CANTO X

Ufanos los araucanos de las victorias habidas, ordenan unas fiestas generales, donde concurrieron diversas gentes, así extranjeras como naturales, entre los cuales hubo grandes pruebas y diferencias.

UANDO la varia diosa favorece

y las dádivas prósperas reparte,

¡cómo al ánimo flaco fortalece,

que de triste mujer se vuelve un Marte,

y derriba, acobarda y enflaquece,

el esfuerzo viril en la otra parte,

haciendo cuesta arriba lo que es llano

y un gran cerro la palma de la mano!

¡Quién vio los españoles colocados

sobre el más alto cuerno de la luna,

de sus famosos hechos rodeados,

sin punto y muestra de mudanza alguna!

¡Quién los ve en breve tiempo derribados!

¡Quién ve en miseria, vuelta su fortuna!

¡Seguidos, no de Marte, dios sanguino,

mas del tímido sexo femenino!

Mirad aquí la suerte tan trocada,

pues aquellos que al cielo no temían,

las mujeres, a quien la rueca es dada

con varonil esfuerzo los seguían,

y con la diestra a la labor usada

las atrevidas lanzas esgrimían,

que por el hado próspero impelidas,

hacían crudos efectos y heridas.

Estas mujeres, digo, que estuvieron

en un monte escondidas, esperando

de la batalla el fin, y cuando vieron

que iba de rota[17] el castellano bando,

hiriendo el cielo a gritos decendieron,

el mujeril temor de sí lanzando

y, de ajeno valor y esfuerzo armadas,

toman de los ya muertos las espadas.

Y a vueltas del estruendo y muchedumbre,

también en la victoria embebecidas,

de medrosas y blandas de costumbre,

se vuelven temerarias homicidas:

no sienten ni les daba pesadumbre

los pechos al correr, ni las crecidas

barrigas de ocho meses ocupadas,

antes corren mejor las más preñadas.

Llamábase infelice la postrera,

y con ruegos al cielo se volvía,

porque a tal coyuntura en la carrera

mover más presto el paso no podía.

Si las mujeres van de esta manera,

¿la bárbara canalla cuál iría?

De aquí tuvo principio en esta tierra

venir también mujeres a la guerra.

Vienen acompañando a sus maridos,

y en el dudoso trance están paradas;

pero, si los contrarios son vencidos,

salen a perseguirlos esforzadas:

prueban la flaca fuerza en los rendidos,

y si cortan en ellos sus espadas,

haciéndolos morir de mil maneras,

que la mujer cruel eslo de veras.

Así a los nuestros esta vez siguieron

hasta donde el alcance había cesado,

y desde allí la vuelta al pueblo dieron

ya de los enemigos saqueado;

que, cuando hacer más daño no pudieron,

subiendo en los caballos que en el prado

sueltos, sin orden ni gobierno andaban,

a sus dueños por juego remedaban.

Quien hace que combate y quien huía,

y quien tras el que huye va corriendo;

quien finge que está muerto y se tendía,

quien correr procuraba no pudiendo;

la alegre gente así se entretenía,

el trabajo importuno despidiendo

hasta que el sol rayaba los collados,

que el general llegó y los más soldados.

Los unos y los otros aguijaban

con gran prisa a abrazarse estrechamente;

pero algunos, por más que se esforzaban,

la envidia les hacía arrugar la frente:

francos los vencedores se mostraban,

repartiendo la presa alegremente:

que aún en el pecho vil contra natura

puede tanto la próspera ventura.

Una solene fiesta en este asiento

quiso Caupolicán que se hiciese,

donde del araucano ayuntamiento

la gente militar sola estuviese;

y con alegre muestra y gran contento,

sin que la popular se entremetiese,

en danzas, juegos, fiestas y alegrías

gastaron sin aquel algunos días.

Los juegos y ejercicios acabados,

para el valle de Arauco caminaron,

do a las usadas fiestas los soldados

de toda la provincia convocaron:

fueron bastantes plazos señalados,

joyas de gran valor se pregonaron,

de los que en ellas fuesen vencedores,

premios dignos de haber competidores.

La fama de la fiesta iba corriendo

más que los diligentes mensajeros,

en un término breve apercibiendo

naturales, vecinos y extranjeros;

gran multitud de gente concurriendo,

creció en número tanto de guerreros,

que ocupaban las tiendas forasteras

los valles, montes, llanos y riberas.

Ya el esperado catorceno día,

que tanta gente estaba deseando,

al campo su color restituía,

las importunas sombras desterrando,

cuando la bulliciosa compañía

de los brïosos jóvenes, mostrando

el juvenil hervor y sangre nueva,

en campo estaban prestos a la prueba.

