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Los niños no dejaban de preguntar cuánto faltaba, pero la respuesta siempre era la misma.
—Detrás de aquel monte está Sevilla.
Mamata trató de entretenerlos inventando juegos con lo poco que tenían a su alcance, sus propias manos, la vista del horizonte, las viñas, o los árboles. Pero al cuarto día, sus recursos ya se habían agotado. Los niños ya estaban aburridos de jugar al «pin pin zarramacatín», de buscar cosas del mismo color, de hablar sin mover los labios, o de adivinar palabras que empezaban con alguna letra.
La pequeña Inés también protestaba. Desde que salieron de Zafra, aunque su madre se la pusiera al pecho, no dejaba de llorar con los puños cerrados. Tenía hambre. Valvanera no sabía qué hacer, salvo llorar.
—Se morirá si no llegamos pronto. Creo que ya no me queda ni una gota de leche.
Mamata acarició a la niña, se le notaba que trataba de no parecer preocupada, pero el tono de su voz la traicionó.
—¡No te desesperes! ¡Pronto llegaremos! La nuera de mi hermana le dará de mamar. Estaba de cinco meses cuando me fui. Con todos sus hijos ha tenido que descargarse los pechos porque le rebosan. Seguro que a ti te vuelve cuando menos lo esperes, han debido de ser los nervios.
Valvanera tocó suavemente la cabeza de su hija. Tenía la piel pegada al hueso, y la fontanela se hundía con sólo rozarla.
—Puede que no pase de esta noche.
La princesa miró por la ventana, en un par de horas habría anochecido. Si en la próxima fonda no encontraban un ama de cría, continuarían el camino aunque tuvieran que viajar toda la noche. Antes de que amaneciera, la niña podría estar mamando de la nuera de Mamata.
Valvanera se desabrochó la blusa y arrimó a la pequeña al pezón. No se le escuchaba el ruido que solía hacer al tragar, chupaba desesperada y se retiraba llorando. Los huesos de la cabeza se hundían por momentos. Valvanera rezó a la diosa del agua para que se produjera un milagro.
—¡Escucha! ¡Tú, mi madre! ¡La de las enaguas preciosas!
El llanto de la niña se estaba apagando cuando llegaron a la posada. Nadie se bajó del coche. Esperaron a que el hijo menor de Mamata volviera con buenas noticias, pero en aquel lugar nadie había parido desde hacía años. Había que continuar el viaje. María y Miguel miraban a Valvanera y a la niña como si comprendieran lo que estaba sucediendo. La princesa ordenó al cochero que diera de beber a los caballos, en cuanto estuvieran listos seguirían camino hacia Sevilla. En ese momento, Mamata abrió la portezuela, salió del coche y corrió hacia la posada gritando.
—¡Beber! El hambre de la niña se parece mucho a la sed.
Volvió en un abrir y cerrar de ojos con un vaso de agua. Se lo acercó a la pequeña a la boca y ésta bebió como si se tratara de un adulto, la fontanela volvía a redondear su cabeza a medida que el líquido entraba en su cuerpo. Valvanera lloraba y reía.
—¡Pero qué tonta he sido! ¡Qué tonta!
María y Miguel la miraban sin decidirse a acompañarla en su risa o en su llanto. La princesa también reía y lloraba. Mamata se metió en el carruaje y ordenó al cochero.
—¡Vámonos!
Llegaron al Arenal de Sevilla antes de que los faroles de las calles empezaran a apagarse. Mamata y su hijo bajaron del coche y se encaminaron a pie hacia los barrios intramuros. Valvanera y doña Aurora se dirigieron a la posada donde les esperaban don Lorenzo y Juan de los Santos, aporrearon la aldaba con tanta fuerza que los dos bajaron sin que nadie tuviera que despertarlos.
No hay abrazo más dulce que el del consuelo. Valvanera se acurrucó en el pecho de su esposo y dejó que las lágrimas rodaran. En menos de una hora, Mamata volvía a la posada con su nuera.