4

Se desabrochó la ropa y la dejó caer sobre sus pies. La Luna se imponía a través de la escotilla del camarote, inmaculada, transparente, dulce. Su esposo la esperaba tendido sobre el catre, transformándola con su mirada en la mujer más hermosa de la Tierra. Ella se acercó a su oído y le susurró.

—¿Quieres que te cuente cómo huele la arena del mar?

Él la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí.

—Cuéntame.

—Huele a grito, amor, y a sueños a punto de cumplirse.

Ella desparramó sus trenzas sobre su cuerpo, él le besó la frente, ella los ojos, él buscó sus labios. Y los dos se sumergieron en las profundidades del otro.

La noche se convirtió en madrugada sin que se dieran cuenta, y la madrugada en una mañana radiante y azul. Durmieron hasta que el vigía de proa gritó que se avistaba Sanlúcar, la ciudad donde esperarían a que en Zafra terminaran los procesos del Santo Oficio, quizá seis meses, o un año, o dos.

Sus cuerpos volvieron a fundirse.

—Ehecatl, ¿me querrás siempre?

—Mucho más que siempre, hasta que tu mundo y el mío estén tan cerca como nosotros.

Él repitió su nombre, el viento que la impulsó a volar hasta esas tierras y hasta esos brazos. Y su boca parecía una promesa cumplida.

—Ehecatl, Ehecatl.