CANTO XI

Acabanse las fiestas y diferencias, y caminando Lautaro sobre la ciudad de Santiago, antes de llegar a ella hace un fuerte, en el cual metido, vienen los españoles sobre él, donde tuvieron una recia batalla.

UANDO los corazones, nunca usados

a dar señal y muestra de flaqueza

se ven en lugar público afrentados,

entonces manifiestan su grandeza:

fortalecen los miembros fatigados,

despiden el cansancio y la torpeza

y salen fácilmente con las cosas

que eran antes, Señor, dificultosas.

Así le avino a Rengo, que, en cayendo,

tanto esfuerzo le puso el corrimiento,

que, lleno de furor y en ira ardiendo,

se le dobló la fuerza y el aliento.

y al enemigo fuerte, no pudiendo

ganarle antes un paso, ahora ciento

alzado de la tierra lo llevaba,

que aún afirmar los pies no le dejaba.

Adelante la cólera pasara

y hubiera alguna brega en aquel llano,

si, receloso de esto, no bajara

presto de arriba el hijo de Pillano,

que de Caupolicán traía la vara,

y él propio los aparta de su mano,

que no fue poco, en tanto encendimiento

tenerle este respeto y miramiento.

Siendo de esta manera sin ruïdo

despartida la lucha ya enconada,

le fue a Rengo su honor restituido,

mas quedó sin derecho a la celada:

aún no estaba del todo difinido,

ni la plaza de gente despojada,

cuando el mozo Orompello dijo presto:

«Mi vez ahora me toca, mío es el puesto».

Que bramando entre sí se deshacía

esperando aquel tiempo deseado,

viendo que Leucotón ya mantenía,

del tiro de la lanza no olvidado;

con gran desenvoltura y gallardía

salta el palenque y entra el estacado,

y, en medio de la plaza, como digo,

llamaba cuerpo a cuerpo al enemigo.

La trápala y murmurio en el momento

creció porque, parando el pueblo en ello,

conoce por allí cuan descontento

del fuerte Leucotón está Orompello;

témese que vendrán a rompimiento;

mas nadie se atraviesa a defendello,

antes la plaza libre los dejaron

y los vacíos lugares ocuparon.

El pueblo de la lucha deseoso,

la más parte a Orompello se inclinaba;

mira los bellos miembros y el airoso

cuerpo que a la sazón se desnudaba:

la gracia, el pelo crespo y el hermoso

rostro, donde su poca edad mostraba,

que veinte años cumplidos no tenía,

y a Leucotón a fuerzas desafía.

Juzgan ser disconformes los presentes

las fuerzas de estos dos por la aparencia

viendo del uno el talle y los valientes

nervios, edad perfecta y experiencia;

y del otro los miembros diferentes,

la tierna edad y grata adolescencia,

aunque a tal opinión contradecía

la muestra de Orompello y osadía.

Que, puesto en su lugar, ufano espera

el son de la trompeta, como cuando

el fogoso caballo en la carrera

la seña del partir está aguardando,

y cual halcón, que en la húmeda ribera

ve la garza de lejos blanqueando,

que se alegra y se pule ya lozano

y está para arrojarse de la mano.

El gallardo Orompello así esperaba

aquel alegre son para moverse,

que, de ver la tardanza, imaginaba

que habían impedimentos de ofrecerse:

visto que tanto ya se dilataba,

queriendo a su sabor satisfacerse,

derecho a Leucotón sale animoso,

que no fue en recebirle perezoso.

En gran silencio vuelto el rumor vano,

quedando mudos todos los presentes,

en medio de la plaza, mano a mano

salen a se probar los dos valientes

como cuando el lebrel y fiero alano,

mostrándose con ronco son los dientes,

yertos los cerros y ojos encendidos,

se vienen a morder embravecidos.

