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Los alguaciles habían desalojado a los meloneros de los arcos de la Plaza Chica. En la Casa del Concejo se instaló la tarima y el dosel para la mesa donde los jueces procederían contra los acusados. Se habilitaron celdas para los reos que recibirían de otras ciudades de la comarca, se recabaron informes sobre las causas que se despacharían en la visita de distrito, y se iniciaron las diligencias necesarias para lograr el lucimiento del acto que coronaría la presencia de la Inquisición en Zafra, un Auto de Fe General donde se ejecutarían las condenas, las que se impondrían en la visita y las que esperaban su ejecución en toda la comarca desde hacía dos años.

La experiencia del último que celebraron en el municipio les demostró que la organización era complicada y costosa, debían empezar con suficiente antelación para cumplir con el protocolo y procurar economizar gastos. La fecha para la celebración del Auto se fijaría para unos meses más adelante, pero las autoridades comenzaron con sus preparativos nada más conocer la concesión de la licencia que el Tribunal de Llerena había solicitado al Inquisidor General. A pesar de que la comunicación del permiso para estas ceremonias se realizaba en secreto, en Zafra no se hablaba de otra cosa.

Juan de los Santos comprobaba las herraduras de los caballos cuando el hijo menor de Mamata le avisó de que había llegado un alguacil con una notificación del cabildo. Salió al patio sin preocuparse, sabía de qué se trataba.

El alguacil le esperaba sentado en el poyete. Se conocían desde que eran niños, pero nadie diría que tenían la misma edad, le sobraban más de cuarenta kilos de peso.

—¿Qué pasa, Manolón?

—¡Buenas tardes, Juan! ¿Ha vuelto ya tu señor?

—¿Ya vienes a sacarle los reales? Pues siento decirte que tendrás que esperar hasta mañana.

Manolón le entregó el pergamino lacrado. Respiraba con dificultad.

—¡Hazme el favor! ¡Dásela tú! Ésta es la última que me queda. Llevo toda la mañana de acá para allá. Todavía no he comido.

—¿Cuántas has entregado?

El alguacil se secó la frente.

—¡Uff! Un montón. He ido a todas las casas grandes. Con el secuestro de bienes no les va a llegar. Tendrán que dar de comer a muchos prisioneros. Además, ya sabes que los gastos de la procesión siempre se disparan.

—No quisiera estar en tu pellejo. ¡Menuda te espera!

—¡Y que lo digas! Mañana empezamos a desenterrar a los últimos condenados a la hoguera.

—¡Pero si faltan meses para las ejecuciones! ¿Adónde los llevarán?

—¡Ya! Pero quieren evitar que los familiares los cambien de sitio. Los meterán en un calabozo hasta el Auto de Fe. ¡Esto es de locos! ¿Qué necesidad habrá de quemar a los difuntos? Suficiente castigo tuvieron ya con morirse esperando la muerte.

—¡Y tanto! Lo que deberían hacer es quemarlos después de cada proceso.

—¿Y quedarse sin espectáculo en el siguiente Auto de Fe General? ¡Parece que no les conoces! Prefieren que se les mueran unos cuantos antes que quedarse sin su fiesta. ¡Además, sale mucho más barato quemarlos a todos a la vez! Hace tiempo que no se hacen Autos Particulares, no habría arcas del cabildo que lo soportaran.

Juan de los Santos acompañó a Manolón hasta la Plaza Chica, donde se instalaría el cadalso, sus ventanas serían confiscadas por el tribunal, pero el resto de las casas por donde transcurriría la procesión ya habían comenzado a ofrecerlas en alquiler. Juan contempló los carteles mientras olía a pelo quemado y escuchaba unos chillidos que rompían el aire. Era época de matanza. El olor a quemado y los gritos de los cochinos se adelantaban a los que inundarían la plaza en el Auto de Fe. Pensó en doña Aurora y en Valvanera, no deberían estar allí cuando se celebrara.

De regreso al palacete, el comerciante le salió al encuentro por la calle de la iglesia. Siempre llevaba colgado al hombro el zurrón donde guardaba la caja de doña Aurora.

—¡Buenas tardes nos dé Dios!

No quería contestarle, pero se había colocado frente a él y le impedía el paso.

—¡Buenas tardes! Si no os importa, tengo prisa.

El comerciante se retiró hacia la acera después de hacerle una de sus reverencias con la capa.

—¡Por supuesto! No seré yo quien te corte el camino. Sólo quería felicitarte por el nacimiento de la pequeña Inés. No había tenido oportunidad.

Las tripas se le revolvieron al escuchar el nombre de su hija en su boca. Le hubiera partido aquellos dientes amarillos si no fuera porque podría poner en peligro la fuga del día siguiente. Se tragó la bilis y continuó andando. El comerciante le seguía a corta distancia, podía escuchar su respiración.

—Supongo que será tan guapa como la madre. ¡Y tan india!

Juan se volvió, le levantó por la pechera con la mano izquierda hasta dejarle de puntillas, y situó el otro puño a la altura de su nariz.

—¡Vuelve a nombrar a mi hija y te mando directo al infierno!

Uno de los moriscos se precipitó sobre él y le sujetó el puño, intentó liberar a su señor de la mano que le levantaba del suelo, pero Juan le agarraba con fuerza. El comerciante levantó las suyas para que su mozo se detuviera. No había cambiado el gesto desde que le dio las buenas tardes con su sonrisa fingida. Juan le soltó y se acercó a su oído.

—¡Que no te vea nunca cerca de mi hija! ¡O no habrá fuerza divina ni humana que me sujete!

La cara del hombre de negro seguía impasible. Volvió a hacerle una reverencia con su capa y se alejó hablando con su criado.

—¡Pobrecillo! Está nervioso. Y no me extraña, la llegada del Santo Oficio puede alterar incluso a quien no tiene nada que esconder.

Después se quedó contemplando fijamente las ventanas del palacete y se dirigió a él sin desviar la mirada.

—¡Recuerdos a la princesa y a tu esposa! ¡Cuídalas! En estos tiempos que corren nunca se sabe dónde nos encontrará el peligro.

Aun sabiendo que era imposible, Juan de los Santos entró en el palacete con la certeza de que el comerciante conocía los últimos planes de fuga. Se dirigió al piso de arriba y buscó a Valvanera con el estómago todavía revuelto, deseando que pasaran las horas. En su habitación, su esposa amamantaba a la pequeña Inés. No permitiría que nada ni nadie se las arrebatara.