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Valvanera escuchó ruidos en la plaza y se asomó al balcón. Un sacerdote al que nunca había visto se disponía a subirse al borde del pilar con la ayuda del hombre de negro. La plaza estaba vacía.
—¡Juan! ¡Ven a ver esto!
El sacerdote se remangó la sotana y señaló en dirección a los montes de El Castellar.
—¡Hermanos! Mis ojos han sido testigos de la herejía de los alumbrados. Dios ha querido que este demonio, que tantos años se había ocultado en los corazones de la gente, se presente ante mí como la sierpe antigua del Castellar. Ha llegado el tiempo en que las obras de Satanás se manifestarán al mundo como una fiera espantosa. El terrible monstruo se ha revelado en vuestra villa como una serpiente emplumada.
Mientras el cura lanzaba su arenga, los ojos del comerciante no dejaron de mirar hacia los balcones del palacete. Sonreía y acariciaba su zurrón. Los dos parecían borrachos. El resto de las ventanas que daban a la plazuela se iluminaban a medida que se oían los gritos. Juan de los Santos la obligó a retirarse de los cristales y volver a la cama.
—No hagas caso de ese patán. Seguro que es un impostor, los curas sólo dan sermones en el púlpito. ¡Duérmete! Mañana será un día muy largo.
Pero Valvanera no tenía sueño. Hacía más de dos horas que intentaba dormir sin conseguirlo.
—No puedo dormirme, Juan, tengo miedo de lo que pueda pasar mañana.
Tampoco Juan conseguía dormirse, cada vez que Valvanera se daba una vuelta, él se giraba hacia ella y se encontraban los dos con los ojos abiertos.
—No pasará nada. Este desgraciado tendrá que tragarse las infamias que ha dicho sobre nosotros, eso es lo que pasará. Y empezaremos a vivir otra vez, como si él no hubiera existido.
En la habitación de al lado se escuchaban los pasos de la princesa que caminaba de un lado para otro. Ella tampoco podía dormir. En la lejanía, se escuchaba la música de la calle del Pozo.
Valvanera acopló su pecho a la espalda de su marido hasta que el cielo comenzó a clarearse y les venció el sueño. Les despertó doña Aurora aporreando la puerta. La pequeña Inés no había reclamado su leche cuando se hizo de día. Eran las nueve de la mañana.
Tomó un baño después de darle el pecho a la pequeña y se reunió en el piso de abajo con Mamata, con la princesa y con las dos criadas que tenían que disfrazarse.
Nada más verla llegar, la princesa les pidió que la acompañaran a su habitación. Mamata y Valvanera subían las últimas. Valvanera sujetó a la niñera por un brazo y le habló en voz baja.
—¿Qué saben estas dos?
—Sólo que tienen que ponerse vuestros trajes y dirigirse al palacio de Diamantina antes de la misa. Y que habrá una bolsa con cien maravedís para cada una si conservan la boca cerrada.
Vistieron a las mozas con sus ropas y las vieron salir del palacete media hora antes de que empezara la misa. En ese mismo momento, ellas subieron al coche que las conduciría a la libertad o al desastre.
Mamata se enredaba el mandil entre los dedos. Debajo de su capa, María y Miguel se reían pensando que jugaban al escondite.
Frente a ella, la princesa mantenía la cabeza en alto, las manos reposando en las sayas, el cuerpo erguido, como una emperatriz en el momento de recibir su corona. Valvanera la envidió, le hubiera gustado tener su tranquilidad, pero temblaba tanto que casi no podía desabrocharse la blusa para darle el pecho a la niña.
Su esposo la observaba detrás de los cristales.
—Recordad, no debéis parar hasta que no hayáis llegado. Cuidaos mucho. Me reuniré con vosotras muy pronto.
Valvanera sintió cómo se le escapaba una lágrima. Se despedía de él por primera vez desde que llegó al palacio de los capitanes herido en la cabeza. Desde que le prometió que cuidaría de ella toda la vida.
Esperaron en el carruaje hasta que calcularon que la misa ya habría empezado. Juan le dio dos golpes a la carrocería. El hijo menor de Mamata abrió el portón y se subió al pescante. El cochero levantó su látigo y lo dejó caer sobre los caballos. La princesa se cubrió la cara con la capa, ella la imitó.
Juan permaneció con la mano levantada hasta que doblaron la esquina.
Salieron por la ronda tan deprisa como podía avanzar el carruaje en la ciudad. En la puerta de la muralla les esperaba un jinete que se colocó a la altura de la portezuela y cabalgó a su paso.