Capítulo X

1

En el comedor de don Diego Sepúlveda, don Lorenzo sostenía el cofre con el anillo y el besador, deseando ver la alegría de doña Aurora cuando lo pusiera en sus manos. Una docena de miradas se clavaba en el tapiz que escondía la puerta por donde deberían entrar las criadas con el ecónomo. Los ruidos que se escuchaban al otro lado del muro indicaban que ya habían cruzado el pasadizo. Alguien movía la piedra que ocultaba la manivela secreta.

Al cabo de unos instantes, se escuchó un chirrido oxidado. Don Diego descorrió el tapiz y dejó a la vista la puerta por donde salieron las tres figuras que esperaban.

El capitán dio un paso al frente, se disponía a ayudar a una de las criadas, que parecía tambalearse, cuando descubrió quién se encontraba bajo la capa. Miró al ecónomo sin comprender lo que sucedía y se giró hacia don Manuel. Estaba paralizado. Aspiraba por la nariz como si quisiera retener el aire en sus pulmones. Sus ojos se desencajaron igual que si estuvieran frente a una aparición. Sus labios temblaban mientras dejaban escapar el aire que había acumulado, mezclado con el nombre de su esposa.

—¿Diamantina?

No parecía una pregunta, ni la expresión de su asombro, sino más bien el lamento de una certeza. La constatación del que se encuentra frente a un error que ya no tiene remedio.

—¿Qué haces aquí?

Diamantina le miraba con lágrimas en los ojos, buscando el hombro de su nodriza para apoyarse.

Por primera vez en su vida, don Lorenzo sintió lástima de su hermano. Habían pasado juntos las últimas treinta y seis horas, muchas más de las que compartieron en sus treinta y dos años de existencia. No hablaron mucho desde que se encontraron en la posada de la Media Fanega hasta que llegaron a El Castellar, pero fue suficiente para comprobar que tenía otra cara además de la que él conocía.

Cabalgaron al trote durante todo el trayecto, disfrutando del color de los olivos y de las encinas, saboreando la baza que llevaban contra el comerciante.

Cuando se acercaban a la fonda de Los Santos, donde se alojarían hasta el domingo, se bajaron del caballo para contemplar la luz amarillenta del atardecer. Don Manuel señaló hacia el norte.

—¿Te acuerdas de los viajes a la Gavilla Verde? Al viejo le gustaba parar en Villafranca para que saludáramos a las monjas. Tú siempre te escondías detrás de Arabella. El único hábito que no te asustaba era el del cura de Alange.

—Es verdad, se llamaba Jesús, ¿vivirá todavía?

—Ya lo creo que vive. Algún día iremos a comer unas palomas a su casa, ya verás cómo cocina.

Si le hubieran dicho que su hermano iba a proponerle viajar a la Gavilla Verde para comer con el cura del pueblo, no lo habría creído. Su padre le había comprado las tierras a la Orden de Santiago para asociarlas a su título. El Señorío de El Torno y la Gavilla Verde fueron las propiedades que más le hicieron sufrir hasta que las tuvo a su nombre.

Don Manuel contempló las viñas y cambió de tema.

—Ya me extrañaba a mí que todavía no hubieras vendido la uva. Llegué a pensar que estabas ofreciendo la del año que viene.

Aparte de la conversación que mantuvieron en la posada de la Media Fanega, ésta era la primera vez que hablaban sin discutir. Don Lorenzo aprovechó la oportunidad para indagar sobre su cambio de actitud.

—Así que mi esposa te parece una paloma.

Don Manuel se rio a carcajadas.

—¡Desde luego, me gusta mucho más que tú! Es de bien nacidos ser agradecidos. Ella le ha salvado la vida a Diamantina dos veces. Tiene que gustarme por fuerza.

—¿Cómo está Diamantina?

—Bien, bien. Haciendo reposo.

A riesgo de romper la armonía que habían conseguido, don Lorenzo no se resistió a decir lo que estaba pensando.

—Quiero verla en cuanto lleguemos a Zafra.

Don Manuel subió al caballo.

—¡No entremos en caminos de donde no podamos salir! Si empiezas con tus monsergas, se acabó lo que se daba.

—¡Es mi sobrina! ¡Tengo derecho a verla! ¡No puedes mantenerla encerrada toda la vida!

La cara de don Manuel enrojecía por momentos. Espoleó su caballo y se marchó.

—¡Es mi esposa! ¡Y no pienso darte explicaciones de lo que hago o dejo de hacer!

Don Lorenzo intentó recomponer la situación. Montó en su caballo y se situó a su lado.

—¡Está bien! No me des explicaciones, no me dejes entrar en tu casa, pero ábrele la puerta, ¡por el amor de Dios!

Don Manuel aminoró la marcha y volvió a mostrarle la cara que siempre había tenido para él.

—¡Tú no sabes nada! ¡Nunca has tenido que saberlo! Siempre fuiste el más guapo, el más alto, el más gracioso, el más listo. Pero ahora te has equivocado. Diamantina me ama, no necesita llaves que la guarden.

No volvieron a hablar hasta que llegaron a la posada de Los Santos de Maimona. Cada uno pidió su habitación, se dijeron hasta mañana y se fueron a intentar dormir un rato. Don Lorenzo no lo consiguió. Al amanecer, encontró a su hermano en la taberna preparado para el viaje. Tenía la cara hinchada y los ojos rojos, parecía que él tampoco había dormido.

Cuando llegaron al cruce con el camino de Sevilla, el marido de Mamata les esperaba con un recado de la princesa.

—Los planes han cambiado, señor. Debéis esperar al comerciante en El Castellar. El alcaide Sepúlveda os lo explicará todo.