De tal modo los dos amordazados,

sin esperar trompeta ni padrino,

de coraje y rencor estimulados,

de medio a medio parten el camino,

y, en un instante iguales, aferrados

con extremada fuerza y diestro tino,

se ciñeron los brazos poderosos,

echándose a los pies lazos nudosos.

Las desconformes fuerzas, aunque iguales,

los lleva, arroja y vuelve a todos lados;

viéranlos sin mudarse a veces tales,

que parecen en tierra estar clavados:

donde ponen los pies, dejan señales,

cavan el duro suelo, y, apretados,

juntándose rodillas con rodillas,

hacen crujir los huesos y costillas.

Cada cual del valor, destreza y maña

usaba que en tal tiempo usar podía,

viendo el duro tesón y fuerza extraña

que en su recio adversario conocía;

revuélvense los dos por la campaña,

sin conocerse en nadie mejoría;

pero tanto de acá y de allá anduvieron,

que ambos juntos a un tiempo en tierra dieron.

Fue tan presto el caer y, en el momento,

tan presto el levantarse, por manera

que se puede decir que el más atento

a mover la pestaña, no lo viera;

ventaja ni señal de vencimiento

juzgarse por entonces no pudiera,

que Leucotón arrodilló en el llano

y Orompello tocó sola una mano.

En esto los padrinos se metieron,

y a cada lado el suyo retirando,

en disputa la lucha resumieron,

sus puntos y razones alegando;

de entrambas partes gentes acudieron,

la porfía y rumor multiplicando;

quién daba al uno el precio, honor y gloria,

quién cantaba del otro la victoria.

Tucapelo, que estaba en un asiento

a la diestra del hijo de Pillano,

visto lo que pasaba, en el momento

salta en la plaza, la ferrada en mano,

y con aquel usado atrevimiento

dice: «El precio ganó mi primo hermano,

y si alguno esta causa me defiende,

haréle yo entender que no lo entiende.

»La joya es de Orompello, y quien bastante

se halle a reprobar el voto mío,

en campo estamos: hágase adelante,

que, en suma, le desmiento y desafío».

Leucotón, con un término arrogante,

dice: «Yo amansaré tu loco brío

y el vano orgullo y necio devaneo,

que mucho tiempo ha ya que lo deseo».

«Comigo lo has de haber, que comenzado

juego tenemos ya», dijo Orompello.

Responde Leucotón, fiero y airado:

«Contigo y con tu primo quiero habello».

Caupolicán en esto era llegado,

que del supremo asiento, viendo aquello,

había bajado a la sazón confuso,

y allí su autoridad toda interpuso.

Leucotón y Orompello, conociendo

que el gran Caupolicán allí venía,

las enconosas voces reprimiendo,

cada cual por su parte se desvía:

mas Tucapel, la maza revolviendo,

que otro acuerdo y concierto no quería,

lleno de ira diabólica, no calla,

llamando a todo el mundo a la batalla.

Ruego y medios con él no valen nada

del hijo de Leocán ni de otra gente,

diciendo que a Orompello la celada

le den por vencedor y más valiente;

después, que en plaza franca y estacada

con Leucotón le dejen libremente,

donde aquella disputa se decida

perdiendo de los dos uno la vida.

Puesto Caupolicán en este aprieto,

lleno de rabia y de furor movido,

le dice: «Haré que guardes el respeto

que a mi persona y cargo le es debido».

Tucapel le responde: «Yo prometo

que por temor no baje del partido,

y aquel que en lo que digo no viniere

haga a su voluntad lo que pudiere.

»Guardarete respeto, si derecho

en lo que justo pido me guardares,

y mientras que con recto y sano pecho

la causa sin pasión de esto mirares;

mas si, contra razón, sólo de hecho,

torciendo la justicia lo llevares,

por ti y tu cargo, y todo el mundo junto,

no perderé de mi derecho un punto».

Caupolicán, perdida la paciencia,

se mueve a Tucapel determinado;

mas Colocolo, viejo de experiencia,

que con temor le andaba siempre al lado,

le hizo una acatada resistencia,

diciendo: «¿Estás, señor, tan olvidado

de ti y tu autoridad y salud nuestra,

que lo pongas en sólo alzar la diestra?

»Mira, señor, que todo se aventura;

mira que están los más ya diferentes:

de Tucapel conocen la locura

y la fuerza que tiene de parientes;

lo que emendar se puede con cordura,

no lo emiendes con sangre de inocentes:

dale a Orompello el contendido precio[18]

y otro al competidor de igual aprecio.

»Si por rigor y término sangriento

quieres poner en riesgo lo que queda,

puesto que sobre fijo fundamento

fortuna a tu sabor mueva la rueda,

y el juvenil furor y atrevimiento

castigará tu salvo te conceda,

queda tu fuerza más disminuida

y al fin tu autoridad menos temida.

»Pierdes dos hombres, pierdes dos espadas

que el límite araucano han extendido,

y en las fieras naciones apartadas

hacen que sea tu nombre tan temido;

si ahora han sido aquí desacatadas,

mira lo que otras veces han servido

en trances peligrosos, derramando

la sangre propia y del contrario bando».

Imprimieron así en Caupolicano

las razones y celo de aquel viejo,

que, frenando el furor, dijo: «En tu mano

lo dejo todo y tomo ese consejo».

Con tal resolución, el sabio anciano,

viendo abierto camino y aparejo,

habló con Leucotón, que vino en todo,

y a los primos después del mismo modo.

Y así el viejo eficaz los persuadiera

que en tal discordia y caso tan diviso,

lo que el mundo universo no pudiera,

pudo su discreción y buen aviso;

fuelos, pues, reduciendo de manera

que vinieron a todo lo que quiso,

pero con condición que la celada

por precio al Orompello fuese dada.

Pues la rica celada allí traída

al ufano Orompello le fue puesta

y una cuera de malla guarnecida

de fino oro a la par vino con ésta,

y al mismo tiempo a Leucotón vestida:

todos conformes, en alegre fiesta,

a las copiosas mesas se sentaron,

donde más la amistad confederaron.

Acabado él comer, lo que del día

les quedaba, las mesas levantadas,

se pasó en regocijo y alegría,

tejiendo en corros danzas siempre usadas,

donde un número grande intervenía

de mozos y mujeres festejadas;

que las pruebas cesaron y ocasiones,

atento a no mover nuevas cuestiones.

Cuando la noche el horizonte cierra,

y con la negra sombra al mundo abraza,

los principales hombres de la tierra

se juntaron en una antigua plaza

a tratar de las cosas de la guerra,

y en el discurso de ellas dar la traza

diciendo que el subsidio padecido

había de ser con sangre redimido.

Salieron con que al hijo de Pillano

se cometiese el cargo deseado,

y el número de gente por su mano

fuese absolutamente señalado:

tal era la opinión del araucano

y tal crédito y fama había alcanzado,

que si asolar el cielo prometiera

crédito a la promesa se le diera.

Y entre la gente joven más granada

fueron por él quinientos escogidos,

mozos gallardos, de la vida airada,

por más bravos que prácticos tenidos;

y hubo de otros, por ir esta jornada,

tantos ruegos, protestos[19] y partidos,

que excusa no bastó, ni impedimento

a no exceder la copia[20] en otros ciento.

Los que Lautaro escoge son soldados

amigos de inquietud, facinerosos,

en el duro trabajo ejercitados,

perversos, disolutos, sediciosos,

a cualquiera maldad determinados,

de presas y ganancias codiciosos,

homicidas, sangrientos, temerarios,

ladrones, bandoleros y cosarios.

Con esta buena gente caminaba

hasta el Maule de paz atravesando,

y las tierras, después, por do pasaba,

las iba a fuego y sangre sujetando;

todo sin resistir se le allanaba,

poniéndose debajo de su mando:

los caciques le ofrecen francamente

servicio, armas, comida, ropa y gente.

Así que por los pueblos y ciudades

la comarca los bárbaros destruyen,

talan comidas, casas y heredades,

que los indios de miedo al pueblo huyen;

estupros, adulterios y maldades

por violencia, sin término concluyen,

no reservando edad, estado y tierra,

que a todo riesgo y trance era la guerra.

No paran con la gana que tenían

de venir con los nuestros a la prueba;

los indios comarcanos que huían

llevan a la ciudad la triste nueva;

rumores y alborotos se movían,

el bélico bullicio se renueva,

aunque algunos que el caso contemplaban

a tales nuevas crédito no daban.

Dicen que era locura claramente

pensar que así una escuadra desmandada,

de tan pequeño número de gente,

se atreviese a emprender esta jornada,

y más contra ciudad tan eminente,

y lejos de su tierra y apartada;

pero los que de Penco habían salido,

tienen por más el daño que el ruïdo.

Votos hay que saliesen al camino:

éstos son de los jóvenes briosos;

otros, que era imprudencia y desatino

por los pasos y sitios peligrosos;

a todo con presteza se previno,

que de grandes reparos ingeniosos

el pueblo fortalecen, y en un punto

despachan corredores todo junto.

Debajo de un caudillo diligente

que verdadera relación trajese

del número y designio de la gente,

con comisión si lance le saliese

a su honor y defensa conveniente,

que al bárbaro escuadrón acometiese,

volviendo a rienda suelta dos soldados

para que de ello fuesen avisados.

Por no haber caso en esto señalado,

abrevio con decir que se partieron,

y al cuarto día, con ánimo esforzado,

sobre el campo enemigo amanecieron;

trabose el juego, y no duró trabado,

que los bárbaros luego los rompieron,

y todos, con cuidado y pies ligeros

revolvieron a ser los mensajeros.

Sin aliento, cansados y afligidos,

vuelven con testimonio asaz bastante

de cómo fueron rotos y vencidos

por la fuerza del bárbaro pujante,

laxos, llenos de sangre, malheridos,

con pérdida de un hombre, el cual, delante

y en medio de los campos desmandado,

a manos de Lautaro había expirado.

Cuentan que levantado un muro había

adonde con sus bárbaros se acoge,

y que infinita gente le acudía,

de la cual la más diestra y fuerte escoge;

también que bastimentos cada día

y cantidad de munición recoge,

afirmando por cierto, fuera de esto,

que sobre la ciudad llegará presto.

Quien incrédulo de ello antes estaba,

teniendo allí el venir por desvarío,

a tan clara señal crédito daba,

helándole la sangre un miedo frío;

quién de pura congoja trasudaba,

que de Lautaro ya conoce el brío;

quién, con ardiente y animoso pecho,

bramaba por venir más presto al hecho.

Villagrán enfermado acaso había,

no puede a la sazón seguir la guerra;

mas con ruegos y dádivas movía

la gente más gallarda de la tierra

y por caudillo en su lugar ponía

un caro primo suyo, en quien se encierra

todo lo que conviene a buen soldado:

Pedro de Villagrán era llamado.

Éste, sin más tardar, tomó el camino,

en demanda del bárbaro Lautaro

y el cargo que tan loco desatino

como es venir allí, le cueste caro:

diose tal prisa a andar, que presto vino

a la corva ribera del río Claro

que vuelve atrás en círculo gran trecho,

después hasta la mar corre derecho.

Media legua pequeña elige un puesto,

de donde estaba el bárbaro alojado,

en el lugar mejor y más dispuesto

y allí, por ver la noche, ha reparado;

estaba a cualquier trance y rumor presto,

de guardia y centinelas rodeado,

cuando, sin entender la cosa cierta,

gritaban: «¡Arma, arma, alerta, alerta!».