Fue con solene pompa referido

el orden de los precios, y el primero

era un lustroso alfanje, guarnecido

por mano artificiosa de platero;

este premio fue allí constituido

para aquel que con brazo más entero

tirase una fornida y gruesa lanza,

sobrando a los demás en la pujanza.

Y de cendrada plata una celada,

cubierta de altas plumas de colores,

de un cerco de oro puro rodeada,

esmaltadas en él varias labores,

fue la preciada joya señalada

para aquel que, entre diestros luchadores,

en la difícil prueba se extremase

y por señor del campo en pie quedase.

Un lebrel animoso, remendado,

que el collar remataba una venera

de agudas puntas de metal herrado,

era el precio de aquel que en la carrera,

de todas armas y presteza armado,

arribase más presto a la bandera

que una gran milla lejos tremolaba

y el trecho señalado limitaba.

Y de niervos un arco, hecho por arte,

con su dorada aljaba, que pendía

de un ancho y bien labrado talabarte

con dos gruesas hebillas de taujía;

éste se señaló y supuso aparte

para aquel que con flecha a puntería,

ganando por destreza el precio rico,

llevase al papagayo el corvo pico.

Un caballo morcillo, rabicano,

tascando el freno estaba de cabestro,

precio del que con suelta y presta mano

esgrimiese el bastón, más como diestro;

por juez se señaló a Caupolicano,

de todos ejercicios gran maestro.

Ya la trompeta con sonada nueva

llamaba opositores a la prueba.

No bien sonó la alegre trompa cuando

el joven Orompello, ya en el puesto,

airosamente el manto derribando,

mostró el hermoso cuerpo bien dispuesto,

y en la valiente diestra blandeando

una maciza lanza; luego en esto

se ponen asimismo Lepomande,

Crino, Pillolco, Guambo y Mareande.

Estos seis en igual hila corriendo,

las lanzas por los fieles igualadas,

a un tiempo las derechas sacudiendo,

fueron con seis gemidos arrojadas;

salen las astas con rumor crujiendo

de aquella fuerza e ímpetu llevadas,

rompen el aire, suben hasta el cielo,

bajando con la misma furia al suelo.

La de Pillolco fue la asta primera

que falta de vigor a tierra vino:

tras ella la de Guambo, y la tercera

de Lepomande, y cuarta la de Crino;

la quinta, de Mareande, y la postrera,

haciendo por más fuerza más camino,

la de Orompello fue, mozo pujante,

pasando cinco brazas adelante.

Tras éstos, otros seis lanzas tomaron

de los que por más fuertes se estimaban;

y, aunque con fuerza extrema procuraron

sobrepujar el tiro, no llegaban;

otros, tras éstos, y otros seis probaron,

mas todos con vergüenza atrás quedaban.

Y por no detenerme en este cuento,

digo que lo probaron más de ciento.

Ninguno con seis brazas llegar pudo

al tiro de Orompello señalado,

hasta que Leucotón, varón membrudo,

viendo que ya el probar había aflojado,

dijo en voz alta: «De perder no dudo;

mas, porque todos ya me habéis mirado,

quiero ver de este brazo lo que puede

y a dó llegar mi estrella me concede».

Esto dicho, la lanza requerida

en ponerse en el puesto poco tarda,

y dando una ligera arremetida,

hizo muestra de sí fuerte y gallarda:

la lanza por los aires impelida,

sale cual gruesa bala de bombarda,

o cual furioso trueno que, corriendo,

por las espesas nubes va rompiendo.

Cuatro brazas pasó con raudo vuelo

de la señal y raya delantera,

rompiendo el hierro por el duro suelo,

tiembla por largo espacio la asta fuera;

alza la turba un alarido al cielo,

y de tropel con súbita carrera

muchos a ver el tiro van corriendo,

la fuerza y tirador engrandeciendo.

Unos el largo trecho a pies medían

y examinan el peso de la lanza;

otros por maravilla encarecían

del esforzado brazo la pujanza;

otros van por el precio; otros hacían

al vencedor cantares de alabanza,

de Leucotón el nombre levantando

le van en alta voz solenizando.

Salta Orompello y por la turba hiende,

y aquel rumor (colérico) baraja,

diciendo: «Aún no he perdido, ni se entiende

de sólo el primer tiro la ventaja».

Caupolicán la vara en esto tiende

y a tiempo un encendido fuego ataja,

que Tucapel al primo había acudido

y otros con Leucotón se habían metido.

Caupolicán, que estaba por juez puesto,

mostrándose imparcial, discretamente

la furia de Orompello aplaca presto

con sabrosas palabras blandamente:

y así, no se altercando más sobre esto,

conforme a la postura, justamente,

a Leucotón, por más aventajado,

le fue ceñido el corvo alfanje al lado.

