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Mamata, Valvanera y doña Aurora contuvieron la respiración hasta que el cochero sujetó a los caballos al llegar a la Ruta de la Plata. Los niños dormían bajo el manto de la niñera. Hasta ese momento, nadie se atrevió a mirar por la ventanilla para averiguar la identidad del jinete que cabalgaba a su lado. La princesa y su esclava continuaban tapadas hasta los ojos, con la mirada al frente, sin decir una sola palabra.

Obedeciendo las órdenes de su señora, Mamata se incorporó, cerró las portezuelas de las ventanas, corrió los cortinones, y aprovechó para comprobar si era el comerciante el que las seguía. Las tres respiraron profundamente cuando Mamata volvió a sentarse.

—No es él, es uno de los moros.

Doña Aurora sonrió, el plan estaba funcionando. Valvanera se retiró la capa y destapó a los niños.

—¿Qué pasará ahora? Si nos sigue hasta Sevilla, y el comerciante queda libre, estamos perdidas.

Pero la princesa ya lo había previsto. Sabía que el hombre de negro no dejaría marchar al carruaje sin vigilancia. Lo más lógico era pensar que uno de sus criados le acompañaría hasta El Castellar y el otro las seguiría a ellas. Una vez en su destino, el criado volvería para informarle de dónde podría encontrarlas. En realidad, no se dirigían a Sevilla directamente, pararían en Fuente de Cantos. Allí les esperaban los Condes de Osilo para esconderlas hasta que el criado se marchase.

Mamata y Valvanera la miraron sorprendidas, ninguna de las dos conocía esa parte del plan. Su esclava se rio.

—¿Y de qué conoces tú a esos condes?

—No los conocía, pero el alcaide Sepúlveda sí. Eran primos de su esposa.

—¿El alcaide Sepúlveda? ¿Y cuándo has visto al alcaide Sepúlveda?

No le hizo falta verlo, se comunicaban por carta desde que don Lorenzo se marchó a Granada.

Mamata las escuchaba sin intervenir, le entristecía que su señora no hubiera confiado en ella. Era verdad que le había fallado, y que la confianza es un hilo que, una vez roto, es difícil recomponer sin que se noten los nudos. Pero la princesa sabía que lo hizo por los niños. Le había jurado por Dios que nunca más hablaría con el comerciante, y no podía romper ese juramento sin poner en peligro la salvación de su alma. Se consoló pensando que también se lo había ocultado a Valvanera, su esclava inseparable. Ella sí se atrevió a preguntar el motivo de la desconfianza.

—¿Y por qué no nos lo habías dicho? Tú sabes que no lo hubiéramos contado. ¿O no lo sabes?

La princesa se colgó de su brazo y se reclinó sobre su hombro. Por supuesto que sabía que no se lo habrían dicho a nadie si lo hubieran sabido. Le hubiera gustado contárselo, pero don Diego le pidió que lo mantuviera en secreto.

Cuando llegaron al palacete de los Condes de Osilo, dos criados les esperaban en la puerta de las cuadras. Doña Aurora y Valvanera volvieron a cubrirse y descorrieron los cortinones y las portezuelas de las ventanillas. El criado del comerciante seguía allí.

Los niños habían dormido durante todo el trayecto, pero se despertaron al pararse el coche y comenzaron a alborotar y a asomarse por los cristales, sin que Mamata pudiera hacer nada por detenerles. La pequeña Inés se despertó con el ruido y empezó a llorar. Valvanera intentó calmarla con el dedo meñique mientras se desabrochaba los botones para darle el pecho, pero el llanto de su hija la ponía nerviosa, no acertaba a liberarse de la blusa.

El criado del comerciante tocó el cristal con la frente y clavó los ojos en los pequeños. Después miró a Valvanera y a su hija, buscó la mirada de la princesa, y le dirigió una sonrisa. Se dio la media vuelta y subió a su caballo para desaparecer a todo galope. En un par de horas estaría en Zafra informando a su señor. Si el capitán no había conseguido su objetivo en Granada, otras dos horas más y el comerciante caería sobre ellas con los soldados de la Inquisición.

Los Condes de Osilo les aconsejaron que dejaran descansar a los caballos. Mientras su perseguidor iba y venía de Zafra, les daría tiempo de comer, echar un poco de siesta y reemprender el camino. Para cuando el comerciante estuviera en Fuente de Cantos, ellas ya habrían llegado a Monesterio.

Sin embargo, la princesa sólo aceptó la invitación a comer, tenía que ganar tiempo. El comerciante y su sirviente viajaban a caballo, mucho más rápido que el carruaje. Seguramente, al no encontrarlas en Fuente de Cantos, seguirían la Ruta de la Plata hacia Sevilla para alcanzarlas en el camino, y no quería darles esa oportunidad.

Mamata y Valvanera comieron en la cocina con los pequeños. En menos de una hora, ya habían vuelto a subir al carruaje.