Esto fue que Lautaro había sabido

cómo allí nuestra gente era llegada,

que después de la haber reconocido

por su misma persona y numerada,

volviose sin de nadie ser sentido

y, mostrando estimarlo todo en nada,

hizo de los caballos que tenía

soltar el de más furia y lozanía.

Diciendo en alta voz: «Si no me engaño,

no deben de saber que soy Lautaro,

de quien han recebido tanto daño,

daño que no tendrá jamás reparo;

mas, porque no me tengan por extraño,

y el ser yo aquí venido sea más claro,

sabiendo con quien vienen a la prueba,

quiero que este rocín lleve la nueva».

Diez caballos, señor, había ganado

en la refriega y última revuelta,

el mejor ensillado y enfrenado,

porque diese el aviso cierto, suelta;

siendo el feroz caballo amenazado,

hacia el campo español toma la vuelta

al rastro y al olor de los caballos,

y ésta fue la ocasión de alborotallos.

Venía con un rumor y furia tanta,

que dio más fuerza al arma y mayor fuego:

la gente recatada se levanta

con sobresalto y gran desasosiego;

el escándalo tanto no fue cuanta

era después la burla, risa y juego

de ver que un animal de tal manera

en arma y alboroto los pusiera.

Pasaron sin dormir la noche en esto

hasta el nuevo apuntar de la mañana,

que, con ánimo y firme presupuesto

de vencer o morir, de buena gana,

salen del sitio y alojado puesto

contra la gente bárbara araucana,

que no menos estaba acodiciada

del venir al efecto de la espada.

Un edicto Lautaro puesto había

que quien fuera del muro un paso diese

como por crimen grave y rebeldía,

sin otra información, luego muriese;

así, el temor frenando a la osadía,

por más que la ocasión la conmoviese,

las riendas no rompió de la obediencia,

ni el ímpetu pasó de su licencia.

Del muro estaba el bárbaro cubierto,

no dejando salir soldado fuera;

quiere que su partido sea más cierto

encerrando a los nuestros, de manera

que no les aproveche en campo abierto

de ligeros caballos la carrera;

mas sólo ánimo, esfuerzo y entereza,

y la virtud del brazo y fortaleza.

Era el orden así, que, acometiendo

la plaza, al tiempo del herir volviesen

las espaldas los bárbaros, huyendo,

porque dentro los nuestros se metiesen,

y algunos por de fuera revolviendo,

antes que los cristianos se advirtiesen

ocuparles las puertas del cercado

y combatir allí a campo cerrado.

Con tal ardid los indios aguardaban

a la gente española que venía,

y en viéndola asomar, la saludaban,

alzando una terrible vocería;

soberbios desde allí la amenazaban

con audacia, desprecio y bizarría,

quién la fornida pica blandeando,

quién la maza ferrada levantando.

Como toros que van a ser lidiados,

cuando aquellos que cerca lo desean

con silbos y rumor, de los tablados

seguros del peligro, los torean,

y en su daño los hierros amolados,

sin miedo amenazándolos blandean,

así la gente bárbara araucana

del muro amenazaba a la cristiana.

Los españoles, siempre con semblante

de parecerles poca aquella caza,

paso a paso caminan adelante

pensando de allanar la fuerte y plaza,

en alta voz diciendo: «No es bastante

el muro, ni la pica y dura maza

a estorbaros la muerte merecida

por la gran desvergüenza cometida».

Llegados de la fuerza poco trecho,

reconocida bien por cada parte,

pónenle el rostro, y sin torcer, derecho

asaltan el fosado baluarte:

por acabado tienen aquel hecho,

de los bárbaros huye la más parte,

ganan las puertas francas con gran gloria

cantando en altas voces la victoria.

No hubiera relación de este contento,

si los primeros indios aguardaran

tanto espacio y sazón cuanto un momento,

que las puertas los últimos tomaran;

mas, viéndolos entrar, sin sufrimiento,

ni poderse abstener, luego reparan,

haciendo la señal que no debían,

hicieron revolver los que huían.

Como corre el caballo cuando ha olido

las yeguas que atrás quedan y querencia

(que allí el intento inclina y el sentido),

gime y relincha con celosa ausencia,

afloja el curso, atrás tiende el oído

alerto a si el señor le da licencia,

que a dar la vuelta aún no le ha señalado

cuando sobre los pies ha volteado.

De aquel modo los bárbaros huyendo,

con muestra de temor (aunque fingida),

firman el paso presuroso, oyendo

la alegre y cierta seña conocida,

y en contra de los nuestros esgrimiendo

la cruda espada al parecer rendida,

vuelven con una furia tan terrible,

que el suelo retembló del son horrible.

Como por sesgo mar del manso viento

siguen las graves olas el camino,

y con furioso y recio movimiento

salta el contrario Coro repentino,

que las arenas del profundo asiento

las saca arriba en turbio remolino,

y las hinchadas olas revolviendo

al tempestuoso Coro van siguiendo.

De la misma manera a nuestra gente,

que el alcance sin término seguía,

la súbita mudanza de repente

le turbó la victoria y alegría,

que, sin se reparar, violentamente

por el mismo camino revolvía,

resistiendo con ánimo esforzado

el número de gente aventajado.

Mas, como un caudaloso río de fama,

la presa y palizada desatando,

por inculto camino se derrama,

los arraigados troncos arrancando;

cuando con desfrenado curso brama,

cuanto topa delante arrebatando,

y los duros peñascos enterrados

por las furiosas aguas son llevados,

con ímpetu y violencia semejante

los indios a los nuestros arrancaron,

y sin pararles cosa por delante

en furiosa corriente los llevaron;

hasta que con veloz furor pujante

de la cerrada plaza los lanzaron,

que el miedo de perder allí la vida

les hizo el paso llano a la salida.

De más prisa y con pies más desenvueltos

los sueltos españoles que a la entrada,

en una polvorosa nube envueltos

salen del cerco estrecho y palizada;

entre ellos van los bárbaros revueltos,

una gente con otra amontonada,

que sin perder un punto se herían

de manos y de pies como podían.

No el alzado antepecho y agujeros

que fuera de él en torno había cavados,

ni la fajina y suma de maderos

con los fuertes bejucos amarrados

detuvieron el curso a los ligeros

caballos, de los hierros hostigados,

que, como si volaran por el viento,

salieron a lo llano en salvamento.

Los españoles sin parar corriendo

libre la plaza a los contrarios dejan,

que la fortuna próspera siguiendo

con prestos pies y manos los aquejan;

pero los nuestros, el morir temiendo,

siempre alargan el paso y más se alejan,

reparando a las veces reciamente,

la gran furia y pujanza de la gente.

Bien una legua larga habían corrido

a toda furia por la seca arena,

sólo Lautaro no los ha seguido,

lleno de enojo y de rabiosa pena,

viendo el poco sustento del mal regido

campo, tan recio el rico cuerno suena,

que los más delanteros los sintieron,

y al son, sin más correr, se retrujeron.

Estaba así impaciente y enojado,

que mirarle a la cara nadie osaba,

y al pabellón él solo retirado

un nuevo edicto publicar mandaba:

«Que guerrero ninguno fuese osado

salir un paso fuera de la cava,

aunque los españoles revolviesen

y mil veces el fuerte acometiesen».

Después llamando a junta a los soldados,

aunque ardiendo en furor, templadamente,

les dice: «Amigos, vamos engañados,

si con tan poco número de gente

pensamos allanar los levantados

muros de una ciudad así eminente;

la industria tiene aquí más fuerza y parte

que la temeridad del fiero Marte.

»Ésta los fieros ánimos reprime,

y a los flacos y débiles esfuerza,

las cervices indómitas oprime

en el yugo domésticas por fuerza;

ésta el honor y pérdidas redime,

y la sazón a usar de ella nos fuerza,

que la industria solícita y fortuna

tienen conformidad y andan a una.

»Cumple partir de aquí, muestras haciendo

que sólo de temor nos retiramos,

y asegurar los españoles, viendo

como el honor y campo les dejamos:

que después, a su tiempo revolviendo,

haremos lo que así dificultamos,

teniendo ellos el llano, y por guarida

vecina la ciudad fortalecida».

El hijo de Pillán esto decía,

cuando asomaba el bando castellano,

que con esfuerzo nuevo y osadía

quiere probar segunda vez la mano;

fue tanto el alborozo y alegría

de los bárbaros, viendo por el llano

aparecer los nuestros, que al momento,

gritan y baten palmas de contento.

En esto los cristianos acercando

poco a poco se van a la batalla,

y al justo tiempo del partir llegando

dejan irse a la bárbara canalla:

que uno la maza en alto, otro bajando

la pica, el cuerpo esento en la muralla,

con animoso esfuerzo se mostraban

y al ejercicio bélico incitaban.

Unos acuden a las anchas puertas

y comienzan allí el combate duro,

de escudos las cabezas bien cubiertas

se llegan otros al guardado muro;

otros buscan por partes descubiertas

la subida y el paso más seguro:

hinche el bando español la cava honda

y el araucano el muro a la redonda.

Pero el pueblo español con osadía,

cubierto de fortísimos escudos,

la lluvia de los tiros resistía

y los botes de lanzas muy agudos;

era tanta la grita y armonía

y el espeso batir de golpes crudos,

que Maule el raudo curso refrenaba,

confuso al son que en torno ribombaba.

Por las puertas y frente y por los lados,

el muro se combate y se defiende;

allí corren con prisa, amontonados,

a donde más peligro haber se entiende:

allí con prestos golpes esforzados

a su enemigo cada cual ofende

con furia tan terrible y fuerza dura,

que poco importa escudo ni armadura.

Los nuestros hacia atrás se retrujeron,

de los tiros y golpes impelidos,

tres veces, y otras tantas revolvieron

de vergonzosa cólera movidos;

gran pieza a la fortuna resistieron,

mas va todos andaban mal heridos,

flacos, sin fuerza, laxos, desangrados

y de sangre los hierros colorados.

El coraje y la cólera es de suerte

que va en aumento el daño y la crueza[21],

hallan los españoles siempre el fuerte

más fuerte y en los golpes más dureza;

sin temor acometen de la muerte,

pero poco aprovecha esta braveza,

que el que menos herido y flaco andaba,

por seis partes la sangre derramaba.

Hasta la gente bárbara se espanta

de ver lo que los nuestros han sufrido

de espesos golpes, flecha y piedra tanta

que sin cesar sobre ellos ha llovido:

y cuan determinados y con cuanta

furia tres veces han acometido;

de esto los enemigos impacientes

apretaban los puños y los dientes.

Y como tempestad que jamás cesa,

antes que va en furioso crecimiento,

cuando la congelada piedra espesa

hiere los techos y se esfuerza el viento,

así los duros bárbaros, apriesa,

movidos de vergüenza y corrimiento,

con lanzas, dardos, piedras arrojadas,

baten dargas, rodelas y celadas.

Los cansados cristianos, no pudiendo

sufrir el gran trabajo incomportable[22],

se van forzosamente retrayendo

del vano intento y plaza inexpugnable;

y el destrozado campo recogiendo,

vista su suerte y hado miserable,

por el mismo camino que vinieron,

aunque con menos furia, se volvieron.

Aquella noche, al pie de una montaña

vinieron a tener su alojamiento,

segura de enemigos la campaña,

que ninguno salió en su seguimiento;

decir prometo la cautela extraña

de Lautaro después, que ahora me siento

flaco, cansado, ronco; y entre tanto,

esforzaré la voz al nuevo canto.