Acabada con esto la porfía

y Leucotón quedando victorioso,

Orompello a una parte se desvía

del caso algo corrido y vergonzoso;

mas como sabio mozo lo encubría

de verse en ocasiones deseoso

por do con Leucotón, y causa nueva

venir pudiese a más estrecha prueba.

Era Orompello mozo asaz valido,

que desde su niñez fue muy brïoso,

manso, tratable, fácil, corregido

y, en ocasión metido, valeroso;

de muchos en asiento preferido

por su esfuerzo y linaje generoso,

hijo del venerable Mauropande,

primo de Tucapel y amigo grande.

Puesto nuevo silencio y despejado

el campo do la prueba se hacía

el diestro Cayeguán, mozo esforzado,

a mantener la lucha se metía;

no pasó mucho, cuando de otro lado,

con gran disposición Torquín salía,

de haber en él pujanza y ligereza,

ambos en el luchar de gran destreza.

Dada señal con pasos ordenados,

los dos gallardos bárbaros se mueven:

ya los viérades juntos, ya apartados,

ora tienden el cuerpo, ora le embeben;

por un lado y por otro recatados

se inquieren, cercan, buscan y remueven,

tientan, vuelven, revuelven y se apuntan,

y al cabo con gran ímpetu se juntan.

Hechas las presas y ellos recogidos,

en su fuerza procuran conocerse;

pero, de ardor colérico encendidos

comienzan por el campo a revolverse:

cíñense pies con pies y, entretejidos,

cargan a un lado y otro, sin poderse

llevar cuanto una mínima ventaja,

por más que el uno y otro se trabaja.

Andando así, en un tiempo, cauteloso,

metió la pierna diestra Cayeguano:

quiso Torquín ceñirla codicioso,

cargando con gran fuerza a aquella mano;

sácala a tiempo Cayeguán, mañoso,

y el cuerpo de Torquín quedando en vano,

del mismo peso y fuerza que traía,

a los pies enemigos se tendía.

Tras éste el fuerte Rengo se presenta,

el cual, lanzando fuera los vestidos,

descubre la persona corpulenta,

brazos robustos, músculos fornidos;

mírale la confusa turba atenta,

que de cuatro entre todos escogidos

este valiente bárbaro era el uno,

jamás sobrepujado de ninguno.

Con gran fuerza los hombros sacudiendo,

se apareja a la lucha y desafío,

y al vencedor contrario apercibiendo

le va a buscar con animoso brío;

de la otra parte Cayeguán saliendo,

en medio de aquel campo a su albedrío

vienen los dos gallardos a juntarse,

procurando en la presa aventajarse.

Un rato estuvo en confusión la gente,

y anduvo en duda la victoria incierta;

mas luego Rengo dio señal patente

con que fue su pujanza descubierta,

que entre los duros brazos, reciamente,

al triste Cayeguán, la boca abierta

sin dejarle alentar, le retraía,

y acá y allá con él se revolvía.

Alzolo de la tierra, y apretado

en el aire gran pieza lo suspende;

Cayeguán sin color, desalentado,

abre los brazos y las piernas tiende;

viéndolo así rendido, el esforzado

Rengo, que a la victoria sólo atiende,

dejándole bajar, con poca pena,

le estampa de gran golpe en el arena.

Sacáronle del campo sin sentido

y a su tienda en los hombros le llevaron:

todos la fuerza grande y el partido

de Rengo en alta voz solenizaron;

pero, cesando en esto aquel ruïdo,

a sus asientos luego se tornaron,

porque vieron que Talco, aparejado,

el puesto de la lucha había tomado.

Fue este Talco de pruebas gran maestro,

de recios miembros y feroz semblante,

diestro en la lucha y en las armas diestro,

ligero y esforzado, aunque arrogante;

y con todas las partes que aquí muestro,

era Rengo más suelto y más pujante,

usado en los robustos ejercicios

que de ello su persona daba indicios.

Talco se mueve y sale con presteza,

Rengo espaciosamente se movía,

fíase mucho el uno en la destreza,

el otro en su vigor sólo se fía;

en esto con extraña ligereza,

cuando menos cuidado en Talco había,

un gran salto dio Rengo no pensado,

cogiendo al enemigo descuidado.

De la suerte que el tigre cauteloso,

viendo venir lozano al suelto pardo,

el cuello bajo, lerdo y perezoso,

con ronco son se mueve a paso tardo,

y en un instante, súbito y furioso,

salta sobre él con ímpetu gallardo,

y echándole la garra, así le aprieta,

que le oprime, le rinde y le sujeta.

