en alto,

a Juan de Villagrán llegó de un salto.

Mas antes Pon, con una flecha presta,

hirió al caballo en medio de la frente;

empínase el caballo, el cuello enhiesta,

al freno y a la espuela inobediente;

y entre los brazos la cabeza puesta

sacude el lomo y piernas impaciente,

rendido Villagrán al duro hado,

desocupó el arzón y ocupó el prado.

Apenas en el suelo había caído

cuando la presta maza descendía

con una extraña fuerza y un ruïdo

que rayo o terremoto parecía;

del golpe el español quedó adormido

y el bárbaro con otro revolvía,

bajando a la cabeza de manera

que sesos, ojos y alma le echó fuera.

Y con venganza tal no satisfecho

del caso desastrado del hermano,

antes con nueva rabia y más despecho,

hiere de tal manera a Diego Cano,

que, la barba inclinada sobre el pecho,

se le cayó la rienda de la mano,

y sin ningún sentido, casi frío,

el caballo lo lleva a su albedrío.

En medio de la turba embravecido,

esgrime en torno la ferrada maza,

a cuál deja contrecho, a cuál tullido,

cuál el pescuezo del caballo abraza:

quién se tiende en las ancas aturdido,

quién, forzado, el arzón desembaraza,

que todo a su pujanza y furia insana

se le bate, derriba y se le allana.

Por partes más de diez le iba manando

la sangre, de la cual cubierto andaba,

pero no desfallece, antes bramando,

con más fuerza y rigor los golpes daba;

ligero corre acá y allá saltando,

arneses y celadas abollaba,

hunde las altas crestas, rompe sesos,

muele los nervios, carne y duros huesos.

En esto un gran rumor iba creciendo

de espadas, lanzas, grita y vocería,

al cual confusamente, no sabiendo

la causa, mucha gente allí acudía;

y era un gallardo mozo que, esgrimiendo

un fornido cuchillo, discurría

por medio de las bárbaras espadas,

haciendo en armas cosas extremadas.

Venía el valiente mozo belicoso

de una furia diabólica movido,

el rostro fiero, sucio y polvoroso,

lleno de sangre y de sudor teñido;

como el potente Marte sanguinoso,

cuando de furor bélico encendido

bate el ferrado escudo de Vulcano,

blandiendo la asta en la derecha mano.

Con un diestro y prestísimo gobierno

el pesado cuchillo rodeaba,

y a Cron, como si fuera junco tierno,

en dos partes de un golpe lo tajaba;

tras éste al diestro Pon envía al infierno,

y tras de Pon a Lauco despachaba,

no hallando defensa en armadura,

descuartiza, desmiembra y desfigura.

Llamábase éste Andrea, que en grandeza

y proporción de cuerpo era gigante,

de estirpe humilde, y su naturaleza

era arriba de Génova al Levante;

pues con aquella fuerza y ligereza

a los robustos miembros semejante,

el gran cuchillo esgrime de tal suerte

que a todos los que alcanza da la muerte.

De un tiro a Guaticol por la cintura

le divide en dos trozos en la arena,

y de otro al desdichado Quilacura

limpio el derecho muslo le cercena;

pues de golpes así, de esta hechura,

la gran plaza de muertos deja llena;

que su espada a ninguno allí perdona

y unos cuerpos sobre otros amontona.

A Colca de los hombros arrebata

la cabeza de un tajo, y luego tiende

la espada hacia Maulén, señor de Itata,

y de alto a bajo de un revés le hiende:

lanzas, hachas y mazas desbarata,

que todo el pueblo bárbaro le ofende,

llevando muchos tiros enclavados

en los pechos, espaldas y en los lados.

Como la osa valiente perseguida

cuando levan monteros dando caza,

que con rabia, sintiéndose herida,

los nudosos venablos despedaza

y furiosa, impaciente, embravecida,

la senda y callejón desembaraza,

que los heridos perros, lastimados,

le dan ancho lugar escarmentados,

de la misma manera el fiero Andrea,

cercado de los bárbaros venía;

pero de tal manera se rodea,

que gran camino con la espada abría;

crece el hervor, la grita y la pelea,

tanto que la más gente allí acudía,

he aquí a Rengo también ensangrentado,

que llega a la sazón por aquel lado.

Y como dos mastines rodeados

de gozques importunos, que, en llegando

a verse, con los cerros erizados,

se van el uno al otro regañando,

así los dos guerreros señalados,

las inhumanas armas levantando,

se vienen a herir, pero el combate

quiero que al otro canto se dilate.