De esta manera Rengo a Talco afierra,

y antes que a la defensa se prevenga,

tan recio le apretó contra la tierra,

que el lomo quebrantado lo derrienga;

viéndolo, pues, así lo desafierra,

y a su puesto, esperando que otro venga,

vuelve, dejando el campo con tal hecho

de su extremada fuerza satisfecho.

Mas no hubo en hombre allí tal osadía

que a contrastar al bárbaro se atreva:

y así, porque la noche ya venía,

se difirió la comenzada prueba

hasta que el carro del siguiente día

alegrase los campos con luz nueva;

sonando luego varios instrumentos,

hinchieron de las mesas los asientos.

Pues otro día saliendo de su tienda

el hijo de Leocán, acompañado,

al cercado lugar de la contienda

con altos instrumentos fue llevado.

Rengo, porque su fama más se extienda,

dando una vuelta en torno del cercado,

entró dentro con una bella muestra,

y a mantener se puso la palestra.

Bien por dos horas Rengo tuvo el puesto

sin que nadie la plaza le pisase,

que no se vio soldado tan dispuesto,

que, viéndole, el lugar vacío ocupase;

pero ya Leucotón, mirando en esto,

que, porque su valor más se notase,

hasta ver el más fuerte había esperado,

con grave paso entró en el estacado.

Luego un rumor confuso y grande estruendo

entre el parlero vulgo se levanta

de ver estos dos juntos, conociendo

en uno y otro esfuerzo y fuerza tanta:

Leucotón, la persona recogiendo,

a recebir a Rengo se adelanta,

que con gallardo paso se venía

de esfuerzo acompañado y lozanía.

Vienen al paragón dos animosos

que en esfuerzo y pujanza par no tienen;

unas veces aguijan presurosos,

otras frenan el paso y lo detienen,

andan en torno y miran cautelosos,

y a todos los engaños se previenen:

pero no tardó mucho que cerraron

y con estrechos nudos se abrazaron.

Juntándose los dos pechos con pechos,

van las últimas fuerzas apurando,

ya se afirman y tienen muy estrechos,

ya se arrojan en torno volteando,

ya los izquierdos, ya los pies derechos

se enclavijan y enredan, no bastando

cuanta fuerza se pone, estudio y arte

a poder mejorarse alguna parte.

Acá y allá furiosos se rodean,

la fuerza uno del otro resistiendo;

tanto forcejan, gimen y jadean

que los miembros se van entorpeciendo:

tiemblan de la fatiga y titubean

las cansadas rodillas, no pudiendo

comportar el tesón y furia insana,

que al fin eran de hueso y carne humana.

De sudor grueso y engrosado aliento

cubiertos los dos bárbaros andaban,

y del fogoso y recio movimiento

roncos los pechos dentro resonaban;

ellos siempre con más encendimiento,

sacando nuevas fuerzas, procuraban

llegar la empresa al cabo comenzada

por ganar el honor y la celada.

Pero ventaja entre ellos conocida

no se vio, allí ni de flaqueza indicio;

ambos jóvenes son de edad florida,

iguales en la fuerza y ejercicio;

mas la suerte de Rengo enflaquecida

y el hado, que hasta allí le fue propicio

hicieron que perdiese a su despecho

del precio y del honor todo el derecho.

Había en la plaza un hoyo hacia el un lado,

engaste de un guijarro, y nuevamente

estaba de su encaje levantado

por el concurso y huella de la gente;

de esto el cansado Rengo no avisado,

metió el pie dentro y, desgraciadamente,

cual cae de la segur herido el pino,

con no menor estruendo a tierra vino.

No la pelota con tan presto salto

resurte arriba del macizo suelo;

ni la águila, que al robo cala de alto,

sube en el aire con tan recio vuelo,

como de corrimiento el seso falto,

Rengo, rabioso, amenazando el cielo,

se puso en pie, que aún bien no tocó en tierra,

y contra Leucotón furioso cierra.

Como en la fiera lucha Anteo temido

por el furioso Alcides derribado,

que de la tierra madre recogido,

cobraba fuerza y ánimo doblado,

así el airado Rengo embravecido,

que apenas en la arena había tocado,

sobre el contrario arriba de tal suerte,

que al extremo llegó de honrado y fuerte.

Tanto dolor del grave caso siente,

el público lugar considerando,

que, abrasado de fuego y rabia ardiente,

se le fueron las fuerzas aumentando,

y furioso, colérico, impaciente,

de suerte a Leucotón va retirando,

que apenas le resiste; y el suceso

oiréis en el siguiente canto